De pie en la puerta de la terraza oeste, Brian observó a su hermana. Reparó en su aspecto frágil, su expresión tímida, asustada. Sin duda se siente perdida, pensó. Todavía llevaba los pantalones holgados y el suéter demasiado amplio que lucía a su llegada. Se había puesto unas gafas oscuras, redondas, de montura metálica, que Brian supuso utilizaba para trabajar y, en su opinión, acentuaban la impresión de que era una inválida.
Sin embargo solía ser la fuerte, recordó. Desde que era una niña, insistía en hacerlo todo por sí misma, encontrar las respuestas, resolver los problemas, librar sus propias luchas.
Nunca tenía miedo; era la que más alto trepaba a los árboles, la que nadaba hasta más allá del rompiente, la que más rápido corría a través del bosque, y sólo para probar que era capaz, pensó Brian. Tenía la sensación de que Jo Ellen siempre había tenido la necesidad de demostrar algo.
Después, tras la marcha de su madre, Jo parecía decidida a demostrar que no necesitaba nada ni a nadie, aparte de sí misma.
En fin, se dijo Brian, por lo visto ahora necesita algo. Salió a la terraza cuando ella se volvió para mirarlo a través de las gafas de sol, se sentó a su lado en la mecedora y le tendió el plato que llevaba en la mano.
—Come.
Jo miró el pollo frito, la ensalada fresca y el panecillo.
—¿Es el plato especial del día?
—La mayoría de los huéspedes ha decidido organizar un picnic y pedir una cesta con comida. Es un día demasiado bonito para desaprovecharlo.
—La prima Kate dice que estás muy ocupado.
—Bastante. —Comenzó a balancearse en la mecedora, como solía—. ¿Qué haces aquí, Jo?
—En su momento consideré que me vendría bien volver. —Tomó un trozo de pan y lo mordió. El estómago se le revolvió como si rechazara el alimento. Jo insistió y tragó—. Te echaré una mano y no te molestaré.
Al oír el chirrido de la mecedora, Brian pensó que tendría que echarle aceite.
—No recuerdo haber dicho que me molestaras —le replicó con calma.
—Entonces trataré de no molestar a Lexy. —Jo comió otro bocado de pollo y frunció el entrecejo al ver los geranios rosados que caían sobre el borde de una jardinera con querubines tallados—. Puedes decirle que no pienso modificar su estilo.
—Díselo tú misma. —Brian abrió el termo que también había llevado y le sirvió una limonada recién preparada—. No estoy dispuesto a entrometerme en vuestros asuntos, pues de hacerlo lo único que conseguiría sería recibir puntapiés de mis dos hermanas.
—De acuerdo, entonces quédate al margen. —Empezaba a dolerle la cabeza. Tomó el vaso y bebió—. No comprendo por qué me guarda tanto rencor —añadió.
—Sospecho el motivo —replicó Brian arrastrando las palabras antes de llevarse el termo a la boca y beber—. Tú has triunfado, eres famosa, independiente, una estrella en alza en tu profesión; en definitiva, todo a lo que ella aspira. —Cogió el pan recién sacado del horno y lo partió en dos. Le ofreció un trozo a Jo—. Sin embargo, no acabo de entender su actitud.
—Todo cuanto he hecho ha sido para mi propia satisfacción. No he trabajado de firme con la única intención de lucirme ante ella. —Se llevó un trozo de pan a la boca—. No tengo la culpa de que abrigue la ilusión infantil de ver su nombre en luces de neón mientras la gente le arroja rosas a los pies.
—El hecho de que tú lo consideres una fantasía infantil no significa que ese deseo sea menos real para ella. —Levantó la mano al ver que Jo se disponía a hablar—. Sospecho que cualquier día os tiraréis de los pelos y supongo que ella te ganará sin ninguna dificultad.
—No quiero pelearme con ella —repuso Jo con cansancio mientras percibía el aroma de la glicina que se enredaba en un enrejado cercano—. No he venido para pelearme con nadie.
—Eso será un cambio.
La frase arrancó una sonrisa a Jo.
—Tal vez he madurado.
—A veces se producen milagros. Anda, come.
—No recordaba que fueras tan autoritario.
—Procuro ser un poco más duro.
Con una risa sofocada, Jo tomó el tenedor y comenzó a comer.
—Cuéntame las novedades, Bri, y lo que sigue igual.
—Veamos, Giff Verdon ha añadido otra habitación a la casa Verdon…
—Espera —lo interrumpió Jo al tiempo que fruncía el entrecejo—. ¿Te refieres al joven Giff, a ese chico flaco con cara de vaca? ¿El que se moría por Lex?
—El mismo. Giff ha engordado un poco y es muy hábil con el martillo y el serrucho. Ahora le encargamos todas las reparaciones. Todavía suspira por Lexy, pero sospecho que ahora ya sabe cómo actuar.
Jo lanzó un bufido y continuó comiendo.
—Ella lo devorará vivo.
Brian se encogió de hombros.
—Tal vez, pero me temo que Lexy lo encontrará más duro de roer de lo que imagina. Rachel, la chica de los Sanders, se ha comprometido con un universitario de Atlanta, adonde se mudará en septiembre.
—Rachel Sanders. —Jo trató de recordarla—. ¿Era la que ceceaba o la que no paraba de reír?
—La de las risitas… tan agudas que nos volvía sordos a todos. —Satisfecho al ver que Jo comía, se arrellanó en la mecedora y se relajó—. La anciana señora Fitzsimmons murió hace más de un año.
—¡La anciana Fitzsimmons! —murmuró Jo—. Solía desbullar ostras en el porche de su casa mientras su perezoso perro de caza dormitaba a sus pies.
—El perro también murió poco después, supongo que de pena.
—Me dejó hacerle unas fotografías —recordó Jo— cuando aún estaba aprendiendo. Todavía las conservo. Un par no eran malas. El señor David me ayudó a revelarlas. Debía de considerarme una pesada insoportable, pero me dejaba practicar. —Jo se reclinó y comenzó a balancearse con un ritmo tan lento y monótono como el de la isla—. Espero que tuviera una muerte rápida, sin sufrimiento.
—Falleció mientras dormía. Tenía noventa y seis años. No se puede pedir más.
—No. —Jo cerró los ojos—. ¿Qué ha sido de su casa?
—Pasó a sus herederos. En 1923 los Pendleton compraron la mayor parte de las tierras de los Fitzsimmons, pero ella conservó la vivienda y el pequeño terreno que la rodea. Se la legó a la nieta. —Brian tomó un gran trago de limonada—. Es una doctora y ha abierto su consultorio aquí.
—¿De modo que por fin hay médico en Desire? —Jo abrió los ojos y arqueó las cejas—. ¡Bueno, bueno! ¡Es una muestra de civilización! ¿Y la gente acude a ella?
—Parece que sí. Por lo visto ha decidido instalarse en la isla.
—Debe de ser la primera residente permanente que tenemos desde hace… ¿cuánto tiempo?, ¿diez años?
—Más o menos.
—Me pregunto por qué… —Jo se interrumpió de pronto—. ¿No será Kirby, Kirby Fitzsimmons? —añadió—. Cuando éramos pequeños pasó dos veranos en la isla.
—Supongo que le gustó tanto que decidió volver.
—¡Increíble! Kirby Fitzsimmons, y nada menos que doctora. —Experimentó un enorme placer, una sensación que ya le resultaba casi desconocida—. Éramos muy amigas. Recuerdo el verano en que el señor David vino para tomar fotografías y trajo consigo a su familia.
Se alegró al recordar a aquella amiga de acento norteño, las aventuras que habían compartido o imaginado juntas.
—Tú te escapabas con los hijos del señor David y no me dirigías la palabra siquiera. Cuando no daba la lata al señor David para que me dejara su cámara, salía con Kirby para meternos en líos. Caramba, han pasado veinte años. Fue el verano en que…
—El verano en que mamá se marchó —interrumpió Brian.
—Lo recuerdo todo muy borroso —dijo Jo con tono amargo—. Calor, días largos, noches llenas de neblina y sonidos. ¡Y tantas caras! —Deslizó los dedos debajo de las gafas para frotarse los ojos—. Los madrugones para seguir al señor David a todas partes, los bocadillos de jamón, los baños en el río. Mamá me entregó una vieja cámara, la antigua Brownie, y yo corría con Kirby hasta la casa de los Fitzsimmons para tomar fotografías hasta que la señora Fitzsimmons nos ordenaba que nos fuéramos. Disponíamos de tantas horas hasta que el sol se ponía y mamá nos llamaba para la cena. —Cerró los ojos—. Conservo muchas imágenes, y sin embargo no consigo ver ninguna con claridad. Después mamá se marchó. Una mañana me levanté y descubrí que se había ido.
—El verano terminó para nosotros entonces —le murmuró Brian.
—Sí. —A Jo volvían a temblarle las manos. Hundió una en el bolsillo en busca de un cigarrillo—. ¿Piensas en ella alguna vez?
—¿Por qué había de pensar en ella?
—¿No te preguntas adónde fue, qué hizo? —Estremecida, Jo dio una calada mientras en su mente aparecía un par de ojos de largas pestañas y sin vida—. ¿O por qué se fue?
—Ya no tiene nada que ver conmigo. —Brian se puso en pie y cogió el plato—, ni contigo; de hecho, con ninguno de nosotros. Han pasado veinte años, Jo Ellen, y considero que es demasiado tarde para que empecemos a preocuparnos.
Jo observó a Brian que se encaminaba hacia la casa. Sin embargo, yo estoy preocupada por ese asunto, pensó, y también aterrorizada.
Lexy todavía estaba alterada cuando cruzó las dunas rumbo a la playa. Estaba segura de que Jo había regresado para jactarse de su éxito. Su presencia en Sanctuary poco después de que ella hubiera llegado con su fracaso a cuestas no le parecía una mera coincidencia.
Jo se pavonearía y graznaría en señal de triunfo mientras ella se moría de envidia. Sólo de pensarlo le hervía la sangre. Esta vez no, se prometió. Esta vez mantendría la cabeza bien alta, no permitiría que la consideraran inferior. No pensaba seguir interpretando el papel de la hermana menor. He madurado, pensó, y ya es hora de que se den cuenta.
Había mucha gente en la amplia media luna de la playa. Cada grupo marcaba su lugar desplegando toallas y sombrillas de brillantes colores. Notó que varios tenían las cestas de picnic de Sanctuary.
La asaltaron los olores del mar, a pollo frito y bronceadores. Un chiquillo llenaba un cubo de arena con una pala, mientras la madre leía una novela bajo el parasol. Un hombre se transformaba con lentitud en una langosta bajo el sol. Dos parejas a quienes había servido esa mañana el desayuno compartían un picnic y reían mientras escuchaban música en un cassette portátil.
Deseó que no hubiera nadie allí, en su playa. Como necesitaba estar sola, se alejó de la muchedumbre y mientras caminaba distinguió una figura en el agua, el brillo de un par de hombros bronceados y mojados, el resplandor del pelo desteñido por el sol. Giff es un hombre de costumbres, que además seguía los consejos del médico. Siempre nadaba un rato durante el descanso de la tarde. Lexy sabía que estaba enamorado de ella.
No trata de ocultarlo, pensó, y a ella le gustaba recibir las atenciones de un hombre atractivo, sobre todo cuando necesitaba que le levantaran el ánimo. Un poco de flirteo y la posibilidad de acostarse con un hombre sin más compromiso tal vez le alegrarían el día.
Se rumoreaba que a su madre le encantaba coquetear, pero Lexy apenas recordaba nada de ella porque era muy pequeña cuando se marchó; sólo conservaba unas imágenes vagas y perfumes suaves. Con todo, estaba convencida de haber heredado de Annabelle su capacidad para flirtear. A su madre le gustaba acicalarse, sonreír a los hombres, y si la teoría del amante secreto era cierta, Annabelle había hecho algo más que sonreír, al menos en ese caso.
Era la conclusión a la que había llegado la policía después de meses de investigaciones.
Lexy creía ser buena en el sexo; se lo habían dicho tantas veces que lo consideraba una virtud. Por lo que a ella se refería, nada la relajaba tanto. Disfrutaba con las sensaciones ardientes y suaves que experimentaba mientras lo practicaba. Además la mayoría de los hombres ignoraba si mientras hacían el amor, su pareja pensaba en ellos o en un apuesto galán de Hollywood. Rara vez lo notaban, siempre y cuando la mujer actuara bien y Lexy se consideraba una buena actriz.
Decidió que era hora de abrir el telón de terciopelo para Giff Verdon. Extendió sobre la arena la toalla que llevaba, consciente de que él la observaba. Como si se hallara sobre un escenario, Lexy puso todo su corazón en la actuación. Se quitó las gafas de sol y las dejó caer con indolencia. A continuación se desprendió de las sandalias con extrema lentitud y se levantó las faldas del corto vestido veraniego que lucía para deslizarlo por la cabeza como si ofreciera un número de striptease. Cuando se quedó en biquini, dejó caer la prenda de algodón, se echó hacia atrás el pelo con ambas manos y por último entró en el mar contoneando las caderas.
Giff la observó, consciente de que sus movimientos y gestos eran deliberados, pero no le importaba. No podía apartar la vista de Lexy, y tampoco impedir que su cuerpo se pusiera rígido y duro de deseo mientras contemplaba sus curvas, su piel dorada.
Al ver que las olas mecían a Lexy, se imaginó dentro de ella a merced del oleaje. Advirtió que ella también lo miraba riendo; el verde de sus ojos se confundía con el del mar.
La muchacha se sumergió y apareció de nuevo con el pelo mojado.
—El agua está fría —exclamó entre risas.
—Por lo general no te bañas en el mar hasta junio.
—Tal vez hoy necesitaba el agua fría. —Dejó que una ola lo acercara a él.
—Mañana estará aún más fría —le informó él—. Va a llover.
—Mmm. —Lexy flotó unos instantes tendida de espaldas al tiempo que contemplaba el cielo—. Entonces quizá vuelva. —Se puso en pie y comenzó a caminar por el mar.
Lexy estaba acostumbrada a que, desde la adolescencia, Giff observara todos sus movimientos. Eran de la misma edad y se habían criado juntos. Sin embargo Lexy notaba que durante el año que había permanecido en Nueva York Giff había cambiado. Su rostro era más fino, y su boca había adquirido una expresión más firme. Las largas pestañas que en la adolescencia eran motivo de burla por parte de sus amigos ya no parecían afeminadas. Tenía el pelo castaño, muy lacio, y los ojos castaño oscuro. Cuando le sonrió, se le formaron unos hoyuelos en las mejillas.
—¿Ves algo interesante? —preguntó Giff.
—Tal vez. —Le gustaba la voz del muchacho. Las palpitaciones que sentía en el estómago eran inesperadamente fuertes.
—Supongo que habrás venido hasta aquí a nado, medio desnuda, por algún motivo. No negaré que he disfrutado con el espectáculo, pero ¿te importaría decirme de qué se trata? ¿O prefieres que lo adivine?
La joven echó a reír.
—Tal vez sólo quería refrescarme.
Eso supongo. —Le sonrió, contento de saber que la conocía mucho mejor de lo que ella pensaba—. Me he enterado de que Jo ha llegado en el transbordador de la mañana.
La sonrisa se borró del rostro de Lexy y sus ojos adquirieron una extraña frialdad.
—¿Y qué?
—De modo que supongo que tendrás ganas de eliminar algunas tensiones. ¿Te gustaría utilizarme para lograrlo? —Al ver que comenzaba a nadar hacia la orilla, la siguió y la cogió por la cintura—. Te complaceré —afirmó mientras ella trataba de liberarse—. De hecho siempre lo he deseado.
—Aparta las manos de… —Se interrumpió cuando él posó la boca en la suya. No sospechaba que Giff Verdon fuera capaz de moverse con tal rapidez y decisión.
Tampoco se había fijado nunca en que sus manos eran grandes, ni había imaginado que su boca fuera tan… sensual. Lexy procuró guardar las formas, pero al final no pudo evitar lanzar un gemido y separar los labios para invitarlo a continuar.
Lexy tenía el sabor que él había supuesto. Las fantasías que se había forjado durante diez años se desmoronaron y se renovaron con colores frescos y brillantes, alimentados por el amor y un deseo inesperado.
Cuando ella enlazó las piernas alrededor de su cintura, Giff estaba perdido.
—Te deseo. —Deslizó los labios por la garganta de Lexy, mientras las olas los mecían—. Sabes que siempre te he deseado.
El agua cubrió la cabeza de Lexy y la absorbió hacia abajo. Cuando emergió al sol radiante, Giff volvió a besarla en la boca.
—Entonces, adelante —dijo entre jadeos, sorprendida por la urgencia de su lascivia—. Aquí mismo, ahora.
Él la había deseado así desde que tenía edad para recordar, preparada y ansiosa. El sexo le palpitaba de forma casi dolorosa por la necesidad de estar dentro de ella, de hacerla suya. Sin embargo sabía que si obedecía a su instinto, la tomaría y la perdería con la rapidez de un relámpago.
Así pues, deslizó las manos por la cintura de Lexy para rodearle las nalgas y la atormentó con los pulgares hasta que los ojos de la joven se nublaron.
—Yo he esperado, Lex. —La soltó—. Tú también puedes esperar.
Ella luchó por mantenerse a flote y escupió agua mientras lo miraba con perplejidad.
—¿A qué viene esto?
—No me interesa rascarte cuando te pica para que después te alejes ronroneando. —Levantó una mano para apartarse el pelo empapado de la cara—. Cuando estés decidida a algo más que eso, ya sabes dónde encontrarme.
—¡Hijo de puta!
—Ve a desahogar tu furia, querida. Ya hablaremos cuando hayas tenido tiempo de pensarlo con tranquilidad. —De repente le aferró el brazo—. Haremos el amor cuando me necesites de verdad.
Lexy le apartó la mano.
—¡No vuelvas a tocarme!
—Claro que te tocaré —replicó mientras ella se alejaba nadando—, y hasta me casaré contigo —añadió en un susurro. Exhaló una larga bocanada de aire al verla salir del agua—. A menos que me mate primero.
Para aplacar su deseo, se sumergió en el mar.
Jo había reunido la energía necesaria para dar un paseo. Cuando caminaba por los jardines, se topó con Lexy, que se acercaba a toda prisa. No se había molestado en secarse, de manera que el vestido se le adhería al cuerpo. Jo enderezó los hombros y arqueó una ceja.
—¿Cómo está el mar?
—¡Vete al infierno! —Jadeante y todavía humillada, Lexy se detuvo.
—Me temo que ya estoy en él. Debo reconocer que me habéis dispensado la bienvenida que esperaba.
—Es lógico. Este lugar no significa nada para ti, y nosotros tampoco.
—¿Cómo sabes que no significa algo para mí, Lexy?
—No te veo cambiando sábanas ni sirviendo mesas. ¿Cuándo fue la última vez que limpiaste un baño o fregaste un suelo?
—¿Es eso lo que has estado haciendo esta tarde? —Jo miró las piernas húmedas y cubiertas de arena de su hermana y su pelo empapado—. Debía de ser un cuarto de baño enorme.
—No tengo por qué darte explicaciones.
—Lo mismo digo, Lex. —Cuando Jo echó a andar, Lexy la cogió del brazo.
—¿Por qué has vuelto?
De repente Jo se sintió agotada y le entraron ganas de llorar.
—No lo sé. En cualquier caso no pretendo pelearme ni contigo ni con nadie. Estoy demasiado cansada…
Lexy la miró con sorpresa. En otra época, su hermana no habría dudado en ofenderla con su sarcasmo. Jamás había visto a Jo temblar de esa manera.
—¿Qué te sucede?
—Te lo diré en cuanto lo descubra. —Jo apartó la mano de su hermana—. Déjame en paz, y yo procuraré no molestarte.
Se alejó con rapidez por el sendero en dirección al mar. No miró las dunas ni levantó la vista para admirar el vuelo de la gaviota que gritaba con estridencia. Necesito reflexionar, pensó, durante un par de horas para decidir qué debo hacer, cómo decírselo… si al final consideraba que debía decirlo.
¿Podía hablarles de su crisis nerviosa? ¿Contarles que había estado dos semanas internada en un hospital por un desequilibrio mental? ¿La escucharían con comprensión, con hipocresía o con hostilidad?
¿Y qué importancia tenía?
¿Acaso podía explicarles lo de las fotografías? Aunque mantuvieran una relación distante, eran su familia. ¿Valía la pena someterlos al dolor de desenterrar el pasado? Y si alguno exigía ver la fotografía, tendría que decirles que había desaparecido.
Como Annabelle.
O que nunca había existido.
La creerían loca. ¡Pobre Jo Ellen! Loca como una cabra.
¿Podría decirles que, después de salir del hospital, había permanecido varios días encerrada en su apartamento, sin parar de temblar? ¿Que había buscado con desesperación la fotografía que demostraría que no era una demente?
Había regresado a su hogar porque al final había reconocido que estaba enferma. Si hubiera prolongado un día más su encierro, jamás habría reunido el coraje necesario para volver a salir.
Aún conservaba la imagen de la fotografía en la mente; la textura, los tonos, la composición. Mostraba a su madre cuando era joven. ¿Acaso no era así como Jo la recordaba? Joven, con el cabello largo, ondulado, la piel tersa… Si sufría alucinaciones en las que aparecía su madre, era lógico que la viera tal como era cuando se marchó.
Tenía casi la misma edad que yo ahora, pensó. Posiblemente esa era otra de las causas de su miedo, los sueños y el nerviosismo. ¿Annabelle era tan inquieta y nerviosa como su hija mayor? ¿Habría tenido de verdad un amante? Habían corrido rumores al respecto, comentarios que hasta una criatura llegaba a entender.
Antes de su marcha nunca había habido rastros de un amante ni sospechas de infidelidad, pero después las habladurías circularon sin cesar.
Cabía suponer que Annabelle era discreta e inteligente, pues en ningún momento había dado muestras de querer escapar.
¿Mi padre no lo sospechó?, se preguntó Jo. Sin duda un nombre debía darse cuenta de si su mujer estaba inquieta, insatisfecha o se sentía desgraciada. Sabía que sus padres habían discutido por cuestiones que atañían a la isla, pero ¿era eso motivo suficiente para decidir partir, para abandonar el hogar, al marido y los hijos? ¿Su padre nunca adivinó sus intenciones o acaso ya por aquel entonces hacía caso omiso de los sentimientos de quienes lo rodeaban?
Le resultaba difícil recordar si Sam había sido distinto alguna vez. En todo caso, tenía la certeza de que en una época había habido risas en esa casa. Sus ecos todavía resonaban en su mente, poblada además de imágenes de sus padres abrazados en la cocina, de su madre riendo o caminando por la playa de la mano de su esposo.
Con el paso del tiempo se habían vuelto borrosas, pero estaban allí. Y eran reales. Si había logrado almacenar tantos recuerdos de su madre en su memoria, también podría recuperarlos. Tal vez entonces comenzaría a entender y decidiría qué debía hacer.
Al oír ruido de pasos levantó la mirada y vio un hombre con una gorra que le ocultaba los ojos. Caminaba con paso resuelto.
Otra escena largo tiempo olvidada surgió en su mente. Se vio como una niña que corría por el sendero, con el pelo al viento, riendo y saltando mientras él extendía los brazos para recibirla, alzarla en el aire y luego estrecharla.
Parpadeó para alejar la imagen y detener las lágrimas que pugnaban por aflorar a sus ojos. Él no sonrió, y Jo comprendió que, por más que se empeñara en negarlo, veía en ella a Annabelle.
Jo levantó el mentón y lo miró a los ojos.
—¡Hola, papá!
—Jo Ellen. —Se detuvo a treinta centímetros de distancia y la observó. Kate tenía razón. Estaba pálida, parecía enferma. Como no sabía cómo acariciarla, prefirió creer que de todos modos a ella no le gustaría que lo hiciera. Hundió las manos en los bolsillos—. Kate me anunció que habías vuelto.
—Llegué en el transbordador de la mañana —explicó ella, aunque sabía que la información era innecesaria.
Permanecieron en silencio unos minutos, más incómodos que si fueran unos desconocidos.
—¿Tienes problemas? —preguntó Sam.
—Sólo he decidido tomarme unas vacaciones.
—Estás demacrada.
—Últimamente he trabajado demasiado.
Con el entrecejo fruncido, el hombre miró la cámara que colgaba del cuello de Jo.
—Pues no parece que estés de vacaciones.
Con expresión ausente, la joven acarició la cámara.
—Es difícil desprenderse de las viejas costumbres.
—Es cierto. —Respiró hondo—. Hoy hay una luz preciosa y las olas son grandes. Creo que sería una fotografía bonita.
—Iré a verlo. Gracias.
—Te aconsejo que la próxima vez te pongas un sombrero. Es probable que el sol te queme.
—Sí, tienes razón. Lo recordaré.
A él no se le ocurrió nada más que decir, de manera que inclinó la cabeza a modo de saludo y siguió subiendo por el sendero.
—Cuidado con el sol.
—Lo tendré. —Jo se volvió con rapidez y echó a andar como aturdida porque en su padre acababa de oler la isla, ese perfume misterioso que le destrozaba el corazón.
A kilómetros de distancia, bajo la luz roja del cuarto oscuro, introdujo el papel en una bandeja de líquido de revelado. Le gustaba recrear un momento tan lejano, ver cómo cobraba forma, sombra tras sombra, línea tras línea.
Ya casi había terminado la primera fase y quería gozarla, sacar de ella todo el placer posible antes de seguir adelante.
Por fin había conseguido que regresara a Sanctuary. Dejó escapar una risita al pensarlo. De momento todo estaba saliendo como lo había planeado. Era allí donde la quería; de lo contrario, habría acabado con ella antes.
Todo debía ser perfecto. Él conocía la belleza de la perfección y la satisfacción que proporcionaba trabajar con cuidado para crearla. No Annabelle, sino su hija; un círculo perfecto que se cerraba. Ella sería su triunfo, su obra maestra.
Reclamarla, tomarla, matarla.
Cada etapa del proceso debía ser captada en fotografías. ¡Ah, cómo apreciaría eso Jo! Estaba impaciente por explicárselo todo, a ella, la única persona capaz de comprender su ambición y su arte.
La obra de Jo le atraía y la comprendía hasta el punto de que se sentía como un amigo íntimo de la artista. Y llegarían a ser aún más íntimos.
Sonriendo, sacó el papel de la bandeja con el revelador y lo levantó para colocarlo en el fijador. Comprobó la temperatura del líquido y esperó con paciencia antes de encender la luz blanca para examinar la fotografía.
Una belleza, una verdadera belleza. Una hermosa composición. Iluminación espectacular… un halo tan perfecto sobre el pelo, sombras adecuadas para perfilar el cuerpo y destacar el tono de la piel.
Cuando la fotografía estuvo completamente fijada, la sacó de la bandeja y la colocó bajo el agua corriente para lavarla. Ahora podía permitirse soñar con lo que vendría.
Se sentía más cerca que nunca de ella, a quien quedaba ligado por las fotografías que reflejaban la vida de ambos. Ansiaba enviarle la siguiente, pero debía elegir el momento con sumo cuidado.
A su lado, sobre la mesa de trabajo, había un diario abierto cuyo texto aparecía desteñido por el tiempo.
El momento decisivo es la meta de mi trabajo. Captar ese evento corto y pasajero donde todos los elementos, toda la dinámica de un tema, alcanzan el clímax. ¿Qué momento más decisivo puede haber que el de la muerte? ¿Y qué control mayor puede ejercer el fotógrafo sobre ese momento, sobre la posibilidad de captarlo en la película, que planear, escenificar y provocar esa muerte? Ese único acto une al sujeto y al artista, los convierte en parte del arte y de la imagen creada.
Dado que sólo mataré a una mujer, que sólo manipularé un momento decisivo, la he elegido con gran cuidado.
Se llama Annabelle.
Con un suspiro, colgó la fotografía para que se secara y encendió la luz blanca para estudiarla mejor.
—Annabelle —murmuró—, tan hermosa. Y tu hija es tu viva imagen.
Dejó allí a Annabelle y salió para ultimar los preparativos de su viaje a Desire.