MATAR AL REY
Tienes acceso, Itanes, a los diarios del ejército correspondientes a los meses posteriores a la batalla del Gránico. En ellos aparecen las ciudades de Asia Menor que se unieron a nosotros o conquistamos a continuación. Devolví la libertad a los estados griegos y los exoneré del pago de tributos. Caria no es griega; restauré en el trono a la reina Ada y acepté la oferta de la soberana de adoptarme como hijo. Devolví a los canos sus viejas leyes, que los persas habían prohibido, y no les reclamé tributos como conquistador sino como hijo. También dejé libre Lidia, Misia y las dos Frigias, y solo les pedí que me pagaran el mismo tributo que le habían pagado a Darío. Nos habíamos hecho con ciento dieciséis ciudades. Habíamos iniciado la campaña a principios de verano, para recoger las cosechas en el momento oportuno; para la siguiente primavera, toda Asia Menor desde el Bósforo hasta Panfilia estaba en nuestras manos.
Después de la batalla del Gránico prohibí los saqueos. El ejército había cruzado a Asia como una fuerza de liberación; ningún acto de pillaje debía ensombrecer tal reputación. Los botines que tomábamos pertenecían a los tesoros que tenía Darío en las ciudades que liberábamos. Las necesidades del ejército eran lo primero, las bestias antes que los hombres, porque sin caballos y acémilas no podemos avanzar rápido ni cargar más que lo que podemos llevar a la espalda. Luego, el oro para financiar las líneas de abastecimiento de la retaguardia; naves y puertos; las comunicaciones con la guarnición de Antípatro en Grecia y Macedonia; depósitos y almacenes para el siguiente avance; dinero para sobornar a los enemigos, ayudar a los amigos, pagar a nuestros benefactores, recompensar a los espías e infiltrados; regalos para los nuevos aliados, juegos y sacrificios para los ancianos. Los hombres necesitan tiempo y dinero para divertirse; se lo han ganado. A los recién casados, les doy un permiso y los envío a casa: seiscientos hombres, incluido Coenio, Rizos de Amor y Pagador. Que pasen los meses de invierno abrazados a sus esposas y regresen en primavera sabiendo que tienen un heredero en camino.
Pago los salarios y les entrego, a manos llenas, sus premios. Dedico más tiempo a esto que a cualquier otra ocupación, excepto a los trabajos de reconocimiento y de avituallamiento para el avance. Es imperativo que el botín se distribuya igualitariamente. Que ningún hombre valiente quede al margen y que ningún cobarde se salve del castigo. Cartas de felicitación. En Sardes, en Lidia, donde el ejército hace un alto para consolidar su avance inicial, empleo no menos de cuarenta secretarios, que trabajan por turnos, para dictarles la correspondencia. Mi objetivo es conocer el nombre y las hazañas de todos y cada uno de los hombres del ejército. Es imposible, por supuesto, pero cada día pondré nombre a treinta o cuarenta rostros nuevos. Llegan cestos cargados con tesoros, copas de oro y cubiletes de plata; se los doy inmediatamente a aquellos que han derramado sangre por nuestra patria. Si puedo, me encargo personalmente de poner el regalo en las manos del hombre; si no es posible, lo envío con mis plácemes por escrito, algo que el hombre pueda enviar a su casa para orgullo de sus padres, o dejarlo en custodia para su esposa e hijos. El vino es excelente en la costa egea; cuando un vino me agrada, reservo una parte y se la envío a un oficial al que deseo honrar, con una nota donde le digo que he disfrutado de este vino con mis amigos y deseo que él lo comparta con los suyos.
Nunca permito que los hombres me vean dormir. Me levanto antes de que ellos se despierten y continúo trabajando cuando ellos se van a dormir. Cuando beben, bebo con ellos; cuando bailan, también bailo. Si bebo mucho, me levanto con las piernas firmes y hago que mis oficiales lo vean. Cuando el sol quema, soporto su calor sin quejas; duermo en el suelo durante las campañas y en el campamento en el catre más sencillo, y cuando avanzamos por campo abierto aprovecho para entrenarme: corro a pie y a caballo. En cuanto a los tesoros, dejo que mis compatriotas vean que no cojo nada para mí, excepto artículos de honor —un caballo o una buena armadura— pero todo está a su servicio y al servicio de nuestra meta.
Darío.
El señor de Asia permanece en Babilonia, a mil doscientos ochenta kilómetros al este. ¿Debemos ir a por él o dejar que sea él quien venga a nosotros? ¿Dónde nos enfrentaremos? ¿Cuándo? ¿Con cuántas tropas?
En mi país tenemos un juego que se llama «Matar al rey». Consiste en dos equipos de chicos, montados a caballo, en un campo con una meta en cada extremo. El chico que tiene la pelota es el rey. Intenta llegar y cruzar la meta del enemigo; sus compañeros lo defienden. Cuando el rey cae, su equipo pierde.
Todo el gran esquema de la guerra contra Persia no es más complicado que dicho juego.
Matar al rey.
Noche tras noche mientras avanzamos a lo largo de la costa, mis generales y yo nos reunimos alrededor de la mesa de mapas y analizamos los informes de las patrullas de reconocimiento, las proyecciones de las cosechas, los despachos de los agentes y los infiltrados. Crátero es el más agresivo; quiere que ataquemos de inmediato el interior, para ir a Babilonia y Susa, donde Darío guarda sus tesoros y casi sin duda alguna reunirá a su siguiente ejército.
—Vayamos a por él ahora —insiste Crátero—, antes de que pueda reunir un ejército tan enorme que no podamos vencerlo.
Parmenio encabeza la vieja guardia. Él también teme un choque frontal contra un ejército de millones de hombres.
—No tentemos a la fortuna, Alejandro, y démonos por satisfechos con las conquistas que los dioses nos han dado. Ningún ejército europeo ha soñado nunca con poseer las tierras que tenemos. Si Darío hace concesiones, acéptalas.
Todas las noches los dos grupos discuten, hasta que llega la hora en que debo intervenir para calmarlos. Lo he aprendido de mi padre. Espero la mejor ocasión; en este caso, el día del nombre de Parmenio, que en Macedonia celebramos de la misma manera que los griegos celebran los cumpleaños. Ese es el momento en el que el viejo general se sentirá más honrado y será más consciente del paso de los años. Aguardo hasta la medianoche. El vino y la carne nos han relajado. No hago ninguna demostración de prerrogativa real sino que hablo sencillamente como un soldado, a otros soldados como yo mismo.
—Caballeros, en la campaña contra Darío no debemos perder de vista algo fundamental: nuestro enemigo no gobierna una nación sino un imperio. Sus aliados no son amigos sino estados vasallos. Los domina con su fuerza desde luego, pero sobre todo por un mito: su supuesta invencibilidad.
»No combatimos, amigos míos, contra el rey sino contra ese mito.
»¿Temo a los millones de hombres de Darío? ¡En absoluto! Que traiga a la mitad de Asia si quiere. Cuantas más tropas amontone en el campo, más se cargará con armas superfluas y mayor será el peso que pondrá sobre sus comandantes y sus compañías de abastecimiento. Esto me lo enseñó mi padre y lo creo: la cantidad de armas útil no va más allá del número de hombres que pueden marchar de un campamento a otro y llegar en un día. Así es nuestro ejército. Unos cuarenta mil, no más. Dejemos que Darío despliegue sus hombres de un horizonte al otro; cuando golpeemos en su corazón con rapidez y poder, la chusma escapará como liebres.
»A ti, Crátero, amigo mío, y a todos vosotros que sois los oficiales más jóvenes, os digo esto: no nos lanzaremos tierra adentro, por muy tentadora que parezca tan osada acción. Si marchamos contra Babilonia mientras el mito de Darío continúa intacto, la ciudad resistirá; nos encontraremos asediando a una fortaleza cuyas murallas circulares tienen un perímetro de sesenta y cuatro kilómetros y cincuenta metros de altura. Pero si derrotamos al rey en el campo de batalla, las puertas de Babilonia se abrirán para nosotros por sí solas.
»No lo olvidéis: conquistar tierras no significa absolutamente nada mientras se perpetúe el mito del rey.
»Tampoco, caballeros, sirve de nada pretender apoderarnos del reino de Darío por medio de trampas o engaños. Hagamos que su ejército salga al campo, no cuando no esté preparado o esté formado por tropas reunidas deprisa y corriendo o mal entrenadas. Al contrario, esperemos a que su fuerza esté preparada al máximo, que cuente con los mejores hombres de Asia. Atacaré allí donde esté el rey en persona. Allí donde estén sus más valientes caballeros, atacaréis vosotros. Entonces, con nuestra victoria, no solo caerá el señor del este, sino también la leyenda que lo sostiene.
»No, Parmenio, no nos contentaremos con las migajas de los márgenes del imperio de Darío. Lo cogeremos todo. Persépolis está solo a mitad de camino. Mi propósito es apropiarme de todas las provincias que tiene Persia, incluida la India, y seguir adelante hasta la costa del océano en los límites de la tierra. No entablaré negociaciones con Darío ni aceptaré ningún ofrecimiento que no sea la rendición incondicional.
La osadía es la mejor jugada, y los grandes objetivos animan el corazón de los hombres. Hefestión está conmigo, lo mismo que Crátero, Ptolomeo y Pérdicas. Seleuco y Filotas no tardan en compartir la misma idea. Solo aquellos que iniciaron su carrera con Filipo. —Parmenio, Meleagro y Amintas Andromenes (a Antígono el Tuerto lo he enviado a Frigia de gobernador)— temen que tanta confianza me lleve a engañarme a mí mismo. Hablaré con ellos en privado. Les haré concesiones, ascenderé a sus favoritos, les obsequiaré con lo que me pidan, hasta que estén de mi parte. Si no quieren estar conmigo, me libraré de ellos. Sí, incluso de Parmenio.
—¿Sabéis, amigos míos, la forma en que un cocodrilo devora a un buey? Comienza por las patas y sigue hacia arriba hasta el corazón. Es así como sacaremos a Darío de su madriguera. Nos comeremos su imperio, un estado tras otro. No nos apresuraremos. Conquistaremos las ciudades portuarias, para aislar a la flota del enemigo de sus radas y bases navales. No avanzaremos hasta que nuestra retaguardia esté segura y nuestras líneas de abastecimiento estén a salvo de cualquier ataque. Dejemos que los persas vengan a nosotros. Que alargue sus líneas desde su territorio, no nosotros del nuestro.
Durante meses después de la batalla del Gránico vamos llenando los puntos blancos en el mapa, levantamos fortificaciones y consolidamos lo ganado. Nos entrenamos. Ensayamos tácticas. Construimos nuevas carreteras y reparamos las viejas. Con la primavera, los recién casados regresan de sus permisos. Con ellos llegan tres mil doscientos soldados de infantería y quinientos de caballería. Nuestros compatriotas están entusiasmados con nuestros triunfos. Había cargado con oro a Coenio, Pagador y Rizos de Amor para ofrecerlo a quienes quisieran alistarse; en cambio, se han visto desbordados por los centenares de voluntarios, tan apetecible es la perspectiva de vivir aventuras y obtener grandes riquezas en el este. Durante todo el invierno hemos combatido en Frigia y Capadocia, al otro lado del Halis y a lo largo de lacordillera de Taurus. Los enemigos son las tribus de montañeses, hombres feroces y libres que valoran la libertad por encima de sus vidas. Me gustan. ¿Qué quiero de ellos? Solo su amistad. Cuando por fin se convencen, se presentan y nos obsequian con caballos y bridas de oro.
Mi mirada permanece fija en Darío. Los informes hablan de que el rey está en Babilonia, muy ocupado en reunir y entrenar un segundo ejército. He encomendado a Hefestión que se ocupe de nuestros agentes y espías. Me informa una vez al día, y al consejo cada cinco. Me da este informe sobre Gordio en Frigia:
—Los persas no tienen un ejército como tal, más allá de la caballería de los familiares de Darío, seis mil hombres, incluidos los caballeros de las mil familias y la guardia de la casa real, los diez mil inmortales. La fuerza que está reuniendo ahora para enfrentarse a nosotros la tiene que buscar contingente a contingente en las provincias del imperio, de las cuales la más oriental está a mil seiscientos kilómetros de Persépolis y todavía más lejos de Babilonia. Sus gobernadores tardarán meses en completar esta leva y otros tantos para trasladarlos a cualquier lugar. Luego tendrá que armar y entrenar a esta multitud.
»Está claro que Darío no se quedará como si no hubiese pasado nada después de la derrota en el Gránico. Se replanteará el armamento y las tácticas. Él ostentará el mando. Según nuestros agentes, ahora le acompañan Arsanes, Reomitres y Atizies, que lucharon contra nosotros en el Gránico y que no desperdiciarán la oportunidad de ayudar al rey a tomar todas las medidas necesarias. Darío ha llamado a su corte a Tigranes, el más famoso comandante de caballería de Asia, y a su propio hermano Oxatres, un gran campeón que mide casi dos metros de estatura, además de sus parientes Nabarzanes, Datis, Masistes, Megabates, Autofradates, Tissamenes, Fratafernes, Datames y Oronobates (que ostentó el mando junto a Memnón en Halicarnaso); todos ellos son renombrados por su valor y su habilidad como jinetes y traen, de sus respectivas provincias, poderosos contingentes de caballería. Darío también ha llamado a Babilonia a Timondas, el hijo de Mentor (quien, según nos comunican nuestros espías, ha venido a marchas forzadas desde la base naval enemiga de Trípoli, en Siria, con una fuerza de entre diez y quince mil marineros griegos e infantería mercenaria de la flota). Por otra parte, el rey tiene consigo a los hijos de Memnón, Agatón y Jenócrates, con ocho mil mercenarios del Peloponeso, y a los capitanes griegos Glauco de Etolia y Patron de Focia, quienes no solo son extraordinarios comandantes de la infantería pesada sino que han reunido bajo sus colores algo que confirman todos los informes: otros diez mil mercenarios griegos, tropas de primera, capaces de oponerse a nuestras falanges. Así que dispone de entre treinta y treinta cinco mil hombres de infantería pesada contra nuestros veinte mil.
»Entre los cortesanos de Darío también hay numerosos renegados de Grecia y de nuestro propio país, que conspiran para conseguir la derrota de Macedonia y que conocen a fondo nuestro armamento y nuestras tácticas. Darío también tiene agentes, incluso entre las prostitutas y las lavanderas, que siguen o están infiltrados en nuestro campamento; podemos estar seguros de que todo lo que se dice, incluso en sueños, llega hasta los oídos del enemigo.
¿Cuándo se moverá Darío? ¿Dónde? ¿Cuál es el número de tropas?
Ofrezco su peso en plata al hombre que traiga esta información. Cuando recibo el informe, en Ancira, al borde del desierto de sal, este no procede de los espías o de los desertores sino de una orden del propio Darío, que llevaba un correo capturado por nuestros exploradores en la carretera real. La carta va dirigida a Barzanes, gobernador de la Siria mesopotámica; le ordena que tenga preparadas para cuando llegue el ejército del imperio dentro de seis meses (o sea el próximo otoño), doscientas mil ánforas de vino, cincuenta mil ovejas, setecientas toneladas de cebada y la misma cantidad de trigo, sésamo, mijo, además de agua y forraje seco y fresco, para atender las necesidades de sesenta mil caballos, asnos y camellos. También especifica que una cantidad suficiente de hornos de cerámica redondos, llamados muker, deben estar instalados o listos para fabricar, además de ciento treinta y tres mil metros de cuerdas para las tiendas y las maneas, cien mil troncos para empalizadas y seis mil palas y azadas para excavar las zanjas del campamento, las letrinas, y construir los terraplenes. Para el recinto real, la carta ordena buscar un lugar elevado, con árboles que den sombra y regado por una corriente en la que nadie haya sumergido una copa antes que el rey; la superficie de este recinto será de cuatro hectáreas, limpias y alisadas, con otras cinco hectáreas para la caravana de equipaje y para guardar a los animales. Darío también le pide al gobernador que le envíe de inmediato a Babilonia once mil acémilas con sus correspondientes guías.
La precisión de los detalles para acomodar al grupo real me convence de la autenticidad de la carta.
Cuando el rey persa va a la guerra, lo hace acompañado por una caravana de equipaje que se extiende a lo largo dos kilómetros y medio. La carga no es para el ejército; es para él. Son sus pertenencias personales.
Lleva a sus esposas y a su madre. Le acompaña su peluquero y su maquillador. El rey lleva consigo todo lo que le es querido, incluidos su pantera y su papagayo parlanchín; los bustos de sus antepasados, sus cojines y sus libros preferidos; intérpretes de flauta y arpa, cantantes y bailarinas. Le acompañan todos los miembros de su casa, incluidos videntes y magos, médicos, escribas, chambelanes, cocineros, panaderos, escanciadores, bañadores, mayordomos, camareros y masajistas. Lleva a sus concubinas, no a las trescientas sesenta y cinco que tiene en su palacio, sino a un grupo escogido de su harén, cada una con sus doncellas, criadas, peluqueros y maquilladores. El gran rey tiene sus propios fabricantes de queso, de bebidas, de vajillas, de perfumes. Tiene a un hombre para que le lleve su espejo y a otro para que le peine las cejas. Todo esto no incluye a la legión de escribas y eunucos que son los administradores, pagadores y poetas reales.
La tienda en la que ahora estamos pertenecía a Darío; forma parte del botín obtenido en Iso. Originariamente era absolutamente descomunal. He agasajado en ella a seiscientos invitados; en la Bactriana levantamos los faldones y ejercitamos a los caballos bajo techo. Cuando me hice con ella, venía con cuarenta hombres, que eran los encargados de montarla y desmontarla. La dividimos en sectores después de Drangiana (para convertir el resto en hospital y alojamiento de la tropa) y ahora utilizo una cuarta parte de la cuarta parte. Incluso así es suficiente para la mitad de mis pajes, su comedor y enfermería, los oficiales de la real academia, mis propias habitaciones, espacio de sobra para los centinelas de la guardia real, dos salas de mapas, una biblioteca, una sala para las reuniones de oficiales, y este salón donde hablamos y bebemos que era el serrallo del rey.
Cargado con esta tienda, Darío y su ejército marcharon desde Babilonia hasta Siria con la intención de presentarme batalla. Yo, en un exceso de confianza y demasiado ansioso por enfrentarme a él, cometí el mayor error de mi carrera.