LAS GRANDES OBRAS
Es el mes de ksatriyas aquí en la India, el mes del guerrero. He ido con una partida de caza a las colinas, en parte para buscar alivio del calor de la llanura pero sobre todo para distanciarme del campamento y sus penurias.
Han comenzado los monzones de primavera. El río ha crecido un metro, algo del todo sorprendente (podemos medirlo por los escalones de piedra que bajan desde los embarcaderos de las aldeas nativas), ha desbordado los márgenes, allí donde los diques no lo contienen, y ha añadido cien metros a su anchura. ¿Cómo haré para cruzarlo ahora? Hemos tenido que reordenar el campamento dos veces, y trasladar las máquinas de asedio y el equipaje pesado a terrenos cada vez más altos. El ejército ha dedicado más horas a levantar diques y abrir canales de desagüe que a prepararse para la próxima batalla.
Un brote de fiebre de los pantanos ha azotado el campamento. El mal atacaba absolutamente al azar: nadie sabía qué lo contagiaba, y no parecía haber remedio alguno que funcionara. Las víctimas expiraban en pleno delirio. Esta es la clase de desconcertante calamidad que convierte a unas tropas ya de por sí supersticiosas en un montón de viejas comadres y hace que hombres valientes se reúnan en lúgubres corrillos y vean malos augurios por todas partes.
Ahora también tenemos desertores, hasta el momento solo mercenarios y tropas extranjeras pero en número suficiente para que no me atreva a reunir al ejército en pleno, por miedo a que los hombres vean cuántos huecos hay en la formación. ¿Te das cuenta, Itanes, después de todo lo que te he contado de Queronea y de la batalla del Gránico, de lo impensable que hubiese sido semejante situación hace unos pocos años?
Pero la amenaza más grave es, de nuevo, la compañía de los descontentos.
Como ya te he dicho, eran unos trescientos, la mayoría veteranos de la falange y unos pocos guardias reales desafectos. He segregado a esos rezongones como un médico pone en cuarentena a los enfermos contagiosos. Ahora vienen a mí para solicitar que licencie la unidad. Esta petición, presentada a través de sus nuevos oficiales Matías y Cuervo (que han sido incapaces de impedirla), se hace de una manera respetuosa y de acuerdo con la costumbre. En ella se citan las unidades y los años de honorables servicios de cada individuo, los innumerables alistamientos y las pérdidas que han sufrido sin quejarse. Tampoco esto carece de precedentes. He licenciado a numerosos aliados y unidades de mercenarios por este mismo proceso. Sin embargo, todavía no he dejado marchar a ninguna compañía macedonia, simplemente porque ninguna lo ha solicitado. No es ninguna broma. Si una unidad de compatriotas se rebela, puede significar el fin del ejército. Es algo que no me deja dormir, y mis generales están fuera de sí.
Para complicar todavía más las cosas hay una pega en la configuración del ejército. Mi esquema no permite que haya oficiales administrativos en el rango de brigada o inferior. Todos mis comandantes deben ser combatientes. No quiero a nadie que los hombres no respeten. Este sistema obliga a que cada capitán y coronel realice un doble trabajo: se ocupa de las tareas administrativas además del entrenamiento de sus unidades y de dirigirlas en la batalla. Esto ha funcionado hasta ahora. Como estoy constantemente en compañía de mis oficiales, en las comidas y en el campo, sé todo lo que ocurre en el ejército —quién ha preñado a una muchacha local; quién se siente marginado— y puedo actuar en consecuencia. Pero en las últimas campañas, desde Afganistán para ser preciso, se ha producido un cambio a peor. Ahora mis oficiales me ocultan cosas. Retienen información, temerosos de ser víctimas de mis ataques de cólera (que cada vez son peores, lo sé, y de los cuales soy el único responsable) y para proteger a los hombres bajo su mando. No se atreven a informar de un acto sedicioso o de cualquier otro problema, asustados de las consecuencias de mi furia.
La presencia de Hefestión ha permitido hasta hace poco reparar este fallo. Un oficial con una petición, pero poco dispuesto a acercarse a mí en persona, siempre ha sabido que podía hablar con Hefestión, y que él, en el momento adecuado, me transmitiría su preocupación. Ahora este canal también se ha cerrado, porque he ascendido a Hefestión al puesto de Parmenio como número dos y los hombres ya no se atreven a abordarlo. Así que he perdido mis oídos.
No solía haber sorpresas en el ejército; yo lo controlaba todo. Ahora, los problemas aparecen cuando la situación ya es demasiado crítica. Cuando me entero del problema, la única manera de resolverlo es adoptando medidas extremas.
Esta cacería en las colinas, afortunadamente, nos ha aclarado las ideas. El grupo de generales está integrado por Hefestión, Crátero, Pérdicas y Ptolomeo. Unos sesenta hombres los atienden. Telamón y Eumenes encabezan el grupo privado, lo que llamamos la lista del rey. Pretendemos cazar leopardos negros. Se han visto algunos fuera del perímetro, obligados a bajar de las colinas por las lluvias. Los ojeadores han recorrido las alturas durante todo el día, sin encontrar ni una miserable liebre. Poco antes del ocaso comenzamos la hilarante persecución de una manada de onagros, que acaba con algunas caídas y unos cuantos chichones; nada grave. No conseguimos pillar ni uno; las bestias son demasiado veloces en su terreno, pero la persecución ha conseguido quitarnos la flema de las gargantas y ha barrido la niebla que cegaba nuestras mentes. Ahora, de mucho mejor talante, reunidos alrededor de la hoguera, disfrutamos de un estofado de avurtarda, que han cazado los pinches del cocinero, con guisantes, vino de Ismaria y pan de cebada acabado de sacar del horno.
—He decidido —anuncio— desviar el río.
Se oyen carcajadas. Mis generales me miran como si hubiese contado un chiste poco gracioso.
—Será una empresa a gran escala —continúo—, en la que participarán todos los hombres y bestias del ejército. —Le hago una seña a Diades, el ingeniero jefe del ejército, que construyó las enormes máquinas de asedio en Tiro y Gaza, y a quien hoy he incluido en la lista del rey. Se levanta y se acerca a mí, cargado con lo que mis compañeros pueden ver claramente que son los rollos con los planos de ingeniería y los bocetos de las obras—. Mi propósito, caballeros, no es sencillamente desviar el río hacia la llanura para que muera deshonrosamente en un pantano o un estuario, sino reconducirlo a través de unos canales de piedra de manera que su nuevo curso sea permanente, y, al mismo tiempo, nos proporcione un paso libre para atacar al enemigo.
Mis camaradas ya no se ríen. Han comenzado a captar la idea.
Le cedo la palabra a Diades. Es un tipo fornido, calvo como un huevo, y, como todos los ingenieros, práctico como un mercenario. Dice que ha estudiado el terreno y cree que se puede hacer la obra.
—Allí donde está el recodo del río, más arriba del campamento, hay una capa de pizarra impermeable. Se puede cavar un canal nuevo en dirección oeste hasta la base de las colinas; la tierra es más baja en aquella zona y la pendiente facilitará que corra toda o por lo menos gran parte del agua. En cuanto a la mano de obra, disponemos de casi setenta mil soldados, y otros tantos servidores locales y seguidores del ejército. La tesorería dispone de reservas ilimitadas de oro para pagar a todos los trabajadores que nos hagan falta. Tenemos veinte mil caballos y mulas. Hasta tenemos elefantes.
El trabajo, añade, será duro pero no requiere ningún conocimiento especial. No hay más que cavar y apuntalar.
—En cuanto consigamos desviar la cabeza del río, su propia fuerza llevará al canal en la dirección que deseamos. Hará el trabajo por nosotros. —El ingeniero sonríe al ver las expresiones de escepticismo en el rostro de los allí reunidos—. Solo porque no se haya hecho antes, caballeros, no es razón para decir que no se puede hacer. Desde mi punto de vista, no hay ningún motivo para no intentarlo.
La idea es lo bastante atrevida para que guste.
—El trabajo duro es bueno para la moral —observa Ptolomeo—. Les dará una razón legítima para rezongar y apartará de sus mentes otras tonterías.
—Me gusta —afirma Crátero—. Seamos nosotros quienes ataquemos, en lugar de que el río nos ataque a nosotros.
Eumenes, mi consejero de guerra, cita otra ventaja.
—Un ejército necesita de algo épico que capte su imaginación. Como dijo Pericles: «Grandes proezas y grandes trabajos».
—Además —añade Pérdicas—, hará callar a los descontentos. —Propone asignar a esta compañía un lugar destacado en la excavación—. Si se hacen los remolones, el resto del ejército lo verá y perderán prestigio; si trabajan duro, cambiarán de actitud.
Hefestión propone una competición para estimular los ánimos de los hombres. Asignar divisiones a sectores paralelos; repartir premios entre los que acaben primero.
—Podríamos establecer una recompensa por la cantidad de metros de canal abiertos, digamos, en seis días. Si un equipo termina antes, descansará el sexto.
Crátero comenta que se podría dar un premio extraordinario para el resultado global.
—Así la unidad que termine el trabajo de seis días en cinco puede escoger seguir trabajando, y de esa manera mantener la ventaja que ha sacado a los rivales.
Comento a mis compañeros que estoy considerando la posibilidad de pedir que envíen dinero desde Ecbatana. La tesorería central está allí. Ciento ochenta mil talentos de oro. Quiero traer treinta mil para la paga, los premios y también por el revuelo que causará. ¿Qué les parece?
Ptolomeo apoya la idea.
—Los hombres se entusiasman cuando hay una gran cantidad de oro en el campamento.
—Es mejor que las mujeres —señala Pérdicas.
—¡Porque con el oro puedes comprar mujeres! —exclama Crátero.
Mis generales dan su aprobación. Tener oro es como tener tropas. Significa poder. Presagia un avance.
Veo que nuestro joven oficial, Cuervo, quiere hablar. Está preocupado por la petición de baja de los descontentos; hará lo que sea para recuperar la confianza que había depositado en él.
—Habla, Cuervo. No seas tímido.
—Estaba pensando, señor, que si mandas que traigan oro, lo mejor será que no lo digas. Mantenlo en secreto.
Todos coinciden en que eso es imposible.
—Así es, señor. Deja que los hombres se enteren por los rumores. Esto triplicara el efecto de la noticia y entusiasmará a los hombres todavía más porque les hará creer que te reservas algo incluso más atrevido y brillante.
—¡Por Hércules, este hombre merece un escalón! —declara Ptolomeo. Se refiere a que lo ascienda a capitán. Todos se ríen. Veo que también Matías arde en deseos de contribuir.
—¿Alguna cosa más, caballeros?
El teniente de más edad propone que mandemos a buscar escultores para que esculpan figuras en las paredes de piedra del nuevo canal.
—Trabajar con este calor y la humedad será un infierno para los hombres, señor. Que vean cómo se esculpe el noble parecido, y que sepan que estas esculturas los sobrevivirán e inmortalizarán su esfuerzo: «Aquí los hombres al mando de Alejandro desviaron este poderoso río».
—¿A quién se parecerán las figuras? —pregunto.
—A ti, señor, por supuesto. Pero también…
—¿Sí?
—… a los hombres.
Un coro de golpes con los nudillos secundan esta moción.
—Cada división del ejército tiene sus propias insignias. Que aparezcan representadas. Los cuernos de órix de la Bactriana, las plumas de cernícalo de Sogdiana, nuestros propios leones y lobos, de forma que al final de su trabajo los hombres puedan alzar la mirada y decir: «Los nietos de mis nietos mirarán algún día lo que yo y mis compañeros hemos hecho».
Manifiesto mi aprobación. Todos lo hacemos. Felicito a Cuervo y a Matías porque de ellos fue la idea de desviar el río.
En cuanto a mí, digo, esto es lo que haré.
—Me quitaré mis prendas de monarca y me uniré al trabajo. Los hombres se motivan cuando ven que el rey trabaja a su lado como uno más. ¿Cuál de ellos no querrá presumir de que ha trabajado más que Alejandro? Esto será mejor que una medicina para mí y un tónico bendito para los hombres. Cuando un equipo venza a otro, colmaré a los vencedores con premios y alabanzas, y esto animará a las otras divisiones a esforzarse para superarlos.
Crátero plantea la pregunta de cuál puede ser la respuesta de Poros. ¿Atacará?
No me importa lo que haga.
—Mi lucha no es con este rey de la India sino con mis propios hombres. Estamos pasando una crisis espiritual. Si el ejército tuviese dynamis, no necesitaríamos hacer todo esto. Hubiésemos cruzado el río hace un mes y ahora estaríamos marchando hacia la costa del océano y los límites de la tierra.
Hablamos de ese objetivo durante toda la noche. ¿A qué distancia puede estar? Más allá del Ganges, eso ya lo sabemos. Pero ¿a qué distancia está? No hay ningún guía que nos lo pueda decir. No tengo palabras para describir mi entusiasmo. ¡Llegar allí donde no ha estado nunca antes ningún hombre de Occidente! ¡Contemplar aquello que nunca se ha visto! ¡Ser para siempre el primero!
¿Me crees vanidoso? Piensa un poco. ¿Qué le ha dado Zeus todopoderoso al hombre, excepto esta tierra? Se ha quedado con el cielo. Pero aquí, debajo de este cielo, nosotros los mortales podemos ir donde queramos de acuerdo con nuestra propia voluntad e imaginación sin que nadie nos lo impida. ¿Sabes cuál es la facultad que más valoro en mí por encima de todas las demás? No es el arte de la guerra o la conquista. Desde luego que no es la política.
La imaginación.
Veo el límite de la tierra. Brilla ante el ojo de mi mente como una ciudad de cristal, aunque sé que, cuando llegue allí, no será más que un trozo de suelo pedregoso bajo un cielo extranjero. No me importa. Llegar al final de la tierra, algo que Hércules o Perseo ni siquiera soñaron, solo yo.
¿Qué cogeré cuando por fin esté de pie en aquella costa? Nada. Ni siquiera me agacharé para coger una piedra o una concha, sino que agarraré las manos de mis camaradas y miraré con ellos el océano oriental.
Eso es lo que quiero.
Eso es todo lo que quiero.
¿Lo comprendes, Itanes? Más allá de todos los títulos y las conquistas, en el fondo no soy más que un chico, que solo desea divertirse con sus amigos y ver qué hay más allá de la siguiente colina.
Esta digresión nos ha apartado de nuestra historia. Volvamos al Gránico y lo que pasó después.