7

Nathan salió a pasear con una cámara fotográfica. Se sentía obligado a desandar los pasos que había dado su padre en Desire… o tal vez borrarlos. Eligió la pesada y antigua Pentax, una de las favoritas de su padre y sin duda, pensó, una de las que había llevado a la isla ese verano, junto con la pesada Hasselblad y la sofisticada Nikon, además de un equipo de lentes, filtros y películas. Nathan había transportado todo consigo y lo había guardado en la cabaña, siguiendo las instrucciones de su padre.

Eligió la Pentax porque era la que su progenitor solía emplear. Caminó hasta la playa; las olas estaban cubiertas de espuma y la arena parecía de diamante. Se puso las gafas oscuras para protegerse del intenso sol y subió hasta el sendero que discurría entre las movedizas dunas. La brisa marina lo despeinaba. Se detuvo para oír el batir de las olas y el grito de las gaviotas que las sobrevolaban y se zambullían en ellas.

Las caracolas que la marea arrastraba hasta la playa se diseminaban como juguetes en la arena, por donde los activos chorlitos blancos se movían hacia atrás y hacia adelante como hombres de negocios que se apresuraban para asistir a una reunión. Detrás de la primera rompiente, un trío de pelícanos volaba en formación ni militar. De pronto uno se abatió sobre el agua, seguido de los otros dos; segundos después alzaban de nuevo el vuelo con el desayuno en el pico.

Con la tranquilidad que aporta la experiencia, Nathan levantó la cámara, retiró la tapa del objetivo, aumentó la velocidad del obturador para captar los movimientos y enfocó a los pelícanos, que rozaban la cresta de la ola antes de elevarse.

Después de hacer la foto sonrió. Llevaba años sin practicar su afición favorita. Ahora pensaba recuperar el tiempo perdido y dedicarle por lo menos una hora diaria.

No podía haber pedido un principio más perfecto. En la playa sólo había aves y caracolas. Sus pisadas eran las únicas que marcaban la arena. Es un milagro, pensó. ¿En qué otro lugar podía un hombre disfrutar de semejante soledad y de esa maravillosa belleza?

En esos momentos era lo que necesitaba. Milagros, belleza, paz. Se acercó a la arena suave y húmeda de la orilla y de vez en cuando se acuclillaba para examinar una concha o dibujar con el dedo la forma de una estrella de mar. Las dejaba allí donde las encontraba, coleccionándolas sólo en fotografías.

El aire y la caminata lo ayudaron a calmarse después del nerviosismo que le había producido la visita a Sanctuary. De modo que es fotógrafa, pensó al tiempo que contemplaba una cabaña que asomaba detrás de unas dunas. ¿Sabría su padre que la chiquilla de la que un verano fue mentor le había seguido los pasos? ¿Le habría importado, enorgullecido, divertido?

Todavía recordaba el día en que su padre le enseñó cómo funcionaba una cámara. Las manos grandes que cubrían las pequeñas con suavidad y las guiaban con paciencia. El aroma de la loción para después del afeitado que usaba; una fragancia seca, como le gustaba a su madre. El pelo oscuro, peinado con pulcritud, formaba ondas que partían de la frente, los ojos grises, muy serios.

«Respeta siempre el equipo, Nate. Tal vez algún día decidas dedicarte a la fotografía. Viaja con la cámara por el mundo y observa todo cuanto encuentres. Aprende a mirar y verás mucho más que los demás. Tal vez elijas otra profesión y la fotografía se convierta en una mera afición que practicarás en vacaciones; la utilizarás para conservar los momentos que consideres importantes. Respeta tu equipo, aprende a usarlo bien y nunca perderás esos momentos».

—De todos modos, ¿cuántos habremos perdido? —se preguntó Nathan en voz alta—. ¿Y cuántos mantendremos guardados por más que nos hubiera convenido perderlos?

—¿Qué dice?

Nathan se sobresaltó cuando esa voz interrumpió sus recuerdos y una mano le tocó el brazo.

—¿Qué? —Retrocedió un paso, temeroso de haberse topado con uno de sus propios fantasmas. En cambio vio a una rubia hermosa, delgada, que lo observaba a través de unas gafas con los cristales de color ámbar.

—Perdone. Le he asustado. —Inclinó la cabeza y lo miró de hito en hito, sin parpadear—. ¿Está bien?

—Sí. —Nathan se mesó el cabello mientras notaba cómo le flaqueaban las piernas. Se sentía turbado porque la mujer lo estudiaba como si se tratara de un ser de otro planeta que examinara con un microscopio—. Ignoraba que hubiese alguien más por aquí.

—Cada mañana corro un rato para hacer ejercicio —explicó ella, que vestía una camiseta gris, húmeda por el sudor, y un par de pantalones cortos de color rojo—. Vivo en esa cabaña que usted observaba.

—¡Ah! —Nathan se obligó a mirar de nuevo hacia el edificio, con las planchas plateadas de madera de cedro, el tejado marrón inclinado—. Tiene una vista maravillosa.

—Lo mejor son los amaneceres. ¿Seguro que se encuentra bien? Lamento entrometerme, pero cuando veo a una persona sola en la playa, con aspecto abatido y hablando sola, no puedo evitar acercarme. Es mi trabajo —agregó.

—¿Es policía de playa? —preguntó él con sequedad.

—No. —Ella sonrió y le tendió la mano—. Soy médico. La doctora Kirby Fitzsimmons. Dirijo una clínica en la isla.

—Nathan Delaney, en perfecto estado de salud. ¿Antes no vivía una anciana en esa cabaña? Una mujer menuda de pelo cano.

—Mi abuela. ¿La conocía? Porque usted no es de la isla.

—No, en efecto. La conocí porque de niño pasé aquí un verano. Desde que llegué, no dejan de asaltarme los recuerdos. Precisamente estaba evocando algo cuando usted se acercó.

—¡Ah! —Los ojos que protegían las gafas de sol perdieron la expresión profesional para reflejar calidez—. Eso lo explica todo. Comprendo muy bien qué siente. Pasé aquí varios veranos de mi infancia y los recuerdos me rodean. Por eso decidí instalarme aquí cuando mi abuela murió. Siempre me encantó este lugar. —A continuación se cogió el pie y dobló la pierna hacia atrás hasta apoyar el talón contra la nalga—. Usted debe de ser el yanqui que ha alquilado durante seis meses la cabaña Little Desire.

—Por lo visto ha corrido la voz.

—Desde luego. Aquí las noticias vuelan. No es habitual que un hombre soltero decida permanecer aquí seis meses. Algunas mujeres están intrigadas. —Kirby repitió el ejercicio con la otra pierna—. ¿Sabe? Creo que le recuerdo. ¿No eran usted y su hermano amigos de Brian Hathaway? Mi abuela decía que los chicos de los Delaney y Brian Hathaway se habían vuelto inseparables.

—Tiene buena memoria. ¿Usted estaba aquí ese verano?

—Sí, fue el primero que pasé en Desire. Supongo que por eso lo recuerdo tan bien. ¿Ya ha visto a Brian? —preguntó con tono indiferente.

—Hace un rato me preparó el desayuno.

—Es un cocinero excelente. —Kirby miró más allá de la cabaña—. Me he enterado de que Jo ha vuelto. Hoy, después de cerrar la clínica, iré a la casa. —Consultó el reloj—. Por cierto, debo empezar a trabajar dentro de veinte minutos, de modo que será mejor que marche. Me alegro de verle, Nathan.

—Yo también, doctora —replicó él mientras Kirby se alejaba corriendo.

Tras una carcajada, la mujer dio media vuelta y se acercó de nuevo.

—Me dedico a la medicina general —anunció—. No dude en acudir a mí si tiene algún problema.

—Lo tendré presente. —Nathan sonrió mientras Kirby se marchaba.

Diecinueve minutos después, Kirby se puso una bata blanca sobre los tejanos. La consideraba una especie de disfraz que convencía al paciente desconfiado de que realmente era una doctora; el atuendo y el estetoscopio que asomaba del bolsillo proporcionaban a los isleños el valor que muchos necesitaban para permitir que la meta de Granny Fitzsimmons les examinara.

Entró en el consultorio, que antaño había sido la bien provista despensa de su abuela. Kirby había dejado intacta una pared cubierta de estantes, donde colocaba los libros y papeles, además del pequeño fax que la mantenía en contacto con tierra firme. Había retirado el resto de los anaqueles porque no deseaba seguir los pasos de su abuela y almacenar toda clase de alimentos, desde melones hasta tomates guisados.

Había trasladado a la habitación el pequeño y pulido escritorio de madera de cerezo, que había viajado con ella desde Connecticut, uno de los pocos muebles que había llevado consigo. Sobre él descansaban varias hojas de papel secante y la agenda que le entregaron sus padres como regalo de despedida. Ambos habían quedado sorprendidos al conocer sus intenciones de instalarse en la isla.

Su padre se había criado en Desire y se consideraba afortunado por haber podido huir de allí.

Kirby sabía que los dos se habían emocionado cuando decidió ingresar en la facultad de medicina y seguir los pasos paternos. Supusieron que, como el padre, se especializaría en cirugía cardiaca, con el tiempo heredaría su consultorio y disfrutaría de la vida regalada de que ellos gozaban.

Sin embargo Kirby se decantó por la medicina general, y eligió la casita de su abuela y la simplicidad de la vida en la isla. Era feliz.

Junto a la agenda con sus iniciales grabadas en oro, había un teléfono y un intercomunicador, para el caso poco probable de que necesitara un asistente, además de un bote lleno de lápices con la punta bien afilada.

Durante sus primeros años de práctica, Kirby se había dedicado casi en exclusiva a sacar punta a los lápices y gastarlas dibujando garabatos sobre el secante.

Aun así se quedó en la isla, perseveró y poco a poco empezó a usarlos para anotar horas de consulta. Un bebé que sufría de garrotillo, una anciana con artritis, una niña con rubéola.

Quienes primero confiaron en ella fueron los viejos y los jóvenes. Después acudieron otros para que les cosiera las heridas, les aliviara el dolor y les curara los problemas estomacales. Al final todo el mundo recurría a la doctora Kirby y la clínica marchaba viento en popa.

Consultó la agenda; un examen ginecológico anual, una sinusitis, el chico de los Matthews, que padecía de otitis y la vacuna del bebé de los Simmons. Bueno, la sala de espera no estaría abarrotada, pero sí ocupada toda la mañana. Además, pensó con una risita, tal vez se le presentaran un par de urgencias para animar el día.

Como Ginny Pendleton tenía hora para las diez, Kirby calculó que aún disponía de por lo menos diez minutos. Ginny siempre llegaba tarde a todas partes. Buscó el historial clínico y se dirigió a la cocina para servirse una taza del café que había preparado esa mañana. Luego regresó al consultorio.

La habitación donde antaño dormía en verano estaba ahora inmaculadamente limpia. En lugar de colgar los esquemas del sistema nervioso o del interior del oído con que algunos médicos decoraban sus consultorios, había elegido cuadros de flores silvestres, pues consideraba que aquellos inquietaban a los pacientes.

A continuación sacó una bata de algodón con una larga abertura (consideraba que las de papel eran humillantes), y la dejó sobre la camilla mientras tarareaba la sonata de Mozart que sonaba en el estéreo. Aun aquellos que odiaban la música clásica se relajaban al oírla.

Colocó el instrumental que necesitaría para el examen ginecológico y, apenas hubo terminado de beber el café, oyó la campanilla que accionaba la puerta de entrada al abrirse.

—¡Perdón, perdón! —exclamó Ginny al tiempo que entraba presurosa en la sala de espera—. El teléfono sonó en el instante en que salía.

Era una joven de unos veinticinco años con la piel muy bronceada. Kirby solía decirle que si tomaba en exceso el sol pronto ofrecería un aspecto envejecido. Llevaba el cabello, de un rubio casi blanco, en una melena que le llegaba hasta los hombros; lo tenía muy rizado y afirmaba que necesitaba el cuidado de un buen peluquero.

Ginny procedía de una familia de pescadores y, aunque pilotaba un barco con la misma seguridad que un pirata, limpiaba pescado con gran habilidad y desbullaba ostras con sorprendente rapidez, prefería trabajar en el campamento Heron, donde ayudaba a los novatos a montar una tienda, asignaba lugares para acampar y llevaba la contabilidad.

Ese día lucía una de sus camisas preferidas, de un rojo brillante con bordes blancos. Kirby se preguntó con curiosidad cuántos de sus órganos internos estarían comprimidos bajo los ceñidos tejanos que llevaba.

—Siempre me retraso. —Ginny le dedicó una sonrisa contrita que hizo reír a Kirby.

—Todo el mundo lo sabe. Adelante. Primero orina en la botella. Ya conoces el procedimiento. Después pasa al consultorio. Desnúdate y ponte la bata con la abertura hacia adelante. Avísame en cuanto estés lista.

—Muy bien. La llamada era de Lexy —informó a voz en grito mientras cruzaba el vestíbulo con las botas de vaquero—. Está inquieta.

—Eso no es una novedad —replicó Kirby.

Ginny continuó hablando mientras salía del baño y entraba en el consultorio.

—De todos modos, irá al campamento esta noche, alrededor de las nueve. —Se oyó un golpe cuando arrojó una bota al suelo—. El número doce está vacío. Es uno de mis favoritos. Se nos ha ocurrido preparar una buena hoguera. ¿Te apetece venir?

—Te agradezco la invitación. —Sonó un segundo golpe—. Lo pensaré. Si decido ir, llevaré provisiones.

—Me habría gustado invitar a Jo, pero ya sabes cómo se pone Lexy cuando está su hermana. De todos modos espero que le pida que la acompañe. —Ginny hablaba como si le faltara el aliento, por lo que Kirby dedujo que estaba quitándose los tejanos—. ¿Ya has visto a Jo?

—No; espero verla más tarde.

—A esas dos les convendría charlar largo rato. No entiendo por qué Lexy está tan furiosa con Jo, aunque de hecho parece enojada con todo el mundo. También echó pestes de Giff. Si un hombre tan atractivo como Giff me mirara de arriba abajo como a ella, sería la mujer más feliz del mundo. No lo digo porque seamos primos. En realidad, si no fuésemos parientes, me arrojaría a sus brazos. Ya estoy preparada.

—Apuesto a que Giff terminará conquistándola —le comentó Kirby al tiempo que cogía el historial clínico a su paso—. Es tan obstinado como ella. Vamos a ver cuánto pesas. ¿Has tenido algún problema, Ginny?

—No, me encuentro muy bien. —La joven subió a la balanza y cerró los ojos—. ¡Por favor no me digas cuánto peso!

Con una risita, Kirby movió las pesas. Le sorprendió el peso de su paciente.

—¿Has realizado ejercicio con regularidad, Ginny?

Todavía con los ojos cerrados, la muchacha meneó la cabeza.

—Más o menos.

—Gimnasia aeróbica durante veinte minutos tres veces por semana. Y no pruebes el chocolate. —Como además de doctora era mujer, Kirby desplazó las pesas hasta ponerlas en el cero antes de que Ginny abriera los ojos—. Siéntate en la camilla; te tomaré la tensión.

—Debería ver ese vídeo de Jane Fonda. ¿Qué opinas de la liposucción?

Kirby le colocó el esfigmómetro.

—Creo que deberías caminar por la playa un buen rato cada día e imaginar que las zanahorias son chocolatinas. De ese modo perderás sin dificultad los kilos que te sobran. La presión arterial es correcta. ¿Cuándo tuviste el último período?

—Hace dos semanas. Se me atrasó siete días. Me llevé un susto de muerte.

—Supongo que usarás un diafragma, ¿verdad?

Ginny cruzó los brazos.

—Bueno… Sí. Muy a menudo. No siempre resulta cómodo.

—Tampoco lo es el embarazo.

—Siempre les obligo a que utilicen condones, sin excepción. Ahora mismo hay un par de tipos formidables acampados en el número seis.

Kirby se enfundó los guantes con un suspiro.

—El sexo con desconocidos acarrea con frecuencia complicaciones.

—Sí, ¡pero es tan divertido! —Ginny sonrió mientras miraba el póster de un cuadro de Monet que Kirby había colocado en el techo—. Además siempre me enamoro un poco de ellos. Tarde o temprano encontraré al hombre de mi vida. Entretanto, es lógico que tantee el terreno.

—Un terreno minado —murmuró Kirby.

—Tal vez. —Mientras se imaginaba caminando entre las flores del cartel, Ginny se acarició el vientre con los dedos cubiertos de anillos—. ¿Nunca te has estremecido de deseo ante un hombre al que acabas de conocer?

Kirby pensó en Brian y respondió con un suspiro:

—Sí.

—¡Me encanta que eso me suceda! ¿A ti no? Es tan primitivo…

—Supongo que sí, pero dejando de lado lo primitivo y los inconvenientes, debes usar siempre el diafragma.

Ginny levantó la vista al cielo.

—Sí, doctora. ¡Ah! Hablando de hombres y de sexo, Lexy me contó que ha conocido al yanqui y es un tipo muy atractivo.

—Yo también me encontré con él.

—¿Y estás de acuerdo con Lex?

—Sí. —Kirby le levantó un brazo con suavidad y se lo colocó sobre la cabeza para examinarle los pechos.

—Es un viejo amigo de Bri; pasó un verano aquí con su familia. Su padre era fotógrafo y publicó un libro de fotografías de estas islas. Mi madre todavía conserva un ejemplar.

—¡El fotógrafo! ¡Por supuesto! Lo había olvidado. Hizo fotografías a mi abuela. Más tarde, cuando las reveló, le mandó una. Todavía la guardo en mi dormitorio.

—Esta mañana, cuando se lo expliqué, mamá me enseñó el tomo. Es realmente bonito —agregó Ginny mientras Kirby la ayudaba a sentarse—. Hay una fotografía en la que aparece Annabelle Hathaway trabajando en el jardín de Sanctuary junto con Jo. Mamá recordó que el hombre la tomó el verano en que Annabelle se marchó, y yo aventuré que tal vez se había escapado con él. Sin embargo mamá me contó que el fotógrafo, su mujer y sus hijos seguían en la isla cuando ella se fue.

—Ocurrió hace veinte años. La gente debería olvidar ya ese asunto y no removerlo más.

—Los Pendleton son Desire —repuso Ginny—, y Annabelle era una Pendleton. En esta isla nadie olvida nada. Era una auténtica belleza —comentó mientras bajaba de la camilla—. Lo digo por la foto, porque apenas si la recuerdo. Si se arreglara un poco más, Jo se parecería a ella.

—Supongo que Jo prefiere parecerse a sí misma. Estás muy bien de salud, Ginny. Vístete.

—Gracias. ¡Ah! Y, Kirby, intenta ir al campamento. Será una velada sólo para mujeres. En el número doce.

—Ya veremos.

A las cuatro de la tarde Kirby cerró la clínica. Sólo se le presentó una emergencia; un veraneante al que le había quemado el sol al quedarse dormido en la playa. Cuando se marchó su último paciente, se retocó el maquillaje, se cepilló el cabello y se perfumó al tiempo que trataba de convencerse de que lo hacía para sentirse bien. Sin embargo, como pensaba ir a Sanctuary, sabía que se engañaba. Tenía la esperanza de ofrecer un aspecto fantástico para que Brian Hathaway sufriera al verla.

Salió por la puerta que daba a la playa. Le encantaba la emoción repentina e impactante de ver el mar tan cerca de su casa. Observó que una familia jugaba en la arena y, por encima del rugido de las olas, oyó las risas infantiles. Se puso las gafas de sol y bajó por los escalones a toda prisa. La angosta pasarela de madera que Giff había construido alrededor de la vivienda la separaba de las dunas. La brisa azotaba un grupo de cipreses y arremolinaba la arena en torno a sus tobillos. Añadió sus huellas a todas las que cruzaban la playa y, se alejó del borde del pantano, pues conocía lo bastante bien el lugar para respetar su fragilidad. Poco después dejó atrás el brillo caluroso de la zona costera para adentrarse en la fresca y mortecina caverna que formaba el bosque.

Caminaba con rapidez, no porque tuviera prisa, sino porque deseaba llegar a su destino. Estaba acostumbrada a los murmullos y los ruidos apagados de la floresta, a los cambios de luz. Por eso se asombró cuando se detuvo y aguzó el oído al percibir un sonido extraño. Se volvió despacio y escudriñó las sombras. Había oído algo, sentido algo; la pavorosa sensación de que alguien la observaba.

—¿Hola? —Tembló ante el eco de su propia voz—. ¿Hay alguien ahí?

El rumor de las hojas, las pisadas amortiguadas de un ciervo o un conejo, y el pesado silencio del aire. ¡Idiota!, se dijo. ¡Por supuesto que no hay nadie aquí! Además, si hubiera alguien, ¿qué importancia tendría? Reanudó la marcha por el sendero que tan bien conocía y se obligó a aflojar el paso.

Un sudor frío le corría por la espalda, y le costaba respirar. Luchó contra el creciente miedo y de nuevo se volvió, convencida de que captaría un rápido movimiento, pero sólo vio ramas y musgo que destilaba agua.

¡Maldita sea!, pensó mientras se llevaba la mano al corazón, que le latía deprisa. Había alguien allí, oculto tras un árbol, al amparo de las sombras, observándola. Seguro que son unos chiquillos, conjeturó, un par de niños traviesos que quieren hacerme pasar un mal rato.

Retrocedió unos pasos al tiempo que miraba a ambos lados. De nuevo oyó un sonido leve, apagado. Trató de hablar, de hacer un comentario dirigido a esos muchachos maleducados, pero el terror le impidió articular palabra. Guiada por el instinto, dio media vuelta y echó a andar presurosa.

Cuando percibió el sonido más cerca, enterró su orgullo y empezó a correr. La persona que la perseguía sofocó una risilla antes de lanzarle un beso. Kirby cruzó el bosque jadeando y contuvo un sollozo al ver el cambio de luz, que era cada vez más brillante y explotó en colores cuando salió de entre los árboles. Sólo entonces, miró hacia atrás, preparada para ver a un monstruo que se abalanzaría sobre ella.

Dejó escapar un grito cuando chocó contra la sólida barrera de un torso y unos brazos que la rodearon con fuerza.

—¿Qué te ocurre? ¿Qué ha sucedido? —La mujer se hundió en el pecho de Brian como si se tratara de una madriguera—. ¿Estás herida? ¡Déjame ver!

—No; no estoy herida. Espera un minuto.

—Está bien —dijo mientras le acariciaba el pelo. Estaba arrancando hierbajos en el otro extremo del jardín cuando oyó la frenética carrera de Kirby. Se disponía a averiguar qué sucedía cuando ella salió como una exhalación del bosque y chocó contra él.

Notaba los latidos del corazón de Kirby contra su torso, tan rápidos como los del suyo. Lo había asustado con esa mirada de animal salvaje, como si esperara que alguien la atacara por la espalda.

—Estaba muerta de miedo —balbució la mujer mientras seguía aferrada a Brian—. No eran más que unos chiquillos, estoy segura. Tuve la sensación de que me perseguían, de que trataban de atraparme. No eran más que unos niños…

—Ya ha pasado. Trata de calmarte. —Es tan frágil, pensó. Espalda delicada, cintura estrecha, pelo sedoso. De manera inconsciente la atrajo aún más hacia sí. ¡Santo cielo, qué bien olía! Por un instante apoyó la mejilla sobre su cabeza y disfrutó del perfume y la textura de su cabello mientras le acariciaba con lentitud el cuello.

—No comprendo por qué me he dejado arrastrar por el pánico de esa manera. No suelo asustarme. —A medida que el miedo remitía, se percató de que Brian la estrechaba y acariciaba. Advirtió que tenía los labios sobre su pelo. El corazón de Kirby volvió a acelerarse, esta vez no a causa del terror—. Brian —murmuró al tiempo que le pasaba las manos por la espalda y levantaba la cabeza.

—Tranquilízate, estás a salvo —susurró y, de manera impulsiva, la besó en la boca.

Brian notó que se le cortaba el aliento y le flaqueaban las piernas cuando Kirby separó los labios, tan cálidos y suaves. Alentado por su reacción, le mordisqueó la lengua mientras le ponía las manos en las nalgas para atraerla aún más hacia sí.

En cuanto la boca de Brian aprisionó la suya, Kirby dejó de pensar. Esa experiencia le producía una sensación desconocida, vertiginosa. Hasta ahora siempre había logrado dominar sus emociones, en cierta forma salir de sí misma para dirigir y controlar la situación, pero esta vez se veía incapaz. La boca de Brian era cálida y ávida, su cuerpo, duro, sus manos, grandes y exigentes. Por primera vez se sintió vulnerable, como si él pudiera partirla en dos.

Por motivos que no alcanzaba a comprender, todo aquello resultaba insoportablemente excitante. Al tiempo que murmuraba el nombre de Brian entre sus labios voraces, le rodeó el cuello y echó la cabeza hacia atrás, dispuesta a entregarse a él.

Fue el cambio de actitud, la repentina disponibilidad, sus gemidos lo que lo devolvieron a la realidad. La había alzado hasta ponerla de puntillas, le clavaba los dedos en la carne y sólo deseaba poseerla allí mismo.

¡En el jardín de su madre! ¡En pleno día! Al lado de su casa. Enfadado con ambos, Brian la apartó de sí.

—Esto era lo que querías, ¿no es cierto? —exclamó con furia—. Te has esforzado mucho para demostrar que soy tan débil como los demás.

—¿A qué viene esto? —Kirby parpadeó para aclararse la vista.

—La treta de la damisela en peligro te ha dado resultado.

Ella volvió a la tierra de golpe. En los ojos de Brian brillaban el mismo calor y la misma dureza que antes tenía su boca, pero por motivos distintos, con una pasión diferente. Cuando captó sus palabras y el significado que encerraban, montó en cólera.

—¿Realmente crees que he inventado esa historia, que me he comportado como una idiota para que me besaras? ¡Hijo de puta arrogante y presuntuoso! —Sintiéndose insultada lo apartó de sí de un empujón—. ¡Yo no utilizo artimañas ni soy una damisela desvalida! Además, besarte no es la meta de mi vida. —Se echó hacia atrás el cabello y se irguió—. He venido para ver a Jo, no a ti. —Respiró hondo, decidida a protegerse con un manto de calma y dignidad—. El problema, Brian, es que te apetecía besarme y has disfrutado. Ahora necesitas culparme, acusarme de haber ideado una ridícula treta femenina, porque en realidad te gustaría volver a besarme, acariciarme otra vez, por más que te niegues a reconocerlo. En cualquier caso, ese es tu problema. He venido para ver a Jo.

—Jo no está aquí —masculló Brian—. Salió hace un rato con la cámara.

—Bueno, entonces te agradecería que le transmitieras este recado: campamento Heron, a las nueve de la noche, en el lugar doce; una salida de mujeres solas. ¿Serás capaz de recordarlo o prefieres que lo anote?

—Se lo diré. ¿Algo más?

—No, nada. —Se volvió y enseguida vaciló. Le producía pavor regresar sola por el bosque. Cambió de dirección y enfiló por el sendero. Tardaré el doble, pensó, pero una buena caminata me ayudará a aplacar la furia.

Brian frunció el entrecejo al ver el camino que tomaba, luego miró hacia el bosque.

De repente tuvo la sensación de que lo que Kirby le había contado era cierto, lo que no sólo lo convertía en un imbécil, sino en un imbécil desagradable.

—Espera, Kirby, te acompañaré.

—No, gracias.

—¡Maldita sea! ¡Te he dicho que esperes! —La alcanzó, la cogió del brazo y quedó sorprendido al ver la rabia que reflejaba su rostro cuando lo miró.

—Si alguna vez quiero que me toques, Brian, te lo haré saber. También te avisaré cuando necesite algo de ti. —Se liberó de un tirón—. Entretanto me cuidaré sola.

—Lo siento. —Se maldijo por haberse disculpado. Al ver las cejas arqueadas de Kirby deseó haberse mordido la lengua.

—¿Qué has dicho?

Ya es tarde para echarme atrás, pensó Brian.

—He dicho que lo siento. Mi comportamiento ha sido imperdonable. Deja que te lleve a casa.

Ella alzó la cabeza en actitud triunfal y le dedicó una sonrisa de satisfacción.

—Gracias. Te lo agradeceré.