Nathan se paseaba por la antigua alfombra turca de la espaciosa biblioteca de la casa del doctor Kauffman, que vivía en un rascacielos de Nueva York. Fuera, la ciudad se derretía bajo una ola de calor. En el ático, el ambiente era fresco, y se encontraba lejos de los ruidos y el trasiego de las calles.
En el reino de Kauffman, uno tenía la impresión de encontrarse fuera de Nueva York. Cada vez que Nathan recorría el gran vestíbulo, revestido de maderas, pensaba en lores ingleses y casas de campo.
Uno de los primeros trabajos de Nathan había sido el diseño de esa biblioteca. Había sido preciso derribar paredes para ubicar la enorme colección de libros de Kauffman, uno de los más importantes neurólogos del país. Había elegido la madera de castaño, las molduras anchas, con un intrincado tallado, las altas ventanas. Kauffman, que había dejado todo en sus manos, echaba a reír cada vez que le pedía opinión.
«En este caso el médico eres tú, Nathan —solía decirle—. No esperes que colabore en la elección de las vigas, del mismo modo que yo no espero que asistas a operaciones del cerebro».
En ese momento, mientras aguardaba, Nathan se esforzaba por mantener la calma. El presente, el futuro y todas las decisiones, grandes o pequeñas, que Nathan debía adoptar dependían del criterio de Kauffman.
Los seis días que habían transcurrido desde que partió de Desire le habían resultado interminables.
Kauffman entró y cerró la puerta tras de sí.
—Lamento haberte hecho esperar, Nathan. Deberías haberte servido un coñac. Perdona, ahora recuerdo que no te gusta. Bueno, yo beberé una copa y tú fingirás tomar otra.
—Le agradezco que me haya recibido, doctor, y que se encargue de… todo esto usted mismo.
—¡Vamos! Formas parte de la familia. —Kauffman llenó dos copas del licor.
Era un hombre alto, de casi un metro noventa de estatura, que conservaba su buena planta a pesar de sus setenta años. Lucía una abundante melena cana que se peinaba hacia atrás, además de una barba y un bigote bien cuidados. Prefería los trajes de corte inglés y la elegancia de los zapatos italianos. Lo que más destacaba de él eran los ojos, oscuros, inteligentes y perspicaces bajo las pestañas pobladas y las cejas muy negras.
—Siéntate y relájate, Nathan —invitó mientras le tendía el licor—. No será necesario que te practique una lobotomía en un futuro cercano.
A Nathan le dio un vuelco el corazón.
—¿Conoce el resultado de las pruebas?
—Todas las que pediste han dado resultados negativos. Yo mismo las revisé. No tienes ningún tumor ni ninguna anormalidad. Tu cerebro y tu sistema nervioso son normales.
Más tranquilo, Nathan se arrellanó en el sillón.
—Le agradezco que me haya dedicado parte de su tiempo y las molestias que se ha tomado pero me pregunto si no debería pedir una segunda opinión.
Kauffman arqueó las cejas. Al sentarse frente a Nathan, alzó la raya de los pantalones para que no se arrugaran.
—He consultado a un colega con respecto a las pruebas y ha corroborado mi opinión. Por supuesto, si lo deseas, puedes acudir a otro médico.
—No. —Aunque el coñac no le gustaba, Nathan tomó un trago—. Estoy seguro de que usted ha considerado todas las posibilidades.
—Más que eso. La tomografía y la resonancia magnética que se te practicaron son normales. El examen físico y el análisis de sangre sólo sirvieron para demostrar que gozas de una excelente salud. —Kauffman hizo girar el licor en la copa antes de llevársela a los labios—. Bien, creo que ha llegado el momento de que me cuentes el motivo que te impulsó a someterte a una revisión tan completa.
—Quería asegurarme de que no padezco ningún problema físico. Temía que tal vez sufriera desmayos o accesos de amnesia.
—¿Has perdido la noción del tiempo en algún momento?
—No. Bueno, ¿cómo voy a saberlo? Existe la posibilidad de que haya perdido la memoria durante períodos cortos, de que haya hecho… algo durante, como usted lo llamaría, un estado de fuga.
Kauffman apretó los labios. Hacía demasiado tiempo que conocía a Nathan para considerarlo un hipocondríaco.
—¿Tienes alguna prueba de ello? Por ejemplo, ¿te has encontrado en lugares a los que no sabes cómo llegaste?
—No. —Nathan experimentó cierto alivio—. Entonces, debo entender que físicamente estoy bien.
—Disfrutas de una salud excelente, casi envidiable. Tu estado emocional es otra cuestión. Ha sido un año muy duro para ti, Nathan. La desaparición de tu familia debió de afectarte mucho, y te habías divorciado poco antes. Son demasiadas pérdidas, demasiados cambios. Yo también extraño a David y Beth. Los quería mucho.
—Lo sé. —Nathan miró con fijeza esos ojos negros e imponentes. ¿Acaso el neurólogo lo sabía?, se preguntó. ¿Lo sospechaba? Sin embargo, en el rostro del doctor sólo percibía pena y comprensión—. Me consta que los quería.
—Y Kyle. —Kauffman suspiró—. Un hombre tan joven, una muerte tan innecesaria.
—Empiezo a sobreponerme, a aceptar la muerte de mis padres. —Y hasta doy gracias a Dios por ello, pensó—. En cuanto a Kyle, hacía mucho tiempo que manteníamos una relación distante. La desaparición de nuestros padres no modificó nuestro trato.
—Y tienes remordimientos por no sentir tanto su muerte como la de tus padres.
—Tal vez. —Nathan dejó la copa sobre una mesa y se pasó las manos por la cara—. Ignoro a qué obedece la sensación de culpa. Doctor Kauffman, usted fue amigo de mi padre durante treinta años, lo conocía antes de que yo naciera.
—También era amigo de tu madre —matizó Kauffman con una sonrisa—. Como hombre que ha tenido tres esposas admiraba su capacidad para mantener vivo su amor. Además, se entregaron por completo a sus hijos. Tuviste una familia estupenda. Espero que encuentres consuelo en ese recuerdo.
Ahí estriba el problema, pensó Nathan. Jamás hallaría consuelo en los recuerdos.
—¿Qué podría impulsar a un hombre como él, en apariencia normal que lleva una vida normal, a planear y cometer un acto cruel, inconcebible? —Sentía una fuerte opresión en el pecho. Cogió de nuevo la copa, aunque no le apetecía beber—. Un hombre así, ¿sería un loco? ¿Estaría enfermo?
—Con conjeturas tan generales me resulta imposible ofrecer una respuesta, Nathan. ¿Crees que tu padre cometió un acto inconcebible?
—Sé que lo hizo. —Antes de que Kauffman pudiera hablar, Nathan meneó la cabeza, se puso en pie y comenzó a pasearse—. No puedo… explicárselo. Existen otras personas con quienes debo hablar primero.
—Nathan, David Delaney era un amigo leal, un marido amante y un padre excepcional. Si piensas en eso, tu mente hallará descanso.
—Mi mente no ha hallado descanso desde su muerte. Enterré a mis padres, y no me importaría enterrar el pasado si tuviera la certeza de que no se repetirá.
Kauffman se inclinó. Desde hacía medio siglo se dedicaba a tratar trastornos mentales, y sabía que el cuerpo o el cerebro no sanaban hasta que hubieran cicatrizado las heridas del corazón.
—Sea lo que sea lo que hizo tu padre, no puedes cargar con ese peso.
—¿Quién si no? Soy el único que queda.
Kauffman exhaló un suspiro.
—Recuerdo que ya de pequeño solías asumir las responsabilidades de los demás. Cargabas con las de tu hermano con frecuencia. No cometas el mismo error por algo que no puedes modificar ni reparar.
—Desde hace dos meses no dejo de decirme: «Déjalo en paz». Había decidido no hurgar en el pasado, concentrarme en el presente y forjar el futuro. Hay una mujer.
—¡Ah! —Kauffman se arrellanó en el asiento.
—Estoy enamorado.
—Me alegro de oírlo. ¿También ella pasa las vacaciones en esa isla en la que te has refugiado?
—No exactamente. Su familia vive allí. Se quedará una temporada. Ha tenido… ciertos problemas. De hecho, ya nos conocíamos de pequeños. Cuando volví a verla… bueno… ya sabe. Pude haberlo impedido. —Se acercó a la ventana que daba a Central Park, engalanado con el verde del verano—. Tal vez debí haberlo hecho.
—¿Qué sentido tendría que te hubieras negado la felicidad?
—Sé algo en lo que está implicada. Si se lo digo, me despreciará. Es más, sin duda le afectará emocionalmente. —Como el parque le recordaba el bosque de Desire, dio media vuelta—. ¿Sería mejor que ella siguiera creyendo algo que le provoca sufrimiento pero que no es cierto, o que conociera la verdad y tuviera que vivir con un dolor que tal vez no consiga soportar? Si se lo digo, la perderé, y dudo de que yo pueda vivir si me lo callo.
—¿Está enamorada de ti?
—Empieza a estarlo. Si permito que todo continúe como hasta ahora, lo estará. —Una leve sonrisa curvó sus labios—. Se enfadaría si me oyera hablar así, como si se tratara de algo inevitable, sobre lo que ella no tiene ningún control.
Kauffman notó el cariño que reflejaba de pronto la voz de Nathan. Siempre había sido su preferido. De hecho le quería más que a sus propios nietos.
—¡Ah, una mujer independiente! Son las más interesantes… y difíciles.
—Es fascinante, y no cabe duda de que no es fácil. Es fuerte, incluso cuando se siente herida, y le aseguro que ha sufrido mucho. Alzó una especie de muro alrededor, y he observado que últimamente esa barrera se ha resquebrajado, que ella empieza a abrirse. La he ayudado a conseguirlo. En el fondo es amable y generosa.
—En ningún momento la has descrito físicamente. —Para Kauffman, se trataba de un dato muy revelador. La atracción física lo había conducido a tres matrimonios tempestuosos, seguidos de tres divorcios fríos. Se precisaba mucho más que la mera atracción sexual para soportar la convivencia.
—Es una belleza —afirmó Nathan—. Ella preferiría no destacar, pero es imposible. Jo no valora la hermosura, sino la competencia y la honradez. —Nathan clavó la vista en la copa de coñac que apenas había probado—. No sé qué hacer.
—No puedo aconsejarte cómo debes actuar. En todo caso siempre he creído que si el amor es sincero, perdura. Tal vez deberías preguntarte qué exige un acto de amor mayor, si revelarle la verdad o guardar silencio.
—Si le oculto lo que sé, los cimientos sobre los que pretendemos construir nuestra vida ya estarán resquebrajados. Soy el único que queda con vida para explicárselo, doctor Kauffman. —Nathan levantó la vista, y en sus ojos había una profunda emoción—. Soy el único que queda.
Transcurrieron dos días, y Nathan no regresó a la isla. El tercero, Jo trató de convencerse de que no le importaba. No pensaba esperar sentada a que él cruzara el estrecho en un barco de vela para llevársela.
El cuarto día apenas si podía reprimir las ganas de llorar, y se despreciaba por ir al muelle, a las horas en que llegaba el transbordador para ver si regresaba. Al final de la semana estaba tan furiosa que atacaba a quien se atreviera a hablarle. Con la intención de restablecer la paz, Kate subió a la habitación de Jo, donde esta se había refugiado después de una pelea con Lexy.
—¿Por qué te encierras entre cuatro paredes en una mañana tan bonita? —Se apresuró a descorrer las cortinas, y la luz del sol inundó el dormitorio.
—Me apetece estar sola. Si has venido para intentar convencerme de que me disculpe con Lexy, pierdes el tiempo.
—Por lo que a mí concierne, tú y Lexy podéis pelearos tanto como queráis. Siempre lo habéis hecho. —Kate puso los brazos en jarras—. Sin embargo, cuida el tono que empleas al hablar conmigo, señorita.
—Te pido perdón —dijo Jo con frialdad—, pero esta es mi habitación.
—Me da igual. En estos últimos días me he mostrado paciente contigo, mientras tú te dedicabas a protestar y gruñir a todo el mundo.
—Entonces tal vez ha llegado el momento de que vuelva a casa.
—Como quieras. ¡Por favor, reacciona, Jo Ellen! —ordenó Kate con la voz quebrada—. Sólo hace una semana que ese hombre se fue, y no cabe duda de que volverá.
Jo levantó el mentón.
—No sé a quién te refieres.
—No creas que puedes engañarme, soy más vieja que tú. —Kate se sentó en el borde de la cama, donde Jo elegía las fotografías definitivas para su libro—. Hasta un ciego se daría cuenta de que Nathan Delaney te tiene trastornada. Quizá sea lo mejor que te ha sucedido en muchos años.
—No estoy trastornada.
—Estás enamorada de él, y no me sorprendería que Nathan hubiera optado por marcharse para vencer tus últimas resistencias y obligarte a reconocerlo.
Jo notó que le hervía la sangre; no se le había ocurrido tal posibilidad.
—Entonces se ha equivocado de estrategia. Irse sin despedirse siquiera no es la manera de ganarse mi afecto.
—¿Quieres que se entere de que no has dejado de llorar desde que partió? —Kate advirtió que a Jo se le encendía el rostro de rabia—. Si sigues con este comportamiento, habrá mucha gente encantada de decírselo. No me gustaría que le dieras esa satisfacción.
—Si decidiera volver, no le dirigiría la palabra.
Kate le dio una palmada en la rodilla.
—Me parece estupendo.
Jo entornó los ojos con suspicacia.
—Creía que Nathan te gustaba.
—Me gusta, y mucho. Sin embargo, reconozco que se merece una buena patada en el trasero por haberte hecho infeliz. Y tú me decepcionarías si le brindaras la oportunidad de vanagloriarse de ello, de modo que levántate —ordenó poniéndose en pie—. Continúa con tu trabajo. Sal con la cámara y dedícate a hacer fotos. Cuando Nathan vuelva, comprenderá que tu vida ha seguido su curso sin él.
—Tienes razón. Llamaré a mi editor para decirle qué imágenes he seleccionado. Después saldré y tomaré algunas fotos. Tengo la intención de publicar otro libro.
Kate sonrió al ver que Jo se calzaba.
—Me alegro. ¿Contendrá fotografías de la isla?
—Todas serán de la isla, y quizá esta vez también incluya retratos. Nadie podrá acusarme de ser solitaria, ni de ocultarme detrás de la lente.
Jo desarrolló una intensa actividad ese día y el siguiente. La meta que se había impuesto la animaba a trabajar. Por primera vez buscaba rostros y comenzó a estudiarlos. Le fascinaba el brillo de los ojos de Giff bajo la gorra, su manera de asir el martillo.
Acudía a la cocina para fotografiar a Brian y lo convencía de que posara ya fuera con halagos o amenazas. Lexy no planteaba ningún problema, ya que le encantaba posar. La toma preferida de Jo era una en que aparecían Lexy y Giff juntos, con una expresión bobalicona de felicidad.
Incluso siguió a su padre. Permanecía en silencio para que se relajara y luego captaba su semblante meditabundo mientras miraba a lo lejos, más allá del pantano.
—Ya es hora de que guardes ese trasto. —Sam juntó las cejas en un gesto de incomodidad e irritación cuando ella volvió a enfocarlo—. Ve a jugar con otro.
—Dejó de ser un juego cuando empezaron a pagarme. Vuélvete un poco hacia la derecha y mira el mar.
Sam no se movió.
—No recuerdo que antes fueses tan molesta.
—Te informaré de que soy una fotógrafa muy famosa. Millares de personas gritan de felicidad cuando las enfoco con la cámara. —Se apresuró a apretar el obturador cuando él esbozó una levísima sonrisa—. ¡Eres tan apuesto, papá!
—Puesto que eres tan famosa, no deberías recurrir a las alabanzas para conseguir que la gente te permita fotografiarla.
Jo echó a reír.
—Es cierto. En todo caso, eres muy apuesto. Hice algunas fotos en la casa de Elsie Pendleton, la viuda Pendleton. Preguntó por ti varias veces.
—Elsie Pendleton ha buscado un hombre para reemplazar al que perdió desde que echó el primer puñado de tierra sobre el ataúd. Te aseguro que no me pescará.
—Tu familia agradece tu sensatez.
Sam estuvo a punto de sonreír.
—Estás muy alegre hoy.
—Un cambio agradable, ¿no te parece? Empezaba a hartarme de mi mal humor —explicó mientras manipulaba la cámara—, y determiné adoptar otra actitud. Tal vez estar en la isla me ha ayudado. —Se interrumpió para contemplar el pantano—. Desde que llegué he comprendido que debo aceptar algunas cosas y que, si no me sentía querida, tal vez era porque no permitía que nadie me quisiera.
Levantó la vista y advirtió que él la observaba con sumo detenimiento.
—No la busques en mí, papá. —Jo cerró los ojos cuando el dolor la atravesó como un puñal—. No sigas buscándola en mí. Me ofende que lo hagas…
—Jo Ellen…
—Durante toda la vida he tratado de dejar de parecerme a ella. En la universidad, cuando las demás chicas se arreglaban y maquillaban, yo me contenía para evitar mirarme al espejo, pues entonces la vería a ella, del mismo modo que la ves tú cada vez que me miras. —Se enderezó—. ¿Qué debo hacer, papá, para que me veas como quien soy?
—Te veo, Jo Ellen, pero no puedo evitar verla también a ella. Y deja de incordiarme. Soy un inútil en asuntos de mujeres. —Hundió las manos en los bolsillos y se volvió—. Quien me preocupa ahora es Lexy. Esa chica queda destrozada si no la miran y, si la miran, empieza a contonearse. Si no se casa pronto con Giff y madura, me volveré loco.
Jo lanzó una risita.
—¡No sabía que la quisieras tanto como para que pudiera volverte loco!
—¡Por supuesto que la quiero! Es mi hija —replicó con brusquedad—. Y tú también.
—Sí. —Jo sonrió—. Yo también.
Cuando no encontraba la luz adecuada, Jo se encerraba en el cuarto oscuro, donde trabajaba con entusiasmo. Escudriñaba con una lupa los contactos en busca de detalles, defectos y sombras. Entre una docena, tal vez elegía uno que cumplía sus estrictos requisitos. A pesar de todo, reveló muchas fotografías que consideraba que valían la pena. De repente encontró un carrete que no estaba marcado y chasqueó la lengua con enojo.
Soy una descuidada, se reprochó. Apagó la luz y comenzó el proceso del revelado. La oscuridad la tranquilizaba. Se movía con rapidez. La expectativa la entusiasmaba. ¿Qué vería allí, qué descubriría? ¿Qué instante quedaría preservado para siempre por el mero hecho de que ella lo había elegido?
Encendió la bombilla roja y la estancia quedó llena de esa luz fantasmal. Sofocó una carcajada al ver un negativo en que aparecía desnuda sobre la alfombra de Nathan.
—¡Caramba! Así aprenderé a marcar siempre los rollos.
Levantó los negativos para estudiar los demás. Los que había sacado de la tormenta parecían prometedores. Apretó los labios al examinar los otros, los de Nathan. En uno se veían las dunas entre la pradera cubierta de flores y el mar. Una buena composición, pensó, para tratarse de un aficionado. Por supuesto que si lo trasladaba a un contacto, sin duda encontraría defectos.
Se fijó en los últimos negativos y distinguió su cara, su cuerpo. Cogió las tijeras para destruirlos y de pronto se detuvo. ¿Por qué no se permitía satisfacer su curiosidad? Después de todo, nadie más las vería.
Así pues, se puso manos a la obra. Tal vez le resultaría doloroso obtener los contactos de ese rollo. Sin embargo, eliminaría aquellos en los que ella aparecía, no sin antes haberlos examinado bien.
Dejó de tararear, pues estaba demasiado inquieta y absorta en su tarea para escuchar la música de la radio. El papel apenas se había secado cuando lo colocó sobre el negatoscopio y lo miró con la lupa. Contuvo el aliento mientras las imágenes cobraban forma.
Tenía un aspecto travieso, juguetón; los ojos entrecerrados, en los labios una sonrisa de satisfacción sexual. Observó que en las últimas semanas había recuperado su figura, que exhibía unas curvas voluptuosas.
En la toma siguiente aparecía con los ojos muy abiertos a causa de la sorpresa. Se llevaba las manos al pecho para cubrirlo. No cabía duda de que parecía… ¿cómo la había definido él? ¿Desgreñada y sensual?
¡Oh, Dios! Nunca antes se había permitido exponerse ante los ojos de nadie. Ahora deseó que volviera a suceder. Quería que Nathan la tocara, la hiciera sentirse deseada y atrevida. Ansiaba volver a ser la mujer que él había visto y captado en la fotografía, dejarse llevar por él y saber que ella tenía el poder necesario para controlarlo también.
Nathan se lo había otorgado y, al preservar ese momento, la obligaba a contemplarlo de frente y comprender qué le ofrecía y qué se perdía sin él.
—¡Eres un cretino, Nathan! Te odio.
Se puso en pie y guardó las fotografías en un cajón. No las destruiría. Las conservaría como recuerdo. Cada vez que sintiera la tentación de confiar en un hombre, de entregarse por entero, las miraría para recordar con qué facilidad se alejaban.
—Jo Ellen —llamó Lexy desde el otro lado de la puerta, al tiempo que la golpeaba con los nudillos.
—Estoy trabajando.
—Sí, ya lo sé, pero tal vez te apetezca dejarlo. ¿A que no adivinas quién ha llegado en el último transbordador?
—Brad Pitt.
—¡Cómo me gustaría! Sin embargo, tal vez a ti te guste más saber que Nathan Delaney acaba de entrar en la cocina, más atractivo que nunca. Y te está buscando.
Jo se llevó una mano al corazón.
—Dile que estoy ocupada.
—Le he tratado con frialdad, querida. Le he dicho que no entendía por qué debías de dejar lo que estás haciendo sólo porque ha decidido volver a Desire.
Jo sonrió agradecida. No le costaba imaginar la escena, en la que Lexy interpretaría el papel de desdeñosa dama sureña.
—Gracias.
—Debo decirte que… Oye, ¿por qué no abres la puerta? No comprendo por qué tenemos que hablar así.
Puesto que Lexy acababa de hacerle un favor, Jo hizo girar la llave y entreabrió la puerta.
—Te agradecería que le dijeras que no pienso adaptar mi horario a sus caprichos.
—De acuerdo. El caso es que está más atractivo que nunca. Con sólo mirarlo se me aceleró el corazón.
—Te aconsejo que lo desaceleres. ¿De qué lado estás?
—Del tuyo, querida. —Para demostrarlo, la besó en la mejilla—. No me cabe duda de que merece un castigo. Si necesitas consejos acerca del procedimiento que debes seguir, te daré algunas ideas.
—Gracias, pero creo que sabré arreglármelas. —Movió los hombros para aliviar la tensión—. Dile que no tengo ganas de verlo y que durante bastante tiempo estaré demasiado ocupada en asuntos más importantes que él.
—Deberías decírselo tú misma, y con esas palabras. Creo que se te da bien manejar esta clase de situaciones. —Lexy sonrió mientras enredaba un rizo alrededor de un dedo—. Bajaré para decírselo; luego volveré para contarte cómo ha reaccionado.
—No estamos en la escuela secundaria.
—No, es mucho más interesante y divertido. ¡Oh, ya sé que estás muy ofendida, Jo! —Le acarició la mejilla—. En tu situación yo estaría hecha una furia. Sin embargo, piensa en cuan satisfecha te sentirás cuando le veas arrastrarse. No le aceptes hasta que lo haga, y a menos que se presente con dos ramos de flores y un regalo caro, preferentemente una joya.
—¿Me propones que actúe como una mujer materialista?
—Yo me precio de serlo, querida. Si sigues los consejos de tu hermana menor, pronto tendrás a ese hombre a tus pies. Creo que después de esta espera ya ha sufrido lo suficiente antes de recibir el golpe siguiente. —Se frotó las manos con satisfacción—. No te preocupes, manejaré bien el asunto.
Mientas Lexy se alejaba para cumplir con su misión, Jo permaneció apoyada contra el marco de la puerta.
—Apuesto a que lo harás —murmuró—, y yo estaré en deuda contigo.
Regresó al cuarto oscuro, ordenó el banco de trabajo y colocó en su lugar las botellas de productos químicos. Se examinó las uñas y se preguntó si, después de todo, no le convendría que Lexy se las arreglara.
Al oír pasos se volvió hacia la puerta, preparada para recibir el informe de Lexy, y vio la figura de Nathan en el umbral.
—Necesito que me acompañes —dijo él con un tono cortante en el que no se percibía el menor rastro de arrepentimiento.
—Tengo entendido que te han informado de que estoy ocupada, y nadie te ha invitado a este cuarto.
—Ahórrate el discurso, Scarlett. —La cogió de la mano y tiró de ella. Cuando Jo le propinó una bofetada entrecerró los ojos y asintió—. Perfecto, no me queda más remedio que obligarte.
Todo sucedió tan deprisa que Jo no tuvo tiempo siquiera de lanzar una maldición. Al cabo de unos segundos Nathan salía de la habitación con Jo sobre el hombro.
—¡Quítame de encima tus sucias manos! —Le golpeó la espalda con los puños.
—¿Conque creías que tu hermana conseguiría deshacerse de mí? —preguntó mientras bajaba por la escalera—. He viajado todo el día para llegar hasta aquí y confío en que tengas la amabilidad de escucharme.
—¿Amabilidad? ¿Acaso una víbora de Nueva York conoce la amabilidad? —Al forcejear mientras él descendía por los peldaños, sólo logró golpearse la cabeza contra la pared—. Te odio.
—Lo sospechaba. —Con expresión sombría y paso decidido, entró en la cocina. Lexy y Brian los miraron boquiabiertos—. Perdón —dijo Nathan antes de salir mientras Jo le insultaba.
Lexy dejó escapar un largo suspiro y se llevó la mano al corazón.
—¿No es esa la escena más romántica que has visto en tu vida?
—¡Mierda! —Brian depositó en la mesa el pastel que acababa de sacar del horno—. Jo le partirá la cara a la menor oportunidad.
—¡Qué poco romántico eres! —Lexy se apoyó contra el mostrador—. Apuesto veinte dólares a que en menos de una hora la tiene en la cama.
Brian oyó a Jo exclamar que pensaba castrar a un yanqui desaprensivo y asintió.
—Apuesto a que no.