Jo estaba de pie junto a la ventana de su antigua habitación. El paisaje era el mismo. Bonitos jardines que esperaban a que alguien arrancara las malas hierbas y los regara. Los alhelíes ya habían florecido, y las campanillas azules se mecían a merced del viento. Las violetas exhibían sus caritas insolentes, custodiadas por las altas espadas de los iris púrpura y los alegres tulipanes amarillos.
Contempló las palmeras, de distintas clases, y más allá los robles sombríos, junto a los cuales los helechos y las flores silvestres crecían con indiferencia.
La luz era hermosa, plateada y perlada a medida que las nubes avanzaban por el cielo, arrojando leves sombras. La imagen era de paz, de soledad, y poseía la perfección de un cuento de hadas. Si Jo hubiese tenido la energía suficiente, habría salido para captarla con la cámara y apropiársela.
Había extrañado el lugar. Qué raro es, pensó, comprender de pronto que añoraba la vista desde la ventana del dormitorio donde pasé casi todas las noches de los primeros dieciocho años de mi vida.
Había dedicado muchas horas a trabajar en el jardín con su madre, a aprender los nombres de las flores, los cuidados que necesitaban, disfrutando al sentir la tierra bajo los dedos y el sol en la espalda. Las aves y las mariposas, el ulular del viento, el paso de las nubes por un cielo muy azul eran recuerdos preciados de su primera infancia.
Por lo visto los había olvidado, pensó al alejarse de la ventana. Todas las fotografías que había tomado allí, tanto con la cámara como con la mente, hacía mucho tiempo que estaban archivadas.
La habitación apenas si había cambiado. En Sanctuary todavía resplandecían el estilo y el buen gusto de Annabelle. Para su hija mayor había elegido una preciosa cama de bronce con dosel. La colcha, de antiguo encaje irlandés, era herencia de los Pendleton, y a Jo siempre le había encantado por su dibujo y su textura, porque parecía resistente e intemporal.
En el empapelado de la pared florecía un alegre motín de campanillas azules sobre un fondo de tono marfil. El mobiliario era acogedor, de color miel. Annabelle había escogido las antigüedades, las lámparas en forma de globo y las mesas de madera de arce, las sillas y los jarrones siempre llenos de flores frescas. Quería que desde pequeños sus hijos aprendieran a convivir con la belleza y la apreciaran. Sobre la repisa de la chimenea de mármol había velas y caracolas. En los estantes de la pared, en lugar de muñecas, había libros. De niña, a Jo no le gustaban las muñecas.
Annabelle estaba muerta. Por mucho que quedara de ella en esa pieza, en la casa, en la isla, estaba muerta. Había fallecido tras su marcha, veinte años atrás, con lo que su abandono se había convertido en un hecho irrevocable.
¡Dios Santo! ¿Qué sentido tiene que alguien haya inmortalizado su muerte en una fotografía?, se preguntó Jo enterrando la cabeza entre las manos. ¿Y por qué enviaban esa prueba de inmortalidad a la hija de Annabelle?
MUERTE DE UN ÁNGEL. Esas palabras estaban escritas en el reverso de la fotografía. Jo las recordaba con claridad. Se llevó la mano al pecho para apaciguar los latidos del corazón. ¿Qué clase de enfermedad es esta?, se preguntó. ¿Qué clase de amenaza? ¿Y qué parte de esa amenaza se dirige a mí?
La había visto, era real, por más que cuando le dieron el alta en el hospital y regresó a su casa la fotografía hubiera desaparecido. No podía admitir que había sido fruto de su imaginación, que había sufrido una alucinación, pues ello significaba reconocer que había perdido la razón.
¿Cómo enfrentarse a tal posibilidad?
El caso era que a su regreso la instantánea ya no estaba allí. Había encontrado las demás, en las que aparecía realizando actividades cotidianas, que habían quedado esparcidas por el suelo del cuarto oscuro, tal como las había dejado al sufrir la conmoción.
Por mucho que la buscó por todo el apartamento, no logró hallar la fotografía que le había causado el ataque de nervios.
Si nunca había estado allí… Cerró los ojos y apoyó la frente contra el vidrio de la ventana. Haberlo inventado, haber deseado, siquiera de manera inconsciente, que esa terrible imagen fuese un hecho, que su madre estuviera expuesta de esa manera y muerta… ¿en qué la convertía?
¿Qué debía aceptar? ¿Su propia inestabilidad emocional o la muerte de su madre?
No pienses más en ello, se dijo. Se llevó una mano a la boca al notar que le costaba respirar. Arrincónalo, ciérralo bajo llave hasta que estés más fuerte. No vuelvas a desmoronarte, Jo Ellen, o terminarás de nuevo internada en un hospital con médicos que te analizarán el cuerpo y la mente.
Debes dominarlo. Respiró hondo, muy hondo. Debes controlarlo hasta que puedas formular todas las preguntas necesarias, hasta que conozcas todas las respuestas.
Decidió que trataría de simular que esa era una visita normal a su casa.
Había bajado la tapa del escritorio para colocar sobre ella una cámara, quizá lo único que se atrevería a desempaquetar. Miró las maletas colocadas sobre la hermosa colcha. La mera idea de abrirlas, de sacar la ropa y colgarla en el armario, de doblarla para guardarla en los cajones le resultaba agotadora, imposible de llevar a cabo. En lugar de ello se sentó en una silla y cerró los ojos.
Lo que debía hacer era pensar y planear. Trabajaba mejor cuando elaboraba una lista de tareas y objetivos, anotados en el orden en que le resultarían más prácticos y eficaces. Volver a casa había sido la única solución, de manera que resultó práctico y eficaz. Se trata, se prometió, del primer paso. De hecho sólo debía poner en orden sus pensamientos y planear el paso siguiente.
Al cabo de unos minutos se sumió en un sueño ligero.
Más tarde, cuando llamaron a la puerta, se sobresaltó y despertó desorientada. Se puso en pie de un salto, avergonzada de haberse quedado dormida en pleno día. Antes de que llegara a la puerta, esta se abrió y se asomó la prima Kate.
—¡Bueno, estás aquí! ¡Por el amor de Dios, Jo, pareces una moribunda! Siéntate y cuéntame lo que te pasa mientras te tomas un té.
Esa actitud sincera y autoritaria era típica de Kate, pensó Jo, que sonrió al verla entrar con una bandeja en las manos.
—En cambio tú tienes un aspecto estupendo.
—Me cuido. —Kate depositó la bandeja sobre la mesa auxiliar y señaló un sillón—. Cosa que a todas luces tú no has hecho. Estás demasiado delgada y pálida, y el peinado no te favorece, pero ya arreglaremos eso más tarde. —Sirvió el té en dos tazas de porcelana color marfil—. Bien, ¿qué ocurre? —preguntó ladeando la cabeza.
—He decidido tomarme unas vacaciones —contestó Jo, que había viajado en coche desde Charlotte con la intención de disponer de tiempo para inventar los motivos que le habían inducido a volver a su casa—. Unas semanas de descanso.
—Jo Ellen, a mí no me engañas.
Nunca conseguí engañarla, pensó Jo. Nadie lograba engañarla desde que llegó a Sanctuary, unos días después de la huida de Annabelle, para pasar una semana; veinte años después permanecía allí.
Dios sabe cuánto la necesitábamos, pensó Jo, consciente de que no conseguiría que Katherine Pendleton la creyera. Bebió el té con lentitud para ganar tiempo.
Kate era prima de Annabelle, y el parecido familiar era evidente en los ojos y la complexión. Sin embargo, mientras que, por lo que Jo recordaba, Annabelle era delicada y muy femenina, Kate era arisca y directa.
Sí, no cabe duda de que se cuida, observó Jo. Llevaba el pelo corto, una especie de gorra pelirroja que armonizaba con su rostro de zorro alerta. Su atuendo era informal, pero jamás se la veía descuidada. Llevaba siempre los tejanos bien planchados, las camisas de algodón almidonadas. Tenía las uñas muy cortas y esmaltadas. A sus cincuenta años, se mantenía delgada y, de espaldas, se la podía confundir con una adolescente.
Había entrado en sus vidas en el momento más desgraciado y nunca les había fallado. Había permanecido a su lado para ayudarles y animarles, y con su estilo directo les había indicado qué debían hacer. Los quería y había creado en Sanctuary una ilusión de normalidad.
—Te he extrañado, Kate —reconoció Jo—. Te lo aseguro.
Kate la miró fijamente un instante y un destello apareció en sus ojos.
—No conseguirás ablandármelo Ellen. Tienes problemas y una única alternativa: contármelos u obligarme a sonsacártelos. De una manera u otra me enteraré de lo que te sucede.
—Necesito descansar.
No lo dudo, pensó Kate, salta a la vista. Conociendo a Jo, le extrañaba que la amargura que delataba su rostro se debiera a un hombre, de modo que sólo quedaba el trabajo. Su profesión la llevaba a lugares lejanos y desconocidos, a menudo peligrosos, donde reinaban la guerra y los desastres. Y sabía muy bien que su joven prima la había antepuesto a su vida y la familia.
Mi pobre y dulce niña, pensó Kate. ¿Qué has hecho? Asió con fuerza la taza para impedir que le temblara la mano.
—¿Te han hecho daño?
—No, no. —Jo depositó el té en la mesita para frotarse los ojos doloridos—. No es más que un exceso de trabajo, estrés. Supongo que durante el último par de meses me he excedido. He estado sometida a una gran tensión.
Las fotografías. Mamá.
Kate frunció el entrecejo; los surcos que se le formaron eran lo que ellos llamaban, y no por afecto, la «arruga culpable de los Pendleton».
—Entonces ¿has perdido tanto peso y te tiemblan las manos a causa de esa tensión, Jo Ellen?
Jo se puso a la defensiva y enlazó en el regazo las manos trémulas.
—Supongo que no me he cuidado demasiado —respondió con una sonrisa—, actitud que pienso modificar.
Mientras tamborileaba los dedos sobre el brazo del sillón, Kate observó el rostro de su prima. La angustia que reflejaba era demasiado profunda para que obedeciera tan sólo a un exceso de trabajo.
—¿Has estado enferma?
—No. —La mentira surgió de su boca con tanta convicción como había planeado. De forma deliberada expulsó de su mente la imagen de la habitación del hospital, persuadida de que Kate la percibiría—. Sólo estoy un poco deprimida. Últimamente no duermo bien. —Inquieta por la mirada fija de Kate, se puso en pie para sacar una cajetilla de tabaco del bolsillo de la chaqueta que había, dejado sobre una silla—. Tengo ese contrato para un libro que te mencioné por carta. Supongo que la responsabilidad me produce estrés. —Encendió un pitillo—. Es algo nuevo para mí.
—Deberías sentirte orgullosa en lugar de preocuparte.
—Tienes razón. —Jo exhaló una bocanada de humo al tiempo que trataba de alejar de la mente la imagen de Annabelle, las fotografías—. Por eso he decidido tomarme unas vacaciones.
No es todo, sospechó Kate, pero por el momento basta.
—Me alegro de que decidieras venir aquí. Gracias a la comida que prepara Brian recuperarás los kilos que has perdido. Además, necesitamos ayuda. La mayor parte de las habitaciones y cabañas ya están reservadas para todo el verano.
—¿De modo que el negocio funciona? —preguntó Jo sin demasiado interés.
—La gente desea alejarse de su rutina diaria. Casi todos los que vienen buscan tranquilidad y soledad, porque de lo contrario irían a Hilton Head o Jekyll. En todo caso, quieren toallas y ropa de cama limpias. —Kate tabaleó con los dedos mientras pensaba en el trabajo que le esperaba esa tarde—. Lexy nos echa una mano —añadió—, pero no se puede confiar en ella. Es tan capaz de desaparecer el día entero como de cumplir con las tareas que se le han encomendado. Ella también ha sufrido algunas desilusiones y el dolor que provoca el crecer.
—Lex tiene veinticuatro años, Kate. Ya es una adulta.
—Algunas personas tardan más que otras en alcanzar la madurez. No es un defecto, sino un hecho. —Kate se puso de pie. No dudaba en defender a sus polluelos, aunque fuera a base de picotazos.
—Y algunas nunca aprenden a enfrentarse a la realidad —apostilló Jo— y se pasan la vida culpando a los demás de sus fracasos y decepciones.
—Alexa no es una fracasada. Nunca te has mostrado comprensiva con ella… ni ella contigo. Eso también es un hecho.
—Nunca le he pedido que sea comprensiva conmigo. —Los viejos resentimientos salían a flote como la grasa sobre el agua sucia—. Jamás he pedido nada ni a ella ni a nadie.
—No, tú nunca has pedido nada, Jo —repuso Kate con tranquilidad—. Si pidieras, tal vez tendrías que devolver algo. Si permitieras que te necesitaran, tal vez deberías admitir que también tú los necesitas. En fin, ya es hora de que los tres os enfrentéis a los hechos. Hace dos años que no os veis.
—Sé muy bien cuánto tiempo ha pasado —replicó Jo con amargura—; Brian y Lexy me han dispensado la bienvenida que esperaba.
—Tal vez si hubieras esperado más, habrías recibido más. —Kate apretó los labios—. Ni siquiera has preguntado por tu padre.
Jo apagó el cigarrillo con enojo.
—¿Qué quieres que pregunte?
—No me hables con ese tono, jovencita. Si piensas quedarte bajo este techo, mostrarás el mismo respeto que te tienen a ti. Mientras estés aquí, cumplirás con tu parte del trabajo. Durante los últimos años tu hermano ha cargado con todo el peso de este establecimiento. Es hora de que la familia lo ayude y de que tú formes parte de la familia.
—No soy una mesonera, Kate, y no creo que Brian quiera que me entrometa en su negocio.
—Nadie te pide que laves la ropa, lustres los muebles o barras la arena de la galería.
Ante el tono helado de su prima, Jo adoptó una actitud desafiante y defensiva.
—En ningún momento he dicho que no asumiré mis obligaciones; sólo quería decir…
—Sé muy bien qué querías decir y te aseguro, jovencita, que estoy harta de esa clase de actitudes. Tú y tus hermanos preferiríais hundiros en el pantano a pediros un favor. Y tú te morderías la lengua con tal de no preguntar por tu padre. Ignoro si esa postura obedece a un exceso de orgullo o de tozudez; en todo caso mientras estés aquí procura ser amable. Este es un hogar, ¡y ya es hora de que lo sintamos como tal!
—Kate… —Jo se interrumpió al ver que su prima se encaminaba hacia la puerta.
—Ahora estoy demasiado furiosa para conversar contigo.
—Sólo quería decir… —Cuando la puerta se cerró con fuerza, Jo tomó aire.
Le dolían la cabeza y el estómago y los remordimientos la ahogaban como una toalla mojada.
Kate se equivoca, pensó. Siento que esta casa es realmente mi hogar.
Desde el borde del pantano, Sam Hathaway observó a un halcón que volaba en busca de caza. Esa mañana había salido antes del amanecer para dirigirse al extremo opuesto de la isla. Sabía que Brian se había marchado a la misma hora, pero no intercambiaron una sola palabra. Cada uno seguía su propio camino.
A veces Sam conducía el todoterreno, pero por lo general caminaba. Algunos días se encaminaba hacia las dunas para ver salir el sol, que teñía el agua de color sangre y luego dorado. Se dedicaba a andar varios kilómetros por la playa, observando el grado de la erosión, buscando algún nuevo montículo de arena. Dejaba las caracolas allí donde las había depositado el mar.
Pocas veces se internaba en las praderas. Eran tan delicadas que hasta la huella de un pie las perjudicaba y cambiaba. Sam se resistía a los cambios.
Algunos días vagaba hasta el límite del bosque, detrás de las dunas, donde los lagos rebosaban de vida y música. Otras mañanas prefería la quietud y la falta de luz que reinaban en el bosque al rugir de las olas. Como la garza que aguarda paciente a que aparezca un pez descuidado, podía permanecer inmóvil largas horas. En ocasiones, cuando se encontraba entre los pantanos, rodeado de sauces llorones y hierba espesa, lograba olvidar la existencia de otro mundo aparte de ese, el suyo. Allí, los caimanes que se ocultaban entre los juncos para digerir la comida y las tortugas que descansaban al sol, con el riesgo de convertirse en alimento de aquellos, le resultaban más reales que los seres humanos.
Con todo, rara vez iba más allá de los estanques para adentrarse en el umbroso bosque, el lugar que más le gustaba a Annabelle. Sin embargo, algunos días se sentía atraído hacia allí, hacia los pantanos y sus misterios, donde existía un ciclo natural que entendía muy bien: crecimiento y decadencia, vida y muerte. Ningún hombre influía en él ni, mientras Sam pudiera impedirlo, lo destruiría.
Observaba cómo los cangrejos escarbaban en las orillas, produciendo un sonido tan suave y apagado como el de las pompas de jabón al reventarse. Sam sabía que, en cuanto él se alejaba, los depredadores se deslizaban sobre el barro para desenterrar a los laboriosos crustáceos y darse un festín.
Todo eso formaba parte del ciclo.
En ese momento, cuando la primavera se hallaba en su esplendor, la hierba pasaba del dorado al verde, y las praderas comenzaban a florecer con los colores de la lavanda y la manzanilla. Había visto llegar más de treinta primaveras a Desire, y nunca dejaban de sorprenderle.
La tierra pertenecía a su mujer, quien la recibió después de que hubiera pasado de generación en generación. En cuanto Sam puso en ella sus pies, la convirtió en suya, del mismo modo que Annabelle fue suya tan pronto como la vio.
No logró mantener a su lado a su esposa, pero a causa de su marcha conservó la hacienda. Sam era un fatalista… No existía manera de escapar al destino.
Había conseguido la tierra gracias a Annabelle, y él la atendía, la protegía con fiereza y jamás la abandonaba.
Ya hacía años que se volvía en la noche en busca del fantasma de su mujer, y cada vez que miraba Desire lo encontraba en todas partes.
Era a la vez su dolor y su consuelo.
Sam observaba las raíces de los árboles, que quedaban expuestas en el lugar donde el agua se comía la tierra en el borde de los pantanos. Algunos afirmaban que era preciso tomar medidas para preservar esas orillas, pero Sam estaba convencido de que la naturaleza dictaba sus propias normas. Si el hombre, con buenas o malas intenciones, cambiaba el curso del río, ¿de qué manera repercutiría en otras zonas? No, nadie debía interferir en las batallas que libraban la tierra, el mar, el viento y la lluvia.
A cierta distancia, Kate observaba a Sam, un hombre alto, delgado, de piel bronceada y cabello oscuro, que comenzaba a encanecer. Su boca era lenta para la sonrisa, y las arrugas que le surcaban el contorno de los ojos, de color garzo, contribuían a mejorar su apariencia. Tenía las manos y los pies grandes, característica que había heredado su hijo. Aun así se movía con gracilidad.
Cuando Kate llegó a Desire no le dio la bienvenida, y en los veinte años que llevaba allí jamás le había pedido que se marchara. En ocasiones Kate se preguntaba qué pensaría o haría Sam si, de repente, empaquetara sus pertenencias y se fuera.
En cualquier caso, dudaba de que alguna vez se marchara de allí, pues estaba enamorada de Sam Hathaway.
En ese momento alzó los hombros y levantó el mentón. Aunque sospechaba que él ya había reparado en su presencia, sabía que no le hablaría a menos que ella lo animara.
—Jo Ellen ha llegado en el transbordador de la mañana.
Sam continuó observando el vuelo del halcón. Sí, sabía que Kate estaba allí, al igual que presumía que debía de existir algún motivo que la hubiera arrastrado hasta el pantano, ya que a su hija no le gustaban el barro ni los caimanes.
—¿Por qué ha venido? —preguntó.
—Es su hogar, ¿no es cierto? —respondió Kate tras lanzar un suspiro de irritación.
—No creas que ella piensa en Sanctuary de esa manera. Hace mucho que dejó de considerarlo su hogar —replicó Sam con lentitud, como si le costara pronunciar las palabras.
—En cualquier caso, es su casa. Tú eres su padre y supongo que querrás darle la bienvenida.
Sam recordó a su hija mayor. Y vio a su mujer con una claridad que le provocó desesperanza y humillación. Con todo, al hablar empleó un tono de indiferencia.
—Más tarde iré a la casa.
—No venía desde hace casi dos años, Sam. ¡Por el amor de Dios, ve a ver a tu hija!
Él se movió con enojo e incomodidad. Por lo general Kate siempre le provocaba esas reacciones.
—Hay tiempo, a menos que decida tomar el transbordador para marcharse esta misma tarde. Recuerdo que no solía permanecer mucho en un mismo lugar, y que siempre estaba impaciente por alejarse de Desire.
—Ingresar en la universidad y forjarse una carrera y una vida propia no significa desertar.
Aunque Sam pareció no inmutarse, Kate adivinó que la flecha acababa de dar en el blanco y lamentó haber tenido que lanzarla.
—Ha vuelto, Sam. No creo que esté en condiciones de ir a ninguna parte por un tiempo.
Kate se acercó a él, le tomó un brazo con firmeza y lo obligó a mirarla. A veces no hay más remedio que plantearle las cosas con claridad, por muy obvias que sean, para que las entienda, pensó. Y era eso lo que se proponía hacer en ese momento.
—Está dolida. Me temo que no se encuentra bien, Sam. Ha perdido peso y está pálida como el papel. Asegura que no ha estado enferma, pero miente.
Por primera vez los ojos de Sam reflejaron preocupación.
—¿Tiene problemas laborales?
¡Bueno, por fin!, pensó Kate, que procuró disimular su satisfacción.
—No se trata de esa clase de dolor —respondió con más suavidad—. Es un sufrimiento interior, por más que no consigo identificarlo. Necesita su hogar, a su familia. Necesita a su padre.
—Si Jo está en un apuro, sin duda lo solucionará, como ha hecho siempre.
—Querrás decir que no ha tenido más remedio que hacerlo —repuso Kate, que deseó zarandearlo hasta aflojar la llave con que ese hombre se había cerrado el corazón—. ¡Maldita sea, Sam! Te necesita.
Él miró hacia los pantanos.
—Ya ha pasado el tiempo en que me necesitaba para que le curara los moretones y le vendara las heridas.
—No; no es así. —Kate retiró la mano del brazo de Sam—. Sigue siendo tu hija, siempre lo será. Belle no fue la única que se alejó, Sam. —Le miró de hito en hito mientras meneaba la cabeza—. Brian, Jo y Lexy también la perdieron, pero no tenían por qué haberte perdido a ti.
Sam sentía una opresión en el pecho y pensó que desaparecería si lo dejaban solo.
—Ya te he dicho que más tarde subiré a la casa. Si Jo Ellen tiene algo que decirme, hablaremos entonces.
—Cualquier día comprenderás que eres tú el que tienes algo que decir a Jo, a todos tus hijos.
Tras estas palabras se marchó, con la esperanza de que Sam lo entendiera cuanto antes.