PAGADOR
En Iso el mar está a nuestra izquierda; las estribaciones de las montañas, a la derecha. Salimos al anochecer y la columna avanza a paso redoblado hacia el norte por la carretera de la costa, por el mismo camino que recorrimos dos días atrás. Alcanzamos las alturas del Pilar de Jonás a medianoche; ordeno a las tropas que duerman unas horas entre las piedras, y luego las despierto con el «alba militar», o sea dos horas antes del alba natural. Cuando despunta el día ya estamos descendiendo a la llanura. Mantengo a la infantería delante de la caballería para evitar que las unidades rápidas dejen atrás a las lentas. Los lanceros reales actúan como exploradores. También he enviado a la vanguardia a tres pelotones volantes, formados por los jóvenes más fuertes, montados en los caballos más veloces. Su misión es hacer prisioneros para que los interrogue. En la guerra los grandes acontecimientos se producen a partir de pequeños hechos y ahora hay uno a nuestro favor. Mi temor, durante toda la noche, ha sido que Darío pudiera haberme aventajado; que se haya enterado por algún medio, a través de los espías o los nativos, de nuestra marcha hacia el sur para atacarlo y que, con rapidez y habilidad, haya replicado avanzando con sus hombres hacia el norte. ¿Puede haber ocurrido? Hay una pregunta a la que soy incapaz de contestar: ¿Por qué el enemigo ha llevado su enorme ejército, que está hecho para combatir en las grandes llanuras, y lo ha encajonado aquí, en los confines de estas montañas costeras?
En el descenso del Pilar obtengo la respuesta. Uno de nuestros mozos de cuadra llamado Jasón estuvo en el hospital cuando los soldados de Darío arrasaron el campamento. Este muchacho se presenta ahora ante mí, acompañado por su capitán y su coronel, a quienes les ha contado su relato. En medio del horror de aquellas horas en el hospital de campaña, dice el coronel, el muchacho no perdió la cabeza. Se movió entre aquella carnicería y recogió información de los persas. Le pregunto al muchacho cómo lo hizo.
—No tuve más que preguntarles, señor. Me acerqué a ellos. Los muy hijos de puta me confundieron por un chico del lugar. Conseguí averiguar de dónde habían venido, la ruta que habían seguido y adónde se dirigían.
—¿Qué te impulsó a hacerlo?
—Sabía, mi señor, que tú necesitabas esa información.
Me cuenta que los persas no saben nada de la marcha de nuestro ejército hacia el sur. Como nosotros, no tienen la más remota idea del paradero de sus enemigos; creen que nuestra fuerza continúa al norte de Mallo. El enemigo ha cruzado las montañas con la intención de atacarnos allí. Todo este asunto ha sido un colosal error, mío y de Darío.
—Muchacho, ¿sabes montar a caballo?
—Desde antes que empezara a caminar.
—Entonces, por Zeus, desde ahora eres un soldado de caballería. —Le ordeno a Telamón que le procure un buen caballo y lo envíe a un escuadrón—. Esta noche, Jasón, cenarás a mi lado cuando celebremos la victoria.
Unos minutos más tarde regresan los exploradores con algunos prisioneros que confirman la información del muchacho. Así y todo avanzo con precaución. Cuando nos acercamos a Iso por el sur veo que el desfiladero pasa junto al mar; si Darío ha enviado tropas para apoderarse de las alturas, puede caer sobre nosotros cuando todavía avanzamos en columna de marcha. Ordeno a todos los comandantes que formen a las unidades en línea de combate en cuanto el terreno lo permita.
No tendría que haberme preocupado. Los persas nos esperan en posiciones defensivas en el arenoso litoral, donde el río Pínaro desemboca en el mar. Es mediodía cuando avistamos al enemigo; el sol hace que el golfo de Ísico a la izquierda resplandezca con un brillo cegador.
—¿Lo ves?
Hefestión, que está a mi lado, señala el centro de la línea enemiga. Incluso a una distancia de novecientos metros es imposible confundir el carro de guerra de Darío; es alto como una carreta y está justo en el centro de la caballería real, que va vestida de negro. No alcanzamos a verle, está demasiado lejos; solo vemos los adornos. Así y todo me estremezco. ¡Por fin mi rival ha salido al campo! ¡Por fin el señor de Asia está ante nosotros!
Darío de Persia.
Pese a que es el rey de reyes, señor de las tierras, monarca del imperio desde el sol naciente al poniente, sé menos de él (como le ocurre a todo el mundo) que de cualquier vulgar capitán de la horda enemiga. Cuando era un caballero, antes de convertirse en rey, desafió a un gigante de los armenios y lo derrotó en un combate cuerpo a cuerpo. Es alto, dicen los hombres, y con mucho el más apuesto de todos los persas. Su hermano Oxatres lucha con la fuerza de diez hombres, y sin embargo Darío lo supera, a pie y a caballo. Todo esto puede ser verdad o pura fábula.
En cambio sí sé la lealtad que recibe mi enemigo, no solo de sus parientes y compatriotas sino también de las tropas extranjeras, los griegos, que están a su servicio. Los líderes mercenarios son hombres incorruptibles. Timondas el hijo de Mentor, Patron de Focia y Glauco de Etolia. Me he puesto en contacto con todos ellos y les he ofrecido el doble y el triple de su paga para que se pasen a mi bando. Ni me han escuchado. Darío les Ira dado esposas persas y posesiones; educa a sus hijos en la corte. Que mi rival valore a estos oficiales demuestra que comprende la guerra; que los trate con honor demuestra que conoce a los hombres.
Parmenio sofrena su caballo a mi lado. Tendrá el mando del ala izquierda. El ejército de Darío cuenta con doscientos mil hombres, y las divisiones se extienden hasta más allá del alcance de la vista, con otros cien mil procedentes de la leva local, no combatientes y seguidores del ejército. Nosotros somos cuarenta y tres mil. La caballería enemiga, que se cuenta en decenas de miles, cubre la orilla más cercana del Pínaro. Las tropas de infantería comienzan a tomar posiciones, en una doble falange detrás del río. Hacia la retaguardia, a lo largo de un kilómetro o poco más, el terreno es llano; luego comienza a subir hasta unas crestas rocosas. El suelo es típico de la costa, atravesado por numerosas torrenteras y barrancos que quedan en ángulo recto a cualquier retirada persa. Conocemos el terreno; lo cruzamos hace cuatro noches.
El campo de combate no es ancho. Entre dos mil doscientos y dos mil cuatrocientos metros. Darío tiene caballería para cubrir tres veces esta extensión. De haberse quedado en el lado sirio de las montañas, hubiese podido hacerlo. Aquí en esta llanura encajonada no puede. Una vez más me sonríe la suerte.
Un excelente oficial llamado Protomaco, a quien los hombres llaman Barrica, por su gran barriga, está al mando de los lanceros, que hoy actúan como exploradores. Veo que viene al galope hacia mis colores desde la vanguardia, acompañado por tres de sus lugartenientes.
—¿Qué tal el frente, Barrica?
—Un bonito grupo, señor.
La corriente del Pínaro no es profunda (la cruzamos hace cuatro días sin mojarnos los muslos) pero sus riberas son empinadas, sobre todo en la orilla que ocupa el enemigo, que además está cubierta de zarzas. Allí donde la ribera no cae a pico, informa Protomaco, el enemigo ha erigido empalizadas.
—¿Por qué la caballería está a este lado del río?
—Cubre el despliegue de la infantería, detrás del río. La caballería comenzaba a cruzar al otro lado cuando emprendimos el regreso.
Esta información vale por todo un ejército. Significa que Darío se ha inclinado por la defensa; me ha cedido la iniciativa.
A la izquierda está el mar. Terreno llano. Bueno para la caballería. A la derecha, las estribaciones surcadas de barrancos y cauces secos ascienden hasta una cornisa con forma de media luna, por donde ahora corren millares de soldados de la infantería ligera enemiga, para amenazar nuestra derecha. Aunque estamos a un kilómetro del frente enemigo, esta ala ya ha rebasado nuestro flanco.
Saton, el hijo de Sócrates Barbarroja, regresa de su misión de reconocimiento. Tiene diecisiete años y muestra el entusiasmo de un cachorro; lo escoltan dos de los dedarcas más veteranos de su padre.
—¡Los nuevos persas están aquí, señor! —El muchacho señala dos largos pendones que ondean en cada ala del frente persa—. ¿Ves las serpientes?
Desde hace meses estamos oyendo hablar a los espías y desertores de una nueva división llamada nobles vasallos, que ha sido formada, armada y entrenada específicamente para enfrentarse a nosotros. No sabemos nada de esta fuerza excepto que es de infantería, que son todos persas, y que su comandante es Bubaces, el primo de Darío y gobernador de Egipto. Ahora están aquí. Pregunto cuántos son y qué armamento llevan.
—Son cuarenta mil —responde el joven Satón sin el menor titubeo—. Armados con lanzas, no son arqueros. En dos alas, cuatrocientos de frente y cincuenta de fondo.
—¿Te has entretenido en contar sus cabezas? —digo con tono risueño. Pero él va a lo suyo.
—Se protegen con cascos y corazas, señor. Llevan escudos de mimbre, de los pies a la cabeza, como llevan los egipcios. —Señala el centro de la línea enemiga—. Las tropas de en medio son los mercenarios griegos, infantería pesada; los hombres de Timondas, Patron y Glauco; vimos sus colores en cabeza. Su frente tiene unos setecientos metros. No sé cuántos hay de fondo debido a los pliegues del terreno.
El joven informa que[4] los arqueros enemigos, unos dos mil, han cruzado a la orilla más cercana, delante de la izquierda enemiga, en el espacio entre los nuevos lanceros persas y la caballería y los honderos que quedan a su izquierda.
—Los medos —añade el hijo de Sócrates—, están en orden abierto, tres divisiones en fondo, armados con el arco largo de caña.
—Amigo mío —le digo al joven Satón—. Tu padre nunca me dio un informe más preciso.
Satón va a reunirse con su escuadrón, orgulloso a más no poder.
Nuestro ejército se despliega en el orden convencional. La caballería de Darío se retira al otro lado del río. Estas divisiones se mueven para consolidar las posiciones a lo largo de la ribera. Son veinticinco o treinta mil. Sus filas se alargan hacia la retaguardia casi un kilómetro y medio.
Mi padre solía decir que atacar a un enemigo que te supera en número es como luchar con un oso. Tienes que clavarle la daga en el corazón antes de que la bestia te destroce con las garras.
He intentado, desde Queronea, hacer que los planes de batalla sean cada vez más sencillos. Ya veo el choque de hoy; me refiero a la forma en que Darío quiere que sea. También veo otro choque. El que yo haré que se desarrolle.
La visión de Darío es esta: a la derecha, a lo largo del mar (nuestra izquierda), el rey enviará a su caballería, que supera numéricamente a la nuestra cinco a uno, con la intención de atravesar y rodear nuestra izquierda, para atacar por la retaguardia a nuestras falanges de sarisas en el centro, cuyo ataque, según cree el enemigo, será contenido por las riberas y los zarzales del río, las empalizadas, las formaciones de lanceros de la nueva división y los mercenarios griegos. A la izquierda de Darío, desde la cadena de colinas, su infantería ligera se lanzará desde la cresta con forma de media luna, para atacar nuestra derecha por el flanco desprotegido. El enemigo cree que por muy fuerte que sea nuestro ataque frontal, no podremos atravesar su frente porque tiene muchas filas y porque los regimientos y las divisiones en el centro y la retaguardia son muy numerosos. Ahora, amigo mío, añadamos otro concepto a tu vocabulario militar.
Cubrir y descubrir.
Un comandante avanza contra el enemigo «cubierto», es decir, con sus intenciones ocultas, ya sea por su configuración, las fintas y los engaños o por el propio terreno y los elementos. En el momento del ataque, se «descubre».
La razón por la cual una defensa estática siempre es vulnerable es porque por definición está descubierta. Con su posición el defensor enseña no solo sus intenciones (como Darío hace aquí; es evidente que enviará a su caballería por la derecha, a lo largo del mar) sino que exhibe lo que él cree que son sus puntos fuertes: el ala izquierda que atacará el flanco, las empalizadas en la ribera y las formaciones de infantería pesada.
El atacante, por su parte, no descubre nada.
El atacante mantiene las opciones de contrarrestar cada movimiento que el defensor, con sus disposiciones, ha descubierto.
En Iso nuestra ala derecha avanza por un terreno irregular: quebradas y cauces secos de tanta profundidad que puede tragarse divisiones enteras. La irregularidad del terreno es la razón por la que Darío ha enviado a solo un puñado de tropas de caballería ligera a defender esta ala; cree que el terreno es impracticable para los escuadrones pesados. Pero las quebradas y cauces me permitirán «cubrirme». Puedo enviar a las unidades a izquierda o derecha, ocultas por estas hendiduras, y Darío no las verá. Es lo que hago ahora. Para replicar a la fuerza de la caballería enemiga a lo largo del mar, envío a los ocho escuadrones de la caballería pesada tesalia para que se unan a la caballería mercenaria y aliada que ya ocupan posiciones en esta ala. Le digo a Parmenio, que está al mando de nuestra izquierda, que oculte los movimientos de estas tropas en los pliegues del terreno y haciéndolas pasar por detrás de las falanges. El cometido de los tesalios será atacar a la caballería persa por el flanco cuando rodeen nuestra izquierda.
Retengo conmigo a los ocho escuadrones de la caballería de los compañeros al mando de Filotas, los cuatro escuadrones de lanceros reales que comanda Protomaco y el escuadrón de peonios que manda Ariston. Atacaremos por la derecha.
En la izquierda de su frente, nuestra derecha, Darío ha colocado las filas de arqueros, los cazadores de los que informó Saton, el hijo de Barbarroja. Está claro que estos arqueros descargarán sus andanadas contra cualquier elemento que avance hacia ellos y la infantería se agrupará en su retaguardia, para luego retirarse a través de las filas de estas mismas tropas cuando sean atacados.
Observa cuán «descubierta» es esta disposición y la ventaja que concede al atacante. El enemigo cree que esta es su posición más fuerte. Por ese motivo no la ha protegido con una empalizada. En realidad es su punto más débil y vulnerable.
¿Por qué? Porque los arqueros en una formación masiva no son útiles contra la caballería pesada. No hay flecha que pueda volar de forma certera más allá de unos noventa metros (aquí, con el viento de mar que sopla en contra, probablemente solo sean veinticinco) y la caballería lanzada a todo galope puede recorrer noventa metros en el tiempo que se tarda en contar hasta siete. ¿Cuántas andanadas pueden disparar estos arqueros antes de que corran despavoridas a buscar refugio y cunda el desorden entre sus camaradas?
Ahora consideremos la naturaleza de esta flamante división de lanceros persas, los nobles vasallos.
Estas tropas, según nos han informado los espías, se llaman cardaces, una palabra persa que significa «cadetes» o «caballeros de a pie». Es evidente que son el intento de los generales de Darío para poner remedio a su mayor deficiencia: la falta de una infantería propia que pueda hacer frente a nuestras falanges macedonias. Hasta aquí todo correcto. Aplaudo la intención. Pero también conozco la vanidad, las camarillas y las intrigas de los cortesanos que rodean al gran rey. ¿Los grandes de Darío, al crear esta nueva división, consultarán con sus comandantes griegos mercenarios, que son los verdaderos expertos? Jamás. Perderían su prestigio. Los allegados al trono desarrollarán esta nueva arma por su propia cuenta.
El combate en orden cerrado no es una técnica que se domina en un día. Tampoco forma parte del carácter nacional persa. Los asiáticos son arqueros. Su arma es el arco, no la lanza. Los jóvenes nobles, desde antes de Ciro el Grande, han aprendido «a tensar el arco y decir la verdad». La lucha a corta distancia no es el estilo del oriental; prefiere el duelo a distancia con proyectiles. Incluso los escudos de estos lanceros, planos, hechos de mimbre y de cuerpo entero, son escudos de arqueros, diseñados para clavarlos verticales en el suelo y para que sirvan como almenas móviles desde donde los arqueros disparan sus flechas. No se puede luchar a corta distancia con esos escudos. Después está la disposición del enemigo. Cincuenta en fondo no es una formación, es una muchedumbre. El hombre que está en las últimas filas tiene más miedo de acabar pisoteado por sus propios camaradas cuando escapen que del enemigo. En cuanto cedan las primeras filas, los de atrás cogerán los escudos y saldrán corriendo.
Cargaré contra los arqueros de Darío y los lanceros a la cabeza de la caballería de los compañeros. Esta será la daga que buscará el corazón del oso. Mi falange en el centro y las tropas de caballería e infantería de Parmenio en la izquierda se encargarán de sujetarle las zarpas.
Detrás del frente persa está el campamento de Darío. Otros cien mil entre vivanderos, esposas, prostitutas y chusma. Cuando el enemigo se retire, aterrorizado, se llevará por delante a los suyos. Las colinas, a su retaguardia, están atravesadas de zanjas y cañadas; las tropas y los caballos saldrán de estampida; miles morirán aplastados. Aquellos que consigan cruzar la primera fila de colinas encontrarán que su caravana de equipaje les entorpecerá la huida. Desaparecerá la cohesión de las unidades. En las carreteras militares se producirán unos atascos descomunales de hombres, caballos y vehículos. Nuestra caballería caerá sobre el enemigo, que estará desorganizado. El guerrero que tropiece será lanceado por la espalda; el hombre que vuelva se encontrará con la muerte de cara. Decenas de miles morirán aquí, aunque nosotros solo mataremos a una décima parte. Los demás se matarán solos, los unos a los otros. En los desfiladeros, una multitud morirá sofocada. Sus compañeros escaparán corriendo por encima de sus cadáveres.
Todos los comandantes se han reunido alrededor de mis colores. Doy las órdenes de la batalla; los oficiales parten al galope para reunirse con sus unidades.
—Viejo amigo, ¿podrás sostener la izquierda? —le pregunto a Parmenio.
—El mar se teñirá de rojo con la sangre persa.
Me gustan estas afirmaciones. Galopo a lo largo de las líneas una última vez, no para dar discursos (¿quién puede oírlos a esta distancia y con el viento?), sino para alinear el avance y para hablar con los comandantes y los héroes, aclamar sus hazañas y animarlos a conseguir la gloria. Las órdenes se transmiten por la línea como las olas. Los jinetes dicen que un caballo está «alto» cuando su estado de excitación llega a un punto en que amenaza con salir disparado. Ahora lo percibo en las monturas y lo siento en el galope nervioso de Bucéfalo. No podemos esperar más. Dentro de unos momentos debo dar la orden de avanzar.
De pronto, en la retaguardia, un jinete solitario se aparta de la formación. El hombre galopa por la carretera de la costa, pasa entre la infantería y la caballería en el extremo izquierdo, y llega al frente por el centro de nuestra línea.
Todas las miradas se centran en el jinete. Es uno de los nuestros, solo, con el estandarte de combate de la caballería de los compañeros.
—¿Qué demonios es esto? —pregunta Telamón.
Es el estandarte rojo de Bottia.
—¡Es Pagador!
Ahora lo vemos. El jinete es Eugenides, que lloró en mis brazos en Miriandro, hace solo unas horas, mutilado por los persas.
El ejército se pone tenso. Pagador está más muerto que vivo, apenas consigue sostenerse sobre el caballo.
—¡Id a buscarlo! —le ordeno a Filotas, quien de inmediato envía a varios jinetes al galope.
¿Cómo ha podido un hombre mutilado llegar hasta aquí? Ya estaba gravemente herido, en Iso, antes de que el enemigo lo sometiera a aquellas atrocidades hace dos días. Desde entonces, había caminado treinta kilómetros hasta Miriandro y ahora había hecho de nuevo el mismo trayecto a caballo. Cuando nuestros compañeros se acercan para ayudarlo, recupera las fuerzas. Aparece delante de la fila. El ejército comienza a corear su nombre: «¡Pagador! ¡Pagador!».
El rostro desfigurado del hombre ha estado oculto por el pañuelo del regimiento. Ahora, cuando nuestros camaradas están muy cerca, se lo quita. La visión hace que los nuestros sofrenen a los impacientes caballos. Pagador les grita algo. Levanta el brazo derecho, amputado a la altura de la muñeca, y agita el estandarte de guerra con el izquierdo.
Ordeno a todos los oficiales que vayan a sus unidades al galope. Yo también me vuelvo para dirigirme a mi puesto. Oigo a Telamón que dice: «Allá va». No necesito mirar. El ejército repite de nuevo el nombre de Pagador. Sin esperar a mis órdenes, las brigadas se ponen en marcha.