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Al amanecer el ambiente era brumoso, como el de un sueño que está a punto de desvanecerse. Los rayos de luz traspasaban el dosel de las copas de los robles y hacían destellar el rocío. Las currucas y los pinzones que anidaban en el musgo despertaban y lanzaban sus gorjeos matinales. Un cardenal voló silencioso entre los árboles como un proyectil rojo.

Era su hora favorita del día. Al alba, cuando las exigencias todavía no habían llegado, podía estar solo, enterrarse en sus pensamientos.

Brian Hathaway jamás había vivido en otra parte que no fuese Desire. Nunca había querido marcharse de allí. Conocía la tierra firme y había visitado grandes ciudades. Incluso había pasado unas vacaciones en México, de manera que conocía el extranjero.

Sin embargo Desire, con todas sus virtudes y defectos, era su tierra. Allí nació, treinta años antes, en una noche de septiembre azotada por un vendaval, en la gran cama de roble en la que en la actualidad dormía, en presencia de su padre y con la asistencia de una partera negra que fumaba en pipa y cuyos progenitores habían sido esclavos de sus antepasados. La anciana se llamaba señorita Effie, y cuando él era pequeño le contaba cómo se había producido su nacimiento. Le explicaba que mientras fuera el mar rugía enfurecido, en la gran casa, su madre se había portado como un soldado y, con una carcajada, lo había arrojado de su matriz para que cayera en manos de su padre.

Era una buena historia. Brian solía imaginar a su madre riendo mientras su padre esperaba, ansioso por recibirlo en sus manos.

Hacía ya mucho que su madre se había marchado y que la señorita Effie había muerto. Había transcurrido mucho tiempo desde ese momento en que su padre lo cogió en sus brazos.

Brian caminaba bajo la neblina, cada vez más tenue, entre los enormes árboles con el tronco lleno de líquenes rosados y rojos. Era alto y delgado, de físico muy parecido al de su padre, de abundante cabello negro, piel atezada y ojos de un azul frío. Las mujeres encontraban melancólico y atractivo su rostro ovalado. La boca era firme y, más que a sonreír, tendía a esbozar un gesto de amargura.

Ese era otro aspecto que a las mujeres les resultaba atractivo: el desafío que significaba arrancar una sonrisa a Brian.

El leve cambio de luz le indicó que era hora de regresar a Sanctuary. Debía preparar el desayuno para los huéspedes de la posada.

Se sentía tan a gusto en la cocina como en el bosque, lo que no dejaba de extrañar a su padre. Brian sabía, y le resultaba divertido, que Sam Hathaway se preguntaba si su hijo era gay. Después de todo, un hombre que deseaba ganarse la vida cocinando debía de ser un poco raro.

Si hubieran tenido la costumbre de hablar con franqueza, Brian le habría explicado que, aunque disfrutaba preparando un merengue, prefería a las mujeres cuando de sexo se trataba. Por otro lado, ¿esa tendencia a alejarse de los demás no era un rasgo distintivo de los Hathaway?

Brian caminaba por el bosque con el sigilo de un ciervo. Decidió tomar el sendero más largo, desviándose hacia Half Moon Creek, donde la niebla se alzaba del agua como humo blanco y un trío de palomas bebía feliz en medio del silencio.

Todavía tengo tiempo, pensó. En Desire siempre había tiempo. Se sentó en un tronco caído para contemplar el amanecer.

La isla tenía tres kilómetros de anchura y apenas diecinueve de largo. Brian conocía cada palmo del terreno, la arena de las playas, los pantanos sombreados donde habitaban pacientes caimanes. Amaba las dunas, las praderas rodeadas de pinos jóvenes y robles viejos. Con todo, nada le gustaba tanto como el bosque, plagado de parajes oscuros y misteriosos.

Conocía la historia de su familia, que tiempo atrás se había dedicado al cultivo del algodón, que recogían esclavos. Sus antepasados habían amasado fortunas. Los ricos acudían a ese pequeño paraíso aislado para cazar ciervos, recoger caracolas, pescar en embarcaciones o en la playa.

Ofrecían alegres fiestas en la sala de baile a la luz de las velas de las arañas de cristal, apostaban en la sala de juego mientras bebían un excelente whisky sureño y fumaban gruesos cigarros cubanos. En las calurosas tardes de verano haraganeaban en las galerías mientras los esclavos les servían vasos de limonada fría.

Sanctuary había sido un enclave para privilegiados y el ejemplo de una manera de vivir destinada al fracaso.

El magnate naviero que había convertido Sanctuary en su retiro privado acumuló y dilapidó una enorme fortuna.

Aunque la familia ya no era tan rica como antaño, Sanctuary todavía se mantenía en pie, y la isla continuaba en manos de los descendientes de esos reyes del algodón y emperadores del acero. Las cabañas que se alzaban detrás de las dunas, o se acurrucaban a la sombra de los árboles o daban al estrecho de Pelican pasaban de una generación a la siguiente, de tal modo que sólo un puñado de familias podía proclamar que Desire era su hogar.

Y así seguiría.

El padre de Brian se oponía con idéntico fervor a ecologistas y constructores. En Desire no se edificarían urbanizaciones para veraneantes y ningún gobierno bien intencionado lograría convencer a Sam Hathaway de que convirtiera la isla en una reserva nacional.

Es, pensó Brian, el monumento que le dedica a su esposa infiel. Su bendición y su maldición a la vez.

En la actualidad llegaban veraneantes, a pesar de la soledad de Desire, o tal vez a causa de ella. Para mantener la casa y la isla, los Hathaway habían transformado parte de su hogar en una posada.

Brian sabía que a Sam esa situación le resultaba detestable, que le indignaba cada pisada que los desconocidos dejaban en la isla. Según recordaba, era el único tema en que discrepaban sus padres. Annabelle quería abrir el lugar a un número mayor de turistas, atraer más gente, establecer allí la intensa vida social de que en una época gozaron sus antepasados. Sam insistía en limitar la cifra de visitantes. Brian sospechaba que ese fue el motivo que impulsó a su madre a marcharse; la necesidad de relacionarse, de conocer gente.

Con todo, del mismo modo que la isla no podía impedir el avance del mar, Sam Hathaway no consiguió, pese a sus esfuerzos, detener los cambios, pensó Brian mientras un ciervo desaparecía entre los árboles. De hecho a él tampoco le gustaban, pero en el caso de la posada habían sido necesarios. Y lo cierto era que le complacía dirigirla, planificar, seguir una rutina. Le encantaban los turistas, las voces de desconocidos, observar sus distintos hábitos y expectativas, oírles hablar de los lugares de donde procedían.

No le molestaba que entrara gente en su vida… siempre y cuando no tuvieran intenciones de quedarse. De todos modos, dudaba de que alguien quisiera permanecer allí largo tiempo.

Ni siquiera Annabelle aguantó.

Se puso en pie, un poco irritado por esa cicatriz de veinte años de antigüedad que, de una manera inesperada, volvía a dolerle. Hizo caso omiso de ella y enfiló el sendero zigzagueante que ascendía hacia Sanctuary.

Cuando salió del bosque la luz, que al incidir sobre el chorro de agua de una fuente convertía cada gota en un arco iris, lo deslumbró. Miró hacia la parte trasera del jardín. Como siempre, los tulipanes crecían en desorden, los claveles silvestres parecían un tanto mustios y los… ¿cómo se llaman esas flores amarillas?, se preguntó. No era más que un jardinero mediocre. Los veraneantes esperaban encontrar jardines bien cuidados, al igual que antigüedades resplandecientes y excelentes comidas.

Sanctuary debía conservarse en el mejor estado posible para atraerlos, lo que significaba invertir numerosas horas de trabajo. Sin huéspedes, era imposible mantenerlo. Así pues, pensó Brian mientras miraba con expresión ceñuda las flores, es un círculo vicioso. Un pez que se muerde la cola.

—Agérato.

Brian volvió la cabeza. Al entornar los ojos para protegerlos de la luz distinguió una figura femenina. Había reconocido la voz. Le irritaba que se hubiera acercado así, por detrás. De hecho, la doctora Kirby Fitzsimmons siempre le producía cierta irritación.

—Agérato —repitió ella sonriente. Sabía que su presencia le molestaba, y lo consideraba un progreso. Había tardado casi un año en conseguir que por lo menos Brian tuviera esa reacción ante ella—. Es el nombre de las flores que estás mirando con tanto fastidio. Tus jardines necesitan más cuidados, Brian.

—Ya me ocuparé de ello —replicó antes de refugiarse en su mejor arma: el silencio.

Nunca se sentía cómodo delante de Kirby. No se trataba tan sólo de su aspecto físico, aunque era bastante atractiva si a uno le gustaban las rubias delicadas. Brian suponía que tal vez se debía a su modo de ser, que de delicado no tenía nada. Kirby era eficiente, competente y parecía saber un poco de todo.

Hablaba con el acento de la gente de clase alta de Nueva Inglaterra. Para él no era más que una maldita yanqui. Sin duda también tenía los pómulos de los yanquis. Sus ojos eran de un verde mar, la nariz, levemente respingona, y la boca, ni demasiado grande ni demasiado pequeña.

Brian esperaba que un día le dijeran que había regresado a tierra firme tras cerrar la cabaña que había heredado de su abuela y desistir de la idea de inaugurar una clínica. Sin embargo Kirby permanecía allí, mes tras mes, y poco a poco su vida se entretejía en la de la isla.

Y él no lograba quitársela de la cabeza.

Kirby le sonreía, con una expresión burlona en los ojos, mientras se echaba hacia atrás un mechón del cabello color trigo, que le caía sobre los hombros.

—Es una mañana preciosa.

—Es temprano. —Brian hundió las manos en los bolsillos. Cuando estaba cerca de Kirby, no sabía qué hacer con ellas.

—No es demasiado temprano para ti. —Ladeó la cabeza. Era agradable mirarlo, pero Brian Hathaway era uno de los nativos a quien le costaba conquistar—. Supongo que todavía no está listo el desayuno.

—No lo servimos hasta las ocho. —Por supuesto, lo sabía tan bien como él.

—¿Cuál es el plato especial de esta mañana?

—Todavía no lo he decidido. —Como no había forma de quitársela de encima, se resignó cuando ella echó a andar a su lado.

—Yo voto por los gofres de canela. No me importaría comerme una docena. —Alzó los brazos sobre la cabeza para desperezarse.

Brian procuró no fijarse en la manera en que la blusa de algodón destacaba sus pechos firmes y pequeños. Al acercarse a la casa enfilaron el sendero lleno de conchas trituradas y flanqueado de flores.

—Puedes aguardar en la sala de estar de los huéspedes o en el comedor.

—Preferiría sentarme en la cocina. Me gusta verte cocinar. —Antes de que Brian pudiera inventar una objeción, Kirby ya estaba en el porche trasero.

Como siempre reinaban allí un orden y una limpieza absolutos. A Kirby le gustaba la pulcritud en un hombre tanto como una complexión atlética y un cerebro bien ejercitado. Brian poseía las tres cualidades, motivo por el que le interesaba averiguar la clase de amante que era.

Sospechaba que con el tiempo lo descubriría, pues siempre conseguía salirse con la suya. Para ello debía limitarse a seguir luchando hasta resquebrajar la armadura con que él se protegía.

Sabía que no era indiferente a Brian, pues lo había sorprendido mirándola en algunas ocasiones. Era una cuestión de simple tozudez, una característica que también apreciaba. Además, las contradicciones de ese hombre le resultaban divertidas.

Se sentó en un banquito frente a la mesa de desayuno, consciente de que él no hablaría a menos que lo animara, ya que Brian siempre guardaba las distancias con los demás. Le serviría una taza de café no demasiado fuerte, como a ella le gustaba, haciendo honor a su innato sentido de la hospitalidad.

Permanecieron en silencio unos minutos, mientras ella paladeaba la humeante bebida. No había mentido al decir que le gustaba verlo cocinar.

Si bien las cocinas solían considerarse el dominio tradicional de las mujeres, esa era muy masculina, como su dueño, con sus grandes manos, su cabello alborotado y su rostro duro.

Sabía, porque los habitantes de la isla se enteraban de casi todo cuanto les ocurría a los demás, que Brian había reformado la pieza unos ocho años antes, y que él mismo la había diseñado y elegido los colores y materiales. Así la había convertido en el taller de trabajo de un hombre, con largos mostradores de mármol y reluciente acero inoxidable.

Bajo tres amplias ventanas enmarcadas en madera había instalado una mesa para las comidas familiares, aunque por lo que Kirby sabía los Hathaway casi nunca se reunían para almorzar. El suelo era de baldosas de un blanco cremoso y las paredes blancas y sin adornos. Sin embargo había toques domésticos en el brillo de las ollas de cobre que colgaban de ganchos en las paredes, en las ristras de pimientos y ajos, en el estante con antiguos utensilios de cocina. Suponía que Brian los consideraba más prácticos que hogareños, pero dotaban de calidez a la estancia.

Conservaba la antigua chimenea, que recordaba la época en que la cocina era el centro de la casa, un lugar para reunirse. A Kirby le encantaba que, en invierno, Brian la encendiera y el olor a madera quemada se mezclara con el de los guisos aromatizados con hierbas.

Para Kirby, cocinar exigía cierto grado de pericia de que ella carecía, de modo que por lo general se limitaba a sacar un plato ya preparado de la nevera y descongelarlo en el horno a microondas.

—Me encanta este lugar —afirmó. Brian, que batía algo en un enorme bol azul, dejó escapar un gruñido. La mujer se levantó del banco para servirse una segunda taza de café, se inclinó y sonrió al ver la pasta que Brian batía—. ¿Gofres?

Él cambió de posición. El perfume de Kirby le molestaba.

—Era lo que querías, ¿verdad?

—Sí. —Levantó la taza y sonrió por encima del borde—. Es agradable conseguir lo que uno quiere, ¿no te parece?

Tiene unos ojos preciosos, pensó Brian. De pequeño, creía en las sirenas e imaginaba que todas tenían ojos como los de Kirby.

—No es difícil que consigas lo que deseas si sólo se trata de gofres.

Dio media vuelta para sacar una plancha de un armario. Después de enchufarla, se volvió y chocó contra Kirby. En un acto instintivo la cogió del brazo.

—Estás en mi camino.

Ella se acercó un poco, feliz con la agradable sensación que le producía su contacto.

—Tal vez podría ayudarte.

—¿En qué?

Ella sonrió y posó la mirada en sus labios, luego en sus ojos.

—En lo que sea. —¡Qué diablos!, pensó, y colocó la mano sobre el pecho de Brian—. ¿Necesitas algo?

La sangre de Brian comenzó a bullir. Sin poder evitarlo, apretó el brazo de Kirby. Por un instante pensó en empujarla contra el mostrador y tomar lo que ella insistía en ofrecerle. Eso le borraría la sonrisa de la cara.

—Estás en mi camino, Kirby.

Todavía no le había soltado el brazo, lo que ella consideró un progreso. Kirby, por su parte, continuaba con la mano sobre el pecho de Brian y percibía los latidos acelerados de su corazón.

—Ya hace casi un año que estoy en tu camino, Brian. ¿Cuándo piensas hacer algo al respecto?

Los ojos del hombre destellaron antes de que los entornara. Kirby respiró hondo. ¡Por fin!, pensó al tiempo que se inclinaba hacia él.

Brian le soltó el brazo de forma tan brusca que ella estuvo a punto de caer.

—Tómate el café —indicó él—. Tengo que trabajar.

Observó con satisfacción que, en efecto, la sonrisa de suficiencia había desaparecido de la cara de Kirby, que fruncía el entrecejo mientras sus ojos echaban chispas.

—¡Maldita sea, Brian! ¿Cuál es el problema?

Él procedió a untar de mantequilla la plancha.

—Yo no tengo ningún problema. —La miró un instante al tiempo que tapaba la plancha. Kirby estaba colorada y tenía los labios apretados. Está furiosa, pensó complacido.

—¿Qué debo hacer? —preguntó ella al tiempo que dejaba la taza sobre el impoluto mostrador con tal brusquedad que derramó parte del café—. ¿Es necesario que entre completamente desnuda en esta cocina?

—¡Bueno! ¡No es mala idea! Después de eso podría aumentar los precios de la posada. —Inclinó la cabeza—. Es decir, siempre que desnuda seas atractiva.

—¡Desnuda soy muy atractiva y te he dado numerosas oportunidades para comprobarlo!

—Supongo que me gusta crear mis propias oportunidades. —Abrió la nevera—. ¿Quieres huevos con los gofres?

Kirby apretó los puños mientras se decía que había jurado curar, no herir, y luego dio media vuelta.

—¡Guárdate tus puñeteros gofres! —exclamó antes de marcharse.

Brian sonrió al oír el portazo. Complacido por haberla derrotado, decidió premiarse con unos gofres. Los servía en un plato cuando se abrió la puerta que comunicaba con la casa.

Lexy permaneció un instante inmóvil, como si posara, un hábito más que un intento de impresionar a su hermano. La cabellera le caía hasta los hombros en una cascada de rizos enredados de color rojo renacimiento, el tinte que había elegido hacía poco.

Le gustaba Tiziano y consideraba que ese tono le favorecía más que el rubio que había usado en los últimos años.

El color era apenas más claro y brillante que el que Dios le había dado, y armonizaba con su piel, de un blanco lechoso. Tenía los ojos garzos, como los de su padre, si bien cambiaban de tono. Ese día poseían el matiz de los mares brumosos, que había acentuado con un ligero maquillaje.

—Gofres —exclamó. Su voz era un ronroneo felino que había practicado religiosamente hasta hacerlo suyo—. Estupendo.

Brian cortó un trozo y lo comió de pie. Su hermana echó hacia atrás su cabellera de gitana y se acercó al mostrador del desayuno con una expresión de mal humor. A continuación pestañeó y sonrió cuando Brian le tendió el plato.

—Gracias, querido. —Le puso la mano en una mejilla y le besó la otra.

A diferencia del resto de los Hathaway, Lexy tenía la costumbre de tocar, besar y abrazar. Brian recordaba que, tras la marcha de su madre, Lexy era como un cachorro que buscaba la compañía y el cariño de cuantos la rodeaban. Era lógico, pensó, pues entonces sólo contaba cuatro años. Le tiró del pelo con suavidad y le alcanzó la miel.

—¿Hay alguien más levantado?

—Mmm. La pareja del cuarto azul ya se ha despertado, y la prima Kate está en la ducha.

—Creía que esta mañana te encargarías de los desayunos.

—Y pienso hacerlo —replicó ella con la boca llena.

Brian levantó una ceja y observó la corta bata que lucía su hermana.

—¿Ese es tu nuevo uniforme de camarera?

Ella cruzó las largas piernas y dio otro mordisco al dulce que tenía en el plato.

—¿Te gusta?

—Podrás retirarte con las propinas que recibirás.

—Sí. —Lanzó una breve carcajada y cortó otro trozo de gofre—. En efecto, ese es el sueño de mi vida; servir a desconocidos y ahorrar las propinas que me dan para poder jubilarme de una manera esplendorosa.

—Todos tenemos pequeñas fantasías —observó Brian mientras colocaba ante su hermana una taza de café con crema y azúcar. Comprendía su amargura y desilusión, aunque no las compartía. Ladeó la cabeza y preguntó—: ¿Quieres que te cuente las mías?

—Apuesto a que tienen algo que ver con ganar un concurso de cocina.

—Tal vez.

—Yo quería ser alguien, Bri.

—Eres alguien. Alexa Hathaway, la princesa de la isla.

Ella alzó la vista al cielo antes de levantar la taza de café.

—No duré ni un año en Nueva York, ni un puñetero año.

—¿Y quién desea estar en Nueva York? —Sólo pensarlo le producía escalofríos. Calles llenas de multitudes, de olores, sin aire.

—Es un poco difícil ser actriz en Desire.

—Querida, en mi opinión lo estás haciendo muy bien. Si vas a ponerte de mal humor, llévate los gofres a tu habitación, pues de lo contrario acabarás por desanimarme.

—Para ti todo es fácil. —Apartó el plato de sí, y Brian consiguió cogerlo antes de que cayera al suelo—. Tienes lo que quieres; vivir en un lugar aislado, hacer lo mismo todos los días… Papá te ha entregado la casa para dedicarse a recorrer la isla y asegurarse de que nadie toca ni un grano de su preciosa arena. —Se levantó del banco y estiró los brazos—. Y Jo tiene lo que quiere. Es una fotógrafa de éxito que se pasa la vida viajando. En cambio, ¿yo qué tengo? Un patético currículum con una serie de anuncios publicitarios, unos pocos trabajos de extra y el papel protagonista de una obra en tres actos que no pasó de la noche del estreno. Y ahora estoy aquí de nuevo, sirviendo mesas, cambiando las sábanas de las camas de otros. No aguanto más…

Brian aplaudió al cabo de unos segundos.

—Un gran discurso, Lex. Sabes muy bien qué palabras debes utilizar. Tal vez deberías mejorar la puesta en escena. Los gestos resultan demasiado ampulosos.

A Lexy le temblaron los labios.

—¡Vete al cuerno, Bri! —Alzó el mentón antes de salir.

Brian cogió el tenedor y se dispuso a terminar el desayuno que había dejado su hermana.

Al cabo de una hora, Lexy prodigaba sonrisas y zalamero encanto sureño. Era una experta camarera, lo que la había salvado de la pobreza durante su estancia en Nueva York, y servía las mesas con aparente placer y donaire.

Lucía una falda lo bastante corta para irritar a Brian, como pretendía, y un suéter que destacaba sus curvas. Su figura era excelente y se esforzaba por conservarla. Al fin y al cabo era un arma de trabajo, tanto para una camarera como para una actriz. Al igual que la sonrisa pronta y radiante.

—¿Desea que le caliente el café, señor Benson? ¿Qué tal está la tortilla? Brian es un cocinero excelente, ¿no le parece?

Como el señor Benson parecía apreciar mucho sus pechos, se inclinó un poco más para complacerle antes de dirigirse hacia otra mesa.

—Si no me equivoco se marchan hoy, ¿verdad? —Dedicó una gran sonrisa a los recién casados que se hacían arrumacos en la mesa del rincón—. Espero que vuelvan a la isla.

Mientras recorría el comedor, se detenía cuando un huésped quería conversar y pasaba de largo si notaba que prefería que lo dejaran en paz. Durante los días de semana apenas si había trabajo, y ella tenía oportunidades más que suficientes para desempeñar su papel.

Sin embargo, lo que deseaba era actuar en una sala rebosante de público, en uno de los grandes teatros de Nueva York. En cambio, pensó mientras mantenía su luminosa sonrisa, no tenía más remedio que interpretar el papel de camarera en una casa que nunca cambiaba, en una isla que nunca cambiaba.

Todo ha permanecido igual durante centenares de años, pensó. A Lexy no le interesaba la historia. En su opinión el pasado era aburrido y estaba tediosamente tallado en rocas, al igual que Desire y las personas que la habitaban.

Los Pendleton se casaban con un Fitzsimmons, un Brodie o un Verdon, las cuatro familias más importantes de la isla. De vez en cuando algún vástago rompía la tradición para contraer matrimonio con alguien de tierra firme. Incluso algunos se marchaban, pero la mayoría permanecía allí, viviendo en las mismas casas, generación tras generación.

Es todo tan… previsible, pensó Lexy mientras abría la libreta de pedidos y sonreía a los ocupantes de la mesa siguiente.

Su madre se había casado con un hombre de tierra firme y ahora los Hathaway reinaban en Sanctuary. Eran estos los que vivían y trabajaban allí y, desde hacía más de treinta años, se esforzaban por mantener la casa y proteger la isla.

Aun así Sanctuary era y siempre sería la casa de los Pendleton, que se alzaba en lo alto de la colina. Y no parecía haber manera de escapar de ella.

Se guardó la propina en el bolsillo y retiró los platos sucios. Tan pronto como entró en la cocina sus ojos adquirieron una expresión fría. Del mismo modo que la víbora se desprende de la piel, Lexy dejó atrás su encanto. Se enfureció al observar que a Brian no le molestaba la actitud desdeñosa con que lo trataba y, tras dejar los platos sucios sobre el mostrador con brusquedad, tomó la cafetera y volvió al comedor.

Durante dos horas sirvió mesas, retiró platos y reemplazó manteles y cubiertos… mientras soñaba con el lugar donde deseaba estar.

Broadway. ¡Había estado tan segura de poder lograrlo! Todo el mundo le aseguraba que poseía un talento innato. Por supuesto, eso fue antes de que viajara a Nueva York y conociera a centenares de chicas a quienes les habían dicho lo mismo.

Quería ser una actriz seria, no una modelo con la cabeza llena de pájaros que posaba para anuncios de ropa interior. Estaba convencida de que empezaría desde arriba. Después de todo era inteligente, bonita y lista.

Ver Manhattan le infundió ánimo y energía. Era como si la ciudad estuviera esperándome, pensó mientras tomaba nota a los clientes de la mesa seis. Toda esa gente, el ruido, la vitalidad y ¡ah!, los comercios con esa ropa maravillosa, los restaurantes sofisticados y la sobrecogedora sensación de que todo el mundo tenía algo que hacer.

Ella también tenía algo que hacer y algún lugar adonde ir.

Alquiló un apartamento demasiado caro, pues no estaba dispuesta a conformarse con una habitación pequeña. Se dio el lujo de comprarse ropa nueva en Bendell’s y pasó un día entero en Elizabeth Arden. Todo eso le supuso un gasto importante, pero lo consideró una inversión. Quería ofrecer el mejor aspecto posible cuando se presentara a las pruebas para alguna obra de teatro.

Durante el primer mes se sucedieron las decepciones. Nunca sospechó que encontraría tanta competencia ni tanta desesperación en las chicas que, como ella, acudían a las audiciones para conseguir un papel.

Recibió algunas ofertas, pero casi todas implicaban trabajar tendida de espaldas. Tenía demasiado orgullo y demasiada confianza en sí misma para aceptarlas.

Ahora había de reconocer que debido al orgullo y la confianza en sí misma, así como la inocencia, se había visto obligada a volver a la isla.

Sin embargo, se recordó Lexy, se trataba de una situación momentánea. Faltaba poco menos de un año para que cumpliera los veinticinco, y entonces recibiría su herencia; lo que quedaba de ella. Con el dinero regresaría a Nueva York y esa vez actuaría con mayor cautela e inteligencia.

Aún no estoy acabada, decidió. Se estaba tomando un año sabático. Algún día subiría a un escenario para sentir el cariño y la admiración del público. Entonces sería alguien.

Alguien más que la hija menor de Annabelle.

Llevó los últimos platos a la cocina. Brian ya terminaba de limpiar el lugar. En el fregadero no había ni ollas ni sartenes sucias, y el mostrador no tenía ni una mancha. A pesar de saber que era una maldad, Lexy dobló la muñeca para que la taza que se balanceaba sobre la pila se volcara y estrellara contra el suelo.

—¡Ay! —exclamó y sonrió con perversidad al ver que Brian volvía la cabeza.

—Debe de divertirte ser una imbécil, Lex —dijo él con frialdad—. Lo haces muy bien.

—¿En serio? —Incapaz de contenerse, empujó el resto de los platos, que cayeron con gran estrépito. Los restos de comida y los fragmentos se diseminaron por el piso.

—¡Maldita sea! ¿Qué tratas de demostrar? ¿Que sigues siendo tan destructiva como siempre? ¿Que sabes que habrá alguien detrás de ti que limpie lo que ensucias? —Se encaminó con furia hacia un armario de donde sacó una escoba—. Hazlo tú misma —agregó al tiempo que se la tendía.

—¡No me da la gana! —Aunque ya lamentaba su acción impulsiva, le devolvió la escoba. La colorida porcelana yacía a sus pies—. Ahí tienes tus preciosos platos. Recógelos tú.

—Si no limpias este estropicio, te juro que te propinaré varios escobazos en la espalda.

—Inténtalo, Bri. —Estaba decidida a no dar su brazo a torcer. Saber que se había comportado mal no era más que un catalizador que la inducía a no ceder—. Inténtalo, y te arrancaré los ojos con las uñas. Estoy harta de que me digas qué debo hacer. ¡Esta casa es tan mía como tuya!

—Bueno, veo que nada ha cambiado por aquí.

Los rostros de Lexy y Brian estaban rojos de furia cuando se volvieron hacia la puerta trasera. Quedaron petrificados al ver a Jo con dos maletas a los pies y una expresión de cansancio en la cara.

—Supe que estaba en casa al oír el estruendo de la vajilla y las voces alegres.

En un repentino cambio de humor, Lexy enlazó el brazo con el de Brian.

—Mira, Brian. Ha vuelto la otra hija pródiga. Espero que nos quede un poco de cordero.

—Me conformaré con una taza de café —repuso Jo mientras cerraba la puerta a sus espaldas.