Kirby corría por la playa al amanecer, mientras por el este asomaba el sol, de un rojo intenso y glorioso. Soplaba un viento fuerte y el cielo amenazaba tormenta. Después de todo, tal vez recibamos el coletazo de Carla, pensó. Quizá de esa manera Brian olvidaría por un tiempo sus problemas.
Deseaba saber cómo ayudarlo. La noche anterior, cuando entró como una tromba en su cabaña, Kirby se limitó a escuchar, de la misma manera que había escuchado a Jo. Sin embargo cuando trató de consolarlo como había consolado a Jo, observó que él rechazaba sus palabras amables y tranquilizadoras, de modo que en su lugar le ofreció pasión y se sintió satisfecha cuando él desahogó toda su infelicidad en el sexo.
No consiguió convencerlo de que se quedara a dormir. Brian se marchó antes de que el sol asomara en el horizonte, y ella comprendió que al menos le había devuelto el equilibrio que necesitaba para regresar a Sanctuary.
Si el hombre a quien amaba tenía problemas y se sentía infeliz, ella también. Se prepararía para permanecer a su lado hasta que se recuperara del golpe y confiaba en aportarle un poco de paz interior.
En ese momento vio a Nathan en la playa. Su sentido de la lealtad luchó contra la razón mientras aflojaba la marcha. Con todo, su deseo de ayudar a los demás se impuso; era incapaz de dar la espalda a una persona que sufría.
—¡Qué mañana! —exclamó para que su voz se oyera por encima del ulular del viento y el bramido de las olas. Se detuvo al lado de Nathan—. Bueno, ¿tus vacaciones responden a tus expectativas?
Él lanzó una carcajada.
—¡Ah, sí! Es el viaje más feliz de mi vida.
—Necesitas un café. Como doctora te diré que la cafeína perjudica al organismo, pero sé que muchas veces obra milagros.
—¿Me estás ofreciendo un café?
—En efecto.
—Te lo agradecería, Kirby, pero ambos sabemos que a Brian no le gustaría que me invitaras a una taza de café. No puedo culparle por ello.
—Tomo mis propias decisiones, Nathan. Por eso está loco por mí. —Le puso una mano en el brazo. No; no podía dar la espalda a una persona que sufría—. Ven a mi cabaña. Considérame la bondadosa doctora de la isla. Desnuda tu alma. —Le sonrió—. Si lo prefieres, te cobraré la visita.
Nathan respiró hondo.
—Una taza de café me sentará tan bien como hablar con alguien.
—Entonces, vamos. —Con los brazos enlazados, se alejaron de la costa—. De manera que los Hathaway te hicieron pasar un mal rato.
—En realidad no lo sé. Dadas las circunstancias, se mostraron bastante amables. ¡La hospitalidad sureña! Después de decirles que mi padre violó y mató a Belle, no trataron siquiera de lincharme.
Kirby se detuvo al pie de los escalones.
—Es una tragedia terrible, no cabe duda, pero ninguno te culpará una vez que hayan tenido tiempo de recapacitar.
—Jo es la única que no me culpa.
—Está enamorada de ti.
—Lexy tampoco me lanzó ningún reproche —murmuró—. Me miró a los ojos, con las mejillas mojadas por las lágrimas, y dijo que yo no era responsable de lo ocurrido.
—Lexy simula, finge y se hace la tonta, pero no lo es. —Abrió la puerta y se volvió hacia Nathan—. Tiene razón al decir que no eres responsable de nada de esto.
—Trato de convencerme de que no lo soy, sobre todo porque me he enamorado dejo. No obstante, esto no ha terminado, Kirby. Ha muerto otra mujer, de manera que no ha terminado.
Ella asintió.
—También hablaremos de eso.
Carla atacó la costa sudeste de Florida antes de seguir rumbo hacia el norte. En su camino caprichoso bailó sobre Fort Lauderdale, donde destruyó casas y se cobró algunas vidas, pero no parecía decidida a quedarse.
Su ojo era frío y amplio, su aliento rápido y ansioso. Había cobrado fuerzas desde su nacimiento en las cálidas aguas del Caribe.
Como una prostituta despiadada, viró hacia el mar para clavar sus afilados tacones en la estrecha línea de islas que encontró en su camino.
Lexy entró presurosa en la habitación donde Jo alisaba la colcha de la cama. La luz del sol, cálida y brillante, se colaba por las puertas abiertas del balcón y destacaba las ojeras de Jo, que delataban una noche de insomnio.
—Carla acaba de arrasar St. Simons —comunicó Lexy casi sin aliento después de haber subido corriendo por los dos tramos de escaleras.
—¿St. Simons? Creí que se dirigía hacia el oeste.
—Cambió de opinión y viró hacia el norte. El último informe anuncia que si mantiene el curso y la velocidad, llegará aquí antes de que caiga la noche.
—¿Es muy fuerte?
—Ha alcanzado la categoría tres.
—Eso significa que desata unos vientos de casi ciento cincuenta kilómetros por hora.
—Evacuaremos a los turistas antes de que el mar se embravezca e impida que circulen los transbordadores. Kate quiere que nos eches una mano con los huéspedes. Giff y yo nos encargaremos de que suban al transbordador.
—Está bien, enseguida bajo. Esperemos que la maldita Carla cambie de opinión, se dirija hacia el mar y nos deje en paz.
—Papá habla por radio para enterarse de las últimas noticias. Brian ha ido a ver si el barco está preparado y si dispone de combustible suficiente por si acaso también nosotros hemos de abandonar la isla.
—Papá no se marchará. Aguantará el huracán aunque tenga que atarse a un árbol.
—En cambio tú sí piensas irte. —Lexy se acercó a su hermana—. He entrado en la habitación y he visto las maletas abiertas, casi preparadas.
—Hay más motivos para que me vaya que para que me quede.
—Te equivocas, Jo. Hay más motivos para que te quedes, por lo menos hasta que solucionemos este asunto. Además, hemos de enterrar a mamá.
—¡Oh, Dios, Lexy! —Jo se cubrió la cara con las manos.
—No me refiero a su cuerpo. Colocaremos una lápida en el cementerio y nos despediremos de ella. Nos quería, pero hasta ahora lo ignoraba. Creía que se había marchado por mi culpa.
—¿Cómo se te ocurrió pensar algo así?
—Yo era la menor. Pensé que tal vez no quería otra criatura, que no quería tenerme a mí; por eso siempre me he esforzado por ganarme el cariño de los demás. Estaba dispuesta a ser lo que los otros prefirieran; idiota o inteligente, inútil o competente. —Se acercó al balcón y cerró las puertas—. He cometido muchas estupideces, y es probable que siga cometiéndolas. Sin embargo, al conocer la verdad algo cambió en mi interior. Necesito despedirme de ella. Todos debemos darle nuestro último adiós.
—Me avergüenzo por no haber pensado en ello —murmuró Jo—. Si me voy antes de que se lleve a cabo la ceremonia, regresaré. Te lo prometo. —Se inclinó para recoger las sábanas que había quitado de la cama—. A pesar de todo, me alegro de haber vuelto, de que nuestra relación haya mejorado.
—Yo también. —Lexy sonrió—. Tal vez no te importaría hacerme algunas fotografías para que las presentara a los castings. Les impresionará ver que las ha tomado una de las fotógrafas más importantes del mundo.
—Si conseguimos librarnos de Carla, organizaremos una sesión fotográfica para dejar boquiabiertos a todos los encargados de casting de Nueva York.
—¿En serio? ¡Estupendo! —Miró hacia el cielo con el entrecejo fruncido—. ¡Maldito huracán! Siempre surge algo que obliga a postergar las cosas que valen la pena. Tal vez podamos alquilar un par de días un estudio en Savannah y…
—Lexy.
—Bueno, está bien, pero es más divertido pensar en eso que clavar planchas de madera. Por supuesto, es probable que Giff me considere inútil para esa tarea; entonces me dedicaré a examinar mi guardarropa y decidir qué me pondré para la sesión de fotos. Quiero aparecer sensual y un tanto rebelde. Si pudiéramos conseguir alguna especie de ventilador para…
—¡Lexy! —repitió Jo con cierta exasperación.
—Ya me voy, ya me voy. Tengo un vestido de fiesta precioso. —Echó a andar hacia la puerta—. Y si Kate me prestara el collar de perlas de la abuela.
Jo rio al oír que Lexy se alejaba hablando por el pasillo. Era evidente que las personas no cambiaban demasiado. Introdujo las sábanas en la cesta de la ropa sucia y observó que en una habitación con la puerta abierta una pareja preparaba el equipaje con celeridad. Supuso que la mayoría de los huéspedes haría lo mismo en esos momentos.
Cobrar las facturas a los veraneantes, que por lo general era un trámite sin mayor complicación, ese día exigiría mucha paciencia.
En cuanto bajó advirtió que no exageraba. Las maletas se apilaban junto a la puerta, y en la sala de estar se había congregado media docena de huéspedes; unos caminaban nerviosos de arriba abajo en tanto que otros miraban desde las ventanas el cielo como si temieran que se abriera en cualquier momento.
Kate estaba sentada al escritorio, rodeada de papeles. Cuando vio a Jo, forzó una sonrisa.
—No; no se preocupe. Nos ocuparemos de que todo el mundo llegue sano y salvo al transbordador. Cada hora sale uno de ellos hacia tierra firme. —Ante la confusión de voces que preguntaban, levantó una mano—. Yo misma llevaré al primer grupo al embarcadero. Mi sobrina se encargará de todos los trámites. —Dirigió a Jo una mirada desesperada con la que pretendía pedirle perdón—. Señores Littleton, salgan con su familia y suban al vehículo que se dirige al puerto. Los acompañarán los señores Parker y la señorita Houston. Pido a los demás que tengan un poco de paciencia; mi sobrina los atenderá enseguida. —Acto seguido se abrió paso entre los clientes y cogió a Jo del brazo—. Tengo que salir. Se comportan como si corriéramos el riesgo de sufrir un ataque nuclear.
—Es posible que la mayoría de ellos nunca se haya topado con un huracán.
—Por eso me alegro de ayudarlos a que se marchen. ¡Por el amor de Dios! La isla ha resistido numerosos huracanes y aguantará otro más.
Puesto que era preciso que hablaran en privado, Kate condujo a Jo al baño del vestíbulo, el único lugar vacío. Cerró la puerta con llave antes de exhalar un suspiro de satisfacción.
—Lamento dejarte rodeada de esta multitud.
—No te preocupes. Llevaré al siguiente grupo en el todoterreno.
—No —replicó Kate con firmeza. Tras respirar hondo, se lavó la cara con agua fría y añadió—: No debes salir de esta casa, Jo Ellen, y menos sola. Ya tenemos bastantes preocupaciones.
—¡Por el amor de Dios! Cerraré con llave las portezuelas del vehículo.
—Te he dicho que no, y no pienso discutir. No tengo tiempo. Serás de gran ayuda aquí, tratando de que los turistas mantengan la calma. Debo recoger a algunas personas de las cabañas. Brian ha ido al campamento. Dentro de poco llegará otro grupo aterrorizado.
—Está bien, Kate. Como quieras.
—Tu padre ha bajado la radio a la cocina. —Kate cogió a Jo por los brazos—. Te oirá si gritas. No corras ningún riesgo, por favor.
—Desde luego que no. Tengo que llamar a Nathan.
—Le he telefoneado, pero no contesta. Pasaré por su cabaña antes de traer el próximo grupo. Me sentiría más tranquila si estuviera con nosotros.
—Gracias.
—No me lo agradezcas, querida. Te he endilgado una tarea bien dura. —Kate respiró hondo, se irguió y abrió la puerta.
Jo hizo una mueca al oír las voces que llenaban la sala de estar.
—Vuelve pronto —dijo con una débil sonrisa mientras se encaminaba hacia la línea de fuego.
Fuera, Giff colocaba una plancha de madera sobre la ventana del comedor. Agachada a sus pies, Lexy martilleaba un clavo con rapidez sin parar de hablar, pero Giff apenas si le prestaba atención. El viento había cesado, y la luz comenzaba a teñirse de un tono amarillento.
Se acerca, pensó Giff, y con más rapidez de lo que esperábamos. Probablemente su familia se refugiaría en Sanctuary.
Había ordenado a su primo y dos amigos que protegieran con tablones las cabañas. Necesitaban más manos.
—¿Ha avisado alguien a Nathan?
—No lo sé. —Lexy sacó otro clavo de la bolsa—. De todos modos, papá no permitiría que nos ayudara.
—El señor Hathaway es un hombre sensato, Lexy, y ha tenido una noche entera para reflexionar.
—Es tan tozudo como una mula, y Brian no se queda atrás. Esto es como culpar a los tataranietos del cretino de Sherman de haber incendiado Atlanta.
—Supongo que algunos lo hacen.
—Sí, los que no tienen dos dedos de frente. —Con los labios apretados, Lexy colocó otro clavo—. Me entristecería tener que admitir que mi padre y mi hermano son un par de idiotas, además de unos cegatos, porque hasta una octogenaria con cataratas se daría cuenta de que Nathan quiere a Jo Ellen. —Se enderezó y sopló para apartarse el pelo de los ojos. A continuación miró a Giff con el entrecejo fruncido—. ¿Por qué sonríes de esa manera? ¿Tengo la cara sucia?
—Eres lo más hermoso que he visto en mi vida, Alexa Hathaway, y siempre me sorprendes, por mucho que crea conocerte.
—Bueno, querido… —Ladeó la cabeza y batió las pestañas—. Reconozco que soy encantadora.
Giff introdujo la mano en el bolsillo del pantalón.
—Había planeado que fuera diferente, pero creo que nunca te he amado más que en este instante.
Sacó una cajita del bolsillo y, cuando la abrió, observó que Lexy abría los ojos como platos. El pequeño diamante engarzado en el anillo de oro destellaba a la luz del sol.
—Cásate conmigo, Alexa.
A la muchacha se le saltaron las lágrimas y comenzaron a temblarle las manos.
—¡Oh! ¿Cómo has podido estropearlo de esta manera? —Dio media vuelta y golpeó con el martillo la pared.
—Como acabo de decir —murmuró él—, siempre me sorprendes. ¿Quieres que guarde el anillo y te lo entregue mientras cenamos a la luz de unas velas?
—¡No, no! —Con un pequeño sollozo, comenzó a hincar otro clavo—. Guárdalo. Devuélvelo. No puedo casarme contigo.
—¿Por qué?
Lexy se volvió hacia él con furia.
—Sabes que si insistes al final aceptaré, que cederé porque te quiero. Entonces tendré que renunciar a todo lo demás. Me quedaré en esta maldita isla, en lugar de regresar a Nueva York e intentar triunfar en el teatro. Con el paso de los años, me arrepentiré y te odiaré porque me impediste probar suerte. Durante toda mi vejez me preguntaré si hubiera podido llegar a ser alguien.
—¿Y qué te induce a creer que pretendo que renuncies a Nueva York y al teatro? Quiero lo mejor para ti, Lexy, y comparto todos tus sueños.
Ella se enjugó las lágrimas con la mano.
—No te comprendo. No entiendo lo que dices.
—Trato de explicarte que yo también he trazado mis propios planes, que aspiro a algo mejor. No pienso pasarme la vida haciendo reparaciones en Desire.
Con cierta irritación, se quitó la gorra, se enjugó el sudor de la frente y volvió a ponérsela.
—En Nueva York también construyen casas, ¿no es cierto?, y es preciso arreglar desperfectos, como en cualquier parte.
Lexy bajó las manos con lentitud y lo miró fijamente a los ojos.
—¿No te importaría ir a Nueva York? ¿Vivirías en Nueva York por mí?
—No he dicho eso. —Un tanto enojado, cerró de golpe la tapa de la cajita y se la guardó en el bolsillo—. Deseo mudarme a Nueva York por los dos, por ti y por mí. Al principio pasaremos estrecheces, mis ahorros no bastarán, y tal vez asista a algún curso de arquitectura para que Nathan me acepte en su empresa.
—¿Un empleo en el estudio de Nathan? ¿Quieres trabajar en Nueva York?
—Me apetece conocer la ciudad, y verte en un escenario iluminada por un foco.
—Tal vez nunca lo logre.
—¿Cómo que no? —Se le marcaron los hoyuelos de las mejillas—. Nunca he conocido a nadie capaz de interpretar tantos papeles como tú. Triunfarás, Lexy. Creo en ti.
Lexy se arrojó a sus brazos y rompió a llorar.
—¡Oh, Giff! Eres perfecto. —Se echó hacia atrás y le tomó la cara entre las manos—. Eres mi hombre ideal.
—He trabajado de firme para conseguirlo.
—Al principio será duro, es cierto. Serviré mesas hasta que termines tus estudios o se me presente una oportunidad. Haré lo que sea. Bueno, ¡date prisa! ¡Quiero que me pongas el anillo ahora mismo! No soporto la espera.
—Algún día te compraré una sortija mejor.
—No; no lo harás. —Se emocionó cuando él le deslizó el aro en el dedo y bajó la cabeza para besarla—. Cuando seamos ricos, me comprarás montones de joyas… porque quiero ser muy rica, Giff, y no me avergüenza decirlo. Pero este… —añadió mientras levantaba la mano y contemplaba los destellos del diamante— este anillo es perfecto.
Después de dos horas de atender a los turistas, a Jo le dolía la cabeza. Kate había realizado dos viajes al puerto para acompañar a los veraneantes. Brian había llevado a Sanctuary a una docena de personas del campamento, al que regresó para inspeccionar bien el lugar y cerciorarse de que no quedaba nadie. Lo único que sabían de Nathan era que ayudaba a cubrir con láminas de madera las cabañas que daban a la playa.
Con excepción de los monótonos golpes de martillo, Sanctuary por fin quedó en silencio. Jo supuso que Kate llegaría en cualquier momento con los últimos ocupantes de las cabañas. Las ventanas del sur y del este estaban cubiertas de tablones, de modo que la casa estaba casi en tinieblas. Cuando abrió la puerta principal, entró una ráfaga de viento frío. Hacia el sur el cielo aparecía oscuro y rasgado por algunos relámpagos, pero no se oían los truenos. Todavía está bastante lejos, dedujo. Debían permanecer atentos al rumbo que tomara Carla. Por precaución, sacaría las fotografías y negativos del cuarto oscuro para guardarlos en la caja fuerte de la oficina de Kate.
Como no deseaba ver a su padre, subió por la escalera y examinó las habitaciones para asegurarse de que ningún huésped se había dejado nada. Encendía las luces y avanzaba con rapidez hacia el ala de la familia, donde el sonido de los martillazos era más fuerte, lo que le resultó reconfortante. Nos están encerrando, pensó. Si Carla atacaba, la isla y la casa se mantendrían en pie, como habían hecho otras veces.
Al pasar ante la oficina de Kate oyó voces al otro lado de las ventanas protegidas por tablones. Brian ha vuelto o papá ha salido para ayudar a Giff, conjeturó.
Encendió la luz del cuarto oscuro y la radio.
«La intensidad del huracán Carla ha aumentado hasta alcanzar la categoría tres y se supone que alrededor de las siete de la tarde caerá sobre Little Desire, ubicada en la costa de Georgia. Se ha evacuado a los turistas de esa isla privada perteneciente a la cadena de Sea Islands, y se aconseja a los residentes que abandonen el lugar lo antes posible. Se prevén vientos de ciento ochenta kilómetros por hora y se supone que el huracán atacará la pequeña isla cuando suba la marea».
Jo se mesó el cabello. Sabía qué les aguardaba: cabañas arrancadas del suelo por el viento o el agua, casas destruidas, el bosque arrasado.
Consultó el reloj. Iría a buscar a Nathan y Kirby y, aunque se viera obligada a dejar inconsciente a su padre, sacaría a toda la familia de la isla.
Abrió un cajón. No le importaba perder las fotografías, pero por nada del mundo se desprendería de los negativos. Cuando tendió la mano para cogerlos, quedó petrificada.
Sobre las carpetas descansaban unas fotografías. La cabeza le dio vueltas y las manos se le humedecieron mientras contemplaba el rostro de su madre. Había visto antes esa fotografía, en otro cuarto oscuro, en lo que casi le parecía otra vida. Lanzó un gemido al tiempo que la cogía.
Era real. Contuvo la respiración antes de volverla y leer la frase escrita: muerte de un ángel.
Ahogó un sollozo y se obligó a mirar la fotografía siguiente. El dolor le resultó insoportable. La pose era casi idéntica, como si el fotógrafo hubiera tratado de reproducir la toma anterior, con la diferencia de que en esta última quien aparecía era Ginny, con el rostro apagado, los ojos vacíos.
—Lo siento —susurró Jo al tiempo que apretaba la fotografía contra su corazón—. Lo siento. Lo siento muchísimo.
La tercera fotografía era, sin duda alguna, de Susan Peters. Jo cerró los ojos y la dejó a un lado.
En la última fotografía aparecía ella con los ojos cerrados, el cuerpo desnudo. La arrojó al suelo y se apartó. Tanteó a su espalda en busca de la puerta con la urgente necesidad de salir corriendo. De repente retrocedió hacia la mesa y derribó la radio, que comenzó a emitir música.
—¡No! —Cerró los puños y se clavó las uñas en las palmas hasta que el dolor superó al impacto recibido—. ¡No permitiré que suceda! No lo creeré. No permitiré que sea cierto.
Comenzó a mecerse y contó las respiraciones hasta que venció al pánico. A continuación, con expresión sombría y resuelta, recogió la fotografía.
Su rostro. Sí, era su rostro. Era ella antes de que Lexy le cortara el pelo para la fogata. Por lo tanto, la habían tomado varias semanas antes. La acercó a la luz y se forzó a analizarla.
Tardó sólo unos minutos en advertir que la cara era la suya, pero no el cuerpo. Los pechos y las caderas eran demasiado voluptuosos. La colocó al lado de la de Annabelle. Habían añadido su rostro al cuerpo de su madre para convertirlas en una sola, pensó.
Eso era lo que ese desaprensivo deseaba hacer desde el principio.
Brian condujo el todoterreno por el camino del campamento. Varios lugares estaban llenos de desperdicios, lo que dada la inminente llegada del huracán, carecía de importancia, pensó. El viento había cobrado fuerza. Una ráfaga sacudió el vehículo, y Brian aferró el volante. Disponía de alrededor de una hora para terminar los preparativos.
Tuvo que hacer un esfuerzo por no apresurar el recorrido. Quería ir a buscar a Kirby y ponerla a salvo en Sanctuary. Habría preferido enviarla a tierra firme, pero sabía que al discutir con ella únicamente conseguiría gastar aliento y energías. Si un residente de la isla permanecía allí para enfrentarse al huracán, ella también se quedaría para atenderlo en caso necesario.
Hace más de cien años que Sanctuary se mantiene en pie, se dijo Brian. Aguantará este huracán.
Tenía muchas otras preocupaciones. No cabía duda de que quedarían aislados de tierra firme. La radio sería una ayuda, pero una vez que Carla los atacara se cortaría la corriente eléctrica y no podrían utilizar el teléfono. Ya se había ocupado de cargar el generador, y Kate mantenía una abundante provisión de agua potable embotellada. Además contaban con comida, un refugio y varias espaldas fuertes, que serían necesarias para reparar los daños que causara Carla.
Se sentía cada vez más tranquilo al ver que no había quedado nadie en el campamento. Confiaba en que no hubiera ningún imbécil oculto entre los árboles o en la playa, convencido de que un huracán era una aventura digna de las vacaciones.
Lanzó una maldición y frenó cuando una figura se colocó delante del coche.
—¡Dios mío! ¡Pedazo de idiota! —Brian se apeó furioso—. He estado a punto de atropellado. ¿Cómo se le ocurre ponerse en medio del camino? ¿Y no sabe que se acerca un huracán?
—Sí, ya me he enterado. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Y sorprendentemente llega en el momento exacto.
—Sí, sorprendentemente. —Enojado, Brian señaló el todoterreno con el pulgar—. Suba, tal vez pueda embarcar en el último transbordador; no disponemos de mucho tiempo.
—¡Ah! En realidad no quiero marcharme. —Sin dejar de sonreír, levantó la mano que mantenía detrás de la espalda y disparó.
Brian retrocedió cuando el dolor le estalló en el pecho, trastabilló y luchó por evitar que el mundo diera vueltas alrededor. Mientras caía, vio reír a su amigo de la infancia.
—Uno menos. —Dio media vuelta al cuerpo de Brian con el pie—. Te agradezco la oportunidad que me has brindado al evitarme algunos riesgos, viejo amigo, y que me prestes el vehículo. —Mientras subía al coche, dirigió una última mirada a Brian—. No te preocupes. Llevaré el todoterreno a Sanctuary… en el momento preciso.
La lluvia comenzó a azotar los vidrios de las ventanas mientras Kirby preparaba el material médico. Con una tranquilidad increíble, trató de prever cualquier contingencia. Si se presentaba alguna emergencia, en Sanctuary trabajaría con mayor comodidad. Ya había considerado la posibilidad de que la cabaña no resistiera la fuerza del huracán.
Sabía muy bien que la mayoría de los isleños eran tozudos y se negarían a dejar sus casas, de modo que suponía que por la mañana tendría que atender a personas con fracturas, contusiones, heridas. La cabaña tembló al recibir una fuerte ráfaga de viento, y Kirby apretó los dientes. En el momento en que alzaba una caja, la puerta de entrada se abrió. Tardó un par de segundos en reconocer a Giff, que lucía un impermeable amarillo con capucha.
—Toma. —Le colocó la caja en las manos—. Cárgala en el coche. Yo llevaré esa otra.
—Supuse que estarías reuniendo medicamentos, pero date prisa. La desgraciada se acerca a toda velocidad.
—Ya tengo casi todo preparado —afirmó ella mientras se enfundaba un impermeable—. ¿Dónde está Brian?
—Fue a revisar el campamento. Todavía no ha vuelto.
—Bueno, ya debería haber regresado —replicó con preocupación antes de recoger el resto de fármacos. Cuando salió al porche, el viento la empujó hacia atrás.
—¿Has protegido bien la cabaña? —preguntó Giff por encima del rugido de las olas. Introdujo la caja en el coche.
—Sí. Nathan me ayudó. ¿Sabes si ha vuelto a casa?
—No. No le he visto.
—¡Por el amor de Dios! —Se echó hacia atrás el pelo empapado—. ¿Qué demonios están haciendo él y Brian? Pasaremos por el campamento, Giff.
—No tenemos mucho tiempo, Kirby.
—De todos modos iremos. Tal vez Brian haya tenido algún problema. Quizá el viento haya arrancado algunos árboles de raíz. Si aún no ha regresado a Sanctuary y no te has cruzado con él por el camino, es posible que todavía esté allí. No me marcharé hasta asegurarme.
Giff abrió la puerta del coche y la ayudó a subir.
—Tú eres la doctora —exclamó.
—¡Maldita sea! —exclamó Nathan mientras golpeaba el volante con la mano. Acababa de cargar en el todoterreno todo su equipo y el vehículo no arrancaba.
Se apeó con rabia y el viento, cada vez más fuerte, le azotó mientras las gotas de lluvia parecían clavársele en la piel. Levantó el capó y volvió a maldecir. Ignoraba qué fallaba.
Debía reunirse con Jo, y enseguida. Ya había hecho todo lo posible por ayudar a los demás.
Cerró la portezuela con furia y echó a andar hacia el río, sin importarle dejar atrás el equipo. Tendría que recorrer alrededor de medio kilómetro antes de poder cruzarlo, y la caminata hacia Sanctuary a través del bosque no resultaría placentera.
Oyó el crujido de los árboles torturados por las intensas ráfagas, sintió cómo el vendaval jugaba a empujarlo hacia atrás mientras él luchaba por avanzar. Un relámpago iluminó el cielo y lo tiñó de un tono anaranjado.
Le escocían los ojos, tenía la vista nublada. No reparó en el hombre que salía de detrás de un árbol hasta que lo tuvo casi encima.
—¡Dios! ¿Qué diablos hace aquí? —Tardó más de diez segundos en ver más allá de las diferencias y reconocer la cara—. Kyle. —El horror superó a la sorpresa—. Dios mío, ¿qué has hecho?
—¡Hola! —Kyle le tendió la mano en actitud amistosa y, cuando Nathan posó la mirada en ella, le estrelló la culata de la pistola contra la sien.
—Dos menos. —Echó hacia atrás la cabeza y prorrumpió en carcajadas. La tormenta le infundía fuerza. La violencia del huracán lo excitaba—. No me parece correcto disparar a sangre fría a mi hermano, a pesar de que eres un cretino irritable. —Se agachó y, aunque Nathan no podía oírlo, susurró—: El río crecerá, los árboles caerán. Simularemos que lo que te sucederá es culpa del destino.
Se irguió y echó a andar con la intención de reclamar a la mujer que había decidido le pertenecía, mientras su hermano yacía en la tierra, empapado y ensangrentado.