MI DAIMON
En el instante en que se cometió el asesinato de Filipo, en el teatro de Aigai en Macedonia, yo acababa de entrar en la columnata, por delante de mi padre en la procesión para ir a esperarlo en mi sitio junto al trono. El novio, Alejandro de Epiro, caminaba a mi lado; Filipo nos había enviado por delante para demostrar a la multitud que no necesitaba guardaespaldas. Oí un clamor en el teatro. Me di cuenta de inmediato de que había ocurrido algo terrible, tan desesperados eran los gritos, que regresé a la carrera, con el epirota Alejandro. Las mujeres de la fiesta chillaban; la presión de los cuerpos nos impedía avanzar. Al asesino, un joven noble llamado Pausanias, lo habían cogido y matado Pérdicas, Rizos de Amor y Atalo Andrómenes, que servían como guardaespaldas al monarca. En aquel momento no estaba claro si el rey aún vivía. Para mi sorpresa, sentí que me dominaba la angustia, no solo por Filipo, porque a pesar de nuestros choques le amaba y respetaba, sino por nuestra nación, que perdería su fuerza de león. Entonces llegó el grito. El rey estaba muerto. Aún no había llegado hasta él. Me encontraba inmediatamente detrás de Filotas, el hijo de Parmenio (el mismo Filotas que me había ofendido tan gravemente en Queronea), precisamente cuando se volvía hacia su camarada Cleandro, el hermano de Coenio. «Este es el final de Asia», manifestó Filotas. Se refería a que el sueño de conquistar Persia había muerto con Filipo, dado que no había nadie más capaz de organizar y mandar una expedición a tal escala.
Yo estaba a dos pasos del hombro de Filotas. No me había visto. De pronto se esfumó todo el dolor por la muerte de mi padre. Me invadió tal cólera que me veía, como si estuviese ocurriendo en la realidad, con la espada sujeta en las dos manos, cortando a Filotas en dos por la cintura. También me vi borrando todo rastro de su existencia, incluidos su bebé y todos sus bastardos. La furia pasó con tanta rapidez que nadie, ni siquiera aquellos que estaban más cerca de mí se dieron cuenta de que la había sentido. Aquella cólera se apaciguó y se convirtió en la serena determinación de demostrar no solo que las palabras de Filotas no eran ciertas sino que era precisamente lo contrario: que la aventura de Asia hubiese sido imposible sin la muerte de Filipo, que su desaparición era necesaria para que la conquista de Persia se convirtiera en realidad.
Me abrí paso a empellones entre la muchedumbre. Habían llevado a mi padre a la sombra de uno de los pabellones de la boda y yacía tendido en un banco de madera, que ahora se había convertido en una mesa para los médicos que lo atendían. La puñalada que había matado a Filipo había sido asestada debajo del plexo; el vientre y los muslos de mi padre estaban cubiertos de sangre pero lo demás no parecía estar peor que cuando dormía una de sus tremendas borracheras. ¡Cuántas cicatrices tenía en el cuerpo! Los médicos lo habían desnudado hasta las rodillas, y ahora, quizá por modestia, o por deferencia a mí, un paje llamado Euctemón había cubierto con una capa sus partes íntimas. El estado anímico de la asamblea se acercaba al delirio; los grandes generales y comandantes estaban a un paso del pánico. Solo yo, al parecer, permanecía entero.
Estaba sereno y notaba una lucidez sobrenatural. Los médicos eran dos: Filipo de Acarnania y Amorges, un tracio que había estudiado en la academia de Hipócrates, en Cos. Pensé: Ahora estos médicos temerán por su vida; temerán mi furia y la del pueblo, por no haber salvado a su rey. En el acto los cogí de las manos para tranquilizarlos.
Filotas había llegado hasta el pabellón y expresaba su dolor con grandes aspavientos. Mi furia contra él se había desvanecido; veía claramente qué era, un luchador nato y un comandante de caballería, pero también un tipejo presumido y superficial. Supe también el motivo de mi cólera contra él.
¿Cuál era el crimen que había cometido Filotas?
Había dudado de mí.
Había dudado de mi daímon y de mi destino. Por esto, nunca lo perdonaría.
Diez años más tarde, en la India, el ejército se encontró por primera vez con los gimnosofistas, los llamados «sabios desnudos». Hefestión en particular se sentía fascinado por esos ascetas y quería comprender su filosofía. El objetivo de sus esfuerzos, comentó, era colocar el centro de su ser, no en la parte mortal de su naturaleza, como hace el común de los hombres, sino en la inmortal: lo que ellos llaman el atman, o Ser. Sé a qué se refieren, aunque quizá de una manera menos acertada. Mi daimon era, y es, tan fuerte que hay momentos en que me posee. Hefestión y yo hemos hablado durante horas de este fenómeno, y también con Telamón y Crátero. A todos les comenté que mi daimon, que era ajeno a mí y que no comprendía ni podía controlar, se había apoderado de mí de la forma más absoluta en aquella hora que sucedió al asesinato de mi padre.
Yo no soy él, les dije; es una criatura a la que estoy atado. Es como si esta cosa llamada «Alejandro» hubiese nacido al mismo tiempo que yo, pero totalmente formada, y que ahora descubro, aspecto tras aspecto, a medida que crezco. Este «Alejandro» es más grande que yo. Más cruel que yo. Conoce furias que yo no alcanzo a comprender y sueños que mi corazón no puede abarcar. Es frío, astuto, brillante, despiadado y no sabe qué es el miedo. Es inhumano. Un monstruo, desde luego, pero no como lo era Aquiles, o Agamenón, que no eran conscientes de su propia monstruosidad. No, este «Alejandro» sabe qué es, y de lo que es capaz. Yo soy él, y él es más que yo mismo, y soy indivisible de él. Mucho me temo que deba convertirme en él, o ser consumido por él.
Todo esto aparece con total claridad junto al banco de madera que es el catafalco de mi padre. Mi cólera contra Filotas no es una furia surgida por haber sido ofendido; es más bien como si mi corazón hubiera salido en defensa de mi daimon, con una intensidad de la que yo mismo nunca hubiese sido capaz. Estoy fuera de mí, asombrado ante lo que soy y los recursos que tengo a mi disposición. La sensación es de alegría, y de absoluta certeza, sobre mí mismo y sobre mi destino. Me doy cuenta de que soy capaz de perdonar cualquier crimen —el asesinato, la traición, la deserción— pero no la duda. Ninguna duda sobre mi destino. Esto es algo que nunca perdonaré.
En ese momento, delante del cadáver de mi padre, aparecen todos los planes para la campaña de la siguiente mitad del año, y el consejo privado de mi corazón los ratifica. Conozco todos los movimientos que debo hacer, y el orden en que debo hacerlos. También sé (aunque nunca lo demostraré) que Filotas será a partir de este día mi enemigo.
En cuanto a la lealtad del ejército, nunca ha sido puesta en duda después de Queronea. No esperé a que se reuniera el consejo de los nobles. Fui directamente a Antípatro y Antígono el Tuerto (los otros comandantes mayores, Parmenio y Atalo, se encontraban en ultramar, ocupados en preparar la cabeza de puente para la invasión de Asia). Fue en el gran pasaje cubierto en el ala este del palacio, donde los carros entregan sus cargas cuando hace mal tiempo, y donde están los caballos de los correos reales, con las bridas puestas y listos para montar. Antígono y Antípatro habían ido allí, con Amintas, Meleagro y otros comandantes de brigada, inmediatamente después del asesinato. Esto nunca lo había dicho. Crucé la arcada de piedra con Hefestión, Telamón, Pérdicas y Alejandro Lincestis, que me había vestido con su propia coraza de guerra (yo solo llevaba una coraza de ceremonia para la procesión) como un emblema de mando. Momentos antes había acunado en mis manos la cabeza de mi padre; su sangre todavía estaba fresca en mis antebrazos. Estaba claro que los generales habían estado discutiendo qué hacer conmigo. ¿Apoyarme? ¿Acusarme?
—Alejandro… —comenzó Antípatro, como si pretendiera hacerse perdonar este cónclave.
Le interrumpí.
—¿Cuánto tardará el ejército en estar preparado para la marcha?
Antípatro declaró de inmediato que estaba de mi parte.
—Pero tu padre…
—Mi padre está muerto —repliqué—, y la noticia de su muerte volará como el viento no solo hasta las tribus del norte, sino también a todas las ciudades de Grecia. —Me refería a que se alzarían en armas—. ¿Cuánto tardaremos en ponernos en marcha?
Tardamos dos meses. No dormí ni seis horas. No dejé que mis generales, aunque fueran solo dos, hablaran sin estar yo presente. Los mantuve en el campo de maniobras y en mi sala. Dormía con Hefestión a un lado, Crátero y Telamón en el otro, y una compañía de guardias reales delante de mi puerta. Había que proteger el trono. Por mucho que me pesara había que tomar una serie de medidas. Exceptué a mi hermanastro. Mi madre había enloquecido. No hacía el menor intento de ocultar su alegría ante la muerte de Filipo, por su falta de atención para conmigo y sus infidelidades para con ella. Su última esposa fue asesinada por orden suya. Mató con sus propias manos a los hijos de esa unión, el más pequeño era un niño cuya existencia amenazaba mi ascensión. Esto no fue todo. Mi madre era una experta consumada en el arte de envenenar y creó su propia orden de jóvenes nobles, que obedecían sus órdenes, sin consultar a nadie, ni siquiera a mí. Toda esta violencia ordenada por Olimpia, si no en mi nombre, pero sí por amor a mí y para asegurar mi sucesión, era para mí un motivo no solo de extrema angustia, sino también de ultraje, ya que era un insulto a la autoridad que yo estaba intentando establecer con todas mis fuerzas. Tres veces en una misma noche acudí a las habitaciones de mi madre para suplicarle que pusiera fin a aquellos excesos. Había decidido, antes de entrar, ordenar su arresto domiciliario, aunque no me faltaron ganas de meterla en un saco y enviarla fuera del reino. Fue como visitar a Medea. Tan pronto como entré, Olimpia recuperó el dominio de sí misma y, después de ordenar que salieran todos sus asistentes, comenzó a aconsejarme, en un tono que era al mismo tiempo maníaco e irresistible, en qué generales de mi padre podía confiar. A quién debía coaccionar, en quién influir y a quién quitar de en medio. Lo que debía vestir, cómo debía hablar y qué pasos debía dar en relación con la liga de Corinto, con Atenas, Tebas y Persia. Deliraba, pero con la misma lucidez que Perséfone. No podía tomar ninguna acción contra ella; su guía era demasiado valiosa. Cada noche cuando me marchaba, me cogía las manos entre las suyas; clavaba sus ojosen los míos como si quisiera fundirse conmigo por medio de su pasión; tanto por su voluntad de triunfo como por su convicción en la importancia de mi destino.
Me informó que Filipo no era mi padre, sino que en la noche de mi concepción, Zeus la había visitado con la forma de una serpiente. Yo era hijo de un dios. Ella, mi madre, era la esposa de un dios. La reina estaba más loca que una cabra. Para completar la singularidad de aquella escena, Olimpia parecía haber recuperado la belleza de su juventud. Sus ojosbrillaban, su piel resplandecía; sus cabellos de color negro azabache relucían con la luz de los candiles. Era espectacular. No había ninguna otra mujer como ella en toda Grecia. El único placer real que disfruté en aquellos primeros días fue cuando envié a mis generales Antípatro y Antígono el Tuerto a que la visitaran en sus aposentos.
Prácticamente se mearon de la risa. No los culpé por ello. ¿Quién puede saber con qué sabores la consorte de Filipo había condimentado sus galletas?
El cadáver del asesino fue crucificado, expuesto y quemado delante de la tumba de mi padre. Sus jóvenes hijos fueron degollados en el lugar; también fueron ejecutados los hijos mayores del príncipe Aeropos, mis primos, condenados por el ejército por conspiración. Enterramos a los caballos de Filipo con él, aquellos a los que más quería, y a su esposa más joven Chianna de Eordea. Aquí está el panegírico que pronuncié:
«Caballeros y compañeros, hermanos de la nación en armas, Filipo ocupó el trono cuando la mayoría de vosotros subsistíais siguiendo a vuestros rebaños por las pasturas en invierno y en verano, vestidos con pieles de animales. Cuando vuestros salvajes vecinos atacaban, huíais a las montañas, e incluso allí no erais capaces de contener a los invasores. Filipo os sacó de vuestros escondrijos y os enseñó a luchar. Os devolvió el orgullo. Os convirtió en un ejército.
»Os llevó a vivir a ciudades; os dio leyes, os dio una vida libre del miedo y la miseria. Os convirtió en amos sobre los peonios, los ilirios y los tríbalos que os habían robado y convertido en esclavos antes de que él llegara. Lo que había sido Tracia, él lo convirtió en Macedonia. Los puertos que reclamaba Atenas, los puso a vuestras órdenes. Os procuró oro y os dio el comercio. Os convirtió en señores sobre los tebanos, ante los cuales temblabais; humilló a los foecios y abrió una amplia carretera para entrar en Grecia.
»Atenas yTebas violaban a vuestras madres yhermanas y robaban vuestros bienes a voluntad. Filipo quebrantó su orgullo, así que en lugar de pagar impuestos a una y bailar al son de la otra, ahora vienen a nosotros para pedir protección. ¿Hasta dónde llegó su maestría en la guerra? He leído los rollos de los griegos y los persas, Ciro el Grande y de Darío el Grande, Miltíades en Maratón, Leónidas en las Termópilas y Epaminondas. Todos parecen críos al lado de Filipo. Los griegos lo nombraron comandante supremo para la guerra contra Persia, no porque lo desearan (porque nos odian y nos desprecian, como sabéis) sino porque su grandeza no merecía menos. Si decíais “Soy macedonio” antes de Filipo, los hombres se reían ante vuestras narices. Ahora tiemblan. Hizo todo esto, y consiguió el honor no solo para sí mismo, sino para vosotros y para nuestro país».
El ejército entró en Grecia y puso las cosas en orden. En Corinto me nombraron hegemón de la Liga de los Estados y ocupé el lugar de mi padre. Entonces las tribus de más allá del Danubio hicieron una intentona. Fuimos hacia el norte a marchas forzadas. La voluntad de lucha de los hombres era incomparable. Libramos cuatro batallas en seis días, cruzamos dos veces el río más poderoso de Europa sin naves ni puentes y trasladamos a cuatro mil hombres y a mil quinientos caballos hasta la otra orilla en un mismo día. En todo este tiempo ni un soldado recibió un castigo, ni se dio una orden fuera de tono.
Al norte del Danubio, el ejército acabó con diez mil celtas y germanos salvajes en un campo de trigo. Esos salvajes son una cabeza más altos que nosotros, hombres enormes que pueden levantar a sus caballos, y sin embargo huyeron como ratas ante esta máquina creada y llevada a la perfección por mi padre, por Antípatro y por Parmenio.
En el cruce del Axios, en Eidomene, cuando regresábamos a casa victoriosos, me detuve solo para contemplar el paso de la columna. Ni un solo carro. Filipo los prohibió por ser demasiado lentos. Ni una sola mujer, ningún comerciante. Un animal de carga por cada cinco hombres y un sirviente para diez. Todo lo que el ejército necesita lo lleva cargado en la espalda, en canastos de mimbre (veinticinco kilos de equipo), con otro cesto (quince kilos) sujeto al pecho y los cascos de hierro atados delante. Cada soldado carga su sarisa de seis metros en dos trozos, con la funda de bronce en el cinto, y sus botas de piel de buey colgadas por los cordones de cuero sin curtir alrededor del cuello. Descalza, la columna cruza el vado como si fuese tierra firme. ¡Por todos los dioses, cómo se mueven los hombres! Estamos sesenta kilómetros más allá de donde el enemigo nos espera. Donde él cree que estaremos mañana, llegamos esta noche; por el lugar donde él cree que estaremos hoy, pasamos ayer.
Observo el paso de los agrianos. Son mis propios hombres, contratados en el norte y pagados de mi propia bolsa e incorporados, ahora, a mi ejército. Para el combate en la montaña, los lanzadores de jabalinas son indispensables, porque el enemigo instala sus posiciones defensivas en los pasos, que no se pueden atacar frontalmente; hay que tomar altura y, para eso, no sirve la infantería pesada. Los agrianos viajan ligeros de equipaje, con solo una chalmys que les sirve de manta y capa, como a nosotros, y sin armadura ni casco. Todo el peso está en sus armas. Algunos llevan hasta una docena. La fabricación de cada jabalina puede tardar meses, y se ofrecen sacrificios al astil de fresno o cornejo cuando todavía crece en el árbol. La «verdad» es la suprema virtud del arma arrojadiza, y se refiere a la rectitud absoluta de su línea, porque una jabalina torcida no volará recta. Cada dardo o pica, como lo llaman los agrianos, se lleva en una funda de piel de venado untada por dentro con cera de abejas. No se escatima nada para proteger su «verdad». Los lanzadores duermen con sus picas. He visto a hombres envolverlas en sus capas mientras ellos mismos tiritan, para impedir que la nieve y la humedad hinchen el grano. El dardo de cada hombre lleva su marca y la marca de su tribu; después de un combate, recorre el campo. Para recuperar las suyas. Se castiga con la muerte coger las jabalinas de otro. Un dardo ensangrentado recibe su propio nombre, y los que han matado a alguien pasan de padres a hijos.
El arte de lanzar la jabalina se enseña a lo largo de generaciones: los chicos se entrenan durante años antes de que se les permita arrojar la pica de un hombre. En el campo, los agrianos luchan en parejas —padre e hijo, hermano mayor y menor—; el mayor es quien lanza y su aprendiz el que carga y ojea. Son como cazadores; juegan con el viento. Saben cómo mantener baja la cabeza del dardo contra el viento o cuando este es lateral y dirigen su lanzamiento como cazadores que disparan a la presa en el ala. La jabalina se lanza con una eslinga y con efecto. Hace falta tener una habilidad extraordinaria para que una jabalina no «cabecee». Contemplar la perfección del vuelo conseguido por un maestro, que el proyectil no «caiga a plomo» ni «colee», sino que «mantenga la cabeza alta» mientras se dirige a su objetivo, es algo al mismo tiempo hermoso y aterrador; el hombre que puede hacerlo disfruta de una importancia suprema. Los agrianos son devastadores. Su mera presencia en el campo ha conseguido que valientes enemigos se retiraran sin presentar batalla.
Estoy charlando con su príncipe Amalpis, montados en nuestros caballos en el cruce del Axios, cuando llega un correo a todo galope desde el sur:
Tebas se ha alzado al recibirse un informe de tu muerte en la batalla.
El populacho baila en las calles. Proclama que es el amanecer de la libertad de Grecia.
Los patriotas de Tebas, añade el despacho, han sorprendido a nuestra guarnición y han asesinado a los comandantes. La ciudad se ha rebelado; todo el sur amenaza con seguirla.
Hefestión y Crátero se acercan al trote. Siento mi daimon mientras leo. La secuencia de mis sensaciones es esta: un arranque de cólera, seguido inmediatamente por un escalofrío; luego, un estado de la más pura y distante objetividad. La emoción ha desaparecido. Mi mente es absolutamente lúcida. Pienso como un águila o un león. La ruta sur que lleva a Tebas es muy apropiada; desde donde estamos no necesitamos regresar a través de Pela, la capital de Macedonia, donde los espías comunicarían el paso del ejército. En su lugar, podemos cruzar las montañas, sin entrar en ninguna ciudad, y llegar a Pelinna, en Tesalia, antes de que nadie, salvo los pastores, nos aviste. Estaré en la puerta de Tebas antes de que esos mal nacidos se enteren siquiera de que estoy vivo.
La furia que experimento no es, lo admito, contra los tebanos por buscar su libertad; hay que reconocer su espíritu por eso.
Tampoco estoy colérico por su alegría al recibir la noticia de mi muerte. La distinción es sutil.
Es porque han podido creer que estoy muerto; se han atrevido a creerlo.
La afrenta, como ves, es a mi daimon.
Hay nueve días de marcha hasta Pelinna. Lo hacemos en siete. La columna avanza hacia el sur, impelida por la furia. El comandante de la guarnición de Tebas era un hombre muy querido. Amintas llamaba a Abrutes «Cejas». Esta es su historia. Su esposa Cinna solo paría hijas: cuatro; sin ningún hijo. El hombre prometió su hacienda a la diosa si esta le daba un varón. Lo hizo, pero la fiebre se llevó al hijo en la infancia, cosa que hundió a Abrutes y por supuesto lo dejó en la miseria. Resultó ser que tenía un hermano y un primo cuyas esposas dieron a luz a sendos hijos al mismo tiempo y que ya tenían otros niños sanos. Cada uno, sin el conocimiento del otro, se presentó a este oficial y le ofreció su bebé. Los hombres llegaron a la casa de Abrutes con una diferencia de pocos minutos el uno del otro. Todos estaban tan asombrados de la coincidencia que cayeron de rodillas y dieron gracias al cielo. Al cabo de un año, la esposa de Abrutes tuvo trillizos, todos varones. Así que nuestro buen camarada pasó de un estado de desolación por no tener ningún heredero a convertirse en cuestión de meses en padre de cinco chiquillos que rebosaban salud. Todos crecieron rectos y fuertes (ahora tienen diez y once años); él los quería y estaba orgulloso de ellos, y ellos de él y de su puesto como comandante de la guarnición de Tebas. Los tebanos lo degollaron y lo colgaron de un gancho. Su oficial ejecutivo era un caballero de Anthemos llamado Anacreón. Los tebanos lo arrojaron, atado, desde las almenas de la puerta Ismenia y dejaron su cadáver para los perros y los cuervos.
El ejército sigue su marcha hacia el sur a paso redoblado. Sabes cuando los hombres están furiosos de verdad porque permanecen callados. Los informes sobre nuevas revueltas nos llegan durante la marcha. Los insurgentes exiliados por Filipo han regresado a Acarnania y han sido recibidos como héroes; han expulsado a nuestra guarnición en Elis; los arcadios han renegado de sus juramentos y marchan en ayuda de Tebas; Argos, Ambracia y Esparta preparan la rebelión. Nos enteramos más tarde que en Atenas, el demagogo Demóstenes ha aparecido con guirnaldas en la asamblea; incluso ha presentado un testigo que afirma haber visto mi cadáver. La ciudad hierve de júbilo.
En el camino los hombres me hacen el mismo gesto: se pasan el pulgar por la garganta. Quieren Atenas. Antígono el Tuerto cita los ultrajes cometidos por Atenas contra nuestro país en el pasado: el destino de Eion, Esquiro, Calcídica y Scione, donde mataron a todos los adultos varones y vendieron como esclavos a las mujeres y a los niños. Antígono me recuerda que la flota de Atenas cuenta con trescientas naves; proclama ser pobre, pero, con un poco de coraje, podría resultar ser una daga en nuestra espalda cuando marchemos contra Persia.
Mi daimon no quiere Atenas. Atenas es la joya de Grecia. Quien la destruya figurará junto a Jerjes en la infamia.
Seis días de marcha más allá de Pelinna llegamos a la frontera beocia. En el amanecer del día catorce, el ejército se presenta a las puertas de Tebas. La ciudad está paralizada de terror. Nuestras fuerzas rodean las murallas. Impiden que nadie escape del interior y que entren refuerzos desde el exterior.
Así y todo los tebanos no se rendirán. Atacan nuestro campamento en medio de la tregua. Los hombres de nuestra guarnición están en sus manos, atrapados en la fortaleza cadmea. El enemigo amenaza con asarlos en las brasas si no me retiro. Mientras tanto, envía correos para pedir que toda Grecia se rebele y se sacuda el yugo de Macedonia.
Parlamento con el enemigo, con la esperanza de llegar a un acuerdo. Se niega en redondo. Al mediodía siguiente, Pérdicas, por su cuenta, ataca la puerta de Electra. Los tebanos resisten; debo enviar a los arqueros y a tres falanges, y después acudir personalmente a la cabeza de los guardias reales. El enemigo cae en la Cadmea. Ahora estamos en la ciudad. Un empujón más y caerá Tebas.
Antípatro sofrena su caballo a mi lado, en la plaza debajo de la Tebaida, con Amintas y Antígono el Tuerto.
—Te preocupa, Alejandro, ordenar la destrucción de una ciudad tan famosa como esta. No quieres ser recordado como el hombre que incendió el lugar de nacimiento de Hércules, la ciudad natal de Edipo y Epaminondas. Eso es el pasado. ¡Méate en él! Me doy cuenta de que no estoy en guerra contra Tebas, sino con mi daimon.
—¡Muestra clemencia y perderás al ejército! —me advierte
Antígono.
Escucho.
Daré la orden.
Borraré a Tebas de la faz de la tierra.
—No hagáis daño a los ciudadanos que han abrazado nuestra causa —ordeno—. No toquéis la casa del poeta Píndaro ni las de sus herederos, y dejad intactos los santuarios y los altares de los dioses. No emprendáis ninguna acción hasta que yo haya hecho el sacrificio a Hércules y reciba una muestra de su asentimiento.
Tebas cuenta con cuarenta mil habitantes. Reunirlos y matarlos nos lleva toda la noche. Los tebanos luchan en las plazas y las callejuelas. Cuando las compañías están diezmadas hasta el punto de que no pueden resistir como unidades, se dispersan y cada hombre lucha para salvar su propia vida. Las familias se encierran con las puertas atrancadas. Cuando las derribamos, los ciudadanos abren huecos en los tabiques a golpes de hacha y pasan de casa en casa para escapar de los feacios, los beocios y los orcomenes (cuyas ciudades Tebas había arrasado hace años), que los persiguen por las calles incendiadas. Desde lo alto de la muralla Hefestión, Telamón y yo vemos los callejones sin salida donde los atrapan y los matan por decenas.
Son más los que mueren por el fuego que por la espada. En el interior de las casas, la pintura es lo que se enciende primero. Las vigas de los techos, resecas a lo largo de décadas, arden como la yesca. Los ladrillos de barro estallan por el calor y las paredes se desploman. El humo y las chispas escapan por las chimeneas como una tormenta de fuego. El infierno salta por los techos de barrio en barrio, mientras que la colmena de viviendas que es el casco de la ciudad aviva el incendio como la fragua de un herrero e incinera todo lo que encuentra en su camino.
Hefestión no puede soportar el holocausto. Se aleja al galope por la llanura. El incendio se divisa desde noventa kilómetros y se huele desde treinta. En diversos momentos de la noche, acuden a verme los jefes de los saqueadores. ¿Debemos respetar la tumba de Antígona? ¿La Tebaida? ¿La Cadmea?
Durante la mitad de la segunda guardia, me muestran el cadáver de Coroneo, el amable caballero de Queronea cuyo timbre de león llevo sujeto a mi coraza. Ha caído encabezando el ataque contra nuestra guarnición, con un solo brazo, y se llevó con él a dos de los nuestros.
No perdonéis nada, les digo.
Destruidlo todo.
Al alba, Hefestión, Telamón y yo entramos en la ciudad. Han muerto seis mil personas; treinta mil serán vendidas como esclavos. En la calle de los Talabarteros, los cadáveres forman una pila de más de un metro. Nuestros caballos pisotean la carne carbonizada y los miembros amputados. Han arreado a las mujeres y a los niños a las plazas, a la espera de la subasta de esclavos. Sus captores han escrito su nombre sobre ellos con la sangre de los propios cautivos, que abunda mucho más que la pintura, para que los subastadores sepan a quién deben pagarle. Pasamos junto a cadáveres reventados por el calor de las llamas. Incluso Telamón parece horrorizado.
—Este debe de ser —comenta— el aspecto que tenía Troya.
Lo dudo.
—Esto es peor.
Se acerca Antípatro.
—Bueno, ya está. —Me aprieta un hombro, como un padre—. Ahora toda Grecia te temerá.
Hefestión y yo no hemos hablado en toda la noche, más allá de las órdenes que él y Telamón han transmitido a los taxiarcas que están a cargo del cerco. He ordenado a los traficantes de esclavos que no separen a las madres de sus hijos; que vendan a las familias enteras. Ahora, con el amanecer, los inocentes han sido llevados a los Cinco Caminos delante de la puerta Proetias. Los subastadores están reuniendo a las mujeres más bonitas para venderlas como concubinas. Arrancan a los niños de sus brazos, mientras otras matronas, movidas por la compasión, acogen a los bebés entre los suyos.
—¿Debo ocuparme de que se cumplan tus órdenes? —pregunta Telamón.
Lo miro a los ojos. Los gestos bienintencionados parecen absurdos a estas alturas. Los subastadores, obligados a mantener a madres e hijos juntos, sencillamente se desembarazarán de los pequeños en cuanto estén fuera de la vista, o arrojarán sus cadáveres en una zanja. Al menos con sus nuevas madres los niños sobrevivirán.
—Déjalo correr —respondo.
Sale el sol. Miro en dirección noroeste, hacia Queronea. Las bandas de saqueadores están llegando desde Focis y Locris; pasan como una riada por las puertas, llenos de avaricia, para esquilmar lo que queda de la real Tebas. ¿Debo detenerlos? ¿Para qué?
Más tarde Hefestión y yo nos lavamos en el hilo de agua que corre por el cauce del Ismeno en verano. Cuesta limpiar la suciedad de la matanza. Mi compañero se vuelve para contemplar las ruinas de Tebas.
—Ayer no te hubiese creído capaz de hacer esto.
—Ayer no era capaz de hacerlo —replico.