5

El transbordador cruzó el estrecho de Pelican hacia el este, hacia Lost Desire. Nathan Delaney se hallaba en la borda de proa como entonces, cuando tenía diez años. No era la misma embarcación, él ya no era un chiquillo, pero quería recrear lo mejor posible el momento.

La brisa era fresca, y su olor, misterioso. En su primer viaje a la isla hacía más calor; era lógico, pues entonces estaban a fines de mayo y ahora mediaba abril.

Nos acercamos, pensó mientras recordaba cómo él, sus padres y su hermano menor se habían arracimado junto a la barandilla de proa ansiosos por ver Desire, donde pasarían las vacaciones.

Apreciaba pocas diferencias. En la isla se alzaban los robles majestuosos, envueltos en musgos que parecían encajes, las palmeras y los magnolios de hojas brillantes, que aún no habían florecido.

¿Estaban en flor cuando efectuó su primer viaje? Un muchachito hambriento de aventuras no prestaba atención a las flores.

Levantó los binoculares que le colgaban del cuello. En aquella mañana lejana su padre le había enseñado a trocarlos para vislumbrar el vuelo veloz del pájaro carpintero. Sin embargo, enseguida se inició la acostumbrada discusión porque Kyle se los pidió y Nathan se negó a dejárselos.

Recordó que su madre se reía de ellos mientras su padre hacía cosquillas a Kyle para distraerlo. Nathan recordaba bien la escena: una mujer hermosa con el pelo al viento, los ojos brillantes por el entusiasmo; dos chicos fuertes que se peleaban y un hombre alto y moreno, de piernas largas y cuerpo delgado.

Soy el único que queda, pensó Nathan. Había heredado la complexión de su padre, y el chico regordete se había convertido en un hombre de largas piernas y caderas estrechas. Su rostro también recordaba al de su padre en las mejillas hundidas y en el gris oscuro de los ojos. En cambio tenía la boca de su madre y, como ella, el cabello castaño con vetas doradas y rojas; su padre decía que era como el color de la caoba bien pulida.

Se apartó de los ojos los binoculares para observar cómo la isla cobraba forma. Distinguía el toque de color de las flores silvestres, algunas cabañas diseminadas, así como caminos rectos o zigzagueantes y el relámpago de un arroyo que desaparecía entre los árboles. Añadían misterio a la escena las oscuras sombras del bosque donde en un tiempo habitaron caballos y cerdos salvajes, el resplandor de los pantanos y los pastos dorados y verdes iluminados por el amanecer.

El lugar aparecía brumoso a causa de la distancia, como si fuera un sueño.

Después vislumbró una mancha blanca en una colina, el veloz parpadeo que producía el sol al reflejarse en el vidrio. Sanctuary, pensó, y no dejó de mirarlo hasta que el transbordador viró hacia el muelle y la casa se perdió de vista.

Nathan se alejó de la borda y se encaminó hacia su todoterreno. Cuando se sentó dentro, con el sonido de las máquinas de la embarcación como única compañía, se preguntó si estaría loco al haber vuelto allí para explorar el pasado y, de alguna manera, repetirlo.

Se había marchado de Nueva York con todo lo que le importaba en el coche. Su equipaje era sorprendentemente escaso, pues nunca había necesitado rodearse de objetos. Gracias a ello su divorcio, ocurrido dos años antes, no acarreó complicaciones adicionales. Maureen era una coleccionista, y se ahorraron tiempo y disgustos cuando él le propuso que se quedara con todo lo que tenían en el apartamento del West Side. Por supuesto, ella le había tomado la palabra y le había dejado tan sólo la ropa y un colchón.

Cerrado ya ese capítulo de su vida, durante los dos años siguientes Nathan se dedicó por entero a su trabajo. Diseñar edificios no sólo era su profesión, sino también su pasión. Viajó, estudió lugares y trabajó en cualquier parte donde pudiera instalar su mesa de dibujo y su ordenador. Analizó diversos edificios, exploró el arte que había en ellos, desde las grandes catedrales de Italia y Francia hasta las viviendas vacías del sudoeste de Estados Unidos. En definitiva, fue libre.

Más tarde perdió a sus padres de una manera repentina, y se sintió perdido. Se preguntaba por qué creía que encontraría los pedazos en Desire.

Había decidido que permanecería allí por lo menos seis meses. Consideraba una buena señal el hecho de haber podido alquilar la misma cabaña donde se había alojado ese verano con sus padres. Sabía que escucharía el eco de sus voces, esta vez con oídos de hombre. Vería sus fantasmas con los ojos de un hombre. Y regresaría a Sanctuary con el propósito de un hombre.

¿Le recordarían los hijos de Annabelle?

Pronto lo descubriré, se dijo cuando el transbordador ancló en el muelle.

Observó cómo retiraban las cuñas de las ruedas del vehículo que lo precedía. Una familia de cinco, observó, y por los enseres que llevaban supuso que acamparían en los terrenos habitados para tal fin en la isla. Meneó la cabeza mientras se preguntaba cómo podía alguien pasar las vacaciones en una tienda de campaña, durmiendo en el suelo.

La luz disminuyó cuando el cielo se cubrió de nubes, y con el entrecejo fruncido observó que avanzaban con rapidez desde el este. Sabía que en las islas las tormentas se desataban con rapidez. La última vez que estuvieron allí diluvió durante tres días seguidos, durante los cuales él y Kyle, aburridos y sin poder salir, se pelearon como dos lobeznos. Sonrió al recordarlo y se preguntó cómo habría podido soportarlo su madre.

Bajó del transbordador y enfiló el camino lleno de baches que se alejaba del muelle. Como llevaba las ventanillas abiertas, oía el alegre rock and roll que sonaba en el vehículo que lo precedía. La familia que se prepara para acampar, pensó, ya se divierte, sin importarle que llueva. Decidió seguir su ejemplo y disfrutar de la mañana.

Tendría que visitar Sanctuary, por supuesto, pero lo haría como arquitecto. Recordaba que era un magnífico ejemplo del estilo colonial: amplias galerías, imponentes columnas, ventanas altas y estrechas. Ya de pequeño le había interesado lo suficiente para fijarse en esos detalles. Las gárgolas, recordó, conferían a la casa un toque personal en lugar de desvirtuar su estilo. Él había asustado a Kyle diciéndole que de noche cobraban vida y rondaban por los aledaños. Había además un torreón con un mirador alrededor, balcones con vistosas barandas de hierro o piedra, chimeneas de piedra procedente de tierra firme.

Evocó la visita al ahumadero, que en aquella época todavía estaba en uso, y las habitaciones para los esclavos, reducidas a ruinas, donde él y Kyle habían encontrado una serpiente de cascabel enroscada en un rincón oscuro.

Habían visto ciervos en los bosques y caimanes en los pantanos; los susurros de los piratas y los fantasmas llenaban el aire. Era un lugar espléndido para las grandes aventuras y también para los secretos.

Pasó por los pantanos occidentales, con sus pequeñas islas de árboles. El viento que acababa de levantarse agitaba y arrancaba susurros a la hierba. En la orilla descansaban dos garzas reales, cuyas largas patas parecían zancos en el agua poco profunda.

Después apareció el bosque, exuberante y exótico. Redujo la velocidad para que el vehículo que lo precedía se perdiera en la distancia. Percibía la quietud y los oscuros secretos que se ocultaban allí. El corazón empezó a latirle deprisa. Había viajado hasta allí para enfrentarse a algo, diseccionarlo y, con el tiempo, tal vez comprenderlo.

Las sombras eran espesas y el musgo colgaba de los árboles como telas de arañas monstruosas. Para ponerse a prueba, apagó el motor. No oía nada salvo los latidos de su corazón y el rumor del viento.

Fantasmas, pensó. Tendría que buscarlos allí. Cuando los encontrara, ¿qué haría? ¿Los dejaría allí donde vagaban, noche tras noche, o continuarían acosándolo, murmurándole en sueños?

¿Vería el rostro de su madre o el de Annabelle? ¿Y cuál de los dos gritaría más fuerte?

Exhaló una gran bocanada de aire y de pronto se sorprendió buscando un cigarrillo aunque hacía un año que había dejado de fumar. Enojado, hizo girar la llave del arranque pero sólo obtuvo por respuesta un ruido sordo. Apretó el acelerador para que entrara gasolina en el carburador y volvió a hacer girar la llave, con idéntico resultado.

—¡Mierda! —murmuró—. Esto sí es perfecto.

Se reclinó en el asiento y empezó a tamborilear con los dedos sobre el volante. Tendría que bajarse, levantar el capó y examinar el motor. Sabía qué vería; cables, tubos y gomas. Merecía quedarse clavado en un camino desierto por haberse dejado convencer y comprar el coche de segunda mano de un amigo.

Resignado, se apeó y abrió el capó. Sí, pensó, lo que suponía. Un motor. Se inclinó y, mientras lo manipulaba, le cayó la primera gota en la espalda.

—Esto es aún más perfecto. —Hundió las manos en los bolsillos de los tejanos y frunció el entrecejo mientras la lluvia le mojaba la cabeza.

Debía haber sospechado que algo no andaba bien cuando su amigo le entregó por el mismo precio una caja de herramientas. Por un instante consideró la posibilidad de sacarlas y emprenderla a golpes con el motor. No creía que diera resultado, pero por lo menos se desahogaría.

Retrocedió y quedó petrificado cuando el fantasma salió de las sombras del bosque y lo miró.

Annabelle.

El nombre resonó en su cerebro. Ella lo observaba, de pie bajo la lluvia, inmóvil con la cabellera pelirroja húmeda y enredada; sus grandes ojos azules reflejaban serenidad y tristeza. Nathan notó que le flaqueaban las piernas y apoyó una mano sobre el guardabarros.

La mujer se echó hacia atrás el pelo mojado y se acercó a él. En ese momento Nathan comprobó que no era un fantasma. No era Annabelle, sino su hija; estaba seguro. Soltó el aire que había contenido y se le apaciguó el corazón.

—¿Problemas con el motor? —preguntó Jo con tono desenfadado. Al advertir la forma en que la miraba el hombre deseó haber permanecido al abrigo de los árboles y dejar que se las arreglara solo—. Supongo que no está aquí, con este aguacero, para contemplar el paisaje.

—No. —Le alegró que su voz sonara normal. De todos modos, si hubiera delatado cierto nerviosismo, la situación en que se encontraba habría bastado para justificarlo—. No consigo ponerlo en marcha.

—Bueno, eso es un problema. —El individuo le resultaba vagamente familiar. Tenía un rostro agradable y masculino, los ojos interesantes, de mirada directa. Si hubiese sido aficionada a los retratos, no habría dudado en fotografiarlo—. ¿Ha descubierto qué falla?

Su voz, muy dulce, con acento sureño, lo ayudó a relajarse.

—He conseguido encontrar el motor —bromeó—. Está justo donde sospechaba.

—Estupendo. ¿Y ahora qué?

—Trato de decidir cuánto tiempo debo mirarlo simulando que entiendo de mecánica antes de subir al coche para guarecerme de la lluvia.

—¿No sabe arreglarlo? —preguntó ella con sorpresa.

—No. También uso zapatos e ignoro cómo se tiñe el cuero.

Cuando se disponía a cerrar el capó, Jo alzó una mano para impedirlo.

—Le echaré un vistazo.

—¿Es usted mecánico?

—No, pero tengo algunas nociones. —Lo apartó con el codo y revisó en primer lugar la conexión de la batería—. No veo nada averiado aquí, pero tendrá que vigilar la corrosión si piensa quedarse un tiempo en Desire.

—Me quedaré unos seis meses. —Se inclinó hacia el motor—. ¿Qué debo cuidar?

—Estas conexiones. La humedad de la isla les perjudica. ¿Le importaría apartarse un poco?

—Perdone. —Nathan retrocedió unos pasos. Era evidente que no lo recordaba y decidió simular que él tampoco la conocía—. ¿Vive en la isla?

—Ya no.

Jo se colocó la cámara sobre la espalda para no golpear con ella el vehículo.

Nate se fijó en la máquina. Era una Nikon. Compacta, silenciosa y más resistente que otros modelos, solían elegirla los profesionales. Su padre tenía una. Él también.

—¿Ha salido para hacer fotografías bajo la lluvia?

—Cuando salí no llovía —contestó ella—. Pronto tendrá que cambiar la correa del ventilador, pero ahora no es ese el problema. —Se enderezó mientras la lluvia caía sobre ella—. Suba al coche e intente ponerlo en marcha para que oiga cómo suena.

—Usted manda.

Jo sonrió al verlo entrar en el todoterreno. No cabe duda de que le he herido en su orgullo masculino, pensó. Inclinó la cabeza al oír el quejido del motor, apretó los labios y examinó de nuevo bajo el capó.

—¡Arranque otra vez! —A continuación añadió en voz baja—: El carburador.

—¿Qué?

—El carburador —repitió mientras con el pulgar levantaba la tapa metálica—. Póngalo en marcha de nuevo. —Esa vez el motor volvió a la vida. Con una expresión satisfecha, cerró el capó y se acercó a la ventanilla del conductor—. Se pega y queda cerrado, eso es todo. Más vale que lo examine un mecánico. De todos modos, por el sonido del motor, creo que necesita una revisión. ¿Cuándo lo pusieron a punto por última vez?

—Lo compré hace quince días. Me lo vendió un amigo.

—¡Ah!, eso es un error. En fin, de momento le hará su servicio.

Antes de que se alejara, Nathan sacó el brazo por la ventanilla para cogerle la mano. Notó que era fina, larga, elegante y a un tiempo fuerte.

—Espere, la llevaré… Está diluviando y es lo menos que puedo hacer.

—No es necesario. Puedo…

—Tal vez tenga otra avería. —Le dedicó una sonrisa encantadora y persuasiva—. En ese caso, ¿quién me arreglará el carburador?

Jo consideró que era una tontería negarse, y una tontería aún mayor sentirse atrapada sólo porque le había cogido la mano. Se encogió de hombros.

—Está bien. —Se echó hacia atrás y se sintió aliviada cuando él la soltó de inmediato. Rodeó el todoterreno y se instaló empapada en el asiento del pasajero—. Bueno, el interior está en buen estado.

—Mi amigo me conoce demasiado bien. —Nathan puso en marcha los limpiaparabrisas y miró a Jo—. ¿Adónde va?

—Suba por este camino y en el primer desvío doble a la derecha. Sanctuary no queda lejos; en fin, en Desire nada queda lejos.

—Estupendo. Yo también voy a Sanctuary.

—¿Ah, sí? —Dentro del coche el aire era espeso y pesado. El aguacero que borraba los árboles y ahogaba todos los sonidos, parecía aislarlos. Jo procuró disimular su turbación y lo miró directamente a los ojos—. ¿Se quedará en la casa grande?

—No; sólo voy a buscar las llaves de la cabaña que he alquilado.

—De modo que se quedará seis meses. —Se tranquilizó cuando él empezó a conducir, libre por fin del escrutinio de sus intensos ojos grises—. Serán unas largas vacaciones.

—De hecho trabajaré aquí. Sólo quería cambiar de aires.

—Desire queda lejos de su hogar —comentó Jo, que sonrió cuando él la miró—. Los de Georgia reconocemos a un yanqui de inmediato, no sólo por el acento, sino también por la forma de moverse. —Se echó hacia atrás el pelo mojado. Si hubiera vuelto caminando, pensó Jo, no habría tenido que buscar temas de conversación. Con todo, hablar era mejor que soportar un silencio embarazoso—. ¿No habrá alquilado la cabaña Little Desire, la que está junto al río?

—¿Cómo lo sabe?

—¡Ah! Aquí todo el mundo se entera de todo. Además mi familia es la propietaria de las cabañas, así como de la posada y el restaurante, y ayer mismo me asignaron Little Desire, adonde tuve que llevar las sábanas y toallas para el yanqui que se alojará en ella durante seis meses.

—De manera que, además de mi mecánico, es usted mi ama de llaves. Soy un hombre afortunado. ¿A quién debo llamar si se obstruyen las cañerías?

—En ese caso, encontrará un desatascador en el armario. Si necesita instrucciones para usarlo, se las escribiré. Es aquí donde debe girar —avisó.

Nathan dobló a la derecha y comenzó a ascender por el camino.

—Probaré de nuevo. Si me apetece preparar un par de bistecs, enfriar una botella de vino e invitarla a comer, ¿a quién debo llamar?

—Tendrá mejor suerte con mi hermana. Se llama Alexa.

—¿También arregla carburadores?

Jo dejó escapar una carcajada y meneó la cabeza.

—No, pero es muy bonita y le encanta recibir invitaciones de hombres.

—¿Y a usted no?

—Digamos que soy más selectiva que Lexy.

—¡Ay! —Nathan lanzó un silbido y se llevó una mano al corazón—. Ha dado en el blanco.

—Sólo trato de ahorrarnos tiempo a los dos. Allí está Sanctuary —murmuró.

Nathan divisó la casa a través de la cortina de lluvia. Era antigua y magnífica, tan elegante como una belleza sureña vestida para recibir visitas. Decididamente femenina, pensó Nate, con esas líneas fluidas y de un blanco virginal. Altas ventanas con arcos y barandillas de hierro forjado adornaban los balcones, donde las flores surgían de maceteros de arcilla. En los espléndidos jardines, bajo el peso de la lluvia, las flores se inclinaban a los pies del edificio como hadas.

—¡Maravilloso! —murmuró Nathan—. Los elementos que se han añadido armonizan con la estructura original, la acentúan en lugar de modernizarla. Es una combinación maestra de estilos, clásicamente sureña sin respetar los cánones. No podría ser más perfecta si la isla hubiese sido diseñada para esta casa, en lugar de la casa para la isla.

Al detener el vehículo al pie del camino de entrada se percató de que Jo lo miraba con curiosidad.

—Soy arquitecto —explicó—. Los edificios como este me fascinan.

—Bueno, entonces supongo que querrá verlo por dentro.

—Me encantaría. Además quedaría en deuda con usted y por lo menos podría invitarla a comer un bistec en mi cabaña.

—La visita le resultará más interesante si es mi prima Kate quien le muestra la casa. Es una Pendleton —replicó Jo mientras abría la portezuela—. Heredamos Sanctuary a través de los Pendleton. Nadie la conoce mejor que ella. Entre. Podrá secarse un poco y recoger las llaves.

Se apresuró a subir por los escalones, se detuvo en el porche para menear la cabeza y sacudirse el agua del pelo mientras él se acercaba.

—¡Caramba, menuda puerta! —Nathan acarició la madera tallada con actitud reverente. Es extraño que la haya olvidado, pensó. Bueno, no tanto, porque siempre entraba corriendo por la puerta posterior.

—Caoba de Honduras —explicó Jo—, importada a principios del siglo XVIII, mucho antes de que a nadie se le ocurriera desmontar los bosques. Realmente es una belleza. —Accionó la pesada manija de bronce y entraron a Sanctuary—. El suelo es de pino —añadió mientras recordaba a su madre encerándolo con paciencia—, al igual que la escalera principal, cuyas barandas son de roble tallado y se construyeron aquí, en Desire, en la época en que era una plantación especializada sobre todo en el cultivo del algodón. La araña es más reciente; la compró en Francia la esposa de Stewart Pendleton, el magnate naviero que reconstruyó el edificio principal y le agregó las alas. Muchos muebles se perdieron durante la guerra de Secesión, pero Stewart y su mujer viajaban mucho y adquirieron antigüedades que les gustaban y consideraron quedarían bien aquí.

—Tenían buen ojo —comentó Nathan mientras contemplaba las escaleras del amplio vestíbulo y su brillante araña de cristal.

—Y un bolsillo bien lleno —agregó Jo al tiempo que se detenía para permitir que Nathan vagara a su antojo.

Las paredes estaban pintadas de amarillo pálido y suave para que proporcionaran una impresión de frescor durante las tardes calurosas del verano. Unas molduras de madera tallada enmarcaban el techo.

Los muebles eran pesados y grandes. Un par de sillones estilo Jorge II flanqueaban una mesa hexagonal sobre la que había una alta urna de bronce llena de lilas de exquisito perfume.

Aunque no le interesaban las antigüedades, Nathan solía observar con atención todos los aspectos de los edificios, incluido su contenido. Admiró todos los detalles de la decoración y el mobiliario. La mezcla de estilos se le antojó realmente inspirada.

—¡Increíble! —Con las manos en los bolsillos traseros, se volvió hacia Jo—. Supongo que debe de ser maravilloso vivir aquí.

—En efecto —concedió ella con sequedad y cierta amargura. Él arqueó una ceja en un gesto inquisitivo—. Los registros se hacen en aquella sala —indicó.

Se encaminó hacia el pasillo y entró en la primera habitación a la derecha. Observó que alguien había encendido la chimenea, posiblemente con el propósito de crear un ambiente acogedor en ese día lluvioso para los huéspedes que decidieran acudir allí.

Se acercó al escritorio Chippendale y abrió el cajón superior, donde revisó los papeles en busca de los contratos de alquiler de las cabañas. Arriba, en el ala de la familia, había una oficina con un archivo y un ordenador que Kate aún no dominaba. Sin embargo no deseaban entretener a los clientes con trámites tan ordinarios.

—Cabaña Little Desire —dijo Jo tras coger el contrato. Observó que ya contaba con el sello que indicaba que se había recibido el depósito y que estaba firmado por Kate y Nathan Delaney.

Jo lo dejó sobre el escritorio y abrió otro cajón para sacar unas llaves colgadas de un aro con el nombre de la cabaña.

—Esta abre tanto la puerta principal como la posterior, y la más pequeña es la del cuarto trastero que hay debajo de la cabaña. Yo en su lugar no guardaría allí nada importante. Estando tan cerca del río las inundaciones son frecuentes.

—Lo tendré en cuenta.

—Ayer me encargué de instalar el teléfono. Todas las llamadas se cargarán a su cuenta mensual. —Abrió otro cajón del que sacó una carpeta—. Aquí encontrará la información habitual: los horarios del transbordador, cómo alquilar aparejos de pesca o de navegación, si lo desea… También contiene un folleto donde se describen la isla, su historia, flora y fauna. ¿Por qué me mira así? —preguntó de repente.

—Tiene unos ojos preciosos. Es difícil no mirarlos.

Jo le entregó la carpeta.

—Le conviene más mirar lo que hay ahí dentro.

—Está bien. —Nathan la abrió y comenzó a hojear su contenido—. ¿Siempre está usted tan nerviosa o se lo provoco yo?

—No soy nerviosa, sino impaciente. No todos estamos de vacaciones. ¿Se le ocurre alguna pregunta… que se refiera a la cabaña o a la isla?

—De momento no.

—Dentro de la carpeta encontrará las indicaciones necesarias para llegar a la cabaña. Si me hace el favor de firmar el contrato para confirmar que ha recibido las llaves y la información…

Nathan sonrió, sorprendido por la rapidez con que esa mujer olvidaba la típica hospitalidad sureña.

—De acuerdo —dijo al tiempo que tomaba el bolígrafo que le ofrecía.

—El desayuno, la comida y la cena se sirven en el comedor de la posada. Los horarios también figuran en la carpeta. Si le apetece organizar un picnic, se le proporcionará una cesta con la comida necesaria.

Nathan disfrutaba oyendo su voz y aspirando su aroma; olía a lluvia.

—¿Le gustan los picnics? —preguntó.

Ella lanzó un profundo suspiro, le arrebató el bolígrafo de la mano y firmó debajo de la rúbrica del hombre.

—Pierde el tiempo flirteando conmigo, señor Delaney. Simplemente no me interesa.

—Cualquier mujer sensata sabe que una declaración como esa sólo representa un desafío. —Se inclinó para leer su firma.

—Jo Ellen Hathaway —informó ella con la esperanza de que se marchara cuanto antes.

—Me alegro de que me haya rescatado, Jo Ellen. —Le tendió la mano, divertido al ver que ella vacilaba antes de estrechársela.

—Pida a Zeke Fitzsimmons que le revise el todoterreno. Se lo dejará en perfectas condiciones. Le deseo que disfrute de su estancia en Desire.

—Ya ha comenzado mejor de lo que esperaba.

—Entonces no debía de esperar gran cosa. —Retiró la mano y se encaminó hacia la puerta principal—. Ya ha dejado de llover —comentó mientras entraban el aire húmedo y la neblina—. No creo que le resulte difícil encontrar la cabaña.

—No. —Recordaba muy bien el camino—. Estoy seguro de que la encontraré. Volveremos a vernos, Jo Ellen. —Tendré que verla, pensó, por varios motivos.

Ella inclinó la cabeza y cerró la puerta mientras él permanecía inmóvil en el porche, reflexionando.