LA BATALLA DEL GRÁNICO
¿Sigues nuestro relato, Itanes? Veo que te agradan sobre todo las «partes sangrientas». Entonces, marca el paso con el ejército mientras marcha hacia el este, fuera de Macedonia, cruza el estrecho entre Europa y Asia (en la dirección opuesta a la que siguió Jerjes de Persia ciento cincuenta años atrás) y planta su estandarte del león en el suelo reclamado, en nuestro tiempo, por Darío III. ¿Dónde está ahora el actual señor del este? No se ha dignado recibirnos, a nosotros los vengadores de antiguas ofensas, sino que ha enviado a sus subordinados, a los gobernadores de las provincias occidentales, con cien mil hombres de caballería e infantería, para arrojarnos de nuevo al mar. Sus generales en Zeleia, a la sombra de la sagrada Troya, cierran las llamadas Puertas de Asia. Pero vayamos directamente a la acción.
Lo más cerca que he estado de que me mataran hasta ahora (excepto en Gaza cuando me alcanzó el dardo disparado por una catapulta), fue en la batalla del río Gránico. Allí el caballero persa Roesaces descargó un golpe con su espada corva en la coronilla de mi casco que estuvo en un tris de hendirme el cráneo. La caballería de línea persa está armada con la jabalina y la daga acinaces, o por lo menos lo estaba en aquel entonces, antes de que aprendieran de nosotros la superioridad de la lanza, excepto los «mil» y los «familiares», cuyas armas son regalo de la corona y que luchan con la espada sarracena, un arma cortante, idéntica a la que utilizaba Ciro el Grande. La espada tiene un solo filo, es extremadamente fuerte y pesada; la hoja y la empuñadura están forjadas de una sola pieza.
El golpe de Roesaces hendió la corona de mi casco en el mismo instante en que mi lanza le atravesaba el pecho justo por debajo de la tetilla derecha. La fuerza del impacto arrancó limpiamente la placa frontal del casco, junto con su penacho de plumas de cernícalo blancas, para no hablar del tajo en mi cuero cabelludo que necesitó veintisiete puntos de sutura para cerrarlo después de la batalla. En el momento no sentí ningún dolor y solo me molestaba la sangre que se me metía en los ojos. Hay un secreto que todos los hombres heridos comparten: cuando sabes que la herida no te matará ni te dejará incapacitado para siempre, la disfrutas. Te sientes orgulloso de ella. En aquel momento de la acción ya habíamos perdido a treinta de los valientes del escuadrón de compañeros al mando de Sócrates Barbarroja, que se encargó del asalto inicial y sufrió terriblemente con las descargas del enemigo, apostado en las alturas que dominan el cruce. No olvido la agonía de estos héroes pues fueron mis órdenes las que los enviaron a la muerte. Quiero sangrar más, y sufrir más, por ellos.
Cuando el rey de Macedonia carga contra el enemigo, a la cabeza de los compañeros, le flanquean caballeros de tan extraordinario valor, montados en tan soberbios corceles, entrenados hasta rayar la perfección y movidos por tal ansia de gloria que la carga resulta absolutamente irresistible. No hay nada en el arte de la guerra, antigua o moderna, que sea comparable a su potencia. No hay ninguna analogía capaz de describirla. Clito el Negro dijo una vez que, al galopar en el ala de la cuña de vanguardia, se sentía como si estuviese navegando en un espectacular navío de guerra hecho de hierro, impulsado por una tempestad. No está mal, pero deja fuera el elemento fundamental del que procede la invencibilidad de los compañeros. Me refiero al calor y al aliento de su impulso vital. No es mecánico. Es visceral. Mientras galopo en la punta del embolon, huelo el ajo en el aliento de Telamón a mi izquierda; mi bota golpea contra las costillas de Centella, el caballo de Hefestión, a mi derecha; siento el bronce de su coraza; huelo la hierba de los terrones arrancados por nuestra carga. Bucéfalo tiene tanto calor que su carne desprende vapor; los chorros de su hocico queman. Percibo su voluntad, no como una extensión de la mía, sino como una fuerza generada por su valiente corazón. Está vivo y alerta no como una bestia sino como un guerrero. Su alegría me enciende. Me nutro de ella, mientras noto que él se nutre de la mía. Le encanta todo esto. Es para lo que ha nacido.
En el momento en que la cuña de vanguardia entra en los bajíos del Gránico y las jabalinas del enemigo pasan junto a nuestros oídos con el sonido de una tela que se rasga, mi caballo y yo entramos en una especie de éxtasis cuya esencia es rendirse al destino. Noto el impacto del fondo de cantos rodados y arena cuando los cascos de Bucéfalo lo pisan y lo transmiten por las patas. Me inclino hacia delante para dirigirlo; percibo el impulso de sus cuartos traseros mientras su columna se extiende y contrae; está tenso entre mis piernas; cabalgo sobre un trueno.
Chocamos con el enemigo. Huele a piedra, orines y hierro. Se ha preparado aquello que se podía preparar. Se ha pensando en aquello que se podía pensar. Ahora estamos en la esfera del puro azar. Una veintena de proyectiles nos convierten en su objetivo; un centenar de corazones piden a gritos la ayuda del cielo para abatirnos. Nada puede protegernos. Ni las corazas, ni la voluntad, ni los camaradas a nuestro lado (aunque dentro de unos instantes la espada de Clito el Negro cortará el brazo del caballero persa Espitridates a la altura del codo, cuando se dispone a mandarme al infierno de un golpe). Solo puede protegernos el señor del Olimpo, a quien yo, como todos los que estamos en las fauces de la muerte, ruego sin cesar.
Me has preguntado, Itanes, si tenía miedo. Te respondo: no podía. Al soldado en la línea se le permite sentir terror; al comandante jamás. De él dependen demasiadas cosas: la vida de sus camaradas, el éxito de la acción. No se puede permitir el lujo del miedo. Yo me como el mío, como un león devora a un chiquillo. Lo consumo con mi deseo de gloria y mis obligaciones para con el ejército.
El Gránico es una corriente rápida y poco profunda, que desciende del monte Ida cerca de las fuentes del Escamandro, que riega la llanura de Troya. Su curso serpentea a través de bosques de alisos y fresnos; baja rápida y profundamente a través del conglomerado marino de la costa; rodea las estribaciones del Ida, y abre un recto canal rocoso en dirección norte hacia el Propontis, por toda la llanura de la ciudad griega de Adrasteia. El campo es arenoso pero firme, muy bueno para cabalgar. Un excelente lugar para un ejército de Asia que quiera enfrentarse y expulsar al invasor.
Como dije, el rey Darío no está presente. He estado enviando exploradores todo el día, en busca de su carro y su llamativa coraza. Nos enteramos que está a mil seiscientos kilómetros al este, tumbado en cojines en Susa o Persépolis. Me siento terriblemente desilusionado.
El señor de Asia cree que basta con sus subordinados para repelerme.
Nuestro ejército aparece en la llanura del Gránico a última hora del día, después de marchar cuatro horas desde Príapo. Solo quedan dos horas de luz. Los persas están formados en la orilla opuesta. Su frente está compuesto exclusivamente por tropas de caballería, unos veinte mil más o menos (casi cuatro veces más que nosotros), y se extiende a lo largo de poco más de dos kilómetros de un extremo al otro. Los caballeros no esperan junto a los caballos, sino que están montados, con las corazas. A su retaguardia —muy atrás, a unos cuatrocientos metros— está reunida la infantería pesada del enemigo, mercenarios griegos, la mayoría de Arcadia y el Peloponeso, con algunos espartanos, seis o siete mil en total, una fuerza formidable aunque la nuestra la supera significativamente. Estas tropas de a pie están reforzadas por lo que parecen ser unos sesenta mil de la leva local: frigios, misios, armenios, paflagonios, sin duda reclutas, ni siquiera soldados sino agricultores y peones que escaparán a la carrera al primer rasguño en la rodilla. A nosotros nos faltan unos pocos centenares para ser cuarenta y tres mil: infantería sarisa en seis regimientos de mil quinientos hombres cada uno, tres mil en las brigadas de los guardias reales, armados como infantería pesada, con divisiones de apoyo formadas por odrisios, tríbalos, ilirios, peonios, aliados griegos, e infantería mercenaria, tanto ligera como pesada, y los diez macedonios y mercenarios tracios de la fuerza de la cabeza de puente, que suman otros treinta mil. Nuestra caballería la integran ocho escuadrones de los compañeros al mando de Filotas, con doscientos hombres en cada una (aunque hay algunas reforzadas y que cuentan con doscientos cincuenta jinetes), excepto el escuadrón real a las órdenes de Clito el Negro, que dispone de trescientos. Este grupo macedonio reúne a mil ochocientos hombres, los mismos que tiene la caballería pesada tesalia que manda Calas; Parmenio tiene a su cargo el flanco izquierdo. Los lanceros reales son ochocientos, repartidos en cuatro escuadrones, todos macedonios; el escuadrón de caballería ligera de Peonia suma doscientos; la caballería aliada griega, seiscientos; cuatrocientos de Tracia; quinientos arqueros cretenses y otros tantos lanzadores de jabalinas de Agriania. El ejército aparece en la llanura, a mil quinientos metros del río.
—Ahora —le digo a Telamón, que transmitirá la orden para formar la línea de batalla—. Con elegancia.
Las fuerzas pasan de la marcha a la formación de línea de ataque. La falange ocupa el centro; los guardias de Nicanor a la derecha, después las brigadas de infantería pesada de Pérdicas, Coenio, Amintas Andromenes, Crátero, Meleagro y Filipo Amintas; en la izquierda de la línea están los tracios, los mercenarios y los aliados griegos; estos últimos al mando de Antígono el Tuerto que, con los aliados, la caballería mercenaria y los tesalios forman el ala. Cabalgo en la vanguardia unos doscientos metros, hasta lo que pasa por ser una colina pero se parece mucho más a un grano; de hecho lo llamamos «el Grano». Como correos dispongo de once ayudantes de campo, oficiales jóvenes brillantes y ambiciosos montados en caballos veloces y fuertes. De la misma manera que cada unidad de una división hace rotaciones, también las hacen estos ayudantes; esperan a mi espalda; sus miradas nunca se apartan de mí. A una seña de Telamón el siguiente correo se acerca para recibir su despacho y se marcha a todo galope. No transmito el texto en persona, sino que lo hago a través de Hefestión, Ptolomeo, Eumenes o Atalo el Rojo, que forman con otros once caballeros mi agema, o guardaespaldas de combate. La primera palabra es el nombre del comandante a quien va dirigido el mensaje. Luego el texto. Por último, cualquier pregunta. «Filotas, sitúa la línea a doscientos setenta (metros del río), uno (escuadrón) de fondo, en dientes de dragón de cincuenta. Espera en calma. ¿Necesitas alguna cosa?». El correo parte al galope. Cuando el segundo, el tercero y el cuarto correo han recibido sus mensajes y han partido velozmente, el primero ya está de regreso con la respuesta de Filotas.
¡Descanso! La infantería afloja las eslingas de cuero que soportan el peso de las sarisas; apoyan el extremo inferior de las armas en el suelo; las lanzas verticales tienen el aspecto de árboles sin ramas con una solitaria hoja de hierro. Las tropas hincan una rodilla en tierra, aflojan las correas de los escudos colgados sobre sus pechos y dejan que el suelo soporte el peso pero mantienen las correas abrochadas sobre los hombros. Cada fila de dieciséis tiene su escudero y su sirviente; estos muchachos van ahora de hombre en hombre con los odres de vino. Los soldados beben directamente, formando un cuenco con las manos. Es increíble lo que puede beber un hombre cuando tiene miedo.
El mes pasado, mientras cruzábamos de Europa a Asia Menor, pasé todas las noches reunido con nuestros agentes adelantados y los «hombres situados». Estos están montados ahora alrededor de mis colores. Los envío a explorar el frente persa. Ellos me dirán dónde están las unidades, quién las manda, los elementos que las componen y su número.
Estos hombres —espías, si los quieres llamar así— son indispensables para cualquier ejército. Algunos son desertores del enemigo. La mayoría son exiliados, patriotas de naciones sometidas por los persas. Tengo docenas de ellos. En Grecia, Filipo tenía centenares.
Son tipos interesantes. Se podría esperar que fuesen truhanes. Pero te encuentras con héroes y visionarios. Hay que respetar a estos hombres. No arriesgan sus carreras ni sus haciendas sino su vida y la vida de su familia. Si nuestra causa fracasa, sus compatriotas no los tratarán como soldados sino como traidores.
¿Cómo encuentras a estos hombres? Muy fácil. Ellos te encuentran a ti. Un hombre conoce a otro, y este otro trae a un hermano o un amigo. Es así como lo hacía mi padre. Después de avanzar con su ejército para amenazar a un estado, Filipo enviaba a sus emisarios para que expusieran su lista de agravios. Al mismo tiempo tenía agentes en el lugar, dentro de las murallas del enemigo, de forma que cuando los ciudadanos del estado en cuestión se reunieran para debatir en público o en privado, siempre hubiera oradores bien dispuestos hacia Filipo, dotados de argumentos, cargados con oro y motivados por la perspectiva de prosperar bajo su mando. Asimismo, Filipo incluía en su comitiva a los hijos de las principales familias de la nación, ya fuera como oficiales al mando de sus propias tropas o como pajes reales, en su academia de campaña. Yo también tengo a muchos en el ejército. Nuestros llamados aliados griegos, doce mil soldados de infantería y seiscientos de caballería, son rehenes aunque no los llamemos así; no pueden regresar a sus casas y lo saben; si me fallan, sea por una razón falsa o real, no escaparán al castigo.
Si hoy vencemos en el campo, las ciudades de la costa egea raerán como frutos maduros. Pero no podemos permitir que se produzca el caos después de la guerra. Debemos aportar libertad, orden y justicia si queremos asegurar nuestra retaguardia, las líneas de abastecimiento y las comunicaciones; para conseguirlo, hay que colocar en el poder a hombres en los que se pueda confiar, que no abusen de su recién adquirida posición, para hacer su capricho o llevar a cabo sus venganzas personales. Procuraré seguir en estas primeras campañas este principio y lo cumpliré fielmente: aquellos estados que me acepten como amigo, serán mis amigos; a aquellos que se resistan los aplastaré sin misericordia.
No quiero las ciudades; quiero a Darío.
No me importan los egeos. Estoy aquí por Persia.
Nuestros espías se acercan ahora al galope. Aquí están también mis generales.
—¿Ahora? —pregunta Filotas y me señala el sol de la tarde. Se refiere a que, si vamos a luchar hoy, tiene que ser pronto, o nos quedaremos sin luz.
—¿Es prudente? —dice Parmenio. Está pensando en que el ejército ha marchado hoy quince kilómetros y que ninguno de ellos ha pegado ojo la noche anterior. Afirma que es muy tarde. ¿Qué sentido tiene cruzar el río para caer en las garras del enemigo? Quiere que durante la noche avancemos por el flanco, crucemos río más abajo o más arriba, y luchemos por la mañana, cuando el enemigo se haya visto forzado a cambiar su posición y ya no tenga el río para proteger el frente.
No me gusta.
—Hace buen tiempo para combatir —recalca Crátero. Pérdicas lo secunda.
—¡Los hombres quieren pelea! ¡Vayamos a dejar viudas a unas cuantas mujeres!
—¿Dónde está Memnón? —Necesito saberlo.
Un ayudante se acerca, preparado para ir a averiguarlo.
—No —dice Hefestión—. Yo lo encontraré. Parte al galope para explorar las líneas enemigas.
Memnón es el mejor general de Darío. Es un griego de Rodas, un mercenario. La infantería griega al servicio del enemigo le pertenece.
Necesito saber el lugar que ocupa Memnón en la línea persa. De esto dependerá todo lo demás.
Parmenio comenta que el despliegue enemigo no tiene sentido.
—¿Por qué deja la infantería atrás? ¿Por qué está la caballería delante? ¿Es una treta?
No es ninguna treta, es orgullo.
—Los nobles persas son jinetes. Quieren la gloria de ser quienes nos derroten.
Este campo no requiere mucho estudio.
Solo decidme dónde está Memnón.
Le conozco. Cuando yo era un chiquillo, vivió una temporada en la corte de mi padre en Pela. Se hizo amigo mío. Con él aprendí tantas cosas de la guerra como las que aprendí con Filipo.
Memnón ha luchado para la corona de Persia. Sus fuerzas reconquistaron Jonia para Artajerjes cuando yo era un niño. Su hermano Mentor recuperó Egipto para el trono. Por lo tanto ambos hermanos gozaban de los privilegios de los reyes. Podían acuñar moneda y fundar ciudades. Sus esposas pertenecían a la nobleza persa, sus hijos se educaban en Susa y Persépolis. (Hasta se habían casado con la misma mujer, la princesa Barsine; primero Mentor, luego Memnón cuando mataron a su hermano). La revolución forzó a Memnón al exilio. Buscó refugio en la corte de mi padre.
Memnón no era el primer general dedicado profesionalmente al combate, pero había sido el primero junto con Filipo y Mentor en convertir el arte de la guerra en una ciencia. Memnón había comenzado su carrera como marino; había capitaneado naves; conocía la guerra naval y la lucha en tierra. Pensaba en términos de campañas, no en batallas. De sus labios oí por primera vez la expresión «ver todo el campo»; se refería a tener en cuenta el contexto político y estratégico. Memnón conocía la política; sabía negociar; sabía cómo tratar a los hombres y cómo motivarlos. Podía conversar en los salones; podía dirigirse a una asamblea. Su maestría en la guerra era total. Sabía atacar y defender; sabía entrenar a los hombres y mandarlos. Alimentaba y equipaba a sus tropas y les pagaba puntualmente. Sus hombres lo adoraban. También había aprendido a controlar sus emociones. La furia era desconocida para él; el orgullo era un vicio desde su punto de vista. Si aguardar le servía para la victoria, esperaba todo lo que hiciera falta. No podías provocarlo. Utilizaba el oro antes que la fuerza, y mentía e incumplía los compromisos que adoptaba con cualquiera. Sin embargo, cuando la situación imponía el ataque, no vacilaba. Era temerario en la acción e implacable en la persecución. Al mismo tiempo, siempre estaba dispuesto a un acuerdo. Empleaba a sus mejores hombres y servía a sus amos con honor. Tenía una debilidad, pero era legítima: deseaba ser reconocido, no tanto por su brillantez o incluso su diligencia, sino por la radicalidad de su concepción y sus logros.
Memnón fue el primer comandante que utilizó mapas. En aquellos tiempos nadie había oído hablar de hacer algo así. Estudiar el terreno se consideraba una degradación del arte de la guerra. Se esperaba que el general conociera el campo por haberlo recorrido, o por los informes de sus oficiales de confianza, los guías o los lugareños. Utilizar mapas era hacer trampa.
Pero Memnón hizo más que recorrer los campos. Trazó mapas de campos de batalla específicos, no solo de aquellos donde los ejércitos se habían enfrentado en el pasado, sino lugares donde no se había librado ninguna guerra pero podían resultar adecuados en algún tiempo futuro. Llevaba libros donde aparecían los caminos, ríos, pasos, alturas y desfiladeros; anotó cuanto detalle de interés había a todo lo largo y ancho de Asia Menor, incluidos los senderos y pistas de montaña conocidos solo por los pastores. Visitó los lugares aptos para montar un campamento, y luego analizó las maneras de acercarse, aprovisionarse o abandonarlos. No solo pensó en la victoria. Calculó para cada campamento el número de columnas que podía evacuar y la rapidez con la que se podía marchar por este camino o aquel sendero; marcó los lugares más adecuados para las emboscadas que cubrirían la retirada, desde el campamento que había pensado, en el caso de perder la batalla que había planeado. Anotó las fechas de los cambios de las estaciones y de la salida y puesta del sol y la luna. Sabía la duración del día y de la noche en cualquier campo de Asia al oeste del Halis. Conocía el día del inicio de la cosecha de cebada en Frigia, Lidia, Cilicia, la ubicación de cada granero y los nombres de sus dueños. ¿Qué ríos estaban crecidos y en qué estación? ¿Se podían vadear? ¿Dónde? Cuando acababa con un ejercicio de batalla desde su punto de vista, lo repasaba de nuevo desde la visión del enemigo. ¿Cómo se podían contrarrestar sus brillantes planificaciones? ¿Cuáles eran las debilidades que no podía evitar?
Cuando yo tenía once años solía visitar a Memnón. Lo atormentaba durante horas con mis preguntas. Deseaba saberlo todo de Asia. El gran general se sentaba y me enseñaba. ¿Quiénes eran los príncipes persas? ¿Qué clase de hombres eran? Memnón me habló de Arsites, Reomitres, Espitridates, Nifrates y Megadates. Me los describió con tanto detalle que creí que sería capaz de reconocerlos a primera visita. Estaba enamorado de Persia. Las dimensiones del imperio, su grandeza, su urbanidad. Y de sus mujeres. Lo aprendí de él. Cualquiera podría pensar, a la vista de mi implacable agresión contra ella, que aborrezco Persia. Todo lo contrario, estoy cautivado por ella. Hice que Doros, el sirviente de Memnón, me enseñara el idioma. Todavía puedo leerlo, y no necesito intérpretes para comprenderlo cuando lo hablan. Amo los nombres de los lugares. Babilonia, Susa, Persépolis. Memnón era aficionado a la cocina. Preparaba un delicioso hummus con tomillo y sésamo, y horneaba su propio pan moliendo la cebada en un mortero de soldado. Yo le llevaba liebres y tordos. Leímos el Anabasis de Jenofonte línea a línea. ¿Qué ancho tienen las Puertas Cilicias? ¿A qué velocidad puede cruzar un ejército el Pilar de Jonás? ¿Se puede defender el Éufrates? ¿Cómo se pueden abrir las Puertas de Persia? Pregunté a Memnón su filosofía de guerra. ¿Cómo atacaría una posición fija? ¿Cómo se hace un reconocimiento? ¿La defensa es más difícil que el ataque?
Hefestión regresa. Ha localizado a Memnón.
—Allí, en la curva del río. Sus hijos están con él. Están vigilantes. Por lo visto, espera darnos una buena paliza.
La mayoría de los vados están en los meandros. El río es mucho menos profundo en las curvas. Veo los reflejos en la superficie (el sol de la tarde nos favorece) mientras corre por el cauce sembrado de peñascos.
—Llama a Barbarroja —le digo a Telamón.
Me refiero a Sócrates Barbarroja, que está al mando del escuadrón de los compañeros y que es el primero en la rotación de hoy. Lo lanzaré contra Memnón. Envío a un jinete para que llame a Amintas Arribeo, a quien pondré al mando de las unidades de apoyo a Barbarroja; a Clito el Negro, que está en el ala, le ordeno que traiga el escuadrón real al centro.
Barbarroja y Amintas se presentan al galope. Les explico el plan en frases cortas como en código.
—Lloverá hierro, Barbarroja.
Él se echa a reír.
—No me importa mojarme.
Detallo el plan de ataque a mis comandantes. Pero mis compañeros deben saber no solo qué y cómo, sino también por qué. Me dirijo a Parmenio en voz alta para que me oigan todos.
—Si aguardamos, amigo mío, el enemigo quizá escape durante la noche. Sin duda Memnón está recomendando vivamente esta opción. Es lo más inteligente; sabe que el tiempo juega a su favor y en contra de nosotros. Si el enemigo se retira, nos veremos obligados a perseguirlo de ciudad en ciudad fortificada, mientras nos hace gastar dinero y provisiones. Si hoy ganamos aquí, esas mismas ciudades se entregarán a nosotros sin resistencia. —Señalo al otro lado del río—. Mirad allí, donde el enemigo nos espera. ¿No hemos rogado para ver esa visión? Ahora el hacedor de la tierra y el cielo nos la ha dado. ¡Demos gracias y tomemos lo que es nuestro! —Miro a Telamón—. ¡Que se levanten!
Telamón hace una seña al dedarca mayor. Suenan las trompas. A lo largo de casi dos kilómetros, los mozos ayudan a los jinetes a montar en los corceles. De inmediato el campo se moviliza. Se me eriza todo el vello del cuerpo. Se oye una aclamación. A mi retaguardia, el bosque de sarisas vuelve a la vida cuando los hombres se levantan; a ambos flancos, los escuadrones forman las cuñas. Se ha acabado la espera. Los generales van a ocuparse de sus divisiones.
Lo siguiente es el orden de batalla de los sátrapas de Darío en la llanura del río Gránico.
El frente enemigo está formado exclusivamente por la caballería. En la izquierda hay dos mil jinetes al mando de Arsame, gobernador provincial de Cilicia, con el apoyo de quinientos jinetes mercenarios griegos, la mayoría jonios, pagados con el dinero de Memnón. A la derecha de estos está Arsites, gobernador de la Frigia Helespontina, que defiende su suelo natal y que tiene el mando general, con unos mil frigios y tres mil paflagonios, y dos mil hircanianos [2] al mando de Espitridates, sátrapa de Lidia y jonia, primo de Arsites y yerno de Darío. Estos luchan bajo los colores de Arsites, cuyo estandarte es una grulla dorada sobre un campo escarlata. Los persas llaman «serpientes» a estos estandartes por su longitud y por su forma de ondear en el viento. A la derecha de Espitridates está su hermano Roesaces; comanda a un millar de catafractas de Media, con cotas hechas con placas de hierro como si fuesen escamas. Levantamos una después de la batalla: pesa cuarenta y cinco kilos. Los caballos que soportan este peso son corceles partos, enormes como bestias de tiro. El centro persa lo integran cuatro mil jinetes de caballería pesada, al mando de los sátrapas Atizies y Mitrobarzanes de la Gran Frigia y Capadocia, además de Mitridates, yerno de Darío, con un millar de jinetes de caballería ligera que paga de su bolsa. Él mismo monta en un semental alazán cuyo valor, dicen los hombres, es de veinte talentos. A la derecha de Mitridates con dos mil jinetes bactrianos está Arbupales, hijo de Darío y nieto de Artajerjes, el hombre más apuesto de Persia después de su padre. Estos bactrianos (y sus camaradas de armas de Partia, Hircania y Media) no han venido desde sus provincias natales, a mil seiscientos kilómetros al este; son propietarios de fincas locales, herederos de los campeones de la conquista al mando de Ciro el Grande y están obligados a servir en el campo de batalla cada vez que su rey lo dispone. La derecha enemiga la manda Farmaces, hermano de Lisea, la esposa de Darío, con divisiones de caballería de leva hecha entre panfilios, armenios y medos dirigidos por Nifrates, Petenes y Reomitres, todos pertenecientes a la casa real; Ornares, hermano de Stateira, otra de las esposas de Darío, tiene a sus órdenes a la caballería ligera lidia, en el extremo derecho.
Unos trescientos metros más atrás, en terreno elevado, está formada la infantería de mercenarios griegos a sueldo de Darío: los hombres de Memnón. Suman seis mil setecientos, divididos en tres regimientos, al mando de Aharhon y Xenócrates, los hijos de Memnón, y de Timondas, el hijo de Mentor. Detrás de la infantería mercenaria enemiga espera una fuerza de tropas irregulares de muy variadas procedencias, entre sesenta y setenta mil hombres, que ni siquiera sirven para enfrentarse a un ejército de liebres.
El escuadrón real acaba de llegar al centro, donde estoy yo. Mi mozo, Evagoras, aparece desde la retaguardia con Bucéfalo. (He cabalgado en mi caballo de desfile, Eos, hasta aquí). Mi paje Andros me ayuda a montar. Las tropas me aclaman en cuanto me ven montado.
—¡Por Zeus salvador y por la victoria!
Cuarenta mil gargantas repiten este grito. Le hago una seña a Clito el Negro y con un toque de rodillas hago que Bucéfalo se gire hacia la derecha. El escuadrón real recorre el frente a medio galope.
Cuando yo era un niño, Memnón me enseñó dos principios: cubre y descubre. Señala una dirección y luego otra contraria.
Ahora estoy señalando. ¿Cuánto pasará hasta que Memnón lo sepa? Muy pronto iré en la contraria. ¿Se dará cuenta de la táctica? Si lo hace, ¿sus amos persas le prestarán atención? Le ordeno a Telamón:
—Golpea el hueso.
El hueso es un trozo de madera de serbal con un extremo romo. Este trozo se golpea con un mazo para marcar la cadencia. El sonido es muy fuerte y, aunque haya viento, se oye con más claridad que el de una trompa.
Los dedarcas gritan la cadencia. La línea avanza. Ahora cabalgo hacia la derecha por delante de nuestro frente, con los colores del escuadrón real ondeando al viento. El enemigo observa. ¿Me dejará ir sin responder? Memnón me ve. Mi movimiento hacia la derecha significa que voy a por él. ¿El enemigo nos mirará sin hacer nada?
El Gránico es rápido pero se puede vadear. La corriente llegará a los caballos un poco más arriba de las rodillas y a nuestra infantería hasta las caderas.
La caballería enemiga está apostada en lo alto de la ribera opuesta. No van armados con lanzas como nosotros, sino con jabalinas. Cuando entremos en el río, las lanzarán contra nosotros. La primera descarga será terrible, la segunda mucho peor.
Continúo recorriendo el frente a medio galope, a unos ciento ochenta metros del río y en paralelo a la orilla. Aún estoy a unos ochocientos metros de nuestro extremo derecho.
Mi plan de batalla es el siguiente:
He colocado en el extremo derecho una formidable fuerza de asalto: toda la caballería de los compañeros, reforzada por nuestros arqueros cretenses y los lanzadores de jabalinas de Agriania. Memnón ve esta fuerza con toda claridad. La tiene directamente delante. Ve que cabalgo hacia allí con el escuadrón real. Esta es la «dirección».
Ahora me queda esperar que no vea a la otra fuerza (la «contradirección»), dentro de esta ala, oculta como parte de la línea de batalla más ancha. Esta fuerza consiste en el escuadrón de compañeros de Sócrates Barbarroja reforzados por dos compañías de infantería ligera al mando de Ptolomeo, hijo de Filipo (apodado «Aguijón» porque tiene colmenas en su casa). Los hombres de Aguijón suman doscientos, todos ellos voluntarios que reciben una paga doble; son las tropas más jóvenes y veloces del ejército. Han sido entrenados para luchar a pie entre los combates de la caballería. No llevan corazas y dependen para su protección de la velocidad, de sus ligeros pero resistentes peltas y de su colocación entre las filas de los jinetes atacantes. Sus armas son la lanza de cuatro metros y la espada larga. Nunca he empleado a esta compañía excepto en las montañas, contra las tribus salvajes. Pueden mantenerse a la par con la caballería durante una distancia corta, como ocurre aquí en el Gránico; creo que tendrán una difícil lucha, en medio de la confusión de los enfrentamientos que sin ninguna duda tendrán lugar en el cauce del río y en las riberas. Además de los compañeros de Barbarroja y de la infantería ligera de Ptolomeo, el grupo de ataque contará con la soberbia infantería de la brigada de guardias reales, al mando de Atalo, hermano de Ptolomeo; la caballería ligera peonia dirigida por Aristón, y los cuatro escuadrones de Amintas Arribeo, que ejerce el mando general.
Mi objetivo es atraer la atención del enemigo con la extravagancia de mi movimiento, cada vez más y más hacia el ala. Quiero que se prepare para rechazar mi ataque. Quiero que saque de su centro más y más escuadrones para imitar mi movimiento lateral. Pero el ataque inicial no lo realizaré yo. Correrá a cargo de Barbarroja.
Dirección y contradirección es un buen nombre para una finta. ¿Memnón la verá? ¿Será capaz de convencer a sus amos persas? Si me da treinta segundos de indecisión ya será demasiado tarde para él.
Sigo con mi marcha. Paso por delante de Barbarroja. Delante de los compañeros. Siempre hacia el ala. Ahora el enemigo responde. Las compañías comienzan a abandonar el centro, y nos siguen en paralelo en la otra orilla.
—Da la señal a Barbarroja.
Telamón transmite la señal. Los colores de Barbarroja avanzan. Están a mi retaguardia; los reales y yo ya lo hemos dejado atrás. A continuación vienen los capitanes de Barbarroja en el ala. Luego Barbarroja en persona montado en su semental Rapaz. La línea se mueve.
Un grito de victoria resuena en las filas de los compañeros.
Los escuadrones de Barbarroja aparecen a campo abierto. Forman cuatro cuñas. La infantería especial de Aguijón está entre ellos. Las compañías mezcladas avanzan por la pendiente. Barbarroja mantiene el trote durante lo que parece una eternidad. Todos los hombres de la línea gritan a voz en cuello. Las cuñas pasan al medio galope. La infantería corre entre ellas. Yo acelero la marcha de mis escuadrones. A la derecha. Siempre a la derecha. Casi más allá del flanco del enemigo.
Este es el dilema al que se enfrenta Memnón: si divide a los escuadrones que me siguen y los utiliza para enfrentarse a Barbarroja, continuaré avanzando hasta rodear su flanco. Si no los divide, Barbarroja puede abrirse paso. Ahora llegan los lanceros y la brigada real. Ahora los peonios. Entre caballería e infantería suman dos mil quinientos hombres.
—¡Allá va Barbarroja!
Las cuñas de Barbarroja inician la carga entre grandes gritos.
¿Qué sucederá? Los persas nos esperan; montados en sus caballos, en lo alto de la ribera, dominan las alturas. Sus armas son las jabalinas y las espadas corvas. No responderán a nuestra carga con otra. Hacerlo sería renunciar a su ventaja. No, mantendrán sus posiciones y lanzarán sus jabalinas contra nosotros desde arriba. La primera descarga será furiosa. Hombres y caballos caerán muertos o malheridos; el enemigo responderá con júbilo. Exultante, lanzará la segunda salva, y la tercera. Nuestros hombres se esforzarán debajo de él en la corriente; su equilibrio será inestable debido a las piedras del fondo; sus lanzas no alcanzan al enemigo en lo alto de la ribera, y no tienen armas arrojadizas.
El enemigo huele la sangre. No puede contener sus ansias de sangre. Desenvaina las espadas y carga. Por la ladera, bajan las filas enemigas. En el río, su frente choca contra nuestra caballería e infantería, y se entabla el combate cuerpo a cuerpo en medio del caos.
En este momento cargaré.
El escuadrón real caerá sobre el enemigo en seis cuñas de cincuenta hombres. Golpearemos en las brechas creadas por la carga ladera abajo, aprovecharemos todos los huecos que aparezcan. Detrás de nosotros galoparán los seis escuadrones de compañeros restantes, otras veinticuatro cuñas de cincuenta. Esta fuerza montará fuera del río. Subiremos hasta lo alto de la ribera y cargaremos, con la intención de romper la línea persa.
A estas alturas todo nuestro frente de dos kilómetros estará en movimiento. Los regimientos de infantería sarisa entrarán en el río en diagonal. Los guardias reales de Nicanor serán los primeros por la derecha, luego la brigada de Pérdicas, seguida por la de Coenio, y las otras cuatro en orden. Si el centro enemigo aguanta, la caballería de los compañeros lo destrozará por nuestra derecha. Si mueve más compañías para ayudar a este flanco, las falanges saldrán del río detrás de las puntas de las sarisas. Cuando el enemigo ceda en un punto, todos los demás elementos romperán filas y correrán.
Es así como lo veo; es así como ocurre. El combate se desarrolla exactamente como lo había imaginado, salvo por una magnífica y casi decisiva sorpresa: la espectacular valentía de los caballeros persas.
El combate en el vado se convierte en una serie de ataques a mi persona. Continúa a través de la lucha en el río, en lo alto de la ribera, y muy tierra adentro.
Cuando un campeón de Persia ataca, grita su nombre y su matronímico. Lo hace porque si consigue la gloria, sus compañeros sabrán a quién honrar, y si fracasa, a quién llorar. No nos enteramos de esto hasta después de la batalla, por boca de los prisioneros. Cuando oímos a cada uno de ellos gritar mientras cargan contra nosotros, creemos sencillamente que los persas están locos. En Macedonia, a los chicos se les enseña a luchar no como individuos sino como parejas o tríos; aprendemos a formar, para enfrentarnos al ataque de un enemigo, en la posición llamada «cola de golondrina», cuñas invertidas con el líder en la base y los dos aleros delante. Las alas empujan al atacante hacia las fauces, y después caen sobre él por los flancos. El efecto de esta maniobra es terrorífico contra enemigos como los jinetes de las tribus de Tracia, contra quienes nuestra caballería la practicó hasta el cansancio, ya que solo saben pelear como campeones solitarios. Contra los persas, que aumentan todavía más su vulnerabilidad al combatir no con la lanza, como hacemos nosotros con resultados espectaculares, sino con la jabalina y la espada; el resultado es doblemente devastador. Además, nuestra caballería pesada está protegida por delante y por atrás con un corselete de bronce, mientras que el enemigo emplea solo el peto, sin ninguna protección en la espalda, y muchos de ellos incluso desdeñan el casco. Esta muestra de orgullo representa un coste terrible para el enemigo, porque contra la fuerza de la penetración de nuestras lanzas, ni siquiera el blindaje de sus petos es suficiente, mientras que nuestra coraza delantera y posterior, y sobre todo los cascos de hierro, demuestran ser de una utilidad sobresaliente contra los golpes. En un combate de este tipo no es una vergüenza cubrirte la espalda, puesto que los hombres intentan hacerte pedazos (también los tuyos, en medio de la confusión) desde todos los ángulos.
En el vado del Gránico no solo se enfrentan dos ejércitos, sino dos conceptos radicalmente opuestos del arte de la guerra. Los persas combaten a la manera antigua; los macedonios, a la moderna. Los orgullosos corazones de los familiares de la corona de Persia no pueden soportar la idea de ser arrollados por una vulgar falange de infantería. Allí donde el rey y los campeones de Macedonia combaten, los caballeros de Asia se baten en duelo. Por lo tanto, abandonan sus puestos en la línea. Impulsados por el orgullo, un campeón tras otro ceden el mando de su división a sus subordinados y se lanzan en persona, con su guardia de honor, hacia aquel sector del campo donde los esperan una brillante carga y una muerte honorable. El detalle más revelador del día es el siguiente: aunque los campeones persas ocupaban su posición en la vanguardia de sus tropas a lo largo de los dos kilómetros de frente, al finalizar la batalla recogimos todos sus cadáveres en un solo punto, el vado del río, por donde yo crucé.
Crátero mata a Arbupales. Hefestión abate a Omares con un único golpe de lanza, y hubiese hecho lo mismo con Arsames, que se había caído del caballo, de no haber sido porque el escudero del persa (los escuderos del este van a la batalla al lado de sus amos) lo cogió del brazo para montarlo a la grupa. Mi lanza atraviesa a Mithriades cuando me ataca delante de su escolta gritando mi nombre; momentos más tarde cae Roesaces, cuya espada casi me parte el cráneo. Clito acaba con Espitridates y me salva la vida. (Arsites huyó a Frigia; se ahorcó en su casa, hundido en la vergüenza). Filotas mata a Petenes. Sócrates Barbarroja acaba con Farnaces. Mitrobarzanes y Nifrates, cada uno atacando en solitario, mueren a manos de las colas de golondrina de los compañeros. Estos dos nobles han recorrido casi un kilómetro y medio de frente para caer en este lugar.
En otras palabras, todos los grandes nobles del enemigo han abandonado sus divisiones y han cruzado el campo para vérselas conmigo.
Cuando acaba el combate, las hombreras de mi corselete han desaparecido; el peto, con la cabeza de la Gorgona y las Horas hechas en plata que adornan el borde, está tan abollado que resulta imposible distinguir ni un solo emblema. Mi gola, que casi había dejado atrás por su peso, tiene un tajo por el que pasan tres dedos. La tela de mi túnica está impregnada de sangre y sudor hasta el punto que no puedo quitármela y tengo que despegarla con el filo de la espada. El peto de Bucéfalo está perforado en seis puntos, y le han rebanado un trozo del tamaño de un filete del cuarto trasero derecho. Las riendas están cortadas y ha perdido el cabezal. El pelo del pecho y de las patas está tan rígido por la mezcla de sangre y arena que no hay manera de limpiárselo y los mozos acaban por afeitárselo con una navaja.
A nuestra izquierda, los regimientos de caballería e infantería al mando de Parmenio han cruzado el río y empujan a la caballería persa. Cuando se rompe el ala enemiga en el vado, todo el frente se desploma. La caballería enemiga emprende la retirada a todo galope, envuelta en una nube de polvo como un chubasco que cruza una bahía.
Solo quedan los mercenarios griegos del enemigo. Seis mil setecientos en un terreno elevado, que ni siquiera han tenido oportunidad de entrar en combate, dada la rapidez con la que todo ha terminado. Son tropas de infantería; no pueden escapar al galope como sus amos persas. Ordeno que los rodeen. Comprimen sus filas en un perímetro defensivo, del que sobresalen las cabezas de sus lanzas de casi tres metros. Oscurece. Me detengo, con Parmenio, Clito el Negro, Pérdicas, Coenio, Crátero, Filotas y Hefestión, delante del cuadrado del enemigo.
¿Dónde está Memnón? Perdonaré la vida de los griegos si lo entregan. El mercenario de mayor rango es un espartano llamado Clearco, nieto del famoso Clearco que luchó con Jenofonte. Cuando se adelanta, cita su linaje y jura por los hijos de Tíndaro que Memnón ha huido; nuestros hombres lo cubren de insultos.
El espartano suplica por la vida de sus compañeros. Sus tropas son pobres, declara; no tienen nada, sirven solo por la paga, y no están ligados por la lealtad al rey persa. Ahora están dispuestos a servir a Alejandro.
—¡Que lo sirvan en el Hades! —gritan nuestros hombres.
Odian a esos griegos que han rechazado nuestra causa y se han vuelto contra nuestros hombres por el oro.
El espartano continúa con sus súplicas. Mi corazón es de piedra.
—Hijo de Leónidas, prepárate para morir.
A mi señal comienza la matanza. No me limito a observar. Dirijo la carnicería. Cuando decae, la animo. Los griegos claman por su vida, ofrecen rescates, servicios, gritan los nombres de los hombres que conozco, el de mi padre y mi madre. Afirman que la posteridad me juzgará y apelan a los dioses en busca de misericordia.
Yo los obsequio con la muerte.
Ahora está oscuro. Necesitamos antorchas para ver a los hombres que estamos matando. No ordeno que cese hasta que ha muerto un tercio de ellos y los supervivientes están tan horrorizados que las armas caen de sus manos y no hay forma de hacer que las vuelvan a empuñar. Se rinden, de rodillas. Pero no repatriaré a estos malditos hijos de Grecia que aceptaron el oro de los bárbaros y que cogieron las armas para asesinarnos. Marcaré su destino en sus frentes como se marca a un esclavo, para que nadie más siga su ejemplo.
Eumenes, mi consejero de guerra, pregunta cómo se tratará a los prisioneros.
—Llévatelos a Macedonia —le respondo— como esclavos, con cadenas. El viaje por mar es demasiado cómodo para ellos. Hazlos caminar, con grilletes en los tobillos y las muñecas; ponles un yugo en el cuello y clávalo en el suelo cuando duerman. En Macedonia trabajarán en las minas; ningún oficial ni soldado será liberado por mucho que lo merezca, excepto aquellos nacidos en Tebas, de los que me apiado.
—¿Cuáles serán sus condiciones de trabajo? —pregunta Eumenes.
—Que duerman en la paja y coman sopa de ortigas. Quiero que toda Grecia sepa el castigo que ha caído en estos traidores, que empuñaron las armas contra sus propios hermanos, al servicio de los bárbaros.
Se ha acabado. La noche impide cualquier persecución. En tres horas, en este día de primavera, un ejército de Occidente ha derrotado a un señor de Asia con una victoria sin precedentes.
Los médicos cierran la herida en mi cuero cabelludo con tres grapas de hierro y unos cuantos puntos. Recogen a los muertos y heridos a la luz de las antorchas. Me acerco a ellos, vestido con sus mismos andrajos de guerra.
El primer hombre que veo es Héctor, el hijo menor de Parmenio, que mandaba una cuña de cincuenta hombres en el escuadrón de Sócrates Barbarroja. En uno de los muslos tiene un enorme tajo como si un matarife se hubiera ensañado con él, y en el pecho un morado descomunal.
—¿Has tropezado con una puerta, amigo mío?
—Juraría que sí y con una cabeza de hierro por añadidura. —Me muestra el bronce de la coraza que le salvó la vida.
Las lágrimas abren surcos en la mugre de mi rostro. Lloro de amor por este muchacho y por todos sus camaradas. ¡Qué valientes son!
Camino por la hilera de heridos y moribundos. Después de una batalla, un hombre herido se siente solo y abandonado. Oye las conversaciones de sus compañeros ilesos fuera de la tienda del hospital, llenos de vigor, ansiosos por volver a marchar. ¿Se atreverá a llamarlos? A menudo sus camaradas no quieren acercársele, por miedo a que la visión de sus heridas les cause pesar, o porque, supersticiosos como son todos los soldados, temen que les contagie su mala fortuna. Es frecuente que un hombre herido crea que ha fracasado. ¿Regresará a su hogar convertido en un lisiado? ¿Verá la compasión en los ojos de su esposa? Un hombre herido se siente disminuido y desconsolado, pero por encima de todo se siente mortal. Ha olido el aliento del infierno y siente que la tierra se abre debajo de él.
Por estas razones y para honrar su valor, no me olvido de ningún hombre. Me arrodillo junto a cada uno de ellos, cojo su mano y le pido que me cuente su historia. ¡Cuéntame tu historia, camarada, y no seas modesto! Le ordeno que adorne su historia, e incluso que mienta sobre su heroísmo y la paliza que le ha dado al enemigo. Estar herido es algo terrible, pero ser honrado y tenido en cuenta hace que un hombre se sienta orgulloso. No hay ninguno de ellos que no ansíe volver a su puesto en las filas tan pronto como esté en condiciones. Cuando les muestro mis heridas, o los lugares de mi armadura donde las lanzas enemigas la han atravesado sin hacerme daño, los hombres lloran y alzan los brazos al cielo. Una y otra vez los hombres aprietan mi mano contra sus heridas. Es tal la fuerza de mi daimon que mis compatriotas creen que no solo me librará de cualquier mal, sino que también cicatrizará sus heridas. No tengo premios que repartir, así que me quito lo que llevo —la daga, las espinilleras, hasta las botas— y las doy. Los hombres me suplican que no arriesgue mi vida con esa temeridad. «Porque incluso a una buena fortuna tan poderosa como la tuya no se la puede tentar eternamente».
Ya es medianoche cuando acabamos de llenarnos el estómago con pan y vino, pero no hay nadie que pueda dormir. Mando reunir a los tropas en la ladera iluminada con antorchas donde está la curva del río.
—Hermanos, hoy solo hemos avanzado veinticinco kilómetros tierra adentro desde el mar, y sin embargo con la batalla de hoy hemos arrebatado de la mano de Darío mil quinientos kilómetros de su imperio. Ahora caerá en nuestras manos toda la costa egea. No hay nada que se interponga entre nosotros y Siria, entre nosotros y Fenicia, entre nosotros y Egipto. Seremos los libertadores de todas las ciudades griegas a lo largo de la costa. Conseguiremos riquezas que ni siquiera hemos podido imaginar, y honores en la batalla a los que ninguna otra nación de Occidente ha podido llegar jamás. Esto es lo que habéis ganado, hermanos. ¡Os saludo! Pero más allá de esto, vuestra victoria ha hecho que se acerque el día en el que Darío de Persia tendrá que avanzar para enfrentarse a nosotros en persona, y cuando lo haga arrancaremos de su mano tanta gloria que el triunfo de hoy parecerá cosa de niños. Me habéis honrado, amigos, y habéis honrado a mi padre. Que nadie se olvide de Filipo, que creó este instrumento, nuestro ejército, y que, si pudiera, daría todo lo que poseía para estar junto a nosotros en esta hora. «¡Filipo!», grito, y el ejército lo repite tres veces, cada vez con más vigor.
Tendría que haber esperado a la mañana para rendir honores a nuestros caídos. Sin embargo, la mención de nuestro difunto señor ha devuelto la sobriedad a las tropas. Siento que es la hora propicia. Hago una seña a la guardia de honor. Traen los cadáveres de nuestros camaradas en los carros de batalla capturados al enemigo. Los mando formar en dos hileras, delante de los regimientos. Hemos perdido a sesenta y siete macedonios, veintiséis jinetes de la caballería de los compañeros, diecinueve del escuadrón de Sócrates Barbarroja. Los muertos del enemigo, cuando los contemos, superarán los cuatro mil.
Todos están alicaídos; los hombres se mueven, inquietos por la proximidad de la muerte. Me adelanto para situarme más arriba; estos pocos pasos permitirán que mis palabras lleguen hasta las filas más lejanas. No tengo preparado ningún discurso. Digo lo que me sale del corazón.
—Amigos míos, estamos vivos. Los dioses nos han concedido la victoria. La compartimos, los unos con los otros, y es dulce. Pero ellos, nuestros camaradas caídos, no pueden saber que hemos ganado. No pueden saber lo que han ganado para nosotros con su sangre y su sacrificio. Lo que es dulce para nosotros no es más que amargura para ellos. Lloramos por su destino y por nuestra pérdida. Sin embargo, estos compañeros que nos han sido arrebatados, han conseguido aquello que ninguno de nosotros, que estamos vivos, podemos reclamar. Con su valor en este día, se han elevado por encima de nosotros.
Hago una seña al dedarca mayor, que se cuadra y me mira.
—Hermanos, presentad armas a estos hombres.
Espero a que el dedarca mayor dé media vuelta y grite la orden, que se transmite de división a regimiento y a batallón y se cumple con absoluta perfección. Las espadas y las sarisas de los caballeros y los compañeros de a pie, las lanzas de la caballería ligera, las jabalinas y los arcos de las brigadas móviles se ponen en posición delante de los ojos y el corazón de cada uno de los hombres. El estado de ánimo del ejército es al mismo tiempo más sombrío y más exaltado. Me adelanto y miro a los muertos.
—Caballeros y compañeros caídos, recibid estos honores que nosotros, vuestros hermanos, ahora os ofrecemos. Con estas muestras de respeto cada uno de nosotros sabrá también de qué manera, cuando llegue nuestra hora, seremos tratados.
Se da la orden de formar. Me vuelvo para mirar a las tropas.
—Para estos héroes, la nación encargará que se hagan estatuas de bronce, de tamaño natural, una para cada hombre; las realizará y las fundirá Lisipo, que es el único a quien permito que reproduzca mi imagen. Estas estatuas se colocarán en casa, en Dium, en el jardín de las Musas, donde el pueblo pueda verlas y rendirles homenaje en los años venideros. Las familias de cada campeón caído conocerá en detalle el heroísmo de su hijo o esposo, cuyas hazañas serán escritas por mi mano y entregadas a ellos como el testimonio debido a un amado camarada de armas a quien honramos y nunca olvidaremos. A los hijos que los sobreviven, el reino les concede tierras y una parte del botín de guerra; el estado pagará la educación de los hijos de estos héroes y los declarará exentos de todo servicio. Ofrecemos estas recompensas, amigos, aunque sabéis tan bien como yo que las familias de estos campeones no querrán aceptarlas; al contrario, estimulados por el orgullo y el honor, sus hijos acudirán a nosotros tan pronto como su edad lo permita, y ninguno escatimará esfuerzos en pro de nuestra causa, para que nadie diga que fueron menos que sus padres. Dedarca mayor, lee los nombres de nuestros héroes caídos.
Después de leer la lista, se ordena a la tropa que descanse.
—Honro, también, al enemigo. No le odiemos. Porque él también se ha enfrentado voluntariamente en este día a la prueba de la muerte. Hoy los dioses nos han premiado con la victoria. Puede que mañana su voluntad sea convertirnos en polvo. Dad gracias por vuestras vida, hermanos, como yo las doy por la mía. Ahora id a descansad. Os lo habéis ganado.
Dascilia se rinde al día siguiente; entramos en Sardes y Efeso al cabo de dos semanas. Magnesia y Tralles nos abren sus puertas. Mileto cae después de una muy breve resistencia. Entramos en Caria y comenzamos el asedio de Halicarnaso. La primera noche del asedio, después de que Parmenio haya acabado de explicar a los generales el excelente plan que ha trazado, se vuelve hacia mí y pregunta si puede hablar.
¿Qué puede querer? ¿Su renuncia? Me preparo para escuchar algo muy grave.
—Te he subestimado, Alejandro. Te pido perdón.
De pie, el más ilustre comandante de mi padre suplica mi indulgencia. Quizá sea reprochable, declara, que un general de más de sesenta años considere con escepticismo el ascenso al poder supremo de un joven que hasta hace nada era un adolescente. Pasan unos momentos antes de que mis oficiales y yo nos demos cuenta de que Parmenio habla con absoluta sinceridad.
—Perdóname, Alejandro, por los consejos precavidos y convencionales que te he ofrecido. Está claro que aquello que es válido para otros hombres no lo es para ti. Creía que tu padre era el mayor general de todos los tiempos, pero ahora reconozco, después de observarte durante estos meses, que tus dotes sobrepasan las suyas de largo. Sabes que me he resistido a servirte, y que te he reprochado ciertas acciones que tomaste cuando ascendiste al trono. —Se refiere a cuando le ordené que ejecutara, acusado de conspiración, a su yerno Atalo, que también era su amigo—. Ahora todo aquello es agua pasada. He dejado de lado mi rencor, y espero que tú puedas dejar de lado tus sospechas, porque bien sé que no te pasó por alto cómo me sentía. Soy tu hombre, Alejandro, y te serviré como serví a tu padre, mientras tú desees hacerme depositario de tu confianza.
—Me haces llorar, Parmenio —declaro al tiempo que me levanto.
Lo abrazo con el rostro bañado en lágrimas. Tengo muy claro que me ha honrado por partida doble al realizar esta declaración públicamente, delante de los demás. Hace falta tener coraje. Se necesita grandeza de corazón. Con este acto invita a todos los generales más jóvenes, a todos y a cada uno de ellos, a que dejen de lado cualquier reserva respecto a mi preeminencia. Los generales aplauden. Se sienten tan conmovidos como yo. Me dirijo a Asander, el primer paje de servicio:
—Ve a buscar la espada sigeian de mi padre.
Le digo a Parmenio que Filipo lo amaba. Lo consideraba un comandante sin par.
—En una ocasión —manifiesto—, cuando Filipo agasajaba a los embajadores de Atenas, me llevó a un aparte y me comentó con una carcajada: «Los atenienses eligen diez generales cada año. Por lo visto les sobran talentos, porque en toda mi carrera yo solo he encontrado a uno». Con un gesto te señaló a ti que estabas al otro lado del salón.
Ahora es Parmenio quien llora. Asander trae la espada de Filipo. La deposito en las manos del viejo general.
—Será el mayor honor de mi vida, Parmenio, si me aceptas no solo como tu rey y comandante, sino también como tu más leal camarada y amigo.
Hay otras dos anécdotas de la batalla del Gránico. Al día siguiente del combate me levanto temprano, como hace el rey cada día, para ofrecer el sacrificio. Suelo salir de mi tienda cuando todavía está oscuro, acompañado por dos pajes y una guardia de honor; me reúno con Aristandro el vidente, o quien sea el encargado de oficiar el sacrificio, y caminamos solos y en silencio por el sendero que lleva al altar.
Esa mañana salgo y me parece que se ha congregado medio mundo. Delante de mi tienda hay miles de soldados, y una multitud llega desde los cuatro costados.
—¿Qué pasa? —le pregunto a Aristandro, convencido de que he olvidado la fecha de alguna ceremonia especial.
—Quieren verte, Alejandro —responde el vidente.
—Verme ¿para qué? —No se me ocurre cuál puede ser la súplica o la petición que motive semejante concurrencia.
—Quieren verte —repite el vidente—. Han venido para mirarte.
Por lo visto mi reputación se ha disparado durante la noche. Centenares de hombres bordean el camino y se apretujan tanto que mis pajes tienen que hacer grandes esfuerzos para abrirme paso. «¡Alejandro!», grita un hombre. Al instante la multitud sigue su ejemplo. «¡Alejandro! ¡Alejandro!». Con un entusiasmo que nunca había visto, ni siquiera cuando vitoreaban a Filipo, mis compatriotas corean mi nombre.
—Levanta los brazos, señor —me apremia Aristandro—. Saluda al ejército.
Obedezco. Las ovaciones se multiplican.
Durante los días posteriores, no puedo salir a tomar el aire sin que me sigan centenares de hombres que me profesan extraordinarias muestras de fidelidad y afecto. Cuando le pregunto a un soldado por qué él y los demás hacen esto, me responde como si se tratara de la cosa más obvia del mundo.
—Para asegurarnos de que estás bien, señor. Para asegurarnos de que no te falta nada.
Telamón observa este fenómeno con interés. Cuando le comento la inquietante sensación de que el ejército no se adhiere a mí por mí mismo sino a otra cosa, él me responde:
—Así es, se adhieren a tu daimon.
Es mi daimon lo que ven los hombres, no a mí. Es él quien les ha conseguido la victoria, es a él a quien han ligado sus esperanzas y es a él a quien temen perder. Debo aceptarlo, declara Telamón, como una consecuencia del triunfo y la celebridad.
—Has dejado de ser Alejandro —afirma—, y te has convertido en «Alejandro».
La segunda anécdota no es en realidad una historia, sino solo un momento.
Los soldados están tristes después de la victoria. No sé por qué. La melancolía parece haberse apoderado de ellos tras la consecución del éxito. Afecta a todo el ejército pero especialmente al cocinero de una división llamado Admetos. Este hombre es el cocinero de campaña más célebre del ejército; su imaginación siempre está a la altura de las circunstancias; siempre se puede contar con él para que elabore algún plato espectacular prácticamente de la nada.
Después de la matanza, sin embargo, Admetos pierde el ánimo. Las imágenes de la carnicería perturban su sueño: ahora mismo es incapaz de trinchar un ganso. Un ejército puede ponerse de muy mal humor por una cosa como esta, que en apariencia es una minucia. Llamo a ese hombre a mi tienda, con la intención de alegrarle el espíritu. Antes de que pueda decir palabra, un gemido de desesperación escapa de lo más profundo de su pecho.
—¿Qué es ese sonido? —gimotea—. Oh, dioses. ¿Qué es ese terrible lamento?
No oigo nada.
—Ese sonido, señor. ¡No es posible que no lo oigas!
Ahora sí. En el exterior de la tienda: un acorde musical, terriblemente plañidero.
Todos los presentes se levantan. Los pajes y los guardaespaldas salen de la tienda. Allí, delante de la plaza de los guardias, hay un montón de armas. Veinticuatro sarisas colocadas en posición vertical para la noche.
El viento que sopla entre sus astiles produce ese lúgubre acorde.
El cocinero Admetos está traspuesto. Todos lo estamos. Al parecer es ese melancólico sonido el que le rompe el corazón.
Al darse cuenta de lo que sucede, uno de los mozos se acerca al cocinero y le habla con ternura.
—Son las sarisas que cantan —dice.
El cocinero se vuelve hacia el mozo con una expresión de asombro, como si el muchacho hubiese aparecido milagrosamente con el único propósito de calmar su angustia.
—Sí, cantan —dice el cocinero—. Pero ¿por qué es un canto tan triste?
El mozo sujeta con cariño la mano del cocinero.
—Las sarisas saben que su trabajo es la guerra. Les duele que así sea. Lloran por el sufrimiento que causan. —Luego canta con una preciosa voz de tenor:
La canción de la sarisa es triste,
La canta muy suave y baja.
Cantaría una canción más alegre, dice,
Pero la guerra es lo único que conozco.
Admetus escucha la canción y medita durante unos momentos. Todos permanecemos callados, conteniendo el aliento.
—Muchas gracias —le dice el cocinero al mozo, y, con una nueva expresión en su rostro, se vuelve hacia mí—. Ya estoy bien, señor —afirma, y se aleja para ir a ocuparse de sus fogones.
Estoy relatando esta historia durante la campaña en Capadocia —trece meses después de la batalla del Gránico—, cuando llega un correo a todo galope con la noticia de que Memnón, que dirigía el asedio a Mitilene, ha caído a consecuencia de una súbita fiebre. Está muerto. Lloro; no solo por respeto al brillante rodio, que era enorme, sino por el papel que tiene el destino y la fortuna en los asuntos de los hombres, y el conocimiento de lo débil que es el asidero que nos une a la vida.
El hombre a quien más temía ha desaparecido. Él solo valía por varios ejércitos.
Esto significa, por fin y sin ninguna duda, que Darío tendrá que presentarse y luchar.