MI PAÍS
Mi país es un lugar áspero y montañoso. Salí de allí cuando tenía veintiún años. Nunca más regresaré.
Las grandes extensiones de las llanuras de Macedonia dan jinetes que se llaman a sí mismos griegos, descendientes de los hijos de Hércules. Los montañeses son de Peonia e Iliria. La infantería viene de las montañas; la caballería, de las llanuras.
Grandes quebradas dividen las tierras altas de mi país en cantones naturales, espectacularmente defendibles, que a su vez están divididos en valles llamados «navas» o «torrenteras». Una torrentera es una vertiente; por ella corre un riachuelo. Un valle puede contener una docena de torrenteras; cada una tiene su tribu y todas ellas se odian.
La ley de mi país es la phratreris. Esto significa «guerra de feudos». La costumbre prohíbe a un hombre casarse con alguien de su nava; debe cortejar a una doncella de otra. Si el padre se niega a dar su consentimiento, el pretendiente rapta a la doncella. Entonces la familia de la novia organiza una incursión para rescatarla. Esto provoca un constante derramamiento de sangre y es una fuente inagotable de relatos y baladas. He oído melodías en todas partes del mundo; sin embargo, no hay otras más tristes que las de las montañas de mi país. Las canciones hablan de feudos, de peleas de amantes, de pérdidas, sufrimientos y venganzas.
El amor que un montañés siente por su torrentera es irracional e imborrable. Tengo oficiales cuyas fortunas exceden a las de los rajás; sin embargo, solo sueñan con regresar a su nava y relatar sus historias al calor del fuego. Mira allá, a aquellos tres soldados junto a las armas apiladas. Pertenecen a la misma nava; dos son hermanos, el tercero es su tío. ¿Ves a aquellos cuatro más allá? Son de una nava rival. Si ahora mismo estuviesen en casa, estos tipos no podrían dormir; estarían ideando planes para partirles el cráneo a los otros. Sin embargo aquí, en este lejano país, son grandes amigos.
Los griegos del sur se convierten en hombres en la polis, una ciudad estado en la que hay un mercado, una asamblea y murallas de piedra para mantener fuera al enemigo. Son buenos oradores pero malos guerreros. El hombre de las llanuras de Escitia vive a lomos de su caballo, sigue a su ganado en la migración en busca de pastos. Es un salvaje pero no es fuerte.
Ah, salvo el montañés de la tribu. Duro como el hierro, malo como una serpiente; aquí tienes a un hombre al que puedes atravesar con una lanza y así y todo se arrastrará para arrancarte el corazón y comérselo crudo delante de tus ojos. El montañés es orgulloso; te arrancará el hígado por una nimiedad. Sin embargo sabe obedecer. Su padre se lo ha enseñado con su cinto de piel de buey.
Esta es la raza que da a los grandes soldados. Mi padre lo sabía. Una vez, en las montañas, hice un comentario despreciativo sobre los destripaterrones de las navas, y Filipo me replicó: «Mi hijo ha caído hechizado por el Aquiles de Homero —les comentó a Parmenio y Telamón, que estaban a su lado (ambos sirvieron a mi padre antes de servirme a mí)—. Cita su descendencia del héroe (por la sangre de su madre, no por la mía) y sueña con formar su propio ejército de mirmidones, los invencibles “hombres hormiga” que siguieron “al mejor de los aqueos” a Troya». Filipo se echó a reír y me dio una palmada en el muslo alegremente. «¿Quiénes crees que eran los hombres de Aquiles, hijo mío, sino brutos cabrones como estos? Montañeses de las quebradas más profundas de Tesalia, rudos e ignorantes, borrachos y duros como la pezuña de un centauro».
En mi país los hombres son duros, y las mujeres todavía más. Mi padre también lo sabía. Cortejaba a esas mujeres de las tierras altas, o mejor dicho a sus padres, cuya amistad y lealtad se aseguró a cualquier precio. Se casó treinta y nueve veces, siete casamientos oficiales, según el recuento de mi madre; intenta imaginar el número de hijos. Hay un viejo chiste sobre la lealtad de mi ejército. Por supuesto que no me abandonarán, dice, porque todos son mis hermanastros.
Cuando tenía doce años, mi querido compañero Hefestión y yo acompañamos a un grupo de reclutamiento al mando de mi padre hasta una nava llamada Triessa, en las tierras altas por encima de Hiperasopian Mara. No se puede ir a caballo en un terreno tan escabroso; se rompería las patas. Hay que utilizar mulas. Mi padre había invitado a las tribus de varias navas rivales. Se presentaron todos, borrachos como cubas. Filipo había nacido para gobernar a aquellos hombres. Se vanaglorió de que podía superarlos a todos «en beber, pelear y follar», y podía. Los montañeses lo adoraban. Fue poco después del anochecer; estaban jugando a montar cerdos. Una marrana del tamaño de un poni pequeño se soltó; los hombres y los chicos, embarrados, intentaban sujetarla. Hefestión y yo mirábamos sentados en el borde de la cerca de piedra mientras un patán con grandes bigotes se lanzó al cuello de la bestia. Sus compañeros comenzaron a provocarlo para que montara a la marrana y se la follara. Mi padre secundó los gritos con entusiasmo, con el rostro cubierto de mierda y hundido hasta la cintura en el barro. Las carcajadas resonaban mientras el patán bigotudo luchaba con la marrana en el fango. Cuando consiguió su propósito, mataron a la infortunada bestia. El banquete duró toda la noche.
Al día siguiente, mientras cabalgábamos de regreso, le pregunté a mi padre cómo podía tolerar semejante brutalidad en aquellos hombres a los que muy pronto encabezaría en la batalla. «La guerra —replicó— es una empresa brutal».
Aquella respuesta me pareció escandalosa. «Antes preferiría tener a la marrana —declaré— que al hombre».
Filipo se echó a reír: «No ganarás batallas, hijo mío, al mando de un ejército de marranas».
Fue el genio de mi padre el que convirtió a aquellos palurdos montañeses en un disciplinado ejército. Se dio cuenta de la utilidad de reclutar a los montañeses, que habían estado esclavizados durante siglos por sus propios vicios y venganzas; les mostraría una distinta concepción de la vida: la militar, en la que la posición y el nacimiento no cuentan para nada pero donde un hombre puede hacer carrera gracias a su valor. Las mismas cualidades que habían tenido encadenado al montañés —su pertenencia a la tribu, su brutalidad, su ignorancia e implacabilidad— se transformarían en las virtudes guerreras de la lealtad, la obediencia, la dedicación y el uso despiadado de la fuerza y el terror.
Desde que era un niño, se reconocía que los macedonios de Filipo eran los más feroces guerreros sobre la tierra. No solo porque eran duros, criados en esta tierra áspera y pedregosa, o porque mi padre y sus grandes generales Parmenio y Antípatro los habían entrenado hasta convertirlos en profesionales, de tal forma que en disciplina, cohesión, velocidad, movilidad, tácticas y armamento superaban a todas las milicias armadas de Grecia y a las levas reales y de reclutas de Asia, sino porque estaban poseídos por tanta dynamis, tanta voluntad de luchar, nacida de su pobreza y de su odio ante el desprecio que habían sufrido de sus rivales antes de que llegara Filipo, que realmente se puede decir que, salvo los espartanos antes que ellos, nunca preguntaban cuántos eran los enemigos sino solo dónde estaban.
Mi padre nunca me educó para la guerra; simplemente me sumergió en ella. Combatí por primera vez a sus órdenes cuando tenía doce años, dirigí a la infantería a los catorce y la caballería a los dieciséis. Nunca le vi tan orgulloso como cuando le mostré mi primera herida, un golpe de lanza en el hombro izquierdo, que sufrí en el monte Rodope contra los tracios del valle del Nestus. «¿Te duele? —gritó, espoleado por el entusiasmo de la victoria, y cuando le respondí que sí él vociferó—: ¡Como debe ser! —Luego miró a los oficiales y soldados que nos rodeaban y dijo—: ¡La herida de mi hijo está delante, donde debe estar!».
Creo que mi padre me amaba mucho más de lo que creía o quería demostrar. Yo también le amaba y era tan culpable como él por no demostrarlo. En una ocasión desenvainó su espada contra mí, cuando yo tenía diecisiete años, y me hubiese ensartado, de no haber estado tan borracho que se cayó de culo. Yo empuñaba mi daga y la hubiese usado. Durante un tiempo, después de aquello, mi madre tuvo que marcharse a la corte de su familia en Epiro y yo busqué refugio entre los ilirios. De todos era sabido que mi ambición, incluso cuando era un chiquillo, era mayor que la de mi padre y yo sabía (o lo sabía mi madre) que como dice el proverbio: «Un solo león en la colina».
Yo tenía veinte años cuando asesinaron a Filipo y la nación, en armas, me llamó para que fuese su rey. Desde entonces, pocas veces he pensado en mi padre. Sin embargo, últimamente, ha estado muy presente en mis pensamientos. Lo echo de menos. Querría pedirle consejo. ¿Qué haría él enfrentado a un motín en las llanuras del Punjab? ¿Cómo reavivaría los ánimos de un cuerpo moribundo?
Y ahora, por el camino al infierno, ¿cómo cruzaré este río?