7

LOS DIENTES DEL DRAGÓN

Mi padre no cree en tambores o aulos. En su ejército, los dedarcas marcan la cadencia. Sus gritos son ásperos pero musicales y se oyen, incluso con viento, como el más agudo de los silbatos. Cada dedarca tiene su propio estilo. He visto a hombres competentes que han sido relegados por falta de garganta, y prosperar a mediocres porque tienen el don de gritar el ritmo.

La infantería de Filipo es la que marcha primero. El rey toma la derecha del campo. Yo tengo la izquierda, Parmenio el centro. Los pliegues del terreno tapan mi visión; el regimiento de mi padre está a una distancia de dos kilómetros; no podemos verlos ni los veremos hasta que estén casi en contacto con el enemigo. Sin embargo, tienen que haberse movido, o las brigadas de Parmenio en el centro (que veo) no estarían armando la línea y levantando las sarisas, en las eslingas, para marchar en diagonal. ¡Qué brillante se ve el regimiento! A derecha e izquierda, los caballos relinchan y corcovean. Un kilómetro nos separa del enemigo. Giro la cabeza para mirar atrás, hacia Hefestión en la vanguardia de sus escuadras. Su casco en un causia de hierro con un visor reluciente como la plata; su montura, un alazán de diecisiete palmos, Centella, con las crines y las cuatro patas blancas. No hay un hombre más apuesto ni un caballo más bonito en todo el campo.

Como siempre antes de una batalla, grupos de chiquillos del lugar corren alegremente por tierra de nadie. Los perros los siguen; es algo muy divertido para ellos. Los correos a caballo, nuestros y del enemigo, van y vienen a todo galope, portadores de mensajes y de informes de cambios de última hora en las disposiciones. No hay ningún rencor entre estos hombres; se ayudan los unos a los otros a montar cuando alguno cae del caballo. Por razones que nunca he conseguido averiguar, los pájaros también acuden a los campos de batalla. Ahora aparecen las golondrinas y nubes de frailecillos. Nunca verás a una mujer y mucho menos a un gato.

Ahora, los regimientos de Parmenio, en el centro, inician la marcha. Es hora de que mi ala se prepare. Le hago un gesto a Telamón; él hace una señal a los comandantes de brigada. Los capitanes de infantería se colocan a la cabeza de sus compañías; los dedarcas mayores marchan a su lado; las sarisas se levantan hasta la horizontal.

—¡Formad la línea! ¡Todos preparados!

Contamos hasta quinientos, y mi regimiento comienza la marcha. El campo tiene poco más de tres kilómetros de ancho. Ni siquiera alcanzo a vera Filipo, y mucho menos puedo cabalgar hasta él. Hoy nuestro ejército no librará una batalla sino tres: derecha, izquierda y centro.

El esquema de Filipo divide el campo en consecuencia. Nuestro frente avanza en oblicuo. La derecha del rey será la primera en atacar al enemigo. La falange de infantería de Filipo —seis brigadas, nueve mil hombres, más tres regimientos de guardias reales, de mil hombres cada uno— se enfrentará a la infantería pesada ateniense en el extremo izquierdo de la línea enemiga (nuestra derecha). Una vez hecho el contacto, el frente de Filipo simulará retirarse. Hay mucho teatro en la guerra, e incluso unos grandes aficionados al teatro como los atenienses pueden caer en el engaño en el calor de la acción. Mi padre cree que losmilicianos de Atenas son audaces, pero que carecen de coraje. Son aficionados, ciudadanos de la leva. Han transcurrido veinte años desde que pisaron un campo de batalla, y solo lo hicieron durante un mes. Su estado anímico, cuando las falanges de Filipo caigan sobre ellos, estará dividido a partes iguales entre el terror y la sobreexcitación, que ellos confundirán con el valor. En el arrebato del choque, perderán la cabeza. Al ver a la infantería de Macedonia que se repliega ante ellos, creerán en su superioridad y, animados por ella, avanzarán, convencidos de que el enemigo escapa. Los regimientos de Filipo se retirarán ante su carga. Pero Filipo no los dejará escapar. Sus primeras filas contendrán al enemigo con las puntas de las sarisas, como una argolla sujeta el hocico de un buey. Filipo se llevará a la línea ateniense con él hasta que la pendiente del terreno deje de bajar y comience a subir. Allí, la falange detendrá la retirada. Ahora el rey estará pendiente arriba, sobre los atenienses; a un toque de corneta, los compañeros de a pie de Macedonia clavarán los pies en el suelo y se lanzarán de nuevo sobre el enemigo, cuya sangre se helará por momentos, cuando entren en lo que el general espartano Lisandro solía llamar “la resaca” del falso coraje. Entonces veremos las arrugas en las nalgas del enemigo, y la curva de sus escudos cuando los tiren y echen a correr, aterrorizados, para salvar la vida. Esa será la primera etapa de la batalla.

De la segunda, se encargará Parmenio, en el centro. Sus brigadas de infantería se enfrentarán a los corintios, aqueos y a los aliados griegos y mercenarios. Sus órdenes son acercarse y aguantar. Tiene a la caballería y a la infantería ligera en ambos lados, junto al ala de mi padre y la mía, para mantener el contacto y cerrar todas las brechas.

La tercera etapa será la mía.

Cargaré contra los regimientos de la infantería pesada tebana y del Batallón Sagrado, que están a la derecha (nuestra izquierda). Filipo no me ha dicho cómo debo atacar, ni tampoco ha preguntado por mis disposiciones —aunque por supuesto Antípatro le ha dado hasta el último detalle—; simplemente ha querido saber si estaba satisfecho con lo que tenía. Solo por esto me inclino ante su grandeza.

El plan de mi padre es astuto. Al darme la izquierda del campo me cede gran parte de la gloria. Si triunfo, Macedonia gana un príncipe guerrero, y Filipo, un auténtico heredero y delegarlo; si fracaso o me matan, el rey sabe que aún puede vencer por la derecha (se ha quedado con seis escuadrones de la caballería de los compañeros para rematar la tarea) y con Parmenio, por el centro.

Ahora faltan ochocientos metros. Los jinetes enemigos se mueven, un poco más allá del alcance de las flechas. Yo también tengo a exploradores en la vanguardia, para identificar los colores de los diversos regimientos tebanos e informar de la posición que ocupa cada uno de ellos en el frente enemigo. Es responsabilidad de cada jefe de infantería localizar a su contraparte enemiga, de forma que sus hombres sepan a quién atacar y cuál es el lugar que ocupa en la línea enemiga. Esta localización de las unidades se llama “singularización”. Es algo que se hace rápidamente pero con sumo cuidado, a medida que el frente avanza a través del campo. En cada compañía, la información pasa de boca en boca, mientras los dedarcas veteranos en la primera fila van identificando los pendones de las unidades enemigas a las que se enfrentarán. Cuanto más se acercan los ejércitos, mejor se ven, hasta que los hombres casi pueden identificar a su contrincante y decir: —Aquel es mi hombre; allí está el escudo que golpearé.

Tengo a otros exploradores adelantados, hombres de mirada. Aguda y mente serena, que pueden leer el campo e informar sin perder la cabeza. Su trabajo: encontrar al Batallón Sagrado.

A unos setecientos metros, el enemigo comienza a desplegarse. Las compañías de su extremo derecho avanzan (vemos la masa peno no a las unidades), sin prisa, sin apartarse del río que protege su flanco.

—¿Lo ves, Alejandro? —Clito el Negro trota a mi lado. Hemos ensayado este movimiento de los tebanos. Creemos saber qué significa.

—Sí. Pero ¿es el Batallón Sagrado?

Nuestros exploradores ya tendrían que haber regresado. ¿Dónde están?

¿Dónde está el Batallón Sagrado?

—¿Quieres que vaya? —pregunta Clito. Se refiere a avanzar.

—No, quédate aquí.

Estoy a punto de enviar a alguien a la retaguardia para que busque a Hefestión y estar seguro de que ha visto y sabe qué deben hacer sus escuadrones, cuando se acerca por su cuenta.

—¿Tenemos sus colores? —Se refiere a si hemos ubicado al Batallón Sagrado.

—Todavía no.

—Déjame que vaya, Alejandro.

—Clito añade que solo tardará unos minutos en cruzar el campo y regresar. Pero lo necesito conmigo.

—Espera. —A mi lado, Telamón señala hacia delante. Nuestros exploradores. El más joven, Adrastos, apodado Cabeza de Estopa, se acerca al galope, el caballo cubierto de espuma.

—¡… el Batallón Sagrado! —jadea Cabeza de Estopa, al tiempo que sofrena su caballo—. ¡Allí! ¡En el borde del centro!

Eso significa que los hombres del batallón no están en el ala contra el río, como fingieron ayer, sino que se han movido hacia dentro, donde el frente tebano se junta con sus aliados griegos en el centro.

—¿Cómo están formados?

—En unidad.

Eso lo decide todo.

Un informe no basta. Así y todo le digo a Telamón:

—Reunión de los comandantes de brigada.

Un segundo explorador, Andócides, llega a galope tendido.

Su informe confirma elde Cabeza de Estopa.

En grupo, subimos a un montículo. Andócides señala:

—Allí, junto a los cipreses más altos. ¿Ves los escudos?

Los áspides del Batallón Sagrado son dorados y rojos; incluso a esa distancia los distinguimos.

—¿Cuál es su alineación?

—Doscientos setenta y uno. Cien a través.

Quiere decir que la configuración del Batallón Sagrado es de dos caballeros en la primera y segunda fila, siete filas de milicianos en el medio y una última fila de miembros del batallón.

—¿Quiénes están a su derecha?

—Comedores de anguilas. —Andócides se refiere a los regimientos de leva de los tebanos procedentes del lago Copais—. De diez en fondo, como el Batallón Sagrado.

—¿Solo diez? ¿Estás seguro?

Los informes de otros dos exploradores lo confirman.

—¿Qué hay detrás del batallón?

—La colada —responde Cabeza de Estopa. Se refiere a las cuerdas de colgar de las tiendas y el campamento.

—¡Bien hecho, caballeros! —Los envío de nuevo al trabajo con la promesa de una recompensa cuando acabe el día. Nuestro frente continúa el avance.

Unos seiscientos metros.

Por los informes de los exploradores, deduzco el esquema tebano:

El enemigo nos muestra la concentración de tropas en el inamovible flanco derecho; luego avanza las compañías situadas en el extremo derecho de forma visible y agresiva. Su mensaje es: no puedes penetrarme por esta ala. Dispone su línea oblicua a la nuestra, con la intención de desviarnos hacia dentro. Allí nos enseña al Batallón Sagrado, que no está formado con un número tic hombres que lo haga impenetrable. Este es el cebo. El enemigo sabe que ese día su oponente es el hijo de Filipo, que tiene dieciochoaños y es un príncipe novato con ansia de gloria. Este joven no será capaz, cree el enemigo, de resistir semejante tentación. Atacaré al Batallón Sagrado con todo lo que tengo. Eso es lo que espera el enemigo. Entonces, reforzará a la compañía de élite en el último instante o quizá tenga alguna otra sorpresa preparada: trincheras u obstáculos ocultos detrás del frente para tumbar a los caballos. No importa. El enemigo permitirá que mis hoplitas se líen en un combate de empellones. En ese momento habré mordido el cebo. Me encontraré metido en las fauces del león.

El general tebano es Teágenes, un astuto y veterano comandante que aprendió el oficio a las órdenes de los capitanes formados por Epaminondas. Cuando me vea luchando inútilmente con el Batallón Sagrado y los regimientos que lo refuerzan, Teágenes lanzará su avance desde el extremo derecho a lo largo del río. Esta ala —de treinta, cuarenta, o incluso cincuenta escudos de fondo— girará hacia dentro como una enorme puerta, en el pivote que es el Batallón Sagrado, para atacar a nuestra línea por el flanco y por la retaguardia.

Es un buen plan. Aprovecha al máximo los puntos fuertes de los tebanos y minimiza sus limitaciones. Sigue la lógica del terreno y reconoce a su antagonista sagazmente. Es lo más indicado para enfrentarse a un general joven: impetuoso, temerario, impaciente por conseguir la gloria.

Pero el plan depende de que no ocurran dos cosas. Una, que no haya una penetración macedonia en la línea tebana. Dos, que no queden tropas macedonias a la espera delante del extremo de la gran puerta de los tebanos, para atacarla por el flanco y la retaguardia cuando intente cerrarse.

Esto es exactamente lo que haré.

Los tebanos no entienden la guerra moderna. Creen que la fuerza de Filipo se encuentra donde está la de ellos, en la gran concentración de la infantería pesada. No. El cometido de la falange macedonia no es medirse, de poder a poder, contra el enemigo. Su misión es fijar al enemigo en un lugar, mientras nuestra caballería pesada descarga el golpe decisivo por el flanco o por la retaguardia. Los tebanos detestan a la caballería. Su espíritu hoplita menosprecia a las tropas a caballo. Se resiste a creer que los hombres montados se lancen voluntariamente contra una fila de lanceros que parece el lomo de un puerco espín.

Es lo que haremos.

Yo lo haré.

Hoy los convertiremos en creyentes.

Todo esto pasa por mi mente en una quinta parte del tiempo que tarda en decirse. Cuando mis comandantes de brigada han acudido para recibir las órdenes, sus dedarcas mayores, dedarcas y cabos ya están reconfigurando la línea y organizando a las filas y columnas en el orden que hemos preparado y practicado, tanto en Tesalia durante la marcha de aproximación como aquí, en el consejo, en Queronea.

Cuatrocientos cincuenta metros. Nuestros regimientos continúan avanzando escalonadamente. ¿Qué ve el enemigo? Solo aquello que quiero que vea.

Ve tres brigadas de infantería con sarisa (cuatro mil quinientos hombres), formadas en dieciséis filas en fondo, que cubren doscientos setenta metros de los ochocientos diez del frente. (La infantería aliada cubre los últimos quinientos cuarenta a nuestra izquierda, junto al río). El aspecto de la falange macedonia no se parece en nada a lo visto en las guerras, antiguas o modernas. En lugar de la gruesa lanza de dos metros setenta, que el enemigo está acostumbrado a ver, mis compañías avanzan con la sarisa de seis metros. Nuestro frente parece un erizo asesino: una masa prieta, inmaculadamente ordenada, las sarisas en alto, con sus afiladas hojas de hierro a siete metros de altura, y las astas que se bambolean con la cadencia del avance.

El enemigo también ve esto: que avanzamos hacia él en oblicuo. Nuestra derecha dirige. En otras palabras, nuestra brigada irás adelantada —la de Antípatro— se «singulariza» en el Batallón Sagrado. Esto le dice al enemigo que es allí donde atacarenos primero. Refuerzo esta idea ordenando a mis tropas de proyectiles que desaten una lluvia sobre el Batallón Sagrado, y solo sobre él.

Te he dicho qué ve el enemigo. Ahora piensa en lo que no ve. No ve mi caballería pesada. Tengo cuatro escuadrones de compañeros, ochocientos ochenta y un hombres, inmediatamente detrás de la falange y ocultos por la polvareda que levantan y por la cortina de las sarisas alzadas, y otros dos escuadrones, al mando de Hefestión, retrasados a la izquierda, para asaltar el flanco derecho del enemigo cuando comience a pivotar hacia delante. En cualquier caso, el enemigo prescinde de la caballería. La menosprecia.

Trescientos sesenta metros. Nuestros lanzadores de jabalinas concentran sus descargas en el Batallón Sagrado. Oímos la conmoción a esa distancia. Quiero que el enemigo crea que es aquí por donde vendrá nuestro ataque; quiero que el Batallón Sagrado se apuntale, tal como tiene planeado, para mi ataque frontal. Además, las descargas de jabalinas no son una artimaña o una formalidad. Nuestros lanzadores de Agriania no son chiquillos o ancianos que lanzan chuzos (como los cazadores del enemigo, a quienes nuestros hombres han expulsado del campo con toda facilidad), sino los más expertos y letales lanzadores del mundo. Pertenecen a las tribus montañesas, aliados del norte, cuyos hijos no se llaman a sí mismos hombres hasta que no han abatido con un solo lanzamiento a un jabalí o a un león. Con el viento a favor, sus mejores hombres son capaces de lanzar una jabalina a casi doscientos metros; a quemarropa, sus lanzamientos atraviesan como si nada tablas de cinco centímetros de grosor.

Trescientos quince. Los montañeses lanzan sus proyectiles desde tan cerca del enemigo, que ven sus ojos a través de las rendijas en los cascos de bronce. Cada jabalina pesa de un kilo y medio a dos kilos, y la cabeza es de hierro. El enemigo aguanta. Se protege detrás de los escudos de bronce y roble, y aguanta.

Doscientos setenta. Los primeros heridos, cazadores del enemigo que aparecen debajo de nuestros pies. Los caballos huelen la sangre. Entre mis rodillas Bucéfalo se sacude como una nave de guerra en la embestida. No toco las riendas; su orgullo no lo soportaría. Solo muevo un poco el trasero; él se controla.

Ahora estoy destacado en la vanguardia con mi guardia personal y los mensajeros, en el espacio entre las brigadas de Antípatro y Coenio en el extremo derecho. Doscientos veinticinco. Nuestros lanzadores de jabalinas se retiran en hileras de diez, y lo hacen entre las filas de la infantería que avanza. Ahora vemos con toda claridad los colores rojo y oro del Batallón Sagrado. Los capitanes del enemigo, delante de sus compañías, señalan hacia nuestros estandartes de combate; nos están singularizando, como nosotros hicimos con ellos.

De pronto Telamón aparece a mi lado.

—¡Venablos! —anuncia. Señala hacia delante. Comienzan a llegar los refuerzos detrás de la primera línea enemiga. No es hasta después de la batalla que nos enteramos, por los colores capturados, que estas unidades forman el regimiento de Hércules, que había sido el de Epaminondas, una brigada de ciudadanos que solo se diferenciaba del Batallón Sagrado en la nobleza de sus miembros, y dos regimientos rurales (es decir de campesinos; aguerridos pequeños terratenientes beocios), el Cadmeo y l Electra; las mismas divisiones que derrotaron a Esparta una generación atrás. En ese momento no tengo idea de la identidad de estas compañías, pero veo las hojas de las picas de cuatro metros de longitud cuando se apresuran a tomar sus posiciones en la retaguardia del Batallón Sagrado.

Ese es el momento. Puedo sentir clavada en mí la mirada de (alto el Negro, de Telamón, de Barbarroja y de todos los escuadrones. ¿Puedes imaginar mi felicidad? Dentro de un rato podríamos estar muertos. Mis compañeros lo aceptan. Al igual que yo. La muerte no es nada comparada con la dynamis, la voluntad de luchar.

Ciento treinta y cinco. Ordeno a Telamón:

—¡Sarisas al ataque!

A un toque de corneta, las primeras cinco filas de los cuadros de dieciséis en fondo bajan las sarisas hasta la horizontal. Una vez más la visión que ofrecemos al enemigo es pavorosa. Debido a su gran longitud, las sarisas no bajan bruscamente; los astiles bajan al ataque de una manera deliberada, casi lánguida. El grito de guerra brota de cuatro mil quinientas gargantas. El enemigo responde; oímos su himno. Los oficiales del Batallón Sagrado ocupan sus lugares en las primeras filas. Solapan los escudos con los de sus compañeros. Forman el frente como si fuera una muralla de bronce. Todos y cada uno de los hombres plantan los pies firmemente en el suelo y, al tiempo que piden la protección de los dioses, doblan un poco las rodillas para soportar mejor nuestra embestida.

Ya he dicho que la guerra es teatro, y la esencia del teatro es el artificio.

Lo que mostramos es lo que no haremos.

Lo que no mostramos es lo que haremos.

Noventa. De nuevo hago una señal al corneta. Al Batallón Sagrado le parece en aquel momento como si la brigada de Antípatro, en nuestro extremo de la derecha, singularizada en el batallón, atacara de lleno.

Pero no lo hace. En su lugar, a un toque de corneta, el frente de Antípatro ejecuta una media vuelta hacia la izquierda. Las cuchillas de las sarisas niveladas de su ejército se mueven en diagonal y ya no se centran en el Batallón Sagrado sino en las unidades de milicianos que están a su derecha. La brigada de Antípatro, que ya avanza escalonada, convierte su frente en un cuadrado y se lanza al ataque.

El Batallón Sagrado se ha atrincherado para recibir el ataque. Pero el asalto no llega. En su lugar, el enemigo se encuentra mirando noventa metros de tierra vacía.

Ahora, mientras lanzo la brigada de Antípatro en diagonal a través del frente del Batallón Sagrado, hago otra cosa. Mando avanzar a mis cuatro escuadrones de caballería de los compañeros (Hefestión retiene a los últimos dos al fondo de la retaguardia izquierda) desde su puesto detrás de mis brigadas de infantería del extremo derecho, donde han estado ocultos de la mirada del enemigo por las sarisas verticales de la falange, y galopan a su cabeza hacia nuestra ala derecha, detrás de la brigada atacante de Antípatro. Los escuadrones de caballería abandonan la formación en cuadro para formar columnas de cuñas. Esta es la formación que se llama «dientes de dragón». Cada cuña es un diente y cada diente sigue al diente que tiene delante.

La caballería de los compañeros está corriendo «alrededor del poste», al igual que los caballos de carreras en el hipódromo. Cuando rebasemos el ala derecha de Antípatro, apareceremos por la izquierda en columna de cuñas y cargaremos contra el enemigo con toda la velocidad y la violencia de que somos capaces.

¿Los capitanes del Batallón Sagrado ven todo esto? Por supuesto que sí. A_ estas alturas se han dado cuenta de mi plan. Pero están atrapados entre dos males. Si se adelantan para atacar a la brigada de Antípatro (que, al cruzar en diagonal, descubre su flanco derecho), mi caballería los destrozará por su flanco izquierdo, que está desprotegido. Si permanecen donde están, Antípatro se comerá vivas a las unidades del flanco. En cualquier caso, yo me lanzaré al galope sobre ellos con mis ochocientos jinetes que cargan bota contra bota.

El enemigo ve lo que se le echa encima. Sin embargo, no puede hacer nada al respecto. Es pura infantería pesada. Su grueso está enraizado en la tierra. Tiene tantas probabilidades de defenderse de nosotros como un árbol contra un hacha.

Mientras el Batallón Sagrado se adelanta (como debe hacer, para atacar a la brigada de Antípatro por el flanco), nuestras curias de la caballería de los compañeros aparecen por su izquierda y se lanzan sobre ellos. Las compañías de refuerzo del enemigo, pertenecientes a los regimientos de Hércules, Cadmo y Electra, ahora deben adelantarse para cerrar la brecha creada por la carga del Batallón Sagrado. Vemos a sus capitanes que gritan y gesticulan, y a sus valientes filas que se esfuerzan en obedecer. La infantería es masa e inmovilidad.

La caballería es velocidad y sorpresa.

Se abre una brecha entre el Batallón Sagrado y sus unidades de apoyo. Yo cargo por esa brecha.

Bucéfalo es el primero en golpear al enemigo. Mi caballo es un prodigio. Tiene una altura de diecisiete palmos y pesa setecientos cincuenta kilos. Sus cascos dejan en la tierra unas huellas grandes como parrillas; sus cuartos traseros tienen el tamaño de los peroles del regimiento. Soy incapaz de imaginar el terror que debió de apoderarse de aquel primer caballero del Batallón Sagrado cuando las rodillas de mi semental chocaron contra él, seguidas por el enorme bulto de su pecho acorazado. El frente se abre a mi paso con el sonido del metal que se rompe. Percibo la presencia de Clito y Telamón detrás de mí a la izquierda, y la de Sócrates Barbarroja a mi derecha.

Una carga de caballería no se diferencia en nada de una estampida. Los hombres han creído que los caballos se negarán a arrollar a una agrupación de infantería, lo mismo que se negarían a embestir contra un muro de piedra. Pero los caballos son animales gregarios, y en la locura de la carga seguirán al que va en cabeza aunque se lance al precipicio. En la formación de la cuña, donde el caballo del comandante está solo en la vanguardia, las monturas de los demás jinetes no obedecen a sus propios ojos y sentidos, sino que están siguiendo al caballo guía, y si este tiene el coraje necesario o es lo bastante temerario, si su jinete es impetuoso y lo talonea, los demás deben seguirlo. El mismo instinto que empuja a la manada a lanzarse por un precipicio la impulsará contra la masa de la infantería.

Los soldados de la infantería de Tebas no pueden creer que el enemigo montado esté tan loco como para lanzarse contra sus lanzas enhiestas. Pero aquí estamos. El astil de mi lanza se parte en dos contra el escudo de un espectacularmente valeroso soldado cuya lanza de casi tres metros también se rompe en el mismo instante contra la coraza de hierro que protege el pecho de Bucéfalo. Los ojos del enemigo se fijan en los míos a través de las hendiduras de nuestros cascos. Veo su furia y exasperación, que iguala a las mías, ante la maldición de nuestra mutua mala fortuna. Cae debajo de las rodillas de Bucéfalo; un momento más tarde su casco es aplastado. Siento repulsión ante el desperdicio de un corazón tan valiente y juro para mis adentros por enésima vez que, cuando llegue al poder, jamás permitiré que los griegos luchen contra otros griegos.

Los muralistas representan el choque de la caballería con las lanzas por delante y repartiendo mandobles a diestro y siniestro. Pero en el choque es el caballo quien hace el daño, no el hombre. El jinete que está metido en la refriega se encuentra en todos los sentidos fuera de sí. Lo mismo le pasa a su caballo, y él, el jinete, debe aprovecharlo contra el enemigo. Espantado por los gritos y los hombres que esgrimen sus armas, los instintos del animal se imponen a cualquier adiestramiento. Bucéfalo corcovea y ataca, como haría un semental salvaje. Descarga coces contra cualquier cosa que se mueva detrás y clava los dientes en la carne que se ponga a su alcance. Cuando un caballo percibe que hay algo que se mueve debajo de su vientre lo aplastará con los cascos, como si se tratara de una serpiente o un lobo. Que los dioses se apiaden del hombre que caiga debajo de él en el combate. El soldado de caballería debe aprovechar todos estos instintos contra el enemigo. En cambio, el jinete en la vanguardia solo tiene un objetivo: atravesar. Seguir avanzando. El hombre en cabeza arrastra. A la cuña a su zaga. Si se frena, todo el ataque se viene abajo.

Hemos avanzado diez filas en el cuerpo enemigo. Un mar de t ascos y puntas de lanzas hierve debajo de mí. Echo mano a la espada; pero en el choque inicial la vaina se ha roto; no puedo sacar la hoja atascada. Por un momento pienso en gritarle a Clito a Telamón: «¡Madera!», el grito del jinete cuando se le ha neto la lanza y necesita otra. Pero no, sería una infamia desarmar a un camarada para atender mi propia necesidad. Así que me quito el casco y lo agito por encima de la cabeza, dispuesto a golpear con él como si fuese un arma. De inmediato comienzan los vítores. La estrella de la buena fortuna me ha acompañado en mi carrera, y aquí, en su origen, no me falla. Los compañeros lo interpretan como un gesto de triunfo. Al parecer incluso lo creen nuestras filas de lanceros, que en ese instante están a punto de entrar en contacto con el frente tebano. Ellos también lo reciben, eufóricos; los oigo avanzar y veo que el enemigo cede ante su presión. Levanto de nuevo el casco y lo lanzo con todas mis fuerzas por encima de las filas del enemigo. Con un tremendo grito, nuestra infantería cae sobre ellos. Los refuerzos del enemigo se hunden. Nuestra primera cuña ha pasado.

Delante nuestro se abre prácticamente una carretera. Estamos en campo abierto. El campamento del enemigo está a cincuenta metros; ahora mismo ya están en plena desbandada. Telamón me alcanza y me arroja su lanza. Las cuñas vuelven a formar guiándose por mis colores. Cargamos desde la retaguardia. Cada diente de dragón cuenta con cincuenta jinetes, y cada diente arranca un buen bocado de la carne del enemigo.

Nuestros oponentes no pueden hacer absolutamente nada contra el ataque de nuestras divisiones. ¿Qué hoplita con su lanza de dos metros setenta o qué miliciano con su pica de cuatro metros puede enfrentarse a un soldado de la falange con su sarisa de seis metros? Nuestra caballería de los compañeros, sedienta de gloria, aquel día hubiese arrasado el mismísimo Olimpo.

En cuestión de minutos, el combate en mi ala se divide en tres enfrentamientos. Junto al río, la infantería enemiga situada a la derecha, que se ha adelantado para lanzarse sobre nuestra infantería aliada, está siendo atacada por el flanco y la retaguardia por los escuadrones de Hefestión. Las divisiones al mando de Amintas y Nicolaos las sujetan por delante; es una matanza. En el centro, la brigada de Coenio ha entrado en combate con la milicia enemiga; es una lucha titánica, entre tormentas de polvo y terribles gritos. En nuestra ala, el Batallón Sagrado y sus regimientos de refuerzo están aislados. Nuestra caballería pesada los asalta por la retaguardia; la infantería sarisa los aniquila por delante. El cuerpo de élite del enemigo está cercado. Ahora comienza el sangriento trabajo de la matanza.

Cuando una unidad ha quedado aislada de las alas de apoyo, su resistencia se reduce exclusivamente al carácter y al coraje de sus integrantes. En esto, ningún cuerpo al que me haya enfrentado supera al Batallón Sagrado de Tebas. Su aniquilación era inevitable desde el momento en que nuestro primer escuadrón atravesó su frente. Sin embargo, los trescientos no solo aguantaron a pie firme sino que reunieron a los milicianos de su dotación y a los regimientos de ciudadanos de los flancos, obligándolos con su propio valor a que los emularan. Parecía como si estuviésemos luchando no contra guerreros sino contra campeones. Timón, el boxeador olímpico, mató a dos de nuestros corceles, según nos enteramos más tarde. Al segundo, con sus propias manos; le rompió el pescuezo. Tootes el pancraciasta se negaba a caer, con tres lanzas clavadas en las tripas y con la mitad de la cara cortada. La crónica del coraje de aquellos hombres llenó dos rollos en los despachos. Pero más impresionante todavía fue la maicera en que se mantuvieron unidos. Aunque la penetración de nuestras cuñas había separado a los iniciales cuatro mil guerreros en primero tres y después cinco compañías aisladas, estas unidades consiguieron, por medio de ataques en nuestro frente, durante las pausas de nuestros asaltos, reunirse y formar un cuadrado. Lucharon y se abrieron paso, primero hasta el solitario ciprés que marcaba la posición de su frente original; luego hasta un muro bajo donde habían colgado la colada del campamento, y después hasta la cocina del campamento de los sirvientes, donde volvieron a formar de nuevo detrás de una hilera de trincheras donde habían estado las hogueras. Ni un solo hombre mostró la espalda. Nuestra fuerza siempre avanzaba contra los escudos solapados y las lanzas. Y si hacíamos un alto para tomar aliento, aunque solo fuera un instante, los campeones del Batallón Sagrado se lanzaban sobre nosotros.

Es una tarea brutal y desagradable liquidar a un cuerpo compacto de hombres que resiste bravamente y que no se rinde. En esto la falange de sarisas no tiene rival, porque las lanzas del enemigo, que son más cortas, deben acercarse hasta un metro y medio del frente macedonio, mientras que nuestros hombres pueden cebarse en el enemigo a voluntad; de hecho, el único problema al que nos enfrentamos fue a la fatiga y a realizar una eficiente rotación de los hombres de refresco para continuar con la matanza. Los miles de enemigos se convirtieron en centenares, y los centenares en decenas.

Se pueden oír las voces de los oficiales enemigos que ordenan a sus camaradas que vendan cara su vida. Yo les grito que tengan sentido común y se rindan. No lo hacen. En diversos puntos de la linea, los hombres más fornidos del enemigo, situados en las filas más cercanas, forman apretados núcleos de bronce y hierro e intentan abrirse paso entre los macedonios que los rodean. Aunque estos individuos combaten con la desesperación del instinto de supervivencia, no tienen la menor esperanza, porque nuestras filas son demasiado numerosas, están férreamente disciplinadas y tienen los mejores oficiales. Nuestros hombres los embisten desde todos los ángulos; en algunos lugares hay veinte o treinta en fondo y, con las sarisas en posición vertical, empujan con los codos y los hombros a los hombres de las filas que tienen delante. Los bravos guerreros del enemigo mueren en medio de este apretujamiento; caen como hombres que se ahogan en el mar.

En ese momento, es responsabilidad del vencedor calcular las consecuencias de una matanza excesiva y ordenar el cese de la carnicería. Ordeno a voz en cuello que cese la lucha y grito de nuevo al enemigo que se rinda. Todavía rehúsa. Aparece al galope uno de los correos de mi padre. Me reclama para una asamblea de comandantes. Los escuadrones de Hefestión, triunfantes, se han unido ahora a nosotros desde el flanco; otros jinetes aparecen, eufóricos, desde el centro que ocupa Parmenio. ¡Victoria en todos los sectores! Ha terminado. ¡Hemos ganado! No siento fatiga, solo entusiasmo, y una enorme sensación de alivio.

Encomiendo a Antípatro y Coenio que supervisen el final del Batallón Sagrado y les ordeno que salven a todos los que puedan, sin deshonrar a nadie. En compañía de Hefestión recorro la zona interior siguiendo al correo de mi padre. Es la clase de campo con la que sueña cualquier soldado de caballería. Estamos en la retaguardia enemiga; nuestras compañías se mueven sin oposición. El enemigo escapa en desbandada. Aprieto el brazo de Hefestión para felicitarlo, y en el mismo momento veo a Polemarco, el adjunto de Coenio, que viene hacia nosotros a galope. Sofrena su caballo, cubierto de polvo y sin aliento.

—Los últimos del Batallón Sagrado, Alejandro… algunos se están quitando la vida. ¿Qué podemos hacer?