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TELAMÓN

Cuando era niño tuve dos tutores. Aristóteles me enseñó a razonar. Telamón me enseñó a actuar. Él tenía treinta y tres años; yo tenía siete. Nadie designó a Telamón para que fuese mi tutor; digamos que me enamoré de él y me negué a que me apartaran de su lado. Entonces me pareció, y lo sigue siendo hasta el día de hoy, la perfecta encarnación del soldado. Solía seguirle en el campo de ejercicios, y copiaba su andar. Los hombres se meaban de risa. Pero yo no pretendía faltarle al respeto. Solo deseaba caminar como él, estar de pie como él, cabalgar como él. Es de Arcadia, en el sur de Grecia. Mi madre quería que yo hablara en el ático más puro. «¡Escuchad al chico! ¡Habla como un arcadio!». En aquel entonces Telamón era un dedarca; ahora es un general. Sin embargo sigo sin conseguir sacarlo del campo para que venga a la tienda de la plana mayor; no viene. Su idea de un buen desayuno es una marcha nocturna, y la de una buena cena, un desayuno ligero.

Cuando tenía diez años le supliqué a Telamón que me enseñara qué significaba ser un soldado. No me respondió con palabras. En cambio nos llevó a Hefestión y a mí durante tres días a las montañas en pleno invierno. No conseguíamos que hablara. «¿Es esto lo que significa ser un soldado, viajar en silencio?». Por la noche casi nos congelábamos. «¿Es esto lo que significa, soportar las penurias?». ¿Intentaba enseñarnos a guardar silencio? ¿A obedecer las órdenes? ¿A marchar sin hacer preguntas?

Al tercer ocaso encontramos una manada de lobos que perseguían a un venado por un lago helado. Telamón avanzó al galope sobre el hielo. En la luz violácea, observamos cómo la manada se desplegaba en su persecución y llevaba a la presa primero en una dirección, luego en otra; la mantenían apartada de la línea de árboles y de la orilla. Un lobo tras otro se lanzaba en pos del venado cuyas fuerzas se agotaban rápidamente. Por fin uno de ellos lo alcanzó en el tendón de la corva. El venado cayó sobre el hielo; en un instante la manada se le echó encima. Antes de que Hefestión y yo pudiéramos tirar de las riendas, los lobos ya le habían abierto la garganta y habían comenzado a devorarlo.

«Eso —declaró Telamón—, es un soldado».

Recuerdo haber estado presente, a mis once años, cuando Telamón (que servía entonces a las órdenes de mi padre) mandó formar a su compañía antes de la primera marcha contra los tríbalos. Ordenó que cada infante descargara el petate y lo pusiera a sus pies. Luego Telamón recorrió la fila, abrió cada petate y descartó todos los objetos superfluos. Cuando acabó, los hombres se quedaron solo con una taza de arcilla, un espetón de hierro y una capa que servía también de manta.

Telamón nos enseñó que hay otras cosas que no tienen cabida en el petate de un soldado. La esperanza es una. Pensar en el futuro o el pasado. El miedo. El remordimiento. La vacilación.

En la víspera de la batalla en Queronea, cuando yo había cumplido dieciocho años y tenía el mando por primera vez de los escuadrones de la caballería de los compañeros, Hefestión y yo recorrimos las filas, intrigados por el axioma de nuestro mentor. ¿Cómo podía un soldado combatir sin esperanza? Era obvio que las expectativas de nuestros hombres llegaban al máximo, lo mismo que las nuestras; de hecho no escatimamos esfuerzos para alimentar sus esperanzas de gloria, de riquezas y de dominio sobre Grecia. Nos estábamos riendo, como hacen los jóvenes, con nuestros camaradas cuando se acercó un dedarca del estado mayor acompañado por un secretario, para tomar nota de las últimas voluntades de todos los hombres. Ninguno quiso hacerlo, por supuesto. «¡Dale mis pelotas a fulano de tal!». «¡Lego mi culo al ejército!». Yo estaba a punto de soltar mi propia chirigota, cuando Clito el Negro preguntó: «¿Quién se quedará con tu caballo, Alejandro?». Se refería a Bucéfalo, que valía la paga de diez vidas. Pensar en que podía verme separado de él me devolvió la seriedad. En un instante quedó claro el significado del axioma de Telamón.

Un guerrero no debe ir a la batalla desesperanzado, o sea, sin esperanzas. Lo que debe hacer es dejar a un lado todo el bagaje de expectativas —de riquezas, celebridad, incluso la muerte— y avanzar a la sombra de la guadaña de la extinción aligerado de todo, salvo de la rendición a aquel resultado solo conocido por los dioses. No hay ningún misterio en esto. Todos los soldados lo hacen. Están obligados, o no podrían luchar en absoluto.

A esto se refería Telamón cuando vació los petates de sus soldados o cabalgó hasta los picos cubiertos de nieve para mostrar a dos chicos la muerte helada de la víctima del depredador.

Otro día, cuando éramos jóvenes, Hefestión y yo le preguntamos a Telamón si el autocontrol tenía un lugar en el petate del soldado. «Por supuesto —respondió, al tiempo que volvía a remendar su capa, una tarea que nuestra pregunta había interrumpido—. El autocontrol del guerrero, que observamos y admiramos en su comportamiento, no es sino la manifestación exterior de la perfección interior del hombre. Virtudes tales como la paciencia, el coraje, la abnegación, que el soldado parece haber adquirido con el propósito de derrotar al enemigo, se utilizan en realidad contra los enemigos en su interior: los eternos antagonistas como son la falta de atención, la codicia, la indolencia, el orgullo y muchas más. Cuando cada uno de nosotros reconoce, como debe ser, que nosotros también estamos embarcados en esta lucha, nos sentimos atraídos hacia el guerrero, como el acólito al vidente. El auténtico hombre de armas, de hecho, puede superar a su enemigo incluso sin asestar un golpe, sencillamente con el ejemplo de su virtud. Todavía más, no solo puede derrotar a su enemigo sino también convertirlo en su amigo y aliado, e incluso, si lo desea, en su esclavo». Nuestro mentor se volvió hacia nosotros con una sonrisa. «Como he hecho con vosotros».

Aquí hay una pista.

Quizá en las sencillas virtudes que aprendí de niño se encuentra el camino de regreso, para mí mismo y para este ejército. Se agota el tiempo. Los hombres no esperarán, ni tampoco el río.

Así que recorramos de nuevo la ruta, mi joven amigo; yo recapitularé y tú escucharás. Desde el principio.

Desde Queronea.