INDIA
Hefestión llega del Indo a tiempo para presenciar la ejecución. Dos capitanes y tres suboficiales de la compañía de «descontentos» han sido ejecutados. Hefestión se acerca directamente a mi lado, en formación, sin detenerse siquiera para aliviar su sed. Se mantiene inexpresivo durante el cumplimiento de la sentencia, pero después, en mi tienda, tiembla y tiene que sentarse. Tiene treinta años, es nueve meses mayor que yo; hemos sido grandes camaradas desde la infancia.
Habla de la unidad de descontentos. Son solo trescientos, un número que parece insignificante entre una fuerza cuyo total sobrepasa los cincuenta mil. Así y todo es tan grande su prestigio entre las tropas, por su valeroso comportamiento en ocasiones anteriores, que no puedo tenerlos arrestados en el campamento (donde no harían más que contagiar su descontento) ni puedo pagarles y enviarlos a casa (donde su aparición fomentaría aún más desafectos). Tampoco es posible deshacer la compañía y distribuir a los hombres en las otras unidades; es precisamente para evitar esto por lo que los he segregado. ¿Qué puedo hacer con ellos? Me duele la cabeza de solo pensarlo. Pero, necesito de su destreza —y de su coraje— para cruzar este río.
En la India no hay tiendas cerradas. Son demasiado calurosas. Mi pabellón es un sombrajo, abierto por los cuatro costados para aprovechar la brisa. Los pergaminos vuelan; hay que sujetar hasta el trozo más pequeño. «Incluso mis mapas intentan regresar a casa volando».
Hefestión echa una ojeada; observa la composición de las unidades de pajes reales.
—¿No hay persas?
—Me he cansado de ellos.
Mi compañero no dice nada. Pero sé que está más tranquilo. Que muestre preferencia por los compatriotas para mi servicio personal es una buena señal. Demuestra que estoy volviendo a mis raíces. Mis raíces macedonias. Hefestión no me insultará con su felicitación, pero veo que está agradecido.
Después de mí, Hefestión es el general en jefe de la fuerza expedicionaria, que es como decir de todo el ejército. Muchos le envidian amargamente. Crátero, Pérdicas, Coenio, Ptolomeo, Seleuco; todos ellos se consideran mejores comandantes. Lo son. Pero para mí Hefestión vale por todos ellos juntos. Con él despierto, puedo dormir. Con él a mi lado, no necesito mirar a izquierda o derecha. Su valía supera el arte de la guerra. Ha conquistado más de cien ciudades sin derramar ni una gota de sangre, sencillamente con la excelencia de su diplomacia. El tacto y la generosidad, que serían debilidades en un hombre inferior, son en él tan naturales que desarman incluso a los más altivos y peores dispuestos de los caudillos enemigos. Tiene el don de presentar a los príncipes la realidad de su posición de tal manera que el acuerdo (me resisto a emplear la palabra «sumisión») no parece beneficiarle a él, sino a ellos, y con tanta generosidad que acabamos teniendo que esforzarnos para contener sus excesos. Gracias a él nuestras fuerzas han entrado en cinco populosas capitales, y se han encontrado con que la gente bordeaba las calles, ronca de júbilo. Ha evitado al ejército diez veces ese número en muertos y heridos. Tampoco sus hazañas de valor personal han sido menos espectaculares. Tiene nueve grandes cicatrices, todas delante. Es más alto y apuesto que yo, me iguala como orador, y tieneel mismo ojo agudo para estudiar el terreno. Solo una cosa le impide ser mi igual. Carece del elemento de lo monstruoso.
Por eso lo amo.
Yo tengo lo monstruoso. Todos mis comandantes lo tienen. Hefestión es un filósofo; ellos son guerreros. Él es un oficial y un caballero; ellos son asesinos. No me malinterpretes; Hefestión ha despoblado regiones enteras. Ha dirigido matanzas. Sin embargo estas no lo han mancillado. Sigue siendo un buen hombre. El monstruo no existe en su interior, e incluso la ejecución de actos monstruosos no cobra su coste en él. Él sufre y yo no. No lo dirá, pero las ejecuciones de hoy lo han horrorizado. A mí también pero por diferentes motivos. Yo desprecio la inutilidad de tales medidas; él aborrece la crueldad de las mismas. Yo me reprocho por la falta de atención e imaginación. Él mira a los ojos de los condenados y muere con ellos.
—¿A quiénes pondrás ahora al mando? —pregunta. Se refiere al mando de los descontentos.
No lo sé.
—Telamón traerá a los dos capitanes más jóvenes. Quédate y veremos qué aspecto tienen.
Entra Crátero; nuestro humor se anima en el acto. Es mi general más duro y con más recursos. Las ejecuciones no le han preocupado lo más mínimo. Tiene hambre. Se tira pedos. Maldice el calor. Pronuncia una diatriba sobre ese maldito río y ¿cómo, por los pelos del coño de una puta, haremos que lo cruce este ejército de piojosos? Se acerca al cántaro de agua. «A ver —dice mientras se lava el rostro y el cuello—, ¿cuáles son los capitanes que hoy están planeando nuestra ruina?».
Los soldados, dice el proverbio, son como las gallinas. Los generales son peores. A la irresponsabilidad y la rebeldía del soldado raso, el general añade el orgullo, la petulancia, la impaciencia, la tozudez, la avaricia, la arrogancia y la duplicidad. Tengo generales que se enfrentarían sin pestañear a los batallones del infierno, pero que sonincapaces de mirarme a la cara para decirme que están arruinados, agotados o que necesitan mi ayuda. Mis generales me obedecen pero no el uno al otro. Se pelean como mujeres. ¿Temo una insurrección? Nunca, porque están tan celosos el uno del otro que son incapaces de reunirse bajo el mismo techo el tiempo necesario para preparar mi caída.
Mis generales no se mojarán los pies en este río. Cada uno de ellos tiene sus ojos puestos en el imperio que han dejado atrás. Pérdicas quiere Siria; Seleuco aspira a tener Babilonia; a Ptolomeo ya lo llamo «Egipto». Lo que menos interesa a mis generales ahora mismo es verse con una lanza en las tripas, solo por ir tras nuevas aventuras. ¿Quién puede culparlos? Han cazado a sus presas; ahora quieren comérselas. De los once generales que tengo solo por dos me jugaría la vida: Hefestión y Crátero. ¿Todos los demás me odian? Todo lo contrario. Me adoran.
Este es un aspecto del arte de la guerra, mi joven amigo, que no aparece en los manuales. Me refiero al combate dentro del propio campo. El oficial recién nombrado cree que el rey manda a su ejército. ¡Ni de lejos! El ejército lo gobierna. Debe alimentar su apetito de novedad y aventura, mantenerlo en condiciones y confiado (pero no demasiado, so pena de que se vuelva insolente), disciplinarlo, mimarlo, recompensarlo con botines y premios pero hacer todo lo necesario para que se lo gaste todo en bebidas y mujeres, de forma que esté ansioso por marchar y combatir de nuevo. Dirigir un ejército en como luchar contra una hidra de cien cabezas; matas a una serpiente, y solo tienes que luchar contra noventa y nueve más. Cuanto más lejos marchas, más difícil resulta. Para este ejército han sido casi nueve años; de su complemento original muchos tienen hijos que ahora están con nosotros, y unos pocos nietos. Han ganado y perdido fortunas; ¿cómo puedo mantenerlos alerta? Son incapaces de hacerlo por sí mismos. Debo actuar para ellos, como un actor lo hace con su público, y quererlos y guiarlos como hace un padre con sus hijos díscolos. ¿Cuáles son las alternativas del comandante? En resumidas cuentas, puede dirigir a su ejército solo donde este quiera ir.
—Bueno —comenta Crátero—, tampoco ha ido tan mal.
Se refiere a las ejecuciones.
¿No ha ido mal?
—Sí, el espectáculo gustó mucho a la muchedumbre.
—Ya se ha acabado. El par de hombres que mandaste llamar están afuera.
Salimos. Es como entrar en un horno. Los dos capitanes esperan montados en sus caballos. Son los dos oficiales más jóvenes de la compañía de descontentos, y los únicos que están libres de cargos. Telamón los ha traído, tal como le ordené.
Los miro y espero que tengan el estómago para soportarlo. El más joven es de Pela, en la vieja Macedonia; el mayor, de Antemos, en las nuevas provincias. Cabalgamos a lo largo de la rivera. Pretendo poner a prueba a estos machitos.
Conozco al joven. Se llama Arybbas; los hombres lo llaman «Cuervo». Su padre y su hermano cayeron en Gaugamela; ambos eran oficiales de los guardias reales. Tiene otros dos hermanos y un primo a mi servicio, todos veteranos condecorados. El propio Cuervo sirvió como paje en mi tienda desde los catorce a los dieciocho; sabe leer y escribir en griego, y es el mejor luchador de peso ligero del campamento. El otro teniente, Matías, es mayor, ronda los treinta. Es un hombre que comenzó desde abajo, lo que las tropas llaman una «mula»; procede de una familia noble pero pobre del Quersoneso anexionado. Tiene una esposa de la Bactriana, de extraordinaria belleza, que dejó a su gente para seguirlo, y es, así me lo han dicho, el motor de su ambición. Ambos oficiales son espabilados, y en la batalla son resueltos, ingeniosos y muy valientes.
Señalo las fortificaciones enemigas al otro lado del río. Le pregunto al antemiota, Matías:
—¿Cómo atacarías?
El río tiene poco más de setecientos metros de ancho. Demasiado profundo para vadearlo y demasiado rápido para pasarlo a nado; debemos cruzarlo en barcas y balsas. Los últimos noventa metros, las embarcaciones quedarán al alcance de las flechas que se disparen desde las torres enemigas. Los cuarenta y cinco metros finales transcurren entre más concentraciones de arqueros, y acaban en una ribera de dos metros y medio de alto, erizadas con más arqueros y coronada con un muro de tres metros con almenas y púas. La longitud de este muro es de tres millas. Detrás esperan el rajá Poros y sus elefantes de guerra, sus compañías de ksatriyas indios —príncipes entrenados desde su nacimiento exclusivamente para la guerra y considerados los mejores arqueros del mundo— y un ejército de cien mil soldados.
El teniente se vuelve para enfrentarse a mi mirada.
—¿Cómo atacaría, señor, si yo fuese tú o si fuese yo mismo?
Telamón se ríe ante el descaro, y yo también debo morderme el labio inferior para no imitarlo. Le pregunto al teniente cuál es la diferencia.
—Si el ejército ataca conmigo al mando, ni con el mejor plan del mundo podría tomar esa posición. Pero si tú estás en cabeza, señor, caería con facilidad, aunque nuestras tropas estén mal armadas, medio muertas de hambre y andrajosas.
Le pregunto por qué.
—Al saber que tus ojos están puestos en ellos, señor, todos los hombres competirán furiosamente en valor, buscando ganar tu aprobación, algo que significa para ellos mucho más que la vida. Además, tú, señor, al luchar en la vanguardia, los animarás a todos para que se superen a sí mismos. Todos y cada uno de ellos se sentirá avergonzado de llamarse un hombre de Alejandro y no haber demostrado ser digno de dicha fama.
Matías acaba; Crátero resopla. Tantas lisonjas, declara, parecen impropias de los oficiales de una compañía que se ha ganado la reputación de amotinada.
El hombre responde respetuosamente pero con ardor. Ningún hombre puede reprochar a sus compañeros la falta de espíritu.
—Por cierto que el rey —replica— siempre nos ha encomendado las tareas más duras, contra la carne del enemigo. Si nos acusas, señor, cita la ocasión y yo la refutaré.
Esto es dynamis. Me siento animado.
Le pregunto al segundo joven su plan. Este es Arybbas, el Cuervo.
—Primero, señor —responde—, intentaría todas las opciones antes de arriesgar el combate. Los hombres dicen que el rajá Poros es astuto. ¿No podemos tratar con él? ¿Ofrecerle la soberanía bajo nuestra tutela, o sencillamente solicitar (o comprar) el paso a través de su reino? ¿Quizá Poros tiene enemigos a los que odia y teme más que a nosotros? ¿No aceptaría tenernos como aliados para lanzarnos, unidos, contra esos enemigos? ¿No podemos prometerle que reinará sobre sus rivales, derrotados por nuestro común esfuerzo, mientras nuestro ejército marcha hacia el este a través de su reino ampliado y enriquecido?
Parecía tan sencillo… ¿Alguna cosa más?
—Señor, este río. ¿Debemos cruzarlo aquí? ¿Al alcance de los arqueros? ¿Frente a fortificaciones fijas? ¿Por qué no diez kilómetros al norte? ¿A veinte, o a cien? ¿Incluso por qué dejar que el río permanezca?
Eso es. ¿Por qué?
—Desviemos su curso, señor. Abramos canales y hagamos que vaya hacia el oeste, a la llanura, como hizo Ciro el Grande en Babilonia. ¡Dejemos su cauce seco y que nuestra caballería lo cruce al galope!
—Vaya, vaya —exclama Telamón.
Crátero se golpea la coraza en un aplauso burlón.
Señalo el río, crecido con las lluvias que anticipan el monzón, y digo:
—Harían falta diez ejércitos para desviarlo.
—Entonces reunamos diez ejércitos, señor. Antes gastaría un barril del sudor de mis hombres que una copa de su sangre. Se tardó medio año en conquistar Tiro. ¡Tardemos dos si es eso lo que hace falta! Además, hay otra cosa, señor. La audacia del gol pe. Su temeridad bastará para atemorizar al enemigo. Creerá que los hombres que asedian su país no se parecen en nada a aquellos a los que se ha enfrentado; pensará que tienen una voluntad inagotable y una imaginación contra las cuales nada puede hacer. Verá que quizá pueda demorarnos, pero no nos impedirá prevalecer. Esto hará que se vuelva más tratable para llegar a un acuerdo.
El mayor respalda a su compañero.
—Si algo nos han enseñado tus victorias, señor, es a ver a todos los enemigos como posibles aliados. ¿Por qué obligar a tan formidables guerreros a enfrentarse a nosotros, cuando, con el incentivo adecuado, quizá marchen a nuestro lado? Después de todo, no es nuestro objetivo derrotar y aplastar a todos los pueblos con el único afán de derrotarlos y aplastarlos, ¿verdad?
Levanto la mano para protegerme del sol mientras miro a los dos oficiales. El mayor, Matías, tiene treinta años, como ya dije; la larga barba castaña y sus ojos traen a la mente la imagen de Diomedes en el santuario del héroe en Leucadia. El más joven, Cuervo, no tiene ni veintidós; es imberbe y delgado como una vara, pero con un aspecto que rezuma decisión e inteligencia.
Me siento atraído por nuestros dos capitanes. El mando de los descontentos, les digo, será para ellos.
—¿Comprendéis, caballeros, por qué debemos cruzar este río? ¡Dios nos ayude, en esas fortificaciones y más allá está el único enemigo digno al que este ejército se ha enfrentado desde Persia! ¿Creéis que no comparto vuestra insatisfacción? ¿No siento la misma frustración por las mezquinas campañas y los asedios carentes de gloria a los que nos hemos vistos obligados desde la caída de Darío? Mirad allí, a través del río… el rajá Poros y sus príncipes. ¡Lo amo! ¡Me ha devuelto a la vida! ¡Él será también quien haga revivir el espíritu de esta tropa, y el de vuestra compañía, cuando nos enfrentemos a él, de nuevo como soldados y como un ejército!