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EL ORDEN OBLICUO

Queronea es una llanura al noroeste de Tebas. Aquí, a sus cuarenta y seis años (y a mis dieciocho), Filipo dirigió al ejército de Macedonia contra los ejércitos reunidos de los griegos. Fue la última gran batalla de su vida y la primera de la mía.

La llanura de Queronea se extiende del noroeste al sudeste. El suelo es de color lavanda y está cubierto de hierbas fragantes y plantas de perfume; la acrópolis fortificada está en terreno alto, al sur, y el monte Acontion se encuentra en el lado opuesto de la planicie. El ejército que avanza por el noroeste entra en la llanura por su parte más ancha, donde se extiende casi tres mil metros. Cruzas un arroyo llamado Haemos. Río de sangre. A la izquierda hay una corriente llamada Cefiso. Aquí los griegos han desplegado su ala derecha. La izquierda se apoya en la ciudadela de la ciudad. El frente enemigo tiene una anchura de poco menos de tres kilómetros, o unos dos mil ochocientos escudos.

Durante siglos, Queronea ha sido un lugar de enfrentamientos armados. Es un escenario de guerra natural, como lo son las vecinas llanuras de Tanagra, Platea, Leuctra, Coronea y Eritres. La historia de Grecia se ha escrito aquí. Los hombres se han desangrado y han muerto en estos campos durante mil años.

Hoy se librará otro tipo de batalla. Hoy mi padre pondrá fin a la preeminencia de los griegos. Ahora nosotros seremos los griegos. Los de Macedonia. Nosotros, a quienes nuestros primos del sur han rechazado y despreciado, a quienes Demóstenes de Atenas ha llamado «cabrones de mierda». Hoy arrancaremos de la mano de Grecia el estandarte del oeste. A partir de hoy seremos los campeones de la civilización.

La fuerza enemiga está formada por entre treinta y cinco mil y cuarenta mil hombres; la nuestra se aproxima a los cuarenta mil. El enemigo tiene fuerza suficiente para situar a su infantería entre ocho y dieciséis escudos de fondo a través de todo el frente.

El regimiento de élite de Grecia es el «Batallón Sagrado» de Tebas. Lo componen trescientos hombres. La unidad está constituida, así por lo menos lo declaran los poetas, por parejas de amantes. La idea es que cada hombre, temeroso de la deshonra ante los ojos de su amado, luchará como un poseso, o, si están cercados, permanecerá junto a su camarada hasta el final.

«¡Vaya estupidez! —Telamón es corrosivo en este tema—. Si sodomizar a tu compañero es todo lo que hace falta para tener soldados de primera, el trabajo del dedarca se reduciría a gritar: ¡Media vuelta, y el culo al aire!». Mi padre es otro que conoce muy bien Tebas, después de haber estado allí como rehén durante tres años en su juventud. Por supuesto que el Batallón Sagrado no está formado por parejas de amantes. ¿Cómo sería posible, después de la primera barba del joven? En realidad está formado por los hijos más osados y más atléticos de las familias nobles de Tebas, e incluye, al día de hoy, a seis campeones olímpicos y a decenas de vencedores de juegos menos importantes de Grecia. Los gastos del regimiento corren por cuenta del estado, sus miembros están exentos de todas las obligaciones cívicas excepto la preparación para la guerra. Las doncellas tebanas se lanzan a los brazos de los caballeros del batallón, en vano, por cierto, porque estos, como da testimonio su compatriota Píndaro: «han tomado a la lucha por esposa y a ella son fieles hasta la muerte».

Los miembros del Batallón Sagrado son todos hoplitas, infantería pesada. Su panoplia es un casco de bronce o hierro (tres kilos), una coraza detrás y delante (seis kilos), espinilleras (un kilo cada una) y un escudo con forma de bol de noventa centímetros de ancho, hecho de roble y bronce (entre seis y siete kilos). En otras palabras, entre diecisiete y dieciocho kilos de «blindaje y herrajes», sin contar las armas (otros cinco kilos), la capa, el quitón y el calzado. El hoplita griego es el soldado de infantería más acorazado del mundo. Con los escudos en alto y solapados, con los penachos de los cascos y las ranuras para los ojoscomo única parte visible por encima de los bordes de los escudos, el Batallón Sagrado presenta al enemigo un muro hecho de bronce y hierro.

En el batallón solo hay trescientos hombres cuando está en el campo de desfile, pero cuando salen al campo de batalla suman dos mil cuatrocientos. Cada hoplita tiene un complemento de siete infantes de la milicia, para formar una fila de ocho, y cuenta con compañías de reserva para formar filas de dieciséis en fondo, o sea un total de cuatro mil ochocientos. El batallón no tiene caballería ni la teme. Los tebanos creen que las tropas montadas son inútiles contra las filas de la falange con sus blindajes de bronce y erizadas de lanzas.

Como todos los demás cuerpos de infantería de élite de los griegos del sur, el Batallón Sagrado combate en orden cerrado. Las armas de los guerreros son las lanzas de dos metros cuarenta de longitud, con las que atacan por encima de los escudos solapados, y la espada corta de estilo espartano que emplean en los combates cuerpo a cuerpo. El batallón avanza al ritmo marcado por los aulos, y no tienen toque de retirada. Su código es aguantar a pie firme hasta morir. Sus hombres son sin ninguna duda la mejor infantería de Grecia y, sin exceptuar a los diez mil inmortales de Persia, el mejor de los cuerpos acorazados de élite del mundo entero.

Ese día los destruí.

Te diré cómo supe que aquel sería mi trabajo. En Feres, en Tesalia, durante la última parada antes de que el ejército de Filipo avanzara hacia el sur para entrar en Queronea, mi padre ordenó una revista general. El ejercicio debía haber comenzado con el alba, pero había transcurrido el día sin órdenes, había llegado y pasado la medianoche, y solo entonces, cuando ya estaba muy avanzada la segunda guardia nocturna, llegó la orden de formar a la tropa, en la oscuridad, entre un coro atronador de rezongos, gemidos y gritos de los dedarcas. Por supuesto, Filipo lo había planeado así. Quería tener a los hombres cansados y hambrientos, furiosos y confusos. Se parecía mucho más al desorden de la batalla. Se presentó en el último minuto, con la mitad de la caballería de los compañeros, mil hombres del escuadrón de caballería ligera de Tesalia y trescientos lanceros tracios. Tal número de caballos provocó que el desorden en el campo fuese todavía mayor. La luna menguante presidía la escena; la llanura, empapada por un intempestivo aguacero, brillaba resbaladiza y traicionera en la llovizna. «¡Fuera tapones! ¡Pelarlas!» ordenó Filipo a través de los dedarcas mayores de las brigadas. La orden significaba que los soldados debían quitar las fundas y las cubiertas de lana aceitada de las cabezas de las sarisas de seis metros de largo.

De inmediato fue como si hubiese comenzado la pelea. Los hierros afilados quedaron expuestos a la llovizna. En ese momento el soldado debe tener cuidado y no moverse sin ton ni son, porque los bordes afilados pueden rebanarle una oreja a un camarada o perder un ojo al menor descuido. Filipo también ordenó que descubrieran los escudos. Quitaron los forros de piel de buey. Comenzaron las maldiciones. Ahora el agua haría de las suyas, y los hombres tardarían horas en bruñir el bronce para que resplandeciera. Escuchamos los rezongos y los insultos. Los caballos se meaban; olías la mierda de los hombres y de las monturas, el hedor del vino y el cuero, el aliento ácido de los escuadrones mezclado con el olor metálico de la hierba y el olor del aceite en el hierro, que evoca la batalla más que cualquier otra cosa.

Mi padre se había situado en un montículo debajo del santuario de los aleuadae. Cabalgué hasta allí, con Hefestión y Clito el Negro, un brillante oficial de caballería que se convertiría en comandante del escuadrón real de los compañeros; nos colocamos a la izquierda del rey, que hablaba con sus generales Parmenio y Antígono el Tuerto, todos montados. Los demás comandantes de brigada estaban a la derecha y detrás. Filipo expuso el orden de la batalla. Una pregunta quedó sin plantear aunque estaba presente en la mente de todos: ¿Quién tendría el honor de enfrentarse al Batallón Sagrado?

Filipo la pasó por alto. No hizo ninguna mención. Hasta que Antígono, incapaz de contenerse, la soltó, impaciente:

—¿Quién se queda con el batallón, Filipo?

El rey no le hizo caso y continuó con su exposición. Después, con la misma indiferencia de quien espanta una mosca, replicó:

—¿Los tebanos? Mi hijo se ocupará de ellos.

Esta fue la primera y única vez que Filipo habló del tema en mi presencia, y solo añadió (esto no me lo dijo a mí sino a la compañía en general) que yo dispondría de cuatro brigadas de infantería pesada y toda la caballería de los compañeros.

Hefestión estaba furioso cuando nos marchamos.

—Tu padre te ha dado demasiados hombres.

Mi amigo temía que Filipo diluyera mi gloria al ofrecerme una fuerza tan grande. Le respondí que no conocía a mi padre.

—En vísperas de la batalla, me quitará una brigada de infantería y la mitad de la caballería.

Cosa que hizo.

Mi padre no era un loco ni un perverso, como muchos creían, sino astuto como un zorro. Conocía a sus generales, según sus palabras, como una puta a sus clientes habituales. Y me conocía a mí. Me amaba, creo, más de lo que creía o decía. Pero Filipo era unrey, y deseaba que su hijo no fuera menos. Antípatro no me lo ha dicho hasta el día de hoy, temeroso de contrariarme, pero alguien me ha informado de que aquella madrugada, Antípatro, cuando Filipo había reducido mis tropas a la mitad dos horas antes de la batalla, se había enfrentado a su comandante diciéndole:

«¿Pretendes matar a Alejandro?». Mi padre respondió: «Solo pretendo probarlo».

Tres noches más tarde llegamos a Queronea. Los ejércitos principales del enemigo —tebanos, atenienses y corintios— ya ocupaban el ancho de la llanura, y otros cuerpos de mercenarios y tropas ciudadanas de Megarta, Eubea, Aquea, Léucade, Corcira y Acarnania continuaron llegando durante toda la noche. Nuestra propia fuerza tardó todo el día siguiente en completar la marcha, con las unidades de vanguardia primero, luego el cuerpo principal, y por último los rezagados.

Llego con mis propios escuadrones inmediatamente después de los exploradores y los ojeadores. Somos los elementos de vanguardia, las primeras unidades de la fuerza principal macedonia en el campo. Nuestro trabajo es adelantarnos al ejército, para alertar a Filipo de la disposición del enemigo y de cualquier emboscada preparada en el camino del cuerpo principal. No hay ninguna razón para preocuparnos. Los griegos están a la vista. Esperan a que lleguemos para partirnos el cráneo. Espantamos a las avanzadillas enemigas y nos hacemos con un terreno adecuado para el campamento. Ordeno a los exploradores que se desplieguen por la llanura y marquen los emplazamientos para todo el ejército. A medida que van llegando las unidades, los prebostes las conducen a sus respectivos lugares.

Mi estado mayor, si se puede usar una palabra tan importante para designarlo, está formado por partes iguales de veteranos oficiales de infantería —los grandes Antípatro, Meleagro, Coenio— escogidos personalmente por mi padre para atemperar cualquier arrebato juvenil por mi parte, y compañeros de mi misma edad: Hefestión, Crátero, Pérdicas y el melenudo Leonato a quien todos llamamos Rizos de Amor. Ellos dirigirán los escuadrones de la caballería de los compañeros. Clito el Negro está al mando de mi guardia personal; Telamón es mi maestro de armas. Señala al Batallón Sagrado, al otro lado.

—Vayamos a echarles una ojeada.

El Batallón Sagrado será la punta de lanza de cualquier evolución del ejército de Tebas. Mucho más importante, sin embargo, será su formación característica: el orden oblicuo. Mientras cabalgamos en la luz crepuscular, nuestras miradas observan el terreno y la configuración del enemigo, atentos a cualquier pista que nos diga la forma en que se desplegará.

El orden oblicuo fue inventado por el legendario general tebano Epaminondas. Antes de su tiempo, las guerras griegas se reducían sencillamente a liarse a porrazos. Los ejércitos se desplegaban uno frente al otro, se acercaban, y luego comenzaban a aporrearse, hasta que uno de los dos gritaba basta. A menudo un ejército escapaba antes de que el otro hubiese dado el primer mamporro. Ese sistema les había servido para solucionar el asunto que había provocado la disputa.

Los espartanos se habían convertido en maestros de este tipo de guerras de empujones y puñetazos y habían propinado verdaderas palizas a los tebanos y a todos sus demás rivales.

El orden oblicuo había acabado con todo aquello. A Epaminondas nunca le había gustado esa denominación. Él la llamaba systrophe, «amontonamiento». Funcionaba como los puños de un boxeador, que no pega con las dos manos simultáneamente sino que retiene uno mientras golpea con el otro. Epaminondas formó a su ejército como siempre, en un frente paralelo al enemigo. Pero en lugar de lanzarse con todo su peso sobre la longitud de la linea, concentró su fuerza en un ala, la izquierda, y «rehusó» la otra, es decir la mantuvo atrás. En la batalla, los espartanos siempre colocaban a sus mejores tropas a la derecha; este era el lugar de honor; era donde combatía su rey, rodeada por su agema, la guardia personal de su compañía de caballeros. Al situar su poder a la izquierda —inmediatamente delante del rey espartano Epaminondas embistió al enemigo de frente. Estaba convencido de que si conseguía vencer a las compañías de élite, las demás tropas darían media vuelta y escaparían.

¿Cómo reforzó Epaminondas el ala izquierda? Primero la dispuso, no de ocho escudos en fondo, como los espartanos, o dieciséis, como habían hecho los generales tebanos en el pasado, sino de treinta, e incluso cincuenta en fondo. Luego puso en las manos de sus soldados un arma nueva: la lanza de cuatro metros, que superaba la lanza espartana de dos metros. Por último, Epaminondas reformó los escudos de sus compatriotas: hizo unos rebajes a izquierda y derecha y colocó correas para distribuir el peso en el cuello y los hombros, de tal forma que los soldados tuvieran ambas manos libres para empujar la nueva lanza.

Epaminondas se enfrentó a los espartanos en la llanura de Leuctra y los aniquiló. Esta fue la victoria que Grecia había esperado durante siglos. De un solo golpe, los siempre vencidos tebanos se habían convertido en el poder dominante de Grecia, y él, Epaminondas, en su único héroe y genio.

Mi padre conoció a Epaminondas. En la cumbre de su nuevo poder, Tebas había tomado rehenes de la casa de Macedonia. Mi padre fue uno de ellos. Tenía trece años. Su período de detención en Tebas duró tres años. Lo trataron bien, y él mantuvo los ojos bien abiertos. Cuando lo enviaron de regreso a casa, no había ni un solo detalle de la falange tebana que no dominara a la perfección.

Cuando se convirtió en rey, Filipo creó el ejército macedonio a imagen y semejanza del tebano. Pero fue un paso más allá que Epaminondas. Añadió otros dos metros a la lanza, y la hizo de seis metros de longitud en lugar de cuatro. Esta era la sarisa. Ahora, sobresaliendo de la primera fila del ejército llegaba un borde de hierro afilado, no solo de las primeras tres filas, sino de las cinco primeras. Contra esto no había ningún enemigo, por muy valiente o acorazado que fuese, capaz de avanzar y sobrevivir. Sin embargo, Filipo no se conformó con aquello. Transformó al ejército de Macedonia en una fuerza profesional permanente, alojada en cuarteles y que recibía su paga mensualmente. Él y sus grandes generales Parmenio y Antípatro ejercitaron a la falange hasta que pudo desplegarse de columna a fila, girar al flanco, hacer contramarcha y ejecutar todas las evoluciones que podía hacer el hoplita clásico, solo que más rápido, mejor y con una cohesión absoluta. El mundo nunca había visto nada semejante a la falange de sarisas de Macedonia. Ni siquiera Epaminondas resucitado hubiese podido enfrentarse a los lanceros de Filipo.

Ahora mis compañeros y yo cruzamos la llanura de Queronea. Los hombres del Batallón Sagrado están delante de su posición. Con los cuerpos aceitados, realizan sus ejercicios gimnásticos como los espartanos en las Termópilas. Es imposible imaginar un grupo más bello. Incluso los servidores son apuestos. Su campamento, como si lo hubiese diseñado un geómetra, es de planta cuadrada. Las armas apiladas resplandecen con la última luz del día.

Sofrenamos nuestras cabalgaduras a medio tiro de piedra. Me presento y declaro que Tebas y Macedonia no tendrían que luchar la una contra la otra, sino que deberían unirse para combatir contra el trono de Persia.

Los tebanos se ríen.

—¡Entonces dile a tu padre que vuelva a su casa!

Señalo su campamento.

—¿Es aquí donde estará mañana vuestro puesto?

—Quizá. ¿Dónde estará el tuyo?

Resulta que Clito el Negro conoce a dos de ellos: luchadores, hermanos, de los juegos en Nemea. Intercambian anécdotas y se ponen al día de las noticias. En medio de todo esto, un oficial de aspecto sorprendente que está en la cuarentena se acerca. I mí a pie.

—¿Tú eres el hijo de Filipo? —pregunta con una sonrisa. Dice que era amigo de mi padre, y se presenta como Coroneo, hijo del general y estadista Pamenes. Fue en la casa de Pamenes donde Filipo pasó sus años como rehén en Tebas—. Tu padre tenía catorce años y yo diez —añade Coroneo—. Tenía la costumbre de meterme la cabeza debajo del agua y azotarme en las nalgas.

Me echo a reír.

—¡Lo mismo hacía conmigo!

Coroneo le hace un gesto a un gallardo joven de veinte años para que se acerque.

—¿Te puedo presentar a mi hijo?

—Parece demasiado formal que continuemos montados; mis compañeros y yo desmontamos. ¿Es posible que mañana, con la salida del sol, estemos combatiendo contra estos hombres?

El hijo de Coroneo se llama Pamenes, como su abuelo, un mozo muy apuesto con una armadura impecable, media cabeza más alto que su padre. Padre e hijo se colocan uno al lado del otro, camaradas caballeros del Batallón Sagrado.

—Es así como estamos en la formación —declara el joven.

Tengo que luchar para contener las lágrimas. La daga que llevo a la cintura tiene la empuñadura recamada con gemas; vale un talento de plata.

—Amigo mío —le digo a Coroneo—. ¿Aceptarías este obsequio de mi parte como muestra de gratitud por las atenciones que tuviste con mi padre?

—Solo si tú aceptas esto —replica. Me da la cresta de león de su coraza; es de cobalto y marfil, con incrustaciones de oro.

—Qué magníficos caballeros —comenta Hefestión cuando regresamos a través del campo.

Aquí, para tu educación, Itanes, debo ocuparme de una cuestión que preocupa a todos los jóvenes oficiales. Me refiero a sentir simpatía por el enemigo. Nunca te dé vergüenza sentirla. No es falta de hombría. Al contrario, creo que es la más noble demostración de la virtud marcial. Mi padre no pensaba así. Una noche, después de la victoria en Queronea, tuve la ocasión de hablar con él de mi encuentro con el caballero tebano Coroneo. Filipo me escuchó con atención.

—¿Qué fue lo que te dijo tu corazón en aquella hora, hijo mío? —Me di cuenta de que tenía la intención de burlarse de mí, no por malicia, sino para corregir mis maneras, que consideraba excesivamente caballerescas—. ¿Sentiste piedad por aquellos que tenías encomendado matar, o tu corazón se convirtió en pedernal, como dicen los hombres que hace tan bien tu padre?

Estábamos en nuestra casa en Pela; celebrábamos una cena con los oficiales de Filipo. Todos ellos me miraban en atento silencio.

—Creo, padre, que dado que estaba preparado para entregar mi propia vida, también tenía pleno derecho a quitarle la vida al enemigo, y que el cielo no tomaba parte en este pacto.

Murmullos de «Bien, bien» aprobaron mis palabras.

—¡Vaya! —exclamó mi padre con una carcajada—. Ni el mismísimo Aquiles podría haber respondido con mayor fidelidad al viejo espíritu. Pero dime, hijo mío, ¿cómo se comportaría el viejo Aquiles en nuestra era moderna plagada de reyertas corruptas y carentes de toda gloria?

—Las purificaría, padre, con su virtud y la pureza de su propósito. Allí donde él esté, incluso en nuestros degradados días, el mundo será noble e incorrupto.

Esto fue lo que dije, y lo creía. Pero había algo que no manifesté en voz alta. En aquel momento, mientras mi padre me juzgaba ante sus oficiales, sentí mi daimon, mi propio genio. Entró como penetra un fantasma en una habitación. La sensación fue de claridad y de inconmovible convicción. Percibí, como nunca hasta entonces, que mi don superaba al de mi padre en magnitud. Me pareció que podía mirar a través de él. Él se dio cuenta. También Parmenio, que estaba a su lado, y Hefestión y Crátero, que estaban en el mío. Fue un momento entre generaciones; una en declive, la otra en ascenso.

¿Qué ofreció mi daimon en aquel instante de intercambio de presentes con el caballero Coroneo? Mostró una espada de doble filo: el primero de simpatía, comunión, incluso amor; el segundo de despiadada necesidad. «Ya están muertos —así habló mi genio— estos galantes caballeros tebanos. Al tomar sus vidas, Alejandro, solo interpretas la danza dispuesta desde antes de la creación de la tierra. Interprétala bien».

Durante todo el día siguiente los ejércitos bailan y bailan. Al alba el Batallón Sagrado está situado en bloque en el extremo derecho de la línea tebana. Inicio mis movimientos seis horas más tarde; ahora los trescientos están distribuidos como la primera fila frente al centro y la izquierda del enemigo. Este juego no tiene nada de ocioso, porque allí donde se ubique el Batallón Sagrado delatará, hasta donde lo pueda delatar el posicionamiento, el esquema general defensivo del enemigo. Mis tropas ensayan contramovimientos, para prevenir todas las contingencias. Sigo sin recibir ningún despacho de mi padre. Aún no ha enviado al mensajero para despojarme de la mitad de mis fuerzas. Mis espías en su tienda informan que el mensaje llegará alrededor de la medianoche. He ordenado a mis comandantes que solo ejerciten al mínimo a las monturas; no deben dejar que los caballos beban o coman en exceso. Los caballos han de pasar hambre como nosotros, no quiero que arrastren la panza por el campo. Hacia el anochecer, nuestras avanzadillas capturan a dos prisioneros. Clito el Negro los trae a mi presencia. Tendría que enviarlos inmediatamente a Filipo, y lo haré, pero…

—Deja que pinche un poco a estos pájaros, Alejandro. Estoy seguro de que nos cantarán algo bonito.

Clito es un auténtico sinvergüenza, dieciséis años mayor que yo y el más redomado de los truhanes que mi país, tierra de bellacos, puede dar. Más tarde, en Afganistán, él y Filotas (que llegará a comandar la caballería de los compañeros) fueron los únicos jefes que se negaron a seguir mi ejemplo de cortarse la barba y aceptar la moda del rostro rasurado que había implantado. Filotas se negó por pura vanidad; Clito, por lealtad a Filipo. No pude decir nada en contra. Clito sabe luchar. Sus pelotas son de hierro. Fue primer paje de mi padre —y amante— cuando yo era un crío. Clito tuvo el honor de llevarme a mi baño de bautismo; lo manifiesta en público cada vez que se presenta la oportunidad. Yo lo encuentro al mismo tiempo irritante y divertido. Clito es un experto con la daga y el garrote; el rey ha requerido sus servicios en no pocas ocasiones. Hefestión lo considera un matón; mi madre ha intentado envenenarlo en un par de ocasiones. Pero es tan temerario, tanto en el debate como en el campo, que no solo le escucho sino que me gusta de verdad. Hefestión y yo lamentaremos las bajas que debemos ocasionar al Batallón Sagrado. Clito ni siquiera piensa en esas delicadezas. No ve la hora de ir allí y dedicarse a cortar cabezas. El hecho de que sus enemigos sean mejores hombres que él solo aumenta su placer. Él es, como comentó el dramaturgo Frinico de Cleón de Atenas: «Un villano, pero es nuestro villano».

Interrogamos a los prisioneros para saber cuál será mañana la posición del Batallón Sagrado. Ambos juran que la compañía estará apostada en el extremo derecho, contra el río. No les creo. «¿Cuál es tu oficio?», le pregunto al mayor. Afirma que es un tutor de geometría, un mathematicos. «Entonces, dinos, en un triángulo rectángulo, ¿cuál es la relación entre el cuadrado de la hipotenusa y la suma de los cuadrados de los otros dos catetos?». Un violento ataque de tos sacude al sujeto. Clito lo pincha con la punta de la espada. «Por casualidad no serás actor, ¿verdad, compañero?». Los rizos del joven son sospechosamente perfectos. «¡Venga, recitadnos un poco de Medea, hijos de puta!».

Los tebanos tendrían que estar locos para situar al Batallón Sagrado en su extremo derecho. Si lo hacen, no tengo más que aguantar mi flanco izquierdo para dejarlos clavados. ¿Pueden moverse desde esa posición hacia el centro y liderar a las unidades vecinas como una puerta que se cierra? No si retengo a un cuerpo de infantería y a caballo, para pillarlos por el flanco y la retaguardia cuando lo intenten. Discuto la cuestión con Antípatro, a quien mi padre me ha asignado como mentor y consejero.

—El batallón estará en el centro o a la izquierda, Alejandro, nunca a la derecha. Ni siquiera los tebanos pueden ser tan obtusos.

Lo repasamos todo hasta la medianoche. Después, Hefestión y yo recorremos las lineas. Queronea es famosa por las hierbas que cultivan sus agricultores para la venta de fragancias. Los olores, más intensos por la noche, perfuman el valle.

—¿Puedes sentirlo, Alejandro?

Se refiere a algo que hará historia.

—Como el sabor del hierro en la lengua.

Ambos estamos pensando en que esta fragante llanura apestará, mañana al mediodía, a sangre y carnicería. Me doy cuenta de que mi compañero está llorando.

—¿Qué pasa, Hefestión?

Tarda unos momentos en contestarme.

—Acabo de darme cuenta de que esta hora, inmaculada, nunca volverá a repetirse. Mañana todo esto habrá cambiado para siempre, y nosotros más que cualquier otra cosa.

Le pregunto por qué eso le hace llorar.

—Seremos más viejos —contesta—, y más crueles. Habremos participado finalmente en los acontecimientos. Ese es un estado muy distinto a permanecer de pie, como estamos ahora, en el umbral. —Se aparta; veo que tiembla—. Todo el abanico de posibilidades —añade—, que ha estado abierto ilimitadamente ante nosotros, mañana se habrá estrechado y contraído. Las opciones se habrán cerrado; serán reemplazadas por los hechos y la necesidad. Mañana no seremos niños, Alejandro, sino hombres.

Cito a Solón cuando dice: «Aquel que debe despertar debe dejar de soñar».

—No pienses tanto, Hefestión. Mañana es el día para el que hemos nacido. Puede que en el cielo sea distinto, pero aquí, ningún hombre puede ganar sin perder.

—Así es —concede Hefestión con un tono grave—. ¿Perderé tu amor?

¡Así que esto es lo que preocupa a su tierno corazón! Ahora soy yo el que tiembla. Le cojo la mano.

—Eso es algo que nunca perderás, amigo mío. Aquí o en el cielo.

El mensajero llega dos horas antes del amanecer. Todos los oficiales se reúnen para recibir las últimas órdenes.

La tienda de Filipo es un caos, abarrotada en la oscuridad, no solo con los generales y los comandantes de las brigadas de Macedonia, de infantería y caballería, sino también con los capitanes de los aliados tesalios, ilirios, peonios, tracios, y de las tribus medio salvajes, todos ellos borrachos perdidos, y todos, a pesar de sus bravuconadas y su descaro, estremecidos de terror. La guerra es miedo, que ningún hombre diga otra cosa. Incluso estos jabalíes del norte sienten que la muerte les ronda en la oscuridad.

¿Dónde está Filipo? Llega tarde, como siempre. Su tienda de campaña, proporcionada por el comisariato, está hecha de retazos; solo los dioses saben dónde fue a parar la verdadera. La noche se ha vuelto fría y ventosa; los faldones se sacuden con un ruido que inquieta a los sirvientes y a los pajes. En el exterior, los caballos de los correos tironean en los postes. En el interior, gotea el agua de los canalones. Los generales saben que hoy librarán la batalla de su vida, contra los tebanos, que están en su apogeo, vencedores de los espartanos, invictos desde hace treinta años. A su lado tienen a la mitad de Grecia —atenienses, corintios, aqueos, megarenses, eubeos, corciros, arcadios, leucadianos, reforzados por cinco mil mercenarios reclutados en lugares tan distantes como Italia—, todos con las fuerzas principales de sus ejércitos y dispuestos a luchar en defensa de sus hogares y tierras sagradas. Hoy cambiará el mundo. Este enfrentamiento decidirá el destino, no solo de Grecia sino también el de Persia y todo el Oriente, porque una vez que Filipo triunfe aquí, saldrá de Europa para entrar en Asia, para cambiar el orden en la tierra. Los hombres y las bestias se estremecen, tensos como la cuerda de un arco. Todos están asustados, incluso los taxiarcas, que han participado en cincuenta campañas; los jóvenes capitanes castañetean en el frío como potrillos.

De pronto, se oye el roce de las botas en el «escalón del gato», el portal que se abre a los piquetes. Aparece mi padre. Es como si un gran león hubiese entrado en la tienda. Se me eriza todo el vello del cuerpo. En un instante el estado de ánimo pasa de la trepidación a la más absoluta confianza. Se refleja en un suspiro, una colectiva expulsión del aliento. Todos y cada uno de los hombres sabe, en el acto y sin necesidad de palabras, que con Filipo aquí, no podemos perder. Mi mirada se mantiene fija en mi padre. Lo más fascinante es lo poco que hace. No se lanza; al contrario, se contiene. Las miradas de los comandantes, incluso las de los grandes generales, siguen a Filipo mientras él avanza por el suelo de tablones retorcidos. Mordisquea uno de esos pinchos de cecina de carne que las tropas llaman «pata de perro». Cuando entra, un ayudante le entrega el rollo de las órdenes. Sujeta la pata de perro entre los dientes y se limpia una mano en la capa y la otra en la barba. Parmenio y Sócrates Barbarroja, un coronel de la caballería dé los compañeros, se apartan de la silla de campaña del rey; un paje la acomoda. Mi padre no avanza hacia la cabecera de la mesa y asume el control del consejo, sino que se deja caer como un saco de avena en la silla, más interesado, al parecer, en su pincho de cecina que en la batalla en ciernes. Es imposible describir el efecto que provoca esta indiferencia. Filipo mira a Parmenio y, al tiempo que le señala los gráficos de las maniobras y de la disposición de las tropas, solo pronuncia estas palabras: «Amigo mío…», como si quisiera decir: Perdona la tardanza. Por favor, continúa.

Parmenio lo hace. Pero hay algo más importante. Aunque los oficiales escuchan con expresión grave mientras el general recita las instrucciones para la batalla, sus palabras no tienen la menor importancia. Los capitanes ya las han escuchado cien veces; conocen su cometido hasta el último detalle. Lo único que cuenta en esta hora es la confianza en la voz de Parmenio y la silenciosa presencia de Filipo a su lado.

En cuanto a mí y a mis órdenes, las expresa con absoluta despreocupación.

—Los escuadrones de Alejandro —manifiesta Parmenio— aniquilarán a la infantería pesada tebana situada a la izquierda.

Concluye la reunión. Mi padre no invoca a los dioses ni a los antepasados. Se levanta sin mas, arroja al suelo el pincho y mira a sus camaradas con una expresión de alegre expectación.

—Bien, amigos —dice—. ¿Ponemos manos a la obra?