9

El alegre silbido despertó a Nathan. Mientras se deslizaba en el estado que precede a la consciencia total, soñó con un pájaro que gorjeaba feliz sobre el arce que crecía junto a su ventana. Hubo un ave así en su infancia, un ave burlona que entonaba su canto matinal todos los días del verano y al que llamó Bud. Eran días de canícula en que se ocupaba de actividades importantes, como pasear en bicicleta, jugar a la pelota y comer helado.

El trino despertaba a Nate, que sonreía al oírlo y saludaba a Bud. A finales de agosto se sintió abatido cuando el pájaro lo abandonó. Su madre le explicó que probablemente Bud había decidido emprender sus vacaciones de invierno.

Nathan se volvió en la cama y pensó que era extraño que Bud supiera silbar Anillo de Fuego. Medio adormilado lo vio posarse en el antepecho de la ventana convertido en un ave de dibujo animado, un personaje de Disney con finas plumas negras. Cuando el pájaro comenzó a ejecutar una extraña coreografía, Nathan despertó sobresaltado.

Miró con fijeza la ventana, casi convencido de que vería ese extravagante animal de dibujo animado.

—¡Caramba! —Se pasó una mano por la cara—. Nunca más volveré a comer chiles por la noche.

Se tendió boca abajo sobre el colchón y de pronto se dio cuenta de que, aunque el ave no estaba allí, el silbido continuaba.

Lanzó un gruñido, se levantó de la cama y se puso los tejanos cortados que se había quitado la noche anterior. Con la mente aún embotada, miró el reloj parpadeando, hizo una mueca y salió de la habitación con la intención de averiguar quién estaba tan alegre a las seis y cuarto de la mañana.

Guiándose por el silbido, que en ese momento interpretaba San Antonio Rose, salió del porche y bajó por los escalones. Detrás de su todoterreno había aparcada una furgoneta roja cuyo dueño, encaramado a una escalera, manipulaba las tuberías de la casa mientras silbaba. Al ver los músculos que se le marcaban bajo la fina camisa azul, Nathan reprimió el impulso de asesinarlo.

Tal vez consiga vencer a ese muchacho, pensó. Era más o menos de la misma estatura. No le veía el rostro, pero la gorra, los vaqueros ajustados y las botas le indicaron que debía de ser un jovencito.

—¿Qué demonios estás haciendo?

El desconocido volvió la cabeza y le dirigió una alegre sonrisa.

—¡Buenos días! El tubo del aire acondicionado pierde agua. Debo arreglarlo antes de que haga más calor.

—¿Te dedicas a reparar esos aparatos?

—¡Diablos! Me dedico a reparar cualquier cosa. —Bajó de la escalera y se limpió la mano en los tejanos antes de tendérsela a Nate—. Soy Giff Verdon. Arreglo cualquier cosa.

Nathan observó los afables ojos castaños, el incisivo torcido, los hoyuelos, el pelo enredado y desteñido por el sol que escapaba bajo la gorra.

—¿También sabes preparar café?

—Sí, siempre que usted me proporcione los elementos necesarios.

—Hay una cosa en forma de cono con algunos… —Nathan ilustró con las manos a qué se refería—. Y una cafetera.

—Café colado. Es el mejor. Y tengo la impresión de que necesita usted una taza ahora mismo, señor Delaney.

—Llámame Nathan. Te pagaré cien dólares por ella.

Giff se echó a reír y le dio unas palmadas en la espalda.

—Se lo prepararé gratis. Entremos.

—¿Siempre empiezas a trabajar al amanecer? —preguntó Nathan mientras subía por los escalones detrás de Giff.

—Si se madruga se disfruta más del día. —Se encaminó hacia la cocina y llenó el cazo de agua—. ¿Tienes filtros?

—No.

—Bueno, entonces no tendremos más remedio que improvisarlos. —Cogió unas servilletas de papel, las dobló y las colocó en el cilindro de plástico—. Eres arquitecto, ¿verdad?

—Sí.

Nathan se pasó la lengua por los dientes y pensó que debía cepillárselos. Después del café. Tras una buena taza, se podía conquistar mundos, cruzar océanos, seducir mujeres.

—En un tiempo yo también pensé en dedicarme a eso.

—¿A qué? —inquirió Nathan mientras Giff buscaba el café en los armarios.

—A la arquitectura. Imaginaba edificios, ventanas, techos, ladrillos. —Giff vertió café en el cono con la descuidada precisión que otorga la costumbre—. Incluso entraba en ellas para observar su interior. A veces cambiaba los elementos de lugar. Esa escalera no queda bien allí, será mejor colocarla aquí.

—Comprendo a qué te refieres.

—Bueno, no tenía dinero suficiente para matricularme en la universidad y pasar una temporada fuera de la isla, de manera que empecé a construir.

Nathan sacó dos tazas.

—¿Eres constructor?

—Bueno, no. En realidad, realizo algunas tareas de albañilería y arreglo desperfectos. —Dio una palmada sobre el cinturón de herramientas que le rodeaba la cintura—. Sé usar un martillo, y por aquí siempre hay algo que reparar, de manera que me mantengo ocupado. Tal vez algún día construiré una de las casas que solía imaginar.

Nathan se apoyó contra el mostrador, y la boca se le hizo agua cuando Giff vertió agua caliente sobre el cono con café.

—¿Has hecho algún trabajo en Sanctuary?

—¡Por supuesto! Un poco de todo. Colaboré con los obreros que reformaron la cocina para Brian, y ahora la señorita Pendleton se ha empeñado en agregar una dependencia para instalar un jacuzzi y una especie de gimnasio. Los veraneantes buscan esa clase de diversiones. Yo lo estoy diseñando.

—El lado del sur sería el mejor —opinó Nathan—. La luz sería la indicada y se podría construir entre los jardines.

—Sí, eso mismo he pensado yo. —La sonrisa de Giff se hizo más amplia—. Si usted ha llegado a la misma conclusión, supongo que voy por el buen camino.

—Me gustaría ver los planos.

—¿Sí? —Estaba sorprendido y contento—. Estupendo. Se los traeré en cuanto los haya completado. Que los revise será un pago mucho mejor que los cien dólares que me ofreció por el café. Le advierto que tarda en colarse —agregó al advertir que Nathan miraba la cafetera, que se llenaba con lentitud—. Las cosas buenas nunca son rápidas.

Poco después, cuando estaba en la ducha, bebiendo un segundo café mientras el agua caliente le corría por la espalda, Nathan dio la razón a Giff. Para algunas cosas, valía la pena esperar. La mente se le había aclarado, su cuerpo casi cantaba gracias a la cafeína. Una vez que se hubo vestido y después de tomar un tercer café, decidió caminar hasta Sanctuary para desayunar.

Cuando bajó por los escalones, Giff y su furgoneta habían desaparecido. Debe de haberse ido a arreglar alguna otra cosa, supuso. Al muchacho le había divertido su petición de que escribiera las instrucciones para preparar el café, pero lo cierto era que Nathan necesitaba saber qué debía hacer en todo momento.

De pronto comenzó a silbar una vieja canción country, lo que le sorprendió, porque ni siquiera le gustaba esa música. Cuando se adentró en el bosque, tenebroso y verde, aflojó el paso y siguió la curva suave del río bajo los arcos que formaban los árboles. Como aquel lugar siempre le producía la impresión de estar en una iglesia, dejó de silbar.

Le llamó la atención un movimiento y se detuvo para observar una mariposa amarilla que revoloteaba por el sendero. A la izquierda, las hojas de palmera, las vides enredadas y los troncos retorcidos formaban un muro.

A pesar de que significaba dar un rodeo, siguió andando por el camino del río, que se ensanchaba más adelante. Entonces la vio agachada junto a un árbol caído, con una rodilla hincada en la tierra húmeda, la chaqueta arremangada y el cabello sujeto en una cola. Nathan ignoraba por qué la encontraba tan atractiva e interesante.

Se detuvo para observar a Jo. Creyó adivinar qué pretendía captar; la luz sobre el agua, donde se reflejaban los árboles, la leve neblina que se levantaba. Un milagro pequeño, íntimo. Sin duda también le atraía el meandro que formaba el río, la manera en que la corriente se perdía detrás de esa curva, donde el pasto era alto y la espesura de los árboles disuadía al caminante de aventurarse más allá.

Al ver aparecer una cierva a la izquierda, avanzó con sigilo y se acuclilló detrás de Jo, que se sobresaltó cuando le puso una mano en el hombro.

—Chist. A la izquierda —le murmuró al oído.

A pesar del susto, Jo modificó la posición de la cámara para enfocar al animal, respiró hondo y esperó. Fotografió a la cierva cuando alzaba la cabeza y olisqueaba el aire. Apretó de nuevo el obturador cuando miró hacia el río y clavó la vista en los dos humanos agazapados e inmóviles. A Jo empezaron a dolerle los brazos al cabo de unos minutos, pero no estaba dispuesta a desistir. El premio llegó cuando la cierva empezó a caminar con gracia por la hierba mientras su cría salía de entre los árboles para beber junto a ella en la orilla.

Los rayos del sol penetraban en la neblina, y las lenguas de los ciervos formaban ondas suaves sobre el agua oscura. Jo decidió reducir el tiempo de exposición para acentuar el aura sobrenatural y prescindir de la claridad de la realidad. La fotografía debía mostrar una escena mágica, de cuento de hadas.

No bajó la cámara hasta que se le acabó la película. Después observó en silencio cómo se alejaba el animal.

—Gracias. Si no me hubiera avisado, tal vez no los habría visto.

—No, estoy seguro de que no se te hubieran escapado.

Jo volvió la cabeza, y reprimió el impulso de apartarse de un salto. No había advertido que estaba tan cerca, ni que aún mantenía la mano sobre su hombro.

—Eres muy sigiloso, Nathan. No te había oído.

—Estabas absorta. ¿Fotografiaste lo que querías antes de la aparición de la cierva?

—Ya veremos qué sale.

—Yo también he hecho algunas fotografías. Es mi afición.

—Es lógico. Lo llevas en la sangre.

A Nathan no le gustó el comentario.

—No; no soy un apasionado de la fotografía. Sólo tengo un interés de aficionado, además del equipo de un profesional —añadió refiriéndose al de su padre—, pero me falta la capacidad. —Sonrió—. Ese no es tu caso.

—¿Cómo lo sabes, si nunca has visto mis obras?

—Una excelente pregunta. Supongo que lo he deducido al verte trabajar hace un rato. Posees la paciencia necesaria para aguardar en silencio e inmóvil. La inmovilidad es una cualidad atractiva.

—Tal vez, pero ya hace mucho que estoy quieta. —Al ver que se incorporaba, Nathan la cogió del codo para ayudarla—. Gracias por todo. Ahora ya puedes reanudar tu paseo.

—Jo Ellen, si sigues esforzándote por librarte de mí, acabarás por traumatizarme. —La notaba más descansada esta vez. Sus mejillas habían recuperado el calor, lo que sin embargo podía obedecer al enojo. Con una sonrisa levantó la réflex de una sola lente que colgaba del cuello de Jo—. Yo también tengo este modelo —añadió.

—¿En serio? —Reprimió la tentación de arrebatársela de las manos—. Como te decía antes, habría sido extraño que no te interesara la fotografía. ¿No le decepcionó a tu padre que no siguieras sus pasos?

—No. —Nathan examinó la Nikon mientras recordaba las pacientes instrucciones de su padre sobre la apertura y el campo de visión—. Mis padres querían que me dedicara a lo que me gustara. De todos modos, Kyle se ganó la vida con una cámara.

—¡Ah! No lo sabía. —De repente se acordó de que Kyle también había muerto y de manera inconsciente le acarició la mano—. Mira, si sufres al hablar de este tema, no es preciso que sigamos.

—Tampoco debemos dejarlo de lado. —Nathan se encogió de hombros—. Kyle se instaló en Europa; Milán, París, Londres. Se dedicaba a la fotografía de modas.

—Es un arte en sí mismo.

—Por supuesto. Tú en cambio fotografías ríos.

—Entre otras cosas.

—Me gustaría ver tus obras.

—¿Porqué?

—Ya te he comentado que la fotografía me interesa. —Soltó la cámara—. Mientras esté aquí, le dedicaré más tiempo. Y me gustaría ver tus trabajos. Como dijiste, en cierto modo elegiste esta profesión por influencia de mi padre.

Había dado en el blanco. Observó cómo Jo abandonaba su actitud renuente.

—Traje algunas conmigo. Supongo que podrías verlas.

—Estupendo. ¿Qué te parece ahora mismo? De todos modos me encaminaba hacia Sanctuary.

—Está bien, pero no dispongo de demasiado tiempo. He de cumplir con mis obligaciones de criada.

Mientras caminaban juntos, Jo hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar los cigarrillos.

—Supongo que esta no es otra treta para acercarte a mí, ¿verdad?

—Lo sería si se me hubiera ocurrido. Todavía conservo el bistec.

—Se pudrirá en la nevera. —Exhaló una bocanada de humo y le miró con los ojos entornados—. ¿Por qué te dejó tu mujer?

—¿Qué te hace pensar que me dejó?

—Está bien. ¿Por qué dejaste a tu mujer?

—De hecho ambos estuvimos de acuerdo en separarnos. Nuestro matrimonio acabó por falta de interés. ¿Acaso tratas de averiguar qué clase de marido fui antes de permitir que te ase un trozo de carne?

—No. —Al advertir que Nathan se había enfadado contuvo una sonrisa—. De todos modos lo habría hecho si se me hubiera ocurrido. Cambiemos de tema. ¿Has disfrutado de tu primera semana en Desire?

Nate se detuvo.

—¿No fue aquí dónde te caíste al agua aquel verano?

Jo alzó una ceja.

—No, estaba más adelante, y no me caí, sino que me empujaste. Y si se te ha ocurrido la idea de volver a hacerlo, te aconsejo que lo pienses dos veces.

—En realidad uno de los motivos por los que he venido a la isla es porque quiero recordar esos días y esas noches, revivirlos. —Se acercó un poco a Jo, que retrocedió un paso—. ¿Estás segura de que no fue aquí dónde te caíste?

—Sí, completamente. —Nathan la obligó a dar otro paso hacia atrás, y Jo le golpeó en el pecho al descubrir que intentaba aproximarla a la orilla—. Tan segura de eso como de que no volverá a suceder.

—No estés tan segura. —Cuando Jo resbaló en la hierba mojada, la atrajo hacia sí y con una sonrisa le rodeó la cintura—. No tienes mucho donde uno pueda agarrarse.

Ella le aferró los brazos con firmeza, por si acaso.

—Lo suficiente.

—Supongo que tendré que creerte… mientras espero averiguarlo por mí mismo. La expectativa forma parte de la diversión.

—¿Qué? —El corazón le dio un vuelco. «Me encanta la expectativa»—. ¿Qué acabas de decir?

—Que de momento tendré que creerte. —La estrechó aún más a sí mientras Jo trataba de liberarse—. Si continúas moviéndote así, los dos terminaremos en el agua.

La alejó de la ribera. El rostro de Jo estaba blanco como el papel, y el miedo le provocaba unos estremecimientos tan intensos que Nate los percibió.

—Tranquilízate —murmuró al tiempo que la abrazaba—. No pretendía asustarte.

—No. —El miedo desapareció de pronto, y pensó que se había comportado como una estúpida. Mientras permanecía entre sus brazos, se preguntó cuánto tiempo hacía que nadie la abrazaba—. No ha sido nada. Una tontería. Hace un par de noches me topé con un tipo muy desagradable en el campamento. Dijo algo parecido y me asustó.

—Lo siento.

Jo lanzó un largo suspiro.

—En realidad no ha sido culpa tuya. Últimamente tengo los nervios a flor de piel.

—Ese individuo no te hizo daño, ¿verdad?

—No, no, ni siquiera me tocó, pero el encuentro resultó bastante horripilante.

Cerró los ojos al tiempo que apoyaba la cabeza contra el hombro de Nate. Le había resultado muy fácil permanecer así, abrazada a él, segura, pero lo fácil no siempre era el mejor camino; ni el más inteligente.

—No pienso acostarme contigo, Nathan.

Él guardó silencio mientras disfrutaba de la sensación que le provocaba el cuerpo de Jo contra el suyo, la textura de su pelo contra su mejilla.

—Bueno, entonces más vale que me ahogue en el río. Acabas de destrozar el sueño de mi vida.

Jo contuvo las ganas de reír.

—Sólo pretendo ser sincera contigo.

—Preferiría que mintieras un poquito, sólo para satisfacer mi ego. —Le tiró con suavidad de la coleta y ella levantó la cabeza—. ¿Por qué no empezamos con algo sencillo antes de entrar en lo más complicado?

Jo notó que le miraba la boca, luego los ojos. Intuyó que al cabo de unos minutos la besaría. Sería sencillo cerrar los ojos y dejarse arrastrar por él, entregarse a sus caricias. Sin embargo alzó una mano y la colocó sobre los labios de Nathan.

—No lo hagas.

Con un suspiro, él le cogió la muñeca y le besó los nudillos.

—No cabe duda de que sabes cómo conseguir que un hombre se esfuerce antes de complacerle.

—No pienso complacerte.

—Ya lo haces. —Sin soltarle la mano, echó a andar hacia Sanctuary—. No me preguntes por qué.

Puesto que él no deseaba que lo interrogara al respecto, Jo caminó en silencio. Tendré que reflexionar sobre esta… situación, decidió. Era evidente que Nathan le provocaba esa reacción física que cualquier mujer reconocía como una lujuria básica, lo que le resultaba casi tranquilizador; tal vez comenzaba a volverse loca, pero por lo menos el cuerpo aún le funcionaba. No había experimentado esa sensación con demasiada frecuencia para darlo por sentado. Además, saltaba a la vista que el hombre que se la provocaba se sentía atraído por ella… También tendría que meditar sobre eso.

Por fortuna, de momento controlaba la situación, la comprendía, analizaba y estaba en condiciones de elegir lo que le convenía, pero sospechaba que el problema radicaba en los picores. Y el problema de los picores era que no cesaban hasta que mandaba todo al diablo y se rascaba.

—Tendremos que darnos prisa —advirtió a Nathan mientras se dirigía a la puerta lateral.

—Ya lo sé. Tienes que hacer las camas. No te entretendré mucho tiempo. Pienso perseguir a Brian hasta que sirva el desayuno.

—Si no estás ocupado, tal vez podrías convencerlo de que saliera un poco, de que vaya a la playa o a pescar. Pasa demasiado tiempo encerrado aquí.

—Le encanta estar aquí.

—Ya lo sé. —Enfiló un largo pasillo con una pared decorada con un mural que representaba bosques y ríos—. Sin embargo no por ello ha de dedicar todo su tiempo a Sanctuary. —Apretó una bisagra y se abrió una sección del mural.

—Esa es una manera muy extraña de plantearlo —le comentó Nathan mientras la seguía por la abertura y los peldaños que conducían a lo que en un tiempo habían sido las habitaciones de la servidumbre y en la actualidad era la entrada privada al ala de la familia—. Que se dedique a Sanctuary si así lo desea.

—Es lo que hace. Supongo que es lo que hacemos todos cuando estamos aquí.

Al llegar a lo alto de la escalera dobló a la izquierda. Se asomó por la primera puerta abierta; era el dormitorio de Lexy. La gran cama con dosel estaba vacía, y sin hacer por supuesto. Había ropa diseminada por todas partes; sobre la alfombra de Aubusson, sobre el suelo encerado, sobre las sillas. En el aire flotaba el aroma de cremas, perfumes y polvos en una especie de celebración femenina.

—Bueno, tal vez no todos —añadió Jo, sin detenerse.

Sacó una llave del bolsillo y abrió una puerta estrecha. Al entrar Nathan arqueó las cejas en un gesto de sorpresa. Era un cuarto oscuro completamente equipado y organizado.

Una antigua y gastada alfombra protegía el suelo de madera de pino, las persianas estaban bajadas y sujetas en esa posición para no correr el riesgo de que se alzaran.

En los prácticos estantes de metal gris se alineaban botellas de productos químicos y cubetas. Otros albergaban cajas de cartón negro y grueso, que Nathan supuso contenían papel, copias de contacto y fotografías. También había una larga mesa de trabajo y un banco alto.

—No sabía que tenías un cuarto oscuro en Sanctuary.

—Antes era un baño y un vestidor. —Jo encendió la luz blanca y movió las fotografías que había revelado la noche anterior y todavía no se habían secado—. Di la lata a la prima Kate hasta que me permitió derribar la pared divisoria y eliminar los accesorios del lavabo para acondicionarlo. Ahorré durante tres años para comprar el equipo. —Pasó una mano sobre la ampliadora—. Esta me la regaló Kate cuando cumplí dieciséis años. Los estantes y la mesa de trabajo son obsequio de Brian. Lex me dio papel y líquido de revelado. Me sorprendieron con todo esto en el que fue el mejor cumpleaños de mi vida.

—La familia siempre responde —comentó Nathan, extrañado de que no hubiera mencionado a su padre.

—Sí, a veces sí. —Ante la silenciosa pregunta de Nathan, inclinó la cabeza—. Él me cedió el cuarto. Después de todo, a papá no le resultó fácil renunciar a una pared. —Se volvió para coger una caja—. Ahora recopilo fotografías para un libro que me han encargado. Supongo que son las mejores, aunque todavía tengo que retocarlas un poco.

—¿Vas a publicar un libro? Es maravilloso.

—Ya veremos. En este momento sólo es una preocupación más. —Retrocedió un paso atrás y se introdujo los pulgares en la cinturilla de los tejanos mientras Nathan se acercaba a la caja.

Con sólo mirar la primera fotografía comprendió que Jo era una profesional más que competente. Papá era competente, pensó, en ocasiones incluso genial, pero si Jo se considera alumna de David Delaney, no cabe duda de que ha superado a su maestro.

Las fotografías en blanco y negro eran excelentes, con líneas bien definidas, como talladas con un escalpelo. Una representaba un puente blanco que se alzaba sobre un río turbulento, de aguas oscuras, mientras el sol apenas si asomaba por el horizonte lejano. Otra mostraba un árbol solitario, con las ramas desnudas sobre un campo desierto y recién arado; podían contarse los surcos. Examinó los demás con lentitud, sin pronunciar palabra, impresionado por lo que Jo lograba ver, captar y conservar.

Observó con atención una toma nocturna, un edificio con las ventanas a oscuras a excepción de las tres más altas, en las que resplandecía la luz. Se distinguían la humedad de los ladrillos, la neblina leve que se alzaba sobre charcos de agua. Incluso le pareció percibir el frío y la humedad del aire.

—Son soberbias, y lo sabes. Tendrías que ser muy neurótica y humilde para no reconocer el talento que posees.

—No creo que sea humilde —replicó Jo con una sonrisa—; neurótica tal vez. El arte exige neurosis.

—No creo que lo seas. —Clavó la mirada en su rostro con curiosidad—. En cambio no cabe duda de que eres solitaria. ¿Por qué eres tan solitaria?

—No sé a qué viene esto. Mi trabajo…

—Es brillante, y refleja dolor. En cada fotografía da la impresión de que alguien acaba de marcharse y sólo quedas tú.

Jo se sintió turbada y le arrebató la fotografía para guardarla en la caja.

—No me interesan los retratos.

—Cierras la puerta de la gente, Jo. —Le tocó la mejilla con la yema de los dedos y notó que se sobresaltaba—. Con eso consigues que tu trabajo sea visualmente sorprendente y emotivo, pero ¿qué hay de tu vida?

—El trabajo es mi vida. —Con un movimiento brusco, colocó la caja sobre el estante—. Ahora debes marcharte; como te he dicho, tengo mucho que hacer.

—No te robaré más tiempo. —Sin embargo se volvió y comenzó a examinar con lentitud las fotografías que Jo había colgado para que se secaran. Cuando echó a reír, ella dejó escapar un gruñido—. Para no tener interés por los retratos, has hecho maravillas.

Con el entrecejo fruncido, Jo se acercó y observó que Nathan contemplaba una de las fotografías que había tomado en el campamento.

—No creo que sea un buen trabajo, sino…

—Es fabuloso —interrumpió él— y divertido. La que tiene el brazo sobre los hombros de tu hermana es la doctora, pero ¿quién es esa mujer con una hectárea de sonrisa?

—Ginny Pendleton —murmuró Jo mientras reprimía la risa. La sonrisa de Ginny era exactamente eso, de una hectárea de ancho y llena de promesas—. Es una amiga nuestra.

—Todas sois amigas. Se percibe… el afecto. Además se advierte que la fotógrafa también está integrada, aunque no aparece, se capta el vínculo.

Jo cambió de posición con cierta turbación.

—Estábamos borrachas, o por lo menos achispadas.

—Supongo que esta fotografía no guarda relación con el libro que vas a editar, pero deberías tenerla en cuenta si decides publicar otro. En ocasiones conviene olvidar la angustia con un poco de diversión.

—Lo que pasa es que te gusta mirar mujeres atractivas.

—No lo negaré. —Le alzó el mentón con la mano—. Me encantaría que la próxima vez que estés tan desinhibida te hicieras un autorretrato.

Los ojos de Nathan eran cálidos y amistosos, además de seductores. Jo reaccionó de nuevo ante su contacto.

—Debes irte, Nathan.

—Está bien. —Acto seguido bajó la cabeza y le rozó los labios con los suyos antes de besarla con más firmeza. Son más cálidos de lo que esperaba, pensó, y más excitantes. Entretanto, Jo mantuvo la vista clavada en él.

—Te has estremecido —susurró Nathan.

—No es cierto.

Antes de apartar la mano, le pasó el pulgar por la barbilla.

—Bueno, pues uno de los dos se ha estremecido.

—Más vale que te marches.

—De acuerdo. —Esta vez Nathan la besó en la frente.

Cuando se fue, Jo se dirigió hacia la ventana, la abrió y subió la persiana. Necesitaba aire para que se le enfriara la sangre y aclarara la mente. Mientras respiraba hondo, vio a su padre a lo lejos, de pie mientras el viento le alborotaba el cabello y le hacía ondear la camisa.

Solo, como siempre, rodeado por ese muro invisible que había construido para que nadie se acercara a él. Cerró de golpe la ventana y bajó la persiana.

¡Maldita sea! Ella no era su padre, y tampoco su madre. Era ella misma. Tal vez por eso en algunos momentos se sentía como si no fuera nadie.