—Quédate. —Nathan le rodeó la cintura con los brazos y le mordisqueó la nuca. Jo todavía tenía el pelo húmedo de la ducha que acababan de compartir. Oler la fragancia de su propio jabón en la piel de ella volvió a excitarlo—. Por la mañana te prepararé el desayuno.
Ella le abrazó el cuello. Le sorprendía ser capaz de manifestar su afecto.
—No tienes nada con que prepararlo.
—Tengo pan. —La obligó a dar media vuelta—. Mis tostadas son fantásticas.
—Resulta tentador… Nathan. —Con una carcajada, se revolvió para tratar de liberarse de sus manos—. Si seguimos así, estoy segura de que moriremos de agotamiento. Además, tengo que volver.
—Es apenas medianoche.
—Ya es más de la una.
—Bueno, entonces es demasiado tarde. Lo lógico sería que te quedaras.
Jo deseaba quedarse. Cuando los labios de Nathan se unieron persuasivos a los suyos, sintió un nuevo embate lascivo.
—Tengo que arreglar algunas cosas en casa y resarcir a. Brian por haberlo dejado en la estacada. —Le acarició la cara y le gustó lo que sentía bajo los dedos; los pómulos, la mandíbula, la barba incipiente. ¿Alguna vez habría explorado así el rostro de un hombre? ¿O deseado hacerlo?—. Además necesito pensar. —Se alejó con resolución—. Soy una mujer reflexiva, Nathan; acostumbro meditar cada paso que doy. Todo esto es nuevo para mí.
Él le pasó el pulgar por la arruga que se le formaba en la frente.
—Lo siento, debo regresar a casa.
Nathan comprendió que estaba decidida, de manera que renunció a la agradable perspectiva de despertar a su lado por la mañana.
—Te llevaré en el todoterreno.
—No es necesario…
—Jo —dijo con determinación mientras le apoyaba las manos sobre los hombros—, no quiero que andes sola en la oscuridad.
—No tengo miedo. No volveré a tenerlo.
—Me parece muy bien. De todos modos te llevaré a casa. O si lo prefieres, podemos discutir el asunto, conseguiré llevarte de nuevo al dormitorio y te acompañaré por la mañana. ¿Tu padre tiene un revólver?
Jo echó a reír.
—Es poco probable que te dispare por haberte acostado conmigo.
—Si lo hace, confío en que me cuidarás hasta que me recupere. —Tomó las llaves del coche.
—Como buena sureña, no dudaría en rasgar una enagua para convertirla en vendas.
—Casi valdría la pena recibir un balazo para verlo.
Al subir al vehículo, Jo preguntó:
—¿Te han disparado alguna vez?
—No. —Se sentó a su lado y puso en marcha el motor—. En cambio me extirparon las amígdalas. ¿Crees que un disparo sería mucho peor?
—Supongo que sí. Mucho peor.
Jo estiró las piernas, se arrellanó en el asiento y cerró los ojos. Estaba cansada y muy relajada. El aire parecía sedoso sobre su piel.
—Las noches en la isla son estupendas —murmuró—. Reina un silencio absoluto mientras todos duermen. Se percibe la fragancia de los árboles y el olor del agua. El mar parece susurrar…
—Tienes razón. Además uno puede estar solo y no tener la sensación de soledad.
—Cuando era pequeña imaginaba cómo sería estar completamente sola, tener la isla entera para mí durante algunos días. Creí que me gustaría. Sin embargo, después lo soñé y tuve miedo. En el sueño no hacía más que correr, a través de la casa, en el bosque, por la playa. Quería encontrar a alguien, a cualquiera, para que me brindara su compañía, pero estaba sola. Desperté llorando y llamando a papá.
—No obstante, tus fotografías transmiten una sensación de soledad.
—Supongo que sí. —Lanzó un suspiro y abrió los ojos. Vislumbró un resplandor en Sanctuary—. Kate ha dejado una luz encendida para mí.
Ese brillo en su casa le resultó reconfortante. Lo observó destellar entre los árboles, vencer la oscuridad. En una ocasión había huido de esa luz y en otra había acudido corriendo a ella. Esperaba que algún día pudiera ir y volver allí con lentitud y sin miedo.
Cuando se acercaban al final del sendero vieron que de la hamaca del porche se alzaba una figura. Jo se estremeció hasta que Nathan posó una mano sobre la suya.
—Quédate aquí. Cierra con llave las portezuelas.
—No, yo… —Respiraba de forma entrecortada—. Brian —añadió con alivio.
Nathan también lo reconoció cuando salió a la luz. Asintió.
—Está bien, vamos.
—No. —Jo le apretó la mano—. No compliquemos las cosas. Si tiene ganas de reprenderme, me lo merezco. Además, sois amigos, y no sé cómo reaccionará cuando se entere de que te acuestas con su hermana.
—No parece armado.
El comentario la hizo reír, como Nathan esperaba.
—Vuelve a tu casa. —Se volvió y no dudó en besarle—. Brian y yo resolveremos nuestros problemas familiares. Somos demasiado educados para realizar un buen trabajo contigo delante.
—Quiero verte mañana.
Ella abrió la portezuela.
—Ven a desayunar… a menos que prefieras disfrutar de tus maravillosas tostadas.
—Aquí estaré.
Jo echó a andar hacia el porche y esperó a que Nathan se alejara para subir por los escalones.
—Hola —saludó a Brian con frialdad—. Es una noche preciosa para quedarse sentado en el porche.
Él la miró un instante y luego se movió con tanta rapidez quejo casi gritó de terror cuando la abrazó con fuerza.
—¡Lo siento! ¡Lo siento tanto!
Muda de asombro, la joven le dio unas palmadas en la espalda y acto seguido lanzó un chillido cuando la apartó de sí y comenzó a zarandearla.
—¿Qué te ocurre? —Sorprendida por su actitud, lo empujó para librarse de él—. ¡Quítame las manos de encima!
—Debería propinarte unas buenas patadas en el trasero hasta hundírtelo. ¿Por qué no hablaste de lo que te ocurría? ¿Por qué no me explicaste que tenías problemas?
—Si no me sueltas ahora mismo…
—No; no has cambiado nada Jo Ellen, siempre tan autosuficiente y…
Se interrumpió cuando Jo le asestó un puñetazo en la boca del estómago. El golpe fue lo bastante rápido para pillarlo desprevenido. Brian dejó caer las manos y observó a su hermana.
—Tampoco has cambiado en eso.
—Tienes suerte de que no te haya partido la cara. —Se pasó la mano por la zona del brazo donde Brian le había apretado. Me saldrán moretones, pensó—. Es evidente que no estás en el estado de ánimo más adecuado para mantener una conversación razonable y civilizada, de modo que subiré a acostarme.
—Si das un solo paso hacia la puerta te colocaré sobre mis rodillas y te daré una paliza.
Jo se alzó de puntillas y lo miró fijamente.
—No me amenaces, Brian Hathaway.
—No me pongas a prueba, Jo Ellen. Hace más de dos horas que te espero, muerto de preocupación, de manera que estoy dispuesto a meterte en cintura.
—He estado con Nathan, como sin duda ya sabías, y no tienes por qué inquietarte por mi vida sexual.
Él apretó los dientes.
—No quiero oír hablar del asunto ni pensar en ello. No es asunto mío si tú y Nathan sois…
Jo reprimió la risa. De haber adivinado que era tan fácil liar a su hermano, habría usado ese método hacía años. Satisfecha por la victoria obtenida, Jo se encaminó hacia la hamaca y se sentó. Inclinó la cabeza y sacó un cigarrillo.
—Entonces ¿de qué quieres conversar?
—Primero deja de representar el papel de la gran beldad sureña, Jo. No te queda bien.
La joven encendió el pitillo.
—Es tarde y estoy cansada. Si tienes algo que decir, habla de una vez.
—No debías haber afrontado eso sola —murmuró—. No debías haber sufrido tanto sola, haber permanecido en el hospital sin la compañía de un familiar. Sin embargo, fuiste tú quien lo eligió.
Ella dio una profunda calada al cigarrillo.
—Sí, yo lo elegí. Al fin y al cabo el problema era mío.
—Es cierto, Jo. —Avanzó un paso e introdujo los dedos en los bolsillos del pantalón para evitar que se le crispasen—. Tus problemas, tus triunfos, tu vida. Nunca has querido compartir nada. ¿Por qué había de ser distinto esta vez?
A Jo se le formó un nudo en la garganta.
—¿Qué habrías podido hacer tú?
—Habría estado allí, a tu lado. ¿Te sorprende? —le preguntó antes de que ella bajara la mirada—. Por muy infame que sea nuestra familia te habríamos prestado nuestro apoyo. De todos modos no importa lo que diga porque te enfrentarás sola al resto del asunto.
—He acudido a la policía.
—No me refiero a la policía, aunque cualquiera con dos dedos de frente habría presentado una denuncia en Charlotte, cuando empezó el incidente.
Ella volvió a inhalar una bocanada de humo.
—No sé si pretendes avergonzarme o insultarme.
—Puedo hacer las dos cosas.
Enojada, Jo arrojó el cigarrillo y observó cómo volaba por el aire hasta desaparecer en la oscuridad.
—He vuelto a casa, ¿no es cierto?
—Una decisión sensata. Llegaste con muy mal aspecto, demacrada y extenuada, pero no dijiste a nadie qué te sucedía, salvo a Kirby. Se lo comentaste a ella cuando te llevé a su consultorio, ¿no es cierto? —Le relampaguearon los ojos—. Más tarde me encargaré de eso.
—Deja a Kirby en paz. Sólo le conté que había sufrido una crisis nerviosa. Es una cuestión médica y ella no tiene por qué explicar a su amante qué les ocurre a sus pacientes.
—Se lo dijiste a Nathan.
—Se lo he dicho esta noche porque lo consideré justo. —Con gesto cansado, se pasó la mano por la frente. Una lechuza ululaba en la oscuridad. Jo deseó encaramarse en un árbol para gozar de cierta paz—. ¿Quieres que hurgue en lo ocurrido, Brian? ¿Que repita todo, incluso los pequeños detalles?
—No. —Suspiró y se sentó a su lado—. No es necesario. Supongo que me lo habrías contado si hubieras encontrado el ambiente adecuado. Reflexioné al respecto mientras te esperaba dispuesto a cantarte las cuarenta.
—Ya estabas bastante furioso conmigo antes de eso. Recuerda que me echaste de casa.
Brian lanzó una carcajada seca.
—No tendrías que habérmelo permitido. También es tu hogar.
—Te pertenece, Brian. Siempre ha sido más tuya que de nadie —afirmó con sinceridad—. Tú eres el que más la quiere, el que más la cuida.
—¿Eso te molesta?
—No. Bueno, tal vez un poco, pero de hecho resulta un alivio. No necesito preocuparme de si hay goteras, porque tú te encargas de ello. —Echó hacia atrás la cabeza y miró la pintura brillante del techo del porche. Luego observó los jardines bañados por la luz de la luna y aspiró la fragancia de las rosas—. No quiero vivir aquí. Durante mucho tiempo creí que nunca regresaría pero me equivocaba. Este lugar me importa más de lo que creía. Me gusta saber que puedo regresar aquí siempre que lo desee, sentarme en el porche en una noche clara y cálida como esta y oler el aroma de los jazmines y las rosas de mamá. Lexy y yo no podemos establecernos aquí como tú, pero sospecho que ambas necesitamos saber que Sanctuary continúa sobre la colina y que nadie nos prohibirá la entrada.
—Nadie os prohibirá la entrada.
—Una vez soñé que las puertas estaban cerradas. Cuando llamé, nadie contestó. —Dejó caer los párpados tratando de recordar la pesadilla con todo detalle y de convencerse de que en ese momento estaba en condiciones de luchar contra ella—. Me perdí en el bosque. Estaba sola, asustada, y no lograba encontrar el camino. Entonces me vi de pie en la otra orilla del río. Luego advertí que no era yo, sino mamá.
—Siempre has tenido sueños raros.
—Tal vez siempre he estado loca. —Esbozó una leve sonrisa—. Me parezco a ella, Brian. A veces, cuando me miro en el espejo, me sobresalto. En definitiva, eso fue lo que me provocó la crisis nerviosa. Cuando recibí las fotografías, observé que en todas aparecía yo, salvo en una. Creí que era de mamá; estaba muerta, desnuda, con los ojos abiertos, sin vida, como los de una muñeca. Yo era idéntica a ella.
—Jo…
—Sin embargo más tarde no logré encontrarla —aclaró Jo con rapidez—. No estaba allí. Fue una alucinación. Nunca me ha gustado observar fotografías mías porque en ellas veo a mamá.
—Tal vez te pareces a ella, Jo, pero no eres como ella. Tú terminas lo que empiezas, te quedas.
—Me escapé de aquí.
—Te fuiste de aquí —corrigió él—. Te marcharse para forjar tu futuro. Es distinto de dejar una vida que ya has empezado y a todas las personas que te necesitan. Tú no eres Annabelle. —Le rodeó los hombros con el brazo y empujó la hamaca para que empezara a mecerse—. Y estás tan loca como los demás habitantes de Sanctuary.
Jo rio.
—Bueno, me reconforta saberlo.
Era tarde cuando Susan Peters salió de la cabaña alquilada y se encaminó hacia la ensenada. Acababa de mantener una desagradable pelea con su marido y se había visto obligada a hablar en voz baja para no molestar a los amigos con quienes habían alquilado la casa por una semana.
Su marido era un imbécil. No entendía por qué se había casado con él, y mucho menos por qué había permanecido a su lado durante tres años… sin contar los dos que vivieron juntos antes de contraer matrimonio.
Cada vez que le planteaba la posibilidad de comprar una casa, él adquiría una expresión sombría y empezaba a hablar de cuotas e impuestos, dinero, dinero, dinero. ¿Para qué demonios trabajaban los dos? ¿Debían vivir siempre en el apartamento de Atlanta? Quería un patio, un pequeño jardín, una cocina donde preparar los platos que había aprendido en los cursos de cocina.
Sin embargo, Tom se limitaba a decir: «Algún día». Bien, ¿cuándo llegaría ese día?
Se dejó caer en la playa y se descalzó para hundir los pies en la arena mientras observaba cómo el agua golpeaba la proa de la pequeña lancha que habían alquilado. A él no le importaba gastarse el dinero en ese botecito de las narices para salir de pesca todos los días durante su estancia en Desire. Habían ahorrado lo suficiente para efectuar el primer pago. Apoyó los codos sobre las rodillas y miró con mal humor la luna. Había recabado información sobre hipotecas y tipos de interés con la intención de adquirir una casita preciosa en Peach Blossom Lane.
Por supuesto, los primeros dos años tendrían que realizar bastantes sacrificios, pero se las arreglarían. Estaba segura de que cuando le mencionara que por fin escaparían al interminable círculo de pagar mes tras mes el alquiler, él cedería. Además envidiaba a Mary Alice y Jim, que pronto se instalarían en una vivienda muy agradable en un barrio nuevo, con un magnolio en el jardín delantero y un pequeño patio que comunicaba con la cocina.
Suspiró y se reprochó haber intentado convencer a Tom antes de regresar a su hogar. Habría sido más inteligente esperar. Conocía la importancia de elegir el momento adecuado para engatusar a su marido. Sin embargo se había sentido incapaz de contenerse.
Cuando regresaran a Atlanta, Tom vería la casita de Peach Blossom aunque tuviera que llevarlo a rastras.
Al oír pasos a su espalda, se irguió y clavó la vista en el mar.
—No vale la pena que hayas venido hasta aquí para intentar hacer las paces, Tom Peters. Todavía estoy furiosa contigo. —Se enojó aún más al observar que su marido no trataba de tranquilizarla—. Puesto que lo único que te importa es el dinero, vuelve y haz un balance de tu cuenta bancaria. No tengo nada más que decirte.
Como él no pronunció palabra, la mujer apretó los dientes y se volvió.
—Escucha, Tom… ¡Oh! —Se avergonzó al ver al desconocido—. Perdone, le he confundido con otra persona.
Él le dedicó una sonrisa encantadora, con un brillo divertido en los ojos.
—Está bien. Yo también pensaré que usted es otra persona.
Cuando la primera señal de alarma la impulsó a gritar, el hombre le asestó un golpe.
Al observarla tendida a sus pies, decidió que no sería perfecto. No había planeado esa sesión de ensayo; sencillamente no podía dormir. No lograba apartar a Jo de su pensamiento, y su necesidad sexual esa noche era más fuerte que nunca. Estaba muy enojado con ella, lo que contribuía a aumentar más su deseo. Entonces apareció esa preciosa morena, como un regalo, sentada sola junto al agua bajo la luz de la luna.
A caballo regalado no hay que mirarle el diente, se dijo con una risita mientras la alzaba. Convenía que se alejara un poco, por si acaso a Tom, o a cualquier otro, se le ocurría buscarla por ahí.
Era ligera, y a él no le importaba caminar un poco con ella en brazos. Silbó mientras la conducía hacia el angosto pasaje entre las dunas. Se detuvo en el bajío, donde la luz de la luna teñía los arbustos de plata, y la depositó en el suelo.
No había nadie por los alrededores.
Utilizó el cinturón para atarle las manos y uno de los pañuelos de seda que siempre llevaba consigo para amordazarla. La desnudó y se felicitó al observar que tenía un cuerpo delgado y atlético. La mujer gimió un poco cuando le quitó los tejanos.
—No te preocupes, querida, eres preciosa y muy atractiva. Además, la luz de la luna te favorece.
Sacó la cámara, la Pentax réflex de una sola lente que utilizaba para los retratos, contento de haberla cargado con película de alta sensibilidad. Deseaba captar todos los detalles. Probablemente en el proceso de revelado tendría que quemar algunas zonas para lograr contrastes y resaltar las texturas. Le fascinaba perfeccionar las tomas.
Silbando muy bajo, colocó el flash e hizo tres fotografías antes de que ella entreabriera los ojos.
—Así me gusta, así me gusta; debes recuperar el conocimiento, con lentitud, de tal forma que me permitas tomar unos primeros planos de esa cara tan bonita. Tienes unos ojos maravillosos; siempre son lo mejor del rostro.
Cuando ella los abrió, llenos de dolor y perplejidad, él tuvo una erección.
—Una belleza, una verdadera belleza. Mira hacia aquí… vamos, hacia aquí. Así me gusta, pequeña.
Captó el miedo que reflejaba su expresión. Dejó la cámara cuando la mujer empezó a rebullirse. El movimiento estropearía las tomas; sin dejar de sonreír, cogió el arma que había colocado sobre los tejanos, muy bien doblados y se la mostró.
—No debes moverte. Quiero que permanezcas quieta y hagas todo cuanto te pida. No me gustaría verme obligado a usar esto. Lo comprendes, ¿verdad?
Los ojos de Susan se llenaron de lágrimas que empezaron a correrle por las mejillas. Asintió. Estaba aterrorizada y, aunque trataba de permanecer inmóvil, no lograba aplacar los temblores.
—Sólo quiero hacerte unas fotografías. Será una sesión fotográfica. Una joven bonita como tú no debe asustarse por eso.
Dejó la pistola para coger la cámara y sonrió con la intención de ganarse su confianza.
—Bien, ahora dobla las rodillas. ¡Vamos! Así me gusta. Dóblalas hacia la izquierda. Tienes un cuerpo muy hermoso. ¿Por qué no mostrarlo en todo su esplendor?
Ella obedeció sin apartar la vista del arma. Este hombre sólo quiere fotografiarme, se dijo con la respiración entrecortada. Después me dejará en paz. Se marchará. No me lastimará.
El terror de Susan se translucía en sus ojos, teñía su piel de un blanco lechoso, y el sexo del hombre palpitaba. Cuando empezaron a temblarle las manos, comprendió que no podía retrasar por más tiempo la siguiente etapa.
Las sienes le latían cuando depositó con cuidado la cámara sobre su camisa. Con suma suavidad posó una mano en el cuello de Susan y la miró a los ojos.
—Eres hermosa —murmuró—, y estás indefensa. No puedes hacer nada. Yo controlo la situación. Tengo todo el poder. ¿No es cierto?
Ella asintió con la cabeza mientras la mordaza de seda amortiguaba sus sollozos. Cuando él le apresó un pecho, la mujer gimió y empezó a mover la cabeza con frenesí. Clavó los talones en la arena e intentó escapar. Él se tendió sobre su cuerpo.
—No ganarás nada con eso. —Se estremeció al notar que se removía bajo su peso—. Cuanto más luches, más disfrutaré. Intenta gritar. —Le apretó de nuevo los senos antes de inclinarse para morderlos—. ¡Grita, maldita sea! ¡Grita!
De la boca de Susan surgió un ruido ahogado que le quemó la garganta. En su desesperación, trató de librarse de la mordaza con los dientes.
Él le separó las piernas con gran brusquedad. Mientras la violaba pensó en Jo, en sus largas piernas, su boca, sus ojos azules…
El orgasmo fue satisfactorio y le llenó los ojos de lágrimas de sorpresa y triunfo. Mucho mejor que el último, decidió al tiempo que colocaba una mano sobre el cuello de Susan y lo apretó hasta que dejó de luchar.
Esta vez he elegido bien, pensó relajado tras el orgasmo. Acababa de encontrar su ángel para el ensayo. La brisa le refrescó la piel cuando se puso en pie para coger la cámara.
Recordó cómo había descrito el proceso en el diario y decidió que, en lugar de seguirlo al pie de la letra, debía intentar mejorarlo.
—Tal vez vuelva a violarte, tal vez no. —Sonrió, y las arrugas le circundaron la boca y los ojos—. Quizá te lastime, quizá no. Todo depende de tu comportamiento. Sigue aquí tendida, ángel.
Consciente de que no se movería, cambió las lentes de la cámara. Las pupilas de su víctima eran enormes lunas negras rodeadas por un círculo marrón; su respiración era poco profunda. Silbó feliz mientras colocaba el carrete nuevo. Lo gastó entero antes de volver a violarla.
Decidió lastimarla. Después de todo, era él quien tenía capacidad para elegir, quien controlaba la situación. La mujer no forcejeó esta vez. Tenía el cuerpo laxo; en su mente estaba a salvo, sentada con Tom en el patio de la hermosa casita nueva de Peach Blossom Lane.
Apenas si reparó en que le quitaba la mordaza. Logró lanzar un sollozo apagado y reunir suficiente aire en los pulmones para gritar.
—Es demasiado tarde para eso —advirtió él con suavidad, casi con cariño, mientras le ceñía el cuello con el pañuelo—. Ahora serás mi ángel.
Apretó la tela con lentitud con la intención de prolongar el momento. Observó cómo abría la boca en un desesperado intento por respirar. Golpeó la arena con los talones mientras se convulsionaba.
Mientras la torturaba, él se sentía poderoso. Más tarde no recordaría cuántas veces se había detenido para que recobrara la conciencia antes de llevarla de nuevo al borde de la muerte. Se levantaba y la enfocaba con la cámara. No existía un único momento decisivo, pensó, sino muchos. El miedo a la muerte, la aceptación, la esperanza cuando la vida retornaba, la rendición cuando volvía a alejarse.
¡Oh, cómo lamentaba no tener un trípode!
Por fin rompió todas las barreras del control y determinó concluir la sesión. Con voz entrecortada le murmuró frases cariñosas, la besó agradecido. Ese ángel inesperado que la casualidad le había enviado acababa de mostrarle una nueva dimensión. Por supuesto, todo había sido obra del destino. Se trataba de algo inexorable, comprendió de pronto. Debía aprender más antes de cumplir su destino, en el que participaba Jo.
Retiró el pañuelo, lo dobló y lo colocó en actitud reverente sobre el arma. Se tomó su tiempo para colocarla en la pose adecuada. Las marcas de las muñecas le preocuparon un poco, hasta que optó por ponérselas bajo la cabeza a modo de almohada.
Titularía esa fotografía Regalo de un ángel. Después de vestirse, formó un hatillo con la ropa de Susan. El pantano quedaba demasiado lejos. Lo que los caimanes y otros depredadores hubieran dejado de Ginny, permanecía oculto allí. No tenía tiempo para realizar un trayecto tan largo ni la energía suficiente para transportar a Susan.
En el río había lugares profundos; con eso bastaría. La trasladaría al lugar donde descansaría eternamente y añadiría un peso al cuerpo para que se depositara sobre el fondo.
Después, pensó con un bostezo, habré concluido la jornada.