15

Sam supuso que era una mala señal que un hombre tuviera que hacer acopio de coraje para hablar con su propio hijo. Por desgracia, cuando por fin se sintió preparado para enfrentarse a Brian, no consiguió encontrarlo.

No estaba en la cocina, donde dedujo lo hallaría preparando café o bizcochos. Permaneció allí unos minutos, aunque se sentía fuera de lugar en aquel territorio, que consideraba propio de la mujer.

Por lo general Brian salía a caminar por la mañana, no sin antes haber preparado el café u horneado los bizcochos del desayuno. De todas maneras, normalmente a esa hora ya estaba de vuelta. Sólo faltaban treinta o cuarenta minutos para que los huéspedes comenzaran a acudir al comedor.

Aunque no pasaba mucho tiempo en la casa, y menos aún con los clientes, Sam conocía muy bien la rutina de la posada. Hizo girar la gorra entre las manos y observó con fastidio que empezaba a preocuparse. Recordó otra mañana en la que, al despertar, descubrió la desaparición de un integrante de su familia. En ese caso tampoco existieron preparativos previos ni advertencia alguna.

¿Habría provocado la marcha del muchacho? De ser así, a partir de entonces se preguntaría una y otra vez si era responsable de empujar a otro de los suyos fuera de Sanctuary.

Cerró los ojos un instante en un intento por alejar los remordimientos. No estaba dispuesto a cargar con la culpa. Brian era una persona adulta, al igual que Annabelle cuando huyó, y por tanto capaz de tomar sus propias decisiones. Se caló la gorra y se encaminó hacia la puerta.

Experimentó al mismo tiempo ansiedad y alivio al oír un silbido. Brian, que se acercaba por el sendero del jardín, se interrumpió y se detuvo al observar que su padre salía de la cocina. Su alegría cedió paso a la amargura, y se sintió indignado al ver turbados sus últimos instantes de soledad.

Brian le saludó con una leve inclinación de la cabeza antes de entrar. Sam permaneció unos instantes inmóvil. Cualquier hombre adivinaba cuándo otro había pasado la noche con una mujer. Al ver esa expresión relajada y satisfecha en el rostro de su hijo se sintió tonto… y lo envidió. Pensó que resultaría mucho más sencillo echar a andar y dejar las cosas como estaban. Sin embargo, se quitó la gorra con un gruñido y se reunió con Brian.

—Tengo que hablar contigo.

Su hijo lo miró. Ya se había puesto un delantal y vertía granos de café en un molinillo.

—Estoy ocupado.

—De todos modos necesito hablar contigo.

—Entonces te escucharé mientras trabajo. —Activó el molinillo, y la sala se llenó de ruido y aromas—. Esta mañana voy un poco atrasado.

—Ya veo. —Sam hizo girar la gorra entre las manos y decidió esperar que desconectara el aparato. Observó cómo medía el café y el agua antes de enchufar la cafetera eléctrica—. Yo… bien… me ha extrañado no encontrarte aquí.

Brian tomó un bol donde echó los ingredientes necesarios para preparar los bizcochos.

—Por suerte no tengo que fichar al entrar.

—No, por supuesto que no. —No había pretendido que sonara como un reproche, y deseó fervientemente saber cómo dirigirse a un hombre que llevaba delantal y amasaba harina—. Quería hablarte acerca de ayer… sobre anoche.

Brian vertió leche en la mezcla.

—Dije todo cuanto tenía que decir y no veo la necesidad de continuar con el tema.

—¿De manera que crees que tienes derecho de expresar tu opinión y me niegas la posibilidad de manifestar la mía?

Brian comenzó a batir con una cuchara de madera el contenido del recipiente. La maravillosa sensación que le había producido su experiencia sexual con Kirby desaparecía poco a poco.

—Considero que has tenido toda una vida para decir lo que quisieras y ahora yo debo trabajar.

—Eres muy severo, Brian.

—He seguido tu ejemplo.

Era un dardo bien dirigido. Sam lo reconoció, lo aceptó. Luego, ya cansado de su actitud suplicante, arrojó a un lado la gorra.

—¡Pues tendrás que escucharme antes de zanjar el tema!

—Entonces empieza de una vez. —Volcó la mezcla sobre una tabla cubierta de harina y comenzó a amasarla con energía—. Terminemos de una vez con el asunto.

—Tenías razón. —Sam deshizo el nudo que se le había formado en la garganta—. Todo cuanto dijiste es cierto.

Con las manos hundidas en la masa, Brian volvió la cabeza para mirarlo con fijeza.

—¿Qué?

—Te respeto por haber tenido el coraje de decirlo.

—¿Qué?

—¿Se te ha metido harina en las orejas? —preguntó Sam con cierta irritación—. He dicho que tenías razón y que hiciste bien en desahogarte. ¿Cuánto tarda ese maldito aparato en preparar una taza de café? —murmuró mirando con expresión acusadora a la máquina.

Brian empezó a amasar de nuevo sin apartar la vista de su padre.

—Si quieres, ya puedes servirte una taza.

—Estupendo. —Abrió el armario y miró con el entrecejo fruncido los vasos y las copas.

—Hace ocho años que no guardamos ahí las tazas —explicó Brian con amabilidad—. Están en el de la izquierda, justo encima de la cafetera. Te recomiendo un capuchino con leche; a los clientes les encanta.

Sam sabía qué era un capuchino… o por lo menos creía saberlo, pero la leche no le gustaba. Lanzó un gruñido al tiempo que se servía un café solo. Bebió un sorbo, se sintió un poco mejor, y tomó otro.

—Es excelente.

—Gracias a la calidad de los granos.

—Y a que están recién molidos, supongo.

—Sí, eso es importante. —Brian volvió a colocar la mezcla en el bol, la cubrió y enseguida se encaminó hacia la pileta para lavarse—. Bien, de modo que estamos a punto de mantener la que creo será nuestra primera conversación en… casi toda mi vida.

—No me he portado bien contigo —reconoció Sam con la vista clavada en el líquido negro—. Lo siento.

Brian se secó las manos y lo miró boquiabierto.

—¿Qué?

—¡Maldita sea! ¿Es que tengo que repetir todo lo que digo? —Sam levantó la cabeza y en sus ojos se reflejaba una profunda frustración—. Sólo deseo pedirte que me disculpes, y tú deberías ser lo bastante generoso para hacerlo.

Brian alzó una mano para impedir que la charla degenerara en una discusión.

—Me has sorprendido con la guardia baja. Ha sido como si me hubieras dejado fuera de combate con un solo golpe. —Brian se acercó a la nevera en busca de huevos—. Aceptaría tus disculpas si supiera por qué las pides.

—Por no haber estado a tu lado cuando a los doce años te dieron una paliza, ni cuando a los quince te emborrachaste por primera vez, ni cuando a los diecisiete eras tan tonto como para no saber cómo hacer el amor a una chica sin correr el riesgo de dejarla preñada.

Tembloroso, Brian cogió una sartén.

—Kate me llevó a Savannah y me compró preservativos.

—¡No me lo creo! —Si el muchacho le hubiera golpeado la cabeza con la ristra de salchichas, no se habría escandalizado tanto—. ¿Kate te compró condones?

—En efecto. —Mientras colocaba la sartén en el fogón, Brian sonrió al recordarlo—. Me soltó un sermón sobre la responsabilidad, el autocontrol y la abstinencia. Después me compró una caja de preservativos y me aconsejó que me los pusiera si no podía dominar mi necesidad.

—¡Caramba! —Sam dejó escapar una risita al tiempo que se apoyaba contra el mostrador—. Me cuesta creerlo. —A continuación se enderezó y se aclaró la garganta—. Debí habértelo dicho yo.

—Sí, es cierto. —Brian colocó las salchichas en hilera sobre la sartén—. ¿Por qué no lo hiciste?

—Porque no tenía conmigo a tu madre para que me animara a conversar con ese muchacho, que parecía preocupado, o me dijera que Lexy estrenaba zapatos. Yo me daba cuenta de todo, pero me acostumbré a que ella me sugiriera qué debía hacer. Después, cuando se marchó, dejé que todo se me escapara de las manos. —Depósito la taza sobre el mostrador y hundió las manos en los bolsillos—. No estoy habituado a dar explicaciones, y no me gusta.

Brian tomó otro bol y cascó un huevo con el fin de preparar la masa para las tortitas.

—Estaba enamorado de ella —prosiguió Sam con amargura, agradecido de que Brian continuara trabajando—. No me resulta fácil decirlo. Tal vez no se lo dije a ella… Me cuesta expresar mis sentimientos. El caso es que la necesitaba. Belle solía llamarme «Sam el serio», y procuraba hacerme reír en todo momento. Le encantaba conocer gente, conversar sobre los temas más diversos. Amaba esta casa, esta isla, y durante un tiempo también me amó a mí.

Brian, que no creía haber escuchado jamás un discurso tan largo en boca de Sam Hathaway, agregó mantequilla derretida al bol.

—Teníamos nuestras diferencias, no lo negaré, pero siempre las superábamos. La noche en que naciste… ¡Dios, qué miedo pasé! Estaba aterrorizado. En cambio Belle se sentía tranquila. Para ella todo era una gran aventura. Cuando, una vez terminado el parto, comenzó a amamantarte, me dijo con una sonrisa: «Mira qué bebé más hermoso hemos hecho, Sam. Tendremos muchos más». Un hombre no puede evitar enamorarse de una mujer así.

—No creía que la amaras tanto.

—¡Por supuesto que la amé! —Sam cogió la taza de café. Después de tanto hablar se le había secado la garganta—. Hubo de transcurrir mucho tiempo desde su marcha para que dejara de amarla. Tal vez es cierto que la alejé, pero ignoro cómo, y no saberlo me carcomió durante años.

—Lo siento. —Brian notó la expresión de tristeza en los ojos de su padre—. No creí que te importara. En realidad no creí que nada de lo sucedido te importara.

—¡Claro que me importó! Sin embargo, al cabo de un tiempo, uno aprende a resignarse.

—Por fortuna tenías la isla.

—Era en lo que podía apoyarme, lo que podía cuidar, y evitó que enloqueciera. —Respiró hondo—. En todo caso, un hombre bueno habría estado al lado de su hijo para sostenerle la cabeza cuando bebía demasiada cerveza Budweiser.

—Lowenbrau.

—¿Una cerveza de importación? ¡Con razón que no te entiendo!

Sam lanzó un largo suspiro y observó a su hijo, un hombre que trabajaba con delantal y horneaba tortas; un hombre, se corrigió, de ojos serenos y lo bastante fuerte para llevar sobre su espalda más peso del que le correspondía.

—Bien, los dos hemos hablado e ignoro si esto cambiará la situación, pero me alegro de que hayamos dicho lo que pensábamos. —Sam le tendió la mano con la esperanza de que fuera lo apropiado.

Jo entró en la cocina y se encontró con la extraña escena de su padre y su hermano unidos en un apretón ante el horno. Ambos la miraron con idéntica expresión de vergüenza, pero en ese momento ella estaba demasiado cansada para fijarse en sus rostros.

—Lexy no se encuentra bien. Yo me encargaré de servir los desayunos.

Brian tomó un tenedor de mango largo y se apresuró a girar las salchichas antes de que se quemaran.

—¿Te ocuparás de las mesas?

—Es lo que acabo de decir. —Tomó el delantal que colgaba de un gancho y se lo probó.

—¿Cuándo fue la última vez que serviste una mesa? —preguntó Brian.

—La última vez que vine a la isla y te faltaba personal.

—Eres una pésima camarera.

—Quizá, pero soy la única que tienes, compañero. A Lexy le duele la cabeza de tanto llorar y Kate se ha marchado al campamento para hacerse cargo de la recepción, de modo que tendrás que conformarte conmigo.

Sam cogió la gorra y se dirigió a la puerta. Charlar con su hijo ya le había resultado bastante duro, de manera que no estaba dispuesto a hablar con su hija el mismo día.

—Tengo cosas que hacer —murmuró e hizo una mueca cuando Jo le dirigió una mirada asesina.

—Yo también tengo cosas que hacer, pero debo atender a los huéspedes, porque, después de vuestra pelea, Kate y yo nos pasamos la noche tratando de tranquilizar a Lexy. Ahora os estrecháis la mano, como verdaderos hombres, y asunto concluido. ¿Dónde están los malditos blocs?

—En el cajón superior, debajo de la caja registradora. —De reojo, Brian vio que su padre salía de la cocina. Típico de él, pensó con aire sombrío, y sacó las salchichas de la sartén—. La caja es nueva —informó a Jo—. ¿Sabes manejarla?

—¿Por qué tendría que saber utilizarla? No soy una vendedora, ni una camarera, sino una fotógrafa.

Brian se dio un masaje en la nuca. Sería una mañana difícil.

—Di a Lexy que tome una aspirina y baje.

—Si quieres que venga, ve tú a buscarla. Ya estoy harta de Lexy y sus dramas. Te aseguro que disfruta con la situación. —Depositó el bloc de pedidos sobre el mostrador y se acercó a la cafetera—. Le encanta ser el centro de atención de todo el mundo.

—Estaba angustiada.

—Tal vez al principio, hasta que empezó a disfrutar con el papel que representaba. Eran más de las dos de la noche cuando Kate y yo conseguimos tranquilizarla un poco y convencerla de que saliera de mi dormitorio, y ahora resulta que le duele la cabeza. —Jo se pasó la mano por la frente—. ¿Hay aspirinas aquí abajo?

Brian sacó una caja de un armario y se la tendió.

—Llévate la cafetera y empieza a servir. El plato especial del día son tortitas de arándanos. Deja tu mal humor aquí, en la cocina, y procura sonreír en el comedor. Di cómo te llamas a los clientes e intenta ser amable; así compensarás la lentitud del servicio.

—¡Ojalá todo se fuera a la mierda! —exclamó Jo mientras cogía el bloc y la cafetera para empezar a trabajar.

Al cabo de un rato, Brian cortaba pomelos con los dientes apretados al ver los platos que había preparado cinco minutos antes. Como Jo tarde mucho en servirlos, pensó, tendré que arrojarlos a la basura. ¿Dónde narices se había metido?

—Ya he visto que tenéis mucho trabajo —comentó Nathan al entrar por la puerta trasera—. Me he asomado a la ventana del comedor; está lleno.

Brian acabó de preparar la que calculaba era la millonésima tortita del día.

—Los domingos la gente prefiere los desayunos abundantes.

—Yo también —replicó Nathan sonriente—. Las tortitas de arándanos parecen deliciosas.

—Tendrás que hacer cola. ¡Maldita sea! ¿Qué está haciendo Jo? ¿Construyendo las pirámides? ¿Se te da bien la informática?

—Me enorgullezco de poseer tres ordenadores. ¿Porqué?

—Entonces te encargarás de la caja registradora. —Brian la señaló con el pulgar—. No puedo interrumpir mi tarea cada vez que Jo se equivoca con una cuenta.

—¿Quieres que maneje la caja registradora?

—Sí, si deseas comer.

Nathan se acercó para echarle un vistazo. En ese momento Jo entró presurosa, con el rostro encendido y los brazos cargados de platos.

—Estoy segura de que lo sabía. Sabía que los domingos esto se llena de gente. Si consigo sobrevivir, la mataré. ¿Qué demonios haces aquí? —preguntó a Nathan.

—Por lo visto me han incluido en la lista de empleados. —La vio depositar la vajilla en el fregadero y coger los platos que esperaban—. Hoy estás preciosa, Jo Ellen.

—Muérdeme —murmuró ella mientras abría la puerta con el hombro.

—Sospecho que se muestra igual de amable con los clientes.

—No destroces mi fantasía —repuso Nathan—. Me gusta pensar que reserva esas frases hirientes sólo para mí.

—¿Piensas volver a empujarla para que caiga al río?

—Resbaló. Y yo… he pensado en otra cosa para Jo y para mí.

Brian se pasó una mano por la cara.

—Prefiero no oír hablar de eso.

—Considero que debes conocer mis intenciones. —Para ilustrar sus palabras, Nathan cogió a Jo por la cintura cuando entró de nuevo, la atrajo hacia sí y la besó en la boca.

—¿Te has vuelto loco? —Para liberarse, le propinó un codazo en la boca del estómago y luego le colocó en las manos notas de pedidos, dinero y tarjetas de crédito—. Aquí tienes; apáñatelas. —Cruzó la cocina casi a la carrera para tomar otra cafetera llena y arrojó sobre el mostrador unas hojas escritas con precipitación—. Dos especiales, huevos revueltos, tocino, tostadas de pan integral. Hay un pedido que no recuerdo, pero está allí escrito. Por cierto, nos estamos quedando sin bizcochos y crema. Si esta criatura monstruosa de la mesa tres vuelve a derramar el zumo, lo estrangularé junto con los idiotas de sus padres.

Al verla salir, Nathan volvió a sonreír.

—Bri, creo que podría ser amor.

—Es más probable que sea locura. Mantén las manos lejos de mi hermana y ocúpate de las cuentas o no te daré de comer.

A las diez y media, Jo entró en su habitación y se arrojó en la cama. Le dolía todo el cuerpo; la espalda, los pies, la cabeza, los hombros. Nadie, pensó, que no haya trabajado de camarero puede adivinar cuan duro es. Había escalado montañas, vadeado ríos, vivido días de un calor infernal en el desierto… y repetiría las experiencias con tal de tomar una buena fotografía, pero se cortaría las muñecas con una sonrisa en los labios si alguien le pedía que sirviera una mesa alguna vez.

Debía admitir que Lexy no sólo no era perezosa, sino que además lograba que la tarea pareciera liviana. Sin embargo, por su culpa se había perdido esa mañana gloriosa que había seguido a la lluvia. Por su culpa tenía los ojos irritados por haber dormido sólo tres horas y un insoportable dolor de pies.

Apretó los dientes al sentir que el colchón se hundía bajo el peso de otra persona.

—¡Vete, Lexy, porque tal vez reúna la energía suficiente para matarte!

—No te molestes, Lexy no está aquí.

Volvió la cabeza y entornó los ojos al ver a Nathan.

—¿Qué haces aquí?

—Siempre me preguntas lo mismo. —Tendió una mano para colocarle el pelo detrás de la oreja y así verle mejor la cara—. He venido para ver cómo estabas. Una mañana difícil, ¿verdad?

Ella gimió y cerró los ojos.

—Lárgate.

—Diez minutos después de que empiece a darte un masaje en los pies, me rogarás que me quede.

—¿Un masaje en los pies?

Apartó las piernas, pero él le tomó un tobillo y lo sostuvo con fuerza mientras le quitaba la media.

—Diez, nuevo, ocho…

Cuando Nathan le pasó la mano con firmeza por la planta, Jo reprimió un gemido de placer.

—Te lo advertí. Sólo debes relajarte. Unos pies descansados son la llave del universo.

—¿Galileo?

—Cari Sagan —corrigió él con una sonrisa—. ¿Has comido?

—Si veo otra tortita, vomitaré.

—Lo sospechaba. Por eso he traído algo distinto.

Ella abrió un ojo.

—¿Qué?

—Humm. Tienes unos pies muy atractivos. Largos, finos y con un arco muy elegante. Cualquier día, empezaré a mordisquearlos e iré subiendo. ¡Ah! Me preguntabas qué te he traído. —Apretó los dedos sobre la planta y continuó el masaje hasta el talón—. Fresas con nata, uno de los deliciosos bizcochos que prepara Brian y un poco de tocino para que te aporte proteínas.

—¿Porqué?

—Porque debes comer. —La miró—. ¿O me preguntabas por qué pienso mordisquearte los pies?

—Déjalo.

—Está bien. ¿Por qué no te sientas y desayunas? Después me ocuparé del pie derecho.

Jo se disponía a asegurar que no tenía hambre, cuando recordó la orden de Kirby de que debía alimentarse bien. Por otro lado, las fresas tenían un aspecto apetitoso. Se sentó y se sintió incómoda cuando Nathan cruzó las piernas y le colocó el pie derecho sobre las rodillas. Tomó el bol y se llevó una fruta a la boca mientras observaba al hombre. Esa mañana no se había molestado en afeitarse, y necesitaba un corte de pelo, pero ese aspecto un tanto descuidado le quedaba bien.

—No es necesario que te esfuerces tanto —le dijo ella—. Estoy pensando en la posibilidad de acostarme contigo.

—Bueno, eso me quita un peso de encima.

—Creo que esta mañana estoy un poco malhumorada.

—¿En serio? —Comenzó a moverle hacia atrás y hacia adelante los dedos—. No lo había notado.

—Una astuta manera de decir que siempre estoy insoportable.

—No siempre. Creo que yo habría empleado la palabra «preocupada».

Como las fresas le habían abierto el apetito, mordió un trozo de panceta.

—Anoche tuvimos un encontronazo familiar, y ese es el motivo por el que Lexy ha pasado la mañana en cama con la cabeza bajo las almohadas mientras yo servía las mesas.

—¿Siempre sustituyes a los que no acuden al trabajo?

Meneó la cabeza con sorpresa.

—No; pocas veces estoy aquí.

—Pero cuando vienes atiendes a los huéspedes, haces las camas y limpias los baños.

—¿Cómo te has enterado de eso? —inquirió Jo con voz aguda, lo que le extrañó.

—Me lo contaste tú. Me dijiste que te ocupabas de la limpieza de la posada.

—¡Ah, ya! —Se sintió estúpida. Partió el bizcocho en dos.

—¿Qué ocurre?

—Nada. —Levantó un hombro—. Hace unos días unos chicos me pegaron un susto. Me encerraron en las duchas de los hombres, en el campamento. Me asusté bastante.

—No parece una broma divertida.

—No, en su momento a mí tampoco me lo pareció.

—¿Los pillaste?

—No, hacía tiempo que se habían ido cuando llegó mi padre y abrió la puerta. En realidad fue un incidente sin importancia, aunque me enfureció.

—De manera que podemos agregar la limpieza de las duchas de hombres a la lista de trabajos que realizas, por no mencionar la preparación del libro de fotografías. ¿Alguna vez piensas en divertirte un poco?

—Considero la fotografía una diversión. —Jo comió otra fresa—. Además fui a la fogata.

—Y te quedaste hasta cerca de la medianoche. ¡Qué mujer tan libertina!

Jo frunció el entrecejo.

—No me entusiasman las fiestas.

—¿Qué te entusiasma, aparte de la fotografía? ¿Los libros, el cine, el arte, la música? Esto es lo que se llama el arte de conocerse —agregó al ver que ella no contestaba—. Es muy útil, sobre todo cuando una persona está pensando acostarse con la otra. —Se inclinó y, al ver que ella se echaba hacia atrás, sonrió—. ¿Vas a compartir algunas fresas?

Como él seguía dándole masajes en el pie, Jo le llevó una fruta a la boca. Nathan le atrapó la punta de los dedos con los dientes y se los chupó.

—Lo que he hecho ahora se denomina estimulación sensorial subliminal o, con un término más tradicional, cortejo.

—Creo que lo he captado.

—Muy bien. ¿Te gusta el cine?

Jo trató de recordar si alguna vez algún hombre la había desconcertado tanto.

La respuesta fue un no categórico.

—Me inclino por las películas en blanco y negro, en especial las policíacas. Los juegos de luces y sombras son increíbles.

—¿El halcón maltés?

—Es genial.

—Estupendo, coincidimos. —Le dio una palmada en el pie—. ¿Y qué me dices del cine contemporáneo?

—Me encantan los filmes de acción. Los de arte y ensayo por lo general me aburren. Prefiero ver a Schwarzenegger matando a cincuenta malvados que escuchar a un grupo de personas que expresan su angustia en un idioma extranjero.

—Me tranquilizas. Me resultaría imposible criar seis chicos si me obligaras a ver películas sesudas.

Jo prorrumpió en carcajadas, un sonido ronco que a Nathan le resultó increíblemente excitante.

—Si ese es el futuro que me aguarda, tal vez reconsidere lo dicho.

—¿Cuál es tu ciudad preferida?

—Florida, siempre tan brillante y llena de colores.

—Yo admiro los edificios, su antigüedad y grandeza. El palacio Pitti, el Vecchio.

—Hice una fotografía maravillosa del Pitti justo antes del anochecer.

—Me encantaría verla.

—No la tengo aquí. —Evocó el momento, la luz, el veloz movimiento de aire que provocaron las palomas que en ese momento levantaban el vuelo—. La dejé en Charlotte.

—Ya me la enseñarás. —Acto seguido le apretó el pie—. Bien, puesto que ya has terminado de desayunar, ¿qué tal si me muestras la isla?

—Hoy es domingo.

—Sí, he oído rumores al respecto.

—Me refiero a que es un día de mucho trabajo. La mayoría de los clientes abandona las cabañas los domingos. A las tres de la tarde tienen que estar limpias y preparadas para los veraneantes que llegan.

—¿Cómo diablos se las apañaban cuando tú no estabas aquí?

—La semana anterior a mi llegada las dos chicas que se encargaban de la limpieza de las cabañas se despidieron. Prefirieron un empleo en tierra firme. Como Lexy y yo estamos aquí, Kate todavía no se ha preocupado por reemplazarlas.

—¿Cuántas debes arreglar?

—Seis.

Nathan reflexionó unos segundos antes de ponerse en pie.

—Bien, entonces será mejor que empecemos cuanto antes.

—¿Que empecemos?

—¡Por supuesto! Soy capaz de manejar una aspiradora y una fregona. Así terminaremos antes y tendremos tiempo de buscar un lugar solitario para hacernos arrumacos.

Jo se calzó. Debía reconocer que tenía los pies más descansados.

—Conozco un par de lugares… Confío en que seas tan hábil con la aspiradora como con la reflexología.

Nathan le colocó las manos en las caderas en un gesto que a ella le sorprendió por la intimidad que implicaba.

—Jo Ellen, hay algo que deberías saber.

Que todavía estaba casado; que lo buscaban las autoridades federales, que en el sexo prefería el sufrimiento físico. Jo exhaló una bocanada de aire con asombro. Ignoraba poseer tanta imaginación.

—¿De qué se trata?

—Yo también considero la posibilidad de acostarme contigo.

Ella lanzó una carcajada y retrocedió.

Se sentía feliz de encontrarse tan cerca de ella. Con sólo observarla presentía lo que ocurriría…

Se planteó la posibilidad de posponerlo. Después de todo el dinero no constituía ningún problema y disponía de todo el tiempo del mundo. Resultaría aún más satisfactorio si la complacía un poco, si la veía relajarse. Después tiraría con fuerza de la cadena que ella ignoraba los unía.

Sin duda tendría miedo, se sentiría confusa. Se volvería mucho más vulnerable por la tranquilidad que él le había proporcionado ante de recomponer el cuadro.

Sí, podía esperar, disfrutar del sol y de las olas, conocer sus actividades cotidianas, como había hecho en Charlotte.

Tal vez incluso se enamoraría de ella. ¡Qué deliciosa ironía!

Ella nunca sospecharía que él había acudido allí para controlar su destino y forjar el suyo propio. Además de para quitarle la vida.