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CRATERO

Los siguientes son los hombres y las unidades que están bajo mi mando en Queronea. Seis escuadrones de la caballería de los compañeros —apolonios, bottias, calcídicos, olintios, antemiotes y anfipolitanos—, mil doscientos noventa y un hombres; con tres brigadas de infantería sarisa, los compañeros de a pie de Seleucia al mando de Meleagro, de epirotas al mando de Coenio, y el regimiento argeo de Pela al mando de Antípatro, que también tiene el mando general de nuestra infantería. Filipo me ha quitado mi cuarta brigada de infantería, de Timfea al mando de Poliperconte. De la caballería mi padre ha reclamado para su propio uso al escuadrón real y a los cinco escuadrones de la Vieja Ma cedonia, unos mil cuatrocientos hombres, al mando de Filotas. Retiene también para sí mismo a la derecha y para Parmenio en el centro a los tracios, a los lanceros reales, y a la caballería ligera peonia, en otras palabras, a toda la caballería ligera del ejército.

Cada uno de mis escuadrones de caballería está al completo, doscientos veintiocho jinetes, excepto el de Calcídica, que cuenta con ciento noventa y siete, y el de Antemos con ciento ochenta y dos. Ni un solo hombre está de baja por enfermedad o lesiones. Me quedo con los apolonios y con su taxiarca Sócrates Barbarroja, y combino los otros cinco en dos brigadas de tres y dos. Asigno a Pérdicas el mando de la vanguardia, que cargará conmigo, y a Hefestión le doy el mando del ala, que permanecerá atrás, como una fuerza de amenaza, para fijar en su posición a la derecha tebana.

(Toma nota por favor de que aquel día el ejército de Macedonia contaba con todos sus efectivos. Fue una ocasión irrepetible. La fuerza que embarqué conmigo para ir a Asia solo contaba con la mitad de las tropas macedonias, dado que una fuerza prácticamente igual tuvo que quedarse atrás para vigilar Grecia. En este día en Queronea, sin embargo, Filipo se los ha traído a todos. Salvo dos escuadrones de caballería de los compañeros y dos brigadas de infantería sarisa que están todavía en Pela, tenemos hasta al último hombre).

Mi ala se completa con seis regimientos de infantería hoplita, aliados griegos de la Anfictionía, al mando de Nicolaos apodado Nariz Ganchuda, hasta un total de nueve mil, y cazadores que suman novecientos veinte, arqueros contratados de Creta y Naxos, arqueros libres de Iliria, y, el cierre de nuestra primera línea, doscientos setenta lanzadores de jabalinas de Agriania con su rey Lanagro. La suma total de la caballería y la infantería es de dieciséis mil doscientos cincuenta hombres, que se enfrentan a los diecinueve mil o veinte mil que forman el ala izquierda tebana. Conozco muy bien a cada uno de mis oficiales desde que era un niño. Marcharía al infierno con cualquiera de ellos. Esta es la historia de uno de ellos, mi querido camarada Crátero.

Cuando yo tenía dieciséis años mi padre dejó a mi cuidado el sello real (con su general más antiguo Antípatro como regente) mientras él abandonaba el país natal para ocuparse de los asedios tic Perinto y Bizancio. De inmediato organicé una expedición punitiva contra los salvajes medios de Tracia, a quienes mi padre había sometido cuatro años atrás pero que, con sus vecinos los laraei y los aareaia, habían aprovechado su ausencia para rebelarse. Erainvierno. Me llevé a seis mil hombres al mando de Antípatroy Amintas Andromenes. Crátero tenía diecinueve años. Estaba acusado de homicidio, un asunto de honor, y de hecho entonces estaba bajo custodia; lo juzgarían el día de nuestra partida. Desde el confinamiento me suplicó que lo llevara conmigo. Su familia poseía minas de oro en las colinas por las que iba a marchar; había pasado allí los veranos de su infancia y afirmaba conocer bien el terreno. Juró que estaba dispuesto a poner el cuello bajo la espada del verdugo si no conseguía realizar ningún acto heroico.

Luchamos en dos batallas, para poder cruzar el Ibys y el Estros; después de una persecución de dos días y una noche arrinconamos a los últimos cuatro mil quinientos rebeldes, al mando de su caudillo Tissicates en el gran paso boscoso entre los montes Haemos y Otris. Se había levantado una terrible ventisca. El enemigo dominaba las alturas, que debíamos conquistar para caer sobre su columna. Eran las últimas horas de la tarde; nevaba con fuerza. Llamé a Crátero.

—Me dijiste que conocías esta región.

—¡Por los cojones de Hades que la conozco!

Dijo que había una garganta, una montaña al oeste. Por la mañana, nos hallaríamos en la retaguardia del enemigo. Necesitaría cincuenta hombres y cuatro buenas mulas, dos de ellas cargadas con barricas de aceite y dos con vino.

—¿Para qué?

—¡Para el frío!

Doscientos soldados se ofrecieron voluntarios. Muchos de los que hoy mandan en el ejército se ganaron por primera vez un lugar en mi corazón aquella noche. Hefestión, Coenio, Pérdicas, Seleuco, Rizos de Amor, y otros que han muerto hace mucho tiempo. Dejé a Antípatro y a Amintas con la fuerza principal y les di la orden de asaltar el paso al amanecer. Antípatro tenía cincuenta y cinco años; yo tenía dieciséis. Estaba terriblemente preocupado por mi seguridad, y por la furia de Filipo si sufría algún daño. Hablé con él en un aparte, con las más tiernas expresiones macedonias.

—Tiíto querido, mañana por la mañana nada evitará que sea el primero en atacar al enemigo. Mejor para todos si lo ataco por detrás que no de frente.

Ya había caído la noche cuando llegamos al pie de la garganta. La nieve llegaba al vientre de los animales. Había considerado la opción, por respeto a Antípatro, de enviar a Telamón al mando del grupo, con Crátero como guía, mientras yo regresaba a la fuerza principal. Bastó una mirada para que la descartara. La subida era puro hielo y guijarros. Si alguna vez había existido un sendero, estaba enterrado bajo un metro o más de nieve. Había un torrente que llenaba la brecha con escarcha, espuma y un ruido atronador. Debía ir en la vanguardia. Nadie más tenía la voluntad necesaria.

El grupo comienza a subir. La intensidad del frío supera cualquier descripción, y resulta todavía más insoportable por la oscuridad y el agua que nos empapa. Para colmo de males, un viento del norte que los nativos llaman el Urales sopla por la garganta toda la noche. Seguimos la catarata, y ascendemos por una chimenea de piedras sueltas y cascajo, resbaladiza por el hielo en la noche sin luna. Cada vez que la compañía cruza el río, tenemos que desnudarnos y sostener las armas y el petate por encima de la cabeza para mantener las prendas y el calzado seco; de no haberlo hecho habríamos muerto congelados. Cruzamos once veces, obligados por las revueltas de la garganta. Se acaba el aceite. No tenemos nada con que frotarnos. Los hombres pierden la sensibilidad en las manos y los pies.

Crátero es increíble. Canta, cuenta chistes. A medio camino llegamos a una abertura en la roca.

—¿Sabéis qué hay dentro? ¡Un oso hibernando!

Crátero afirma que es un regalo del cielo. Antes de que nadie pueda hablar, ha cogido un tizón, una lanza y una cuerda, y se ha lanzado al interior.

Los hombres se amontonan en la entrada de la cueva, morados de frío. Pasa una cuenta de cien. De pronto aparece Crátero, romo despedido por una catapulta.

—¿A qué estáis esperando, muchachos? ¡Tirad!

Ha pasado un lazo por una de las patas del oso. Casi en el acto aparece la bestia. Aún medio dormido, el pobre oso debía de creer que estaba teniendo una pesadilla. Crátero lo tiene enlazado y tira para hacerlo caer, mientras una veintena de nosotros lo atacamos con las lanzas desde todos los ángulos. El oso se resiste a caer. Cada vez que carga, nosotros escapamos como colegiales. Finalmente la superioridad numérica se impone. ¿Quién dijo frío? Estamos sudando. Crátero quita la grasa de la bestia; nos engrasamos de pies a cabeza. Nos hace calzado con la piel, corta la coronilla del oso y se la pone en la cabeza. En el cruce de los sucesivos torrentes él es el primero en lanzarse al agua y el último en salir, porque ayuda a cruzar a todos los hombres. En cuanto llega al otro lado, Crátero baila y frota a los compañeros con más grasa de oso mientras suelta una retahíla de las más corrosivas obscenidades. No hay oro bastante para recompensar a un tipo así. Hubiéramos muerto todos sin él.

Con el alba atacamos desde las alturas la retaguardia del enemigo y lo derrotamos. Los regimientos al mando de Antípatro y Amintas cruzan el paso. A la hora de dividir el botín, nombro a Crátero señor de Otris, le perdono todas las transgresiones, y pago de mi propia bolsa las reparaciones a la familia del agraviado.

Este es Crátero, apodado para siempre «Oso», que ahora en la oscuridad, antes de Queronea, me lleva a un aparte para informarme que los hombres están inquietos, consternados por la decisión de Filipo de reducir su número.

—Una palabra tuya lo significaría todo para ellos, Alejandro.

No soy partidario de las arengas antes de la batalla, en particular ante comandantes mayores y compañeros que conozco de toda la vida. Pero quizá valga la pena hacerlo en esta ocasión.

—Hermanos, esta vez no encontraremos osos hibernando entre nosotros y el enemigo.

Toda la tensión se disipa en carcajadas. Aquí, en la primera fila, están mis camaradas de aquella noche: Hefestión, Telamón, Coenio, Pérdicas, Rizos de Amor, sin excluir a Antípatro, que estuvo al mando de la tropa de asalto aquella madrugada, y a Meleagro, cuyo hermano Polemon ganó honores aquel mismo día como capitán de la infantería pesada. Repaso de nuevo lo que debemos hacer. No tardo nada, porque lo hemos repetido un millar de veces.

—Dejadme que recalque esto, amigos míos, respecto al enemigo. No debemos odiar a estos hombres o sentir placer al matarlos. Hoy luchamos no para apoderarnos de sus tierras o de sus vidas, sino por su preeminencia entre los griegos. Con suerte pelearán a nuestro lado cuando Filipo se vuelva hacia Asia y marche contra el trono persa.

»Dicho esto, debemos tener presente que derrotar al Batallón Sagrado lo es todo. Ningún ejército ha ganado una batalla cuando ha sido aniquilada su unidad de élite. No os equivoquéis: nuestra misión es destruir el Batallón Sagrado; es la tarea que nos ha encomendado nuestro rey.

Mis camaradas murmuran. Ha desaparecido toda vacilación. Son como caballos de carrera que corcovean en la línea de salida.

—Pero debemos hacer algo más, hermanos, que derrotar al enemigo con la fuerza. Debemos demostrarle que somos mejores que él. Que ninguno se deshonre a sí mismo en la victoria. Azotaré al hombre que sorprenda en acto de pillaje y castigaré al escuadrón que pierda la cabeza y se entregue a la matanza.

Despunta el alba. Las unidades forman filas. Filipo no es un hombre paciente. Se adelanta el portaestandarte.

¡Estamos en marcha!