EL BATALLÓN SAGRADO
Los supervivientes del Batallón Sagrado son unos cuarenta. Han sido desarmados por Antípatro y Coenio y se los ha despojado de cualquier medio de hacerse daño a sí mismos. Han pasado solo unos minutos desde el final de la batalla. La escena es conmovedora y espantosa. Todos los que han sobrevivido están heridos e incapacitados, muchos de una forma horrible, y sin embargo han conseguido gatear, cojear o arrastrarse el uno al otro hasta un lugar, el banco de arena donde sus compañías se habían situado la primera vez. El solitario ciprés se alza sobre ellos, con el aspecto de un árbol del infierno.
Cabalgo hasta allí con Hefestión y Polemarco. Uno de los miembros del batallón tiene las piernas destrozadas, sin duda por los cascos de nuestras compañías de compañeros, y también está ciego. Es imposible saber cuántas heridas tiene debajo de la capa de suciedad y sangre que le cubre los brazos, el rostro, la barba y el pecho. Este caballero, consciente de que sus compatriotas han sido derrotados y de que la mayoría de sus camaradas están muertos, se alza sobre un codo y suplica a los vencedores que lo maten. A su alrededor se han reunido varios centenares de macedonios y aliados; miran boquiabiertos a los hombres vencidos como si fuesen osos en un corral.
En un centenar de batallas esta sería la visión menos frecuente: hombres que resisten y luchan hasta la muerte. Es algo que nunca ocurre. Incluso las unidades más valientes, cuando saben que están derrotadas, buscan negociar o encontrar alguna forma de salir del apuro. En cambio el Batallón Sagrado ha luchado hasta la muerte. Los supervivientes no hacen nada por vendarse las heridas, algunos incluso las hacen más profundas con el propósito de desangrarse en la arena. Estos cabrones tienen coraje. Nos da la medida del odio que sienten hacia nosotros; nos identifican como extranjeros, como no griegos.
Filotas se acerca desde la derecha del campo. Es el hijo mayor de Parmenio, que hoy manda la caballería de los compañeros de Filipo, y es el favorito de mi padre. Odia a los tebanos con una pasión virulenta, a la que estimula todavía más el espectáculo de su extraordinario valor.
—¿Qué os creéis que sois? ¿Los espartanos en las Termópilas? —Se pasea delante de ellos montado en su gran yegua Antíope—. ¿Nos habéis tomado por persas, montón de hijos de puta?
Mis hombres están entusiasmados, como les ocurre siempre a los vencedores, por haber sobrevivido a la prueba de la muerte. Miran desconcertados a estos caballeros de Tebas, de los que habían estado absolutamente aterrorizados hace solo unos minutos.
—Ahora no parecen gran cosa, ¿verdad? —grita Filotas. Desde luego que no—. Así y todo, estos son los mismos rufianes que se aliaron, no una sino dos veces, con los bárbaros contra sus compatriotas griegos, y que hasta hoy han aceptado el oro asiático y han ahorrado su coraje para emplearlo contra nosotros. ¡Antes prefieren arrodillarse ante el persa que aceptarnos a nosotros, los macedonios, como compañeros y aliados!
Le ordeno que se calle. Me mira con ojos asesinos. Advierto que los hombres están dispuestos a saquear al enemigo. Quieren llevarse un recuerdo. Una espada o un escudo, el casco de algún hombre valiente.
—¡Basta! —grito. Filotas tiene treinta años; yo, dieciocho. Mueve las mandíbulas. Lo atravesaré con mi espada aquí mismo, por mucho que sea el favorito de mi padre, y él lo sabe. Filotas tiene claro que el rey no tardará en aparecer. Filipo lo dejará salirse con la suya. Filotas suelta un escupitajo y hace girar a la yegua para darme la espalda.
Pasan los minutos. Todas las miradas se centran de nuevo en los supervivientes del Batallón Sagrado. Mientras estamos delante de estos hombres que nos odian y que nosotros odiamos, se convierten, por obra de alguna alquimia inexplicable, no en enemigos sino en seres de carne y hueso, soldados como nosotros. Todos hemos visto a fanáticos ansiosos por morir. Estos hombres no son así. Son hombres racionales, defensores de sus hogares y familias, que sencillamente no renuncian a su empeño. Ahora vemos los rasgos de cada individuo. Su compromiso de fidelidad a sus compañeros y a su cuerpo se deriva del mismo código que nosotros también hemos jurado. Nadie habla, y no obstante, todos nosotros, al mirar el agotamiento físico y mental de estos caballeros, comprendemos que, en este día, han luchado en un plano superior al nuestro. Han sufrido más que nosotros. También nos damos cuenta de que si pretendemos, como es nuestro propósito, cruzar Asia y subvertir el orden de la tierra, debemos alcanzar esa capacidad de sacrificio que ahora vemos en sus rostros desencajados y heridos. Este conocimiento nos devuelve la sobriedad. Nuestro odio es reemplazado por la compasión, incluso por el amor.
El amable caballero Coroneo está arrodillado en el polvo, con el brazo derecho amputado a la altura del codo, junto al cadáver de su hijo Pamenes. Siento que las lágrimas me queman en las mejillas. Muy pronto llegarán mi padre y su comitiva para saborear el triunfo. ¿Qué hará Filipo con estos hombres? Se sentirá conmovido por su valor, lo mismo que nosotros. Pero los retendrá. Con honor, sí, pero para sacar partido de su captura, para obtener pagos y concesiones de sus compatriotas y para romperles el corazón.
—Dejadlos ir. —Escucho mi voz, como si fuese la de un extraño.
—¡No lo hagas! —-grita Filotas, incrédulo.
—¡Devolvedles las armas! —-ordeno—. ¡Soltadlos!
—¡No puedes! ¡Espera a Filipo!
Mi mano empuña la lanza, mis talones golpean las costillas de mi caballo. En el acto, Hefestión y Telamón interponen sus monturas entre ese hombre que me desafía y yo. Coenio y Antípatro los secundan con vehemencia.
—Alejandro… —Filotas levanta las manos vacías, en un intento por apaciguarme—. Aquí tienes tu victoria. Pero el campo pertenece a Filipo. ¡Debes obedecer al rey!
La furia me ha dejado mudo. Solo la visión de los rostros de mis queridos camaradas y de los comandantes mayores, consigue aplacar mi cólera; me impide que manche mi hierro con la sangre de este patriota.
Filipo se acerca. Lo preceden su vidente Aristandro, con una docena de pajes y guardaespaldas; Parmenio y Antígono el Tuerto vienen a continuación; después el rey. Unos pocos momentos bastan para que los capitanes presentes informen de la discusión entre Filotas y yo.
—Tendría que partiros el cráneo a los dos —afirma Filipo.
Su mirada encuentra a Coroneo. Veo llorar a mi padre. El coronel macedonio en tierra es Eugenides, a quien los hombres llaman «Pagador» por la escrupulosidad de sus cálculos.
—¿Mi hijo ha ordenado que liberen a estos hombres? —le pregunta Filipo a este oficial.
Eugenides asiente.
Filipo hace un gesto de confirmación.
—¡Ya habéis oído la orden! —le grita Pagador a su complemento—. ¡Devolved las armas al enemigo! ¡Dejadlos marchar!
Filipo no me hace ninguna reprimenda. Acepta sin protestar que haya pasado por encima de su autoridad. Solo al día siguiente, cuando hacemos un sacrificio a Hércules y a Zeus Hetaireios para dar gracias por la victoria, me lleva a un aparte.
—Pudiste haberte comido el corazón del león, hijo mío. Sin embargo se lo devolviste. Mucho me temo que te odiará por ello. Pagarás algún día por este acto de malinterpretada hidalguía. —Apoya una mano sobre mi hombro—. Así y todo no puedo culparte por hacerlo.
Queronea es la última victoria de Filipo. Veintiún meses más tarde es asesinado por un criminal en la procesión que precede a los juegos que celebran el casamiento de mi hermana.