HEFESTIÓN
Tenía diez años cuando vi a Hefestión por primera vez. Él tenía once. Acababa de llegar a Pela desde la finca de su familia en las tierras altas de Eordea. Amyntor, el padre de Hefestión, representaba los intereses de Atenas en la corte de mi padre. Era un cargo hereditario, llamado proxenos, y de considerable prestigio y honor. Sin embargo, debido a las frecuentes fricciones, por no decir enfrentamientos abiertos, entre nuestro estado y el ateniense, Amyntor temía que la furia que algunas veces mostraba Filipo hacia él por su defensa de la causa de Atenas (aunque los dos hombres habían crecido juntos y seguían siendo grandes amigos) pudiera predisponer al rey contra el joven hijo de Amintas y por lo tanto perjudicar la carrera del muchacho. Así que se mantuvo a Hefestión apartado de la vida de la corte hasta que cumplió los once años. Solo entonces su padre lo trajo a la capital, con el fin de prepararlo para ingresar en la Escuela de Pajes Reales, como haría yo, a los catorce.
En aquel entonces yo tenía un tutor llamado Leónidas. Tenía la costumbre, con el fin de «endurecer mi corteza», de despertarme una hora antes del alba y hacerme marchar hasta el río, donde debía desnudarme y zambullirme, independientemente del tiempo que hiciera. Yo lo detestaba. El agua del Loudias, en Pela, te hace tiritar incluso en verano; en invierno es imposible describir lo helada que llega a estar. Intenté todas las tretas posibles para evitar aquellos remojones. Finalmente se me ocurrió que, en lugar de soportarlos por obligación, cosa que los hacía doblemente aborrecibles, los haría por propia voluntad. Comencé a levantarme antes que mi tutor para cumplir con el expediente mientras él todavía estaba en la cama. Leónidas se sintió muy satisfecho con aquella evolución de mi carácter, mientras que, por mi parte, el mal trago se había convertido en tolerable, ahora que podía decirme a mí mismo que lo hacía por decisión propia. Una madrugada, de un día tan frío que había que romper la capa de hielo del río con una piedra solo para poder meterse en él, regresaba de mi chapuzón cuando al pasar por delante de la Real Escuela de Equitación oí el ruido de cascos. Entré silenciosamente. Hefestión estaba en la pista, montado en un alazán de diecisiete palmos, que era suyo, llamado Centella, practicando cargas, con las manos libres y la lanza corta. Su maestro permanecía en el centro de la pista, y recitaba una letanía de instrucciones a las que Hefestión respondía con una concentración que era al mismo tiempo intensa y profundamente relajada. Nunca había visto a un individuo, hombre o niño, tan paciente con su montura. No forzaba al caballo en ningún momento; lo guiaba solo con las piernas y el trasero. Hacía pasar a Centella del medio galope al trote y de nuevo al medio galope para ponerlo al galope; se mantenía todo el tiempo absolutamente recto, incluso en las curvas. Al avanzar por el eje largo de la pista, su caballo no se «pegaba a la pared» como hacía el mío (no era Bucéfalo; aún no lo había comprado), y en las vueltas mantenía las patas debajo, no de una manera perezosa como mi animal, sino recogidas, preparadas, listas para tomar impulso, de forma que cuando Hefestión ponía a Centella a medio galope y después al galope, la montura salía disparada, en línea recta y en equilibrio, preparada para responder a cualquier orden, volverse o girar en cualquier dirección. Hefestión montaba su caballo como si estuviera clavado en el lomo. La espalda recta, los hombros cuadrados, los abdominales tensos, guiaba al caballo con una inclinación hacia delante tan sutil que apenas se veía, y lo hacía girar con la misma autoridad, todo con el trasero y las piernas. Enrojecí de vergüenza al ver aquello, porque me di cuenta, a pesar de que me consideraba un jinete consumado para mi edad, de lo poco que sabía de la equitación y de lo presuntuoso e ignorante que era. ¡Mi padre! ¿Por qué me había buscado un pedagogo patoso como Leónidas cuyo único interés era que me zambullera en el agua helada, cuando tendría que estar aprendiendo aquello? Pero inmediatamente me enfadé conmigo mismo. ¡Yo era el único dueño de mi vida! Juré en aquel instante que no solo me dedicaría al estudio de los caballos y la equitación, para convertirme en un gran jinete y oficial de caballería, sino que me educaría a mí mismo en todas las cosas, me convertiría en mi propio tutor, seleccionaría las materias que necesitaba dominar y buscaría el conocimiento por mis propios medios. Hefestión todavía no me había visto, y yo era incapaz de reunir el coraje suficiente para acercarme. Pensé que no solo era el joven más bello que había visto nunca, sino que era la persona más bella de cualquier edad. Me prometí a mí mismo:
«Ese chico será mi amigo. Cuando crezcamos cabalgaremos juntos contra los príncipes de Persia».
Los hombres creen que los intereses de un chico son los propios de la infancia. Nada está más alejado de la verdad. A los siete años comprendía el mundo con la misma viveza que lo hago hoy, incluso más, porque mis instintos aún no estaban embotados ni por la educación ni por la paralizante imposición del pensamiento convencional. Me di cuenta, allí, en aquella pista, de que aquel chico, Hefestión, sería mi compañero de toda la vida. Lo amaba con todo mi corazón y supe, también, que él me amaría. Nada en todos los años posteriores ha alterado aquella percepción.
No hablé con él durante otros dieciocho meses. Pero lo observaba. Cuando algo me confundía, lo buscaba y miraba cómo lo hacía él. Acabó por darse cuenta. No obstante respetó nuestro tácito acuerdo; yo no le hablaría hasta que fuese el momento indicado.
A los doce años éramos inseparables. Permíteme que deje algo muy claro, para aquellos que tienen pensamientos depravados: el amor de los jóvenes está hecho de sueños, de secretos compartidos y de la aspiración, no solo de conseguir la gloria, sino también la pureza de la virtud que sus corazones creen que los mayores han manchado o degradado y que ellos, los jóvenes, recuperarán y defenderán. Este amor no es muy distinto del que sienten las jóvenes entre sí; tiene un componente físico, pero entre aquellos que son nobles de mente esto queda muy por debajo de lo filosófico. Como Teseo y Piritoo, Hércules e Iolaos, Aquiles y Patroclo, los jóvenes desean conseguir esposas para el compañero; no sueñan con ser el hombre del otro, sino con ser su padrino.
En mi decimotercer cumpleaños, las dotes de persuasión de mi padre (y su oro) trajeron al filósofo Aristóteles a Pela, para servir como tutor a un grupo de chicos, hijos de los compañeros del rey, a los que solo les importaban los caballos, la caza y empuñar las armas. Crátero, Héctor, Ptolomeo, Rizos de Amor, Casandro, todos formábamos parte de ese grupo. El cuñado de Aristóteles, Euforión, era nuestro maestro de griego. Su trabajo consistía en hacernos escupir nuestro horrible macedonio y hablar en el más puro ático. ¿Alguna vez has intentado dominar un idioma extranjero? Siempre hay un chico en la clase que no lo consigue. En la nuestra era Marsias, el hijo de Antígono. Cuando intentaba pronunciar el griego ateniense, el resto de nosotros nos hinchábamos como peces globo. Un mediodía no pudimos contenernos más. Estallamos en carcajadas y nos revolcamos en la hierba riendo a mandíbula batiente.
Hefestión se levantó para enfrentarse a nosotros. Nunca le había visto tan furioso. ¿Creíamos que era divertido? Señaló hacia el este a través del mar.
—En aquella dirección está Persia, mis queridos cabezas de alcornoque, la tierra que soñamos con conquistar algún día. Los persas saben que iremos. ¿Qué están haciendo ahora? Mientras nosotros nos reímos y hacemos el idiota, los hijos del este se están preparando. Mientras nosotros dormimos, ellos trabajan. Mientras nosotros holgazaneamos, ellos sudan. —A esas alturas todos nos mostrábamos arrepentidos; incluso nuestro tutor parecía avergonzado—. No tardaremos mucho en encontrarnos a esos jóvenes de Persia en el campo de batalla. ¿Bastará con demostrar que somos los más brutos? ¡Desde luego que no! Debemos superar al enemigo, no solo como guerreros, sino como hombres y caballeros. Deben decir de nosotros que merecemos su imperio, porque los superamos en virtud y en el dominio de nosotros mismos.
Los comentarios sobre el discurso de Hefestión se propagaron por Pela como llevados por el viento. Por todas partes los hombres le palmeaban en el hombro como muestra de aprobación; cuando entraba en el mercado, los talabarteros y los verduleros lo aclamaban. Mi padre me llamó para hablar en privado. «¿Es este el chico a quien has escogido entre todos para ser tu amigo? A mí me parece que ya es un hombre». Era la mayor alabanza que podía hacer Filipo. Después de aquello ya no se consideró afeminado estudiar poesía o esforzarse para aprender a hablar el griego correctamente.
Así era el Hefestión que me acusó, a su manera, después del holocausto de Tebas. ¿Qué podía decirle? Cuando éramos niños nos enseñaron, en palabras de nuestro tutor Aristóteles, que la felicidad consiste en «la práctica activa de nuestras facultades en conformidad con la virtud». Pero la virtud en la guerra se escribe con la sangre del enemigo.
Telamón nos enseñó que el remordimiento no tiene cabida en el petate del soldado. Sé que esto es verdad. Pero también sé que todos los actos tienen un precio. Todos los hombres deben responder por sus crímenes. Yo responderé por los míos.
Con la destrucción de Tebas, sin embargo, conseguí mi propósito. Demostré a Grecia quién empuña las riendas. No se rebeló ni una sola ciudad más; no se produjeron nuevas insurrecciones. En cambio comenzaron a llegar a Pela los embajadores para manifestar sus felicitaciones y colmarme de alabanzas. Parecía que los griegos siempre hubiesen estado de mi parte. Ahora no sabían qué más hacer por ayudarme. «¡Dirígenos, Alejandro! —declararon sus embajadores—. ¡Dirígenos contra Persia!».
Llegaron contingentes de «voluntarios» de Atenas y de todos los estados de la Liga. El ejército reclutó a siete mil soldados de infantería pesada y a seiscientos de caballería; otros cinco mil soldados de a pie firmaron por la paga. La fuerza expedicionaria sumaba ahora casi cuarenta y dos mil hombres, contando los diez mil de infantería y los mil quinientos de caballería que ya habían cruzado el estrecho para asegurar una cabeza de puente en Asia.
Se acercaba la hora del gran embarque. Pela se había convertido en un campamento armado. El lugar hervía con el ansia de entrar en acción; el entusiasmo por lo que sucedería había llegado a tal extremo que ni siquiera los animales podían dormir. Se necesitaba un acto. Algún gesto de mi parte, como el de Brasidas cuando quemó sus barcos en Metone, para que sus hombres supieran que realizaban un paso decisivo, que no había vuelta atrás.
Reuní al ejército en Dium para el festival de las musas. En ese lugar la costa es espectacular; en la distancia se alzan el Ossa y el Olimpo, con las cumbres nevadas. La nación acampó: sesenta mil hombres en armas (incluidos aquellos que se quedarían en casa, al mando de Antípatro, como guarnición), y el doble de ese número entre esposas, amantes, sirvientes y la multitud en general. Ofrecí una gran fiesta. Acabó con el contenido de mi bolsa y vació la tesorería. Parmenio y Antípatro ocuparon puestos de honor, con los otros generales y comandantes sentados en círculo.
Empecé por repartir mis tierras. En Macedonia las posesiones del rey se llaman basileia cynegesís, el coto real. Cuando ascendí al trono, estas abarcaban más o menos un tercio del reino.
Además, todas las provincias capturadas en las guerras se consideran «sometidas a la corona». Por consiguiente era propietario de minas, granjas y miles de kilómetros cuadrados de tierras de cultivo y bosques. A cada uno de los generales de Filipo les di un señorío, con el título y la tierra a perpetuidad. Mi finca particular, Lago Claro, se la regalé a Parmenio, quien para su gran mérito la declinó. Los comandantes de brigada recibieron haciendas principescas. A Hefestión le di el coto real de Eordea, la finca de mi padre; todos los oficiales, hasta el rango de capitán, recibieron tierras que no tenían nada que envidiarle. Di a Antígono tres valles en el alto Estrimon. Telamón recibió una villa que daba a la bahía de Cálcica. Cuanto más daba, más ligero me sentía. Quise reducir mi equipaje al mínimo; conservar solo mi caballo y mi espada. Regalé las pesquerías, las minas y las tierras en las riberas de ríos y lagos. Hasta el último dedarca recibió caballos o rebaños de ovejas además de tierras donde tenerlos. Cada uno de los hombres de las falanges recibió una granja. Perdoné todas las deudas y libré de impuestos a todos los hombres del ejército. Todo lo que había sido de Filipo, y todo lo que era mío, se lo di a mis amigos. Los bosques madereros al otro lado de la frontera se los devolví a los príncipes ilirios a quienes se los había arrebatado, y añadí más tierras, ahora que son nuestros aliados; las provincias trigueras al otro lado del Danubio y los campos de pasto en Tracia los obsequié a nuestros camaradas de Tesalia, Peonia y Agriania. Con cada nuevo regalo, se oían grandes y renovadas ovaciones. Fue Pérdicas, mi querido compañero, cuando le otorgué el señorío de Thriadda, quien preguntó, delante de todos:
—¿Qué te quedarás para ti, Alejandro? Ni siquiera lo había pensado.
—Mis esperanzas —repliqué, sin que significara una burla. La asamblea estalló en comentarios que parecían no acabar.
Solo quedaban tres hombres sin recompensa. Mis bravos comandantes Coenio, Rizos de Amor y Eugenides (el Pagador de Queronea). Sus nombres no habían sido pronunciados. Podía notarse su profunda preocupación por haber sido omitidos. Sin duda temían haberme ofendido por alguna causa desconocida y esto los entristecía.
El tercero de los oficiales, Pagador, tenía motivos para creerlo, porque casi había desertado en el Danubio, por el amor de una doncella de las tribus norteñas, y creía que solo le había perdonado por respeto a su padre, que había sido syntrophos, compañero de escuela, de Filipo. Sin embargo, en el ínterin y en secreto, mis agentes habían buscado a aquella muchacha, la amada de Pagador; ella era una mujer libre (así que no podíamos secuestrarla), y por lo tanto le había pedido a través de una carta privada que aceptara la mano de aquel hombre. Ahora ella estaba aquí con su atuendo de boda, oculta de la visión de su amante, como también lo estaban las amadas de Coenio y Rizos de Amor, que tampoco sabían nada de mis intenciones.
Cuando por fin pedí al trío que se adelantara y les presenté a sus novias, los vítores fueron indescriptibles. Los casamos en el acto.
En medio de toda aquella emoción, solo una persona pensó en hacerme un regalo. Fue Elisa, la novia de Pagador. Me obsequió con unos escarpines que había cosido ella misma. Nunca me había sentido más feliz. Hasta tal punto que al mirar hacia el monte Olimpo, iluminado por la luna, me dije que ni siquiera los dioses debían de conocer una satisfacción tan dulce como aquella.
Entonces, los generales se levantaron para hablar.
—Hermanos —declaró Antígono el Tuerto—, cuando asesinaron a Filipo, confieso que en el fondo de mi corazón me pregunté si su hijo podría llenar el hueco que él había dejado. Era obvio que Alejandro poseía coraje, genio y ambición. Pero ¿podía alguien tan joven obtener la lealtad de los comandantes veteranos? ¡Amigos míos, esta noche tenemos la respuesta! Veo en los ojos de nuestro joven rey que los fines egoístas no significan nada para él, sino que solo busca la gloria. Como decían los hircanian [1] de Ciro el Grande: «¡Os juro, amigos, por todos los dioses, que creo que él es más feliz siendo generoso con nosotros que enriqueciéndose a sí mismo!».
Un oficial tras otro se levantaron para secundar tales palabras. Pagador se dirigió a mí con lágrimas brillando en la barba.
—Me has obsequiado con una esposa, Alejandro, la amada de mi corazón, y más riquezas de las que nunca había podido soñar. Sin embargo, por la mano de Zeus, si me das primero tu permiso para plantar la simiente de un heredero con mi amada, luego ya no desearé permanecer en estas tierras ni disfrutar de sus botines, sino coger mis armas y seguirte allí donde quieras guiarnos.
Mi gallardo comandante Coenio fue el siguiente:
—Llévanos a Sardes, a Babilonia, a la propia Persépolis. ¡No descansaré, Alejandro, hasta que no te vea sentado en el trono de la mismísima Persia!