EL PILAR DE JONÁS
La bahía de Ísico es una muesca en la costa de Asia Menor, en el codo de Cilicia donde la costa deja de mirar al sur para mirar al oeste. Al sur, al otro lado de las montañas, está Siria y su capital Damasco; luego Fenicia y Palestina, Arabia y Egipto. Al este por la carretera real espera el granero del imperio: Mesopotamia, la «tierra entre ríos», el Tigris y el Éufrates, y las ciudades imperiales de Babilonia y Susa.
La llanura costera de Cilicia está limitada por dos grandes cordilleras: la de Taurus al norte y el este, y la Amanus al sur y al este. Los pasos a través del Taurus en el norte se llaman las Puertas Cilicias. Es un camino de carros, tan empinado en algunos lugares que a las mulas se les abre el ano y silban, tal es el esfuerzo que deben hacer las bestias para arrastrar la carga; en otros, es tan angosto que, según dicen los lugareños, cuatro hombres que inician el trayecto como extraños y caminan a la par, llegan al otro lado convertidos en muy buenos amigos. Darío ha ordenado al gobernador persa Arsames que domine las alturas, pero, con un veloz ataque a cargo de los guardias reales y los agrianos, lo rodeo, me sitúo por encima y consigo desalojarlo sin necesidad de combatir. Descendemos a la gran y próspera ciudad de Tarsos, que se alza en medio de una maravillosa llanura limitada por las montañas y el mar, y donde abundan toda clase de frutos, viñedos y cereales. Capturamos los puertos de Soli y Magarsos, para impedir que se refugie la flota enemiga, y nos hacemos con las ciudades de la llanura: Adana y Mallo en la desembocadura del Príamo. Es en esta última donde recibimos el primer informe que, con toda seguridad, nos comunica el avistamiento del ejército de Darío.
La multitud persa se encuentra a cinco días al este, en Sochoi, en el lado sirio de las montañas Amanos. Su campamento está ubicado en la llanura de Amuq, una vasta y plana extensión, ideal para el despliegue de la caballería (donde Darío nos supera cinco a uno), con abundancia de grano, forraje y abastecimiento de Antioquía, Alepo y Damasco. El enemigo no se moverá de allí. No vendrá a nosotros. Tenemos que ir a por él.
Ahora hay algo que debes comprender, Itanes. La narración de una batalla siempre se hace con una claridad, especialmente una claridad geográfica, que casi nunca estaba presente en aquel momento. Se avanza, dicen los dedarcas, con dos guías: la intuición y el rumor. Vamos a marchas forzadas hasta Iso, en el centro de la bahía. Las montañas se alzan en el este; Darío espera, a solo veinticinco kilómetros de distancia, en el lado más apartado. ¿Cómo llegar hasta allí?
Cuando un gran ejército pasa por una región, atrae a los lugareños de kilómetros a la redonda. Un ejército tiene dinero. Un ejército trae diversión. En todos los países a los macedonios los llaman «maq». «¡Oye, maq!» gritan los nativos, con una sonrisa que deja ver los huecos en la dentura [3] mientras trotan detrás de la columna. Hasta el último bribón tiene algo que ofrecer: pollos, cebollas, leña; ghat en Pisidia (masticas la pulpa y marchas todo el día), setimas en Capadocia (te pones la judía debajo de la lengua y desaparecen todas las preocupaciones), paramagadae en la Coele Siria (tomas el polvo con vino y coges la mano derecha de Dios). «¿Necesitas un guía, maq?». Por lo visto todos los tunantes parecen conocer un atajo que lleva al agua dulce y al forraje. Otro jura que su cuñado sirve con los persas; nos dirá dónde duerme Darío y lo que tomó en el desayuno. No desprecio a esos tipos.
Por ellos nos enteramos de los pasos en Kara Kapu y Obanda, del camino vía el Pilar de Jonás y las Puertas Sirias, más abajo de Miriandro, que nos llevarán a través de las Amanus hasta el umbral de Darío. Nuestras avanzadillas se adueñan de todos estos lugares menos el último. A la búsqueda de información en este último paso que nos conduce a Siria, interrogo personalmente a centenares de lugareños y recorro con nuestros exploradores todos los senderos de cabras y todos los cauces por donde el ejército pueda llegar a Darío o él llegar a nosotros.
Sin embargo nadie me habla del paso del León a través de las Amanus.
Toma buena nota, mi joven amigo. Grábalo en tu alma con un hierro candente: nunca des nada por hecho. Nunca creas que sabes, porque eso te llevará a dejar de investigar y preguntar.
Llevo al ejército en una marcha nocturna a lo largo de la costa, cruzo por el paso llamado el Pilar de Jonás y acampo en la ciudad de Miriandro, desde donde cruzaremos las montañas Amanus por las Puertas Sirias y sorprenderemos a Darío. Una terrible tormenta cubre nuestro avance; hacemos un alto de un día para descansar y secar las armas y el equipo. Estoy exactamente donde quiero estar, en el lugar que he querido alcanzar. Es medianoche; se forma la columna para el ascenso nocturno. Ocupo la vanguardia con los guardias reales, los arqueros y los agrianos, desprovistos de todo excepto las armas y las corazas. De pronto dos jinetes llegan al galope desde el norte. Uno es un explorador de nuestros peonios cuyo nombre no recuerdo pero al que apodábamos Dogo; el otro es un muchacho de Trynna, una aldea cercana a Iso.
Han visto al ejército de Darío.
Está en nuestra retaguardia.
¿Cómo es posible? Tengo los informes de las patrullas de reconocimiento de hace menos de tres días, donde se dice que el ejército de Persia, formado por doscientos mil hombres, está acampado en la llanura al este de las montañas. ¿Quién puede creer que un ejército de tal magnitud abandonará un campo ideal para sus propósitos, amplio y nivelado, perfecto para explotar al máximo la fuerza de la caballería, un lugar que sin duda sus comandantes han recorrido hace meses y que han hecho unos esfuerzos extraordinarios para abastecer de agua, vituallas, e incluso han arreglado para el combate? ¿Quién puede dar crédito a que semejante multitud, cuyo avance entorpece su extravagante caravana de equipajes, dejará este espacioso lugar para ir a meterse en los angostos desfiladeros de Cilicia?
Pero es verdad. En contra de todo lo que indica el sentido común y las suposiciones, el ejército de Darío ha levantado el campamento en Sochoi para marchar al norte, a través del Amanus por el paso del León (de cuya existencia no tengo ninguna noticia), y alrededor del flanco más apartado del que hemos seguido nosotros. Los dos ejércitos se han cruzado en direcciones opuestas a una distancia de veinticinco kilómetros el uno del otro, sin que ninguno de los dos advirtiera la presencia del enemigo.
Darío está detrás de nosotros. Nos ha aislado. Mejor dicho, yo mismo he aislado a mi ejército, impulsado por la impaciencia y la precipitación.
Todavía llegarán noticias peores. Convencido de que Darío se encontraba en el lado interior de la cordillera, he dejado a los enfermos y heridos en la costa, en nuestro campamento base cerca de Iso. El enemigo llega a ese hospital más o menos al mismo tiempo que nuestro cuerpo principal se acerca a Miriandro, cuarenta kilómetros al sur. Nuestro hospital está indefenso. Las tropas de Darío lo ocupan.
El rey ordena que mutilen a nuestros camaradas. Untan a los macedonios con brea y les prenden fuego; a otros los destripan. Los persas les cortan la nariz, las orejas y la mano derecha. Es una carnicería que solo los bárbaros orientales son capaces de practicar. Cuando nos llegan los informes, mi dolor es terrible. ¡Todo es culpa mía! ¡Mi insensatez ha sido la causa!
Los enfermos y heridos que consiguen escapar se dirigen al sur para alcanzar a nuestra fuerza; la galera de treinta remeros que envío al norte para confirmar el informe de Dogo encuentra a una docena de hombres y los trae de regreso. Llegan más cuando despunta el día, en un estado tan lamentable que resiste toda descripción. Aquí aparece Efialtes, el hermano de Meleagro, castrado, tumbado en un carretón, con la capa hecha una bola a modo de compresa y sosteniéndola con la mano que le queda para sujetarse las entrañas. Mi querido camarada Marsias tiene a dos primos entre los mutilados; uno carga al otro, sobre el hombro, desangrado hasta la muerte por el muñón del brazo. Los hombres heridos llegan desde la costa; los hay que pueden caminar, a otros hay que cargarlos; ocultan las mutilaciones con trozos de tela arrancados de sus ropas, avergonzados de que los vean con ese aterrador aspecto, aunque algunos muestran su desfiguración, con la intención de incitar a sus camaradas a la venganza. La desesperación de los hombres torturados no es nada comparada con la de sus compatriotas que ahora los rodean mientras claman a Zeus Vengador y se rasgan las vestiduras impulsados por la furia y la indignación. Todos los mutilados relatan el sufrimiento de sus amigos, que han sido víctimas de unas atrocidades de las que únicamente son capaces los monstruos del este. Entre los mutilados veo a Eugenides, Pagador, nuestro valiente comandante de caballería de Bottia, al que casamos en la gran fiesta en Dium, y cuya esposa Elisa me regaló las botas. Durante unos momentos se mantiene erguido; luego sucumbe a la angustia, cae de rodillas y se abraza a mis piernas.
—¡Alejandro! —grita—. ¿Cómo voy a educar a mi hijo sin un brazo? ¿Cómo puedo amar a mi esposa si no tengo rostro?
Ante la visión de los camaradas desfigurados, me domina un estado de remordimiento que nunca he conocido. ¡Mejor que todo esto me lo hubiesen hecho a mí! Mejor hubiese sido que yo hubiese sufrido esta mutilación a tener que verla infligida en ellos, mis queridos camaradas, cuya confianza en mí los ha dejado desprotegidos contra semejante horror. No hay nada que lo pueda recompensar. De nada sirven el oro, los honores, la justa matanza de aquellos que han cometido estas atrocidades, ni siquiera la destrucción de Persia conseguirá devolver a nuestros compañeros lo que han perdido. No es necesario decir que el ejército debe volver ahora mismo y presentar batalla. Aquellos entre los heridos que pueden caminar, ahora se reúnen a mi alrededor y me suplican que les dé armas para el combate; juran que blandirán las espadas con la mano izquierda, y si no pueden, cargarán un escudo o atenderán a los caballos. No acepto sus peticiones, temeroso de que se dejen llevar por su estado y busquen la muerte a manos del enemigo, y al hacerlo no solo sufran ellos las consecuencias, sino que entorpezcan el orden y la cohesión del ataque.
Noto la presencia de mi daimon a mi lado. A él también le he fallado. La arrogancia. La imprudencia. La prisa.
«Ahora prueba, Alejandro, el fruto amargo de la grandeza y la ambición.
»Para ti la necesidad garantiza la victoria. Aquí tienes su precio. Cómetelo. Trágatelo».
Mi puesto de mando en Miriandro está ubicado por encima de una pequeña cala con forma de herradura. Llevan a los mutilados hacia las casas de los lugareños, que han acudido a la carrera para ofrecer su socorro, mujeres y niños además de los hombres, que utilizan sus propias camas como literas y sacan a nuestros camaradas del polvo y el viento para atenderlos bajo techo. Contemplo ese grotesco espectáculo. Parmenio está a mi lado; Crátero y Pérdicas se acercan presurosos. Veo a Ptolomeo y a Hefestión, montados, que se abren paso entre la multitud. Los dedarcas y los soldados rasos se apretujan a mi alrededor, con el rostro desfigurado por la rabia y el dolor.
—¡Dirígenos, Alejandro! —gritan—. ¡Guíanos contra esos carniceros!