14

Treinta y seis horas después de que se tuviese constancia de la desaparición de Ginny, Brian se dejó caer en el antiguo sofá de la sala de estar, extenuado. Ya no quedaba nada más por hacer; se había rastreado toda la isla, se habían hecho docenas de llamadas telefónicas. Al final se notificó el hecho a la policía.

Sin embargo la policía no parece demasiado interesada, pensó Brian con la vista clavada en las rosetas que adornaban el techo. Después de todo se trata de una mujer de veintiséis años con mala reputación, libre de hacer cuanto se le antoje, sin enemigos conocidos y con cierta tendencia a vivir aventuras poco recomendables. Brian sabía que las autoridades efectuarían las investigaciones indispensables y archivarían el caso. Con todo, no habían actuado así veinte años antes, cuando desapareció otra mujer. Entonces pusieron más empeño en buscar a Annabelle. Los agentes recorrieron la isla, formularon preguntas, tomaron notas con expresión preocupada. Sin embargo, en ese caso había dinero involucrado: fideicomisos, propiedades, herencias. Brian tardó cierto tiempo en comprender que la policía suponía que existía algo turbio en todo el asunto, y en ese sentido su padre fue el principal sospechoso.

No obstante, nunca se encontraron pruebas que demostraran la implicación de Sam, y poco a poco las autoridades perdieron el interés. Brian presumía que en el caso de Ginny Pendleton, el interés decaería con mayor rapidez.

Ya no se le ocurría qué más hacer. Por un instante consideró la posibilidad de tomar el mando a distancia, encender el televisor o el estéreo y tratar de olvidar todo durante una hora. La sala de estar pocas veces se usaba. Fue Kate quien eligió el mobiliario, informal y cómodo; sillones amplios y mullidos, mesas antiguas, y un sofá lo bastante grande para tenderse en él y dormir una siesta. Además colocó cojines de vivos colores sobre el suelo con la idea, suponía Brian, de que alguna vez se reuniera tanta gente en la estancia que no hubiera asientos suficientes. Sin embargo, no solía haber más de una persona allí. Los Hathaway no eran una familia de las que acostumbran congregarse por la noche para ver las noticias de la televisión. Somos unos solitarios que buscamos excusas para evitar a los demás, pensó Brian.

De ese modo la vida resultaba menos… complicada.

Incapaz de permanecer sentado por más tiempo, se puso en pie y se encaminó hacia la pequeña nevera ubicada detrás del bar de caoba. Esa era otra de las fantasías de Kate, mantener repletos el bar y el frigorífico por si algún día a la familia se le ocurría reunirse para compartir una copa, un poco de conversación y alguna diversión. Brian lanzó una pequeña carcajada al abrir el electrodoméstico.

Era muy poco probable que eso sucediera.

Con ese amargo pensamiento todavía en la mente, levantó la mirada y vio a su padre en la puerta. Era difícil determinar cuál de los dos se sorprendió más al ver allí al otro.

Se produjo ese silencio pegajoso que sólo se cocinaba en la vida familiar. Brian tomó un largo trago de cerveza mientras Sam introducía los pulgares en los bolsillos delanteros del pantalón.

—¿Has terminado por hoy? —preguntó a Brian.

—Parece que sí. No nos queda nada más que hacer. —Tras una breve pausa preguntó—: ¿Te apetece una cerveza?

—Sí.

Brian sacó otra botella de la nevera y la abrió mientras su padre cruzaba la habitación. Sam tomó un trago. Había planeado relajarse viendo un partido de béisbol en la televisión y tal vez beber un poco de whisky para que lo ayudara a dormir. Ahora no sabía cómo actuar en presencia de su hijo.

—Ha empezado a llover —dijo con la intención de entablar conversación.

Brian prestó atención al repiqueteo de las gotas contra los vidrios de las ventanas.

—Ha sido una primavera muy seca.

Sam asintió y cambió de postura.

—El nivel del agua está muy bajo en los lagos más pequeños. Este chaparrón vendrá bien.

—Seguro que la gente de tierra firme no opina lo mismo.

—No. —Sam frunció el entrecejo—. De todos modos aquí hace falta la lluvia.

El silencio volvió a instalarse entre ellos y se prolongó varios minutos.

—Bueno, por lo visto el tema del tiempo no da para más. ¿Y ahora qué? —preguntó Brian con frialdad—. ¿Habíamos de política o de deportes?

A Sam no se le escapó el sarcasmo, pero decidió hacer caso omiso.

—Creía que no te interesaban.

—Por supuesto. ¿Qué puedo saber yo sobre temas tan masculinos? Me gano la vida cocinando.

—No he dicho eso —replicó Sam sin inmutarse. Tenía los nervios de punta y muy mal humor. Se esforzó por no perder los estribos—. Sólo he dicho que no sabía que te interesaban esas cuestiones.

—No tienes ni idea de lo que me interesa. Ignoras lo que pienso, lo que quiero, lo que siento, porque nunca te has preocupado por averiguarlo.

—¡Brian Hathaway! —exclamó Kate con severidad al entrar en la sala en compañía de Lexy—. ¡No hables con ese tono a tu padre!

—Deja que el chico diga lo que le parezca. —Sam mantuvo la mirada fija en su hijo y dejó la cerveza—. Tiene derecho.

—No tiene derecho a ser irrespetuoso.

Sam dirigió una mirada tranquilizadora a Kate y luego se volvió hacia Brian.

—Si tienes algo que decir, dilo de una vez.

—Tardaría años en decirlo y no solucionaría esta maldita situación.

Sam se acercó al bar. Después de todo le apetecía un whisky.

—De todos modos, ¿por qué no empiezas? —Se sirvió tres dedos de licor en un vaso pequeño y, tras una breve vacilación, vertió la misma cantidad en otro y se lo tendió a Brian.

—Nunca bebo whisky; otro de los motivos por los que probablemente me consideras menos hombre.

Sam se sintió ofendido.

—Lo que prefiera beber un hombre es asunto suyo, y tú ya hace tiempo que eres adulto. ¿Por qué te importa lo que yo crea?

—Tengo treinta años —replicó Brian—; ¿dónde demonios has estado tú durante los últimos veinte? —El candado que había puesto a las preguntas y la infelicidad se abrió como si estuviera oxidado y sólo esperara ese último puntapié—. Te apartaste de nosotros, como ella. De hecho tu comportamiento ha sido aún peor, porque cada día de nuestra maldita vida nos has demostrado que no te importamos nada. Cuando mamá se marchó, cargaste la responsabilidad de cuidarnos sobre los hombros de Kate.

Kate lo miró con actitud beligerante.

—Ahora escúchame, Brian William Hathaway…

—Déjale —interrumpió Sam con frialdad para disimular su dolor—. Continúa, Brian.

—¿Qué conseguiría con eso? ¿Acaso lograría cambiar el pasado? ¿Dónde estabas cuando yo tenía doce años y un par de chicos me propinaron una paliza tan sólo para divertirse? ¿O cuando a los quince me puse enfermo tras mi primera borrachera? ¿O cuando a los diecisiete pasé unas semanas muerto de miedo al creer que tal vez había dejado embarazada a Molly Brodie la primera vez que ambos hicimos el amor? —Tenía los puños crispados mientras daba rienda suelta a la furia que ignoraba existía en su interior—. Nunca estuviste a mi lado. Fue Kate quien limpió los vómitos y me sostuvo la cabeza. Fue ella quien me animó cuando lo necesitaba y me enseñó a conducir; la que me brindó siempre su comprensión. Nunca pude recurrir a ti, y ahora ninguno de nosotros te necesita. Y si trataste a mamá con el mismo desinterés y egoísmo, no me sorprende que te abandonara.

Al oír las últimas palabras de su hijo Sam hizo un gesto de dolor, su primera muestra de emoción durante ese largo discurso. Le temblaba un poco la mano cuando cogió el vaso, pero antes de que pudiera hablar Lexy exclamó desde el umbral:

—¿Por qué hacéis esto? ¿Por qué ahora, cuando Ginny ha desaparecido? —Comenzó a sollozar mientras entraba en la sala—. ¡Le ha sucedido algo horrible, lo sé! Y a vosotros sólo se os ocurre empezar a lanzaros reproches. —Rompió a llorar al tiempo que se tapaba los oídos con las manos como si pretendiera borrar lo que había escuchado—. ¿Por qué no olvidáis el asunto o al menos simuláis que no tiene importancia?

—Porque la tiene. —Furioso al observar que ni siquiera en ese momento Lexy lo apoyaba, Brian la atacó—. Me preocupa que seamos el patético remedo de una familia, que tú huyas a Nueva York y trates de suplir con hombres el vacío que él te dejó, quejo esté enferma y que yo no pueda estar con una mujer sin pensar que acabará por abandonarme del mismo modo que mamá lo abandonó a él. Claro que tiene importancia, ¡maldita sea!, porque ninguno de nosotros sabe cómo ser feliz.

—Yo sí lo sé —vociferó Lexy—. Yo seré feliz, conseguiré todo cuanto deseo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jo con la mano sobre el picaporte. Al oír los gritos había salido de su habitación, donde trataba de descansar un rato.

—Brian es detestable —explicó Lexy antes de arrojarse a los brazos dejo.

Jo quedó boquiabierta ante el arrebato de su hermana y la escena que presenciaba; su padre y Brian permanecían frente a frente, en actitud belicosa, como un par de boxeadores que esperan que suene la campana, mientras Kate lloraba en silencio.

—¿Qué sucede aquí? —repitió Jo. Comenzaban a palpitarle las sienes—. ¿Se trata de Ginny?

—Les trae sin cuidado lo que le haya ocurrido a Ginny. —En su desesperación, Lexy sollozaba con la cara hundida en el hombro de Jo.

—No se trata de Ginny. —Brian se alejó del bar—. No es más que una típica velada Hathaway. Estoy harto de todo esto.

Antes de salir de la habitación, hizo ademán de acariciar a Lexy, pero no se atrevió.

Jo respiró hondo.

—¿Kate?

La mujer se enjugó las lágrimas y pidió:

—Haz el favor de llevar a Lexy a su habitación. Me reuniré con vosotras enseguida.

—Está bien. —Jo dirigió una rápida mirada a su padre, que permanecía con la cara pétrea, y se abstuvo de formular preguntas—. Ven conmigo, Lexy.

En cuanto se marcharon, Kate sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz.

—No pretendo disculpar su comportamiento —explicó—, pero Brian está muy preocupado además de agotado. De hecho, todos lo estamos, pero él, aparte de dirigir la posada, tuvo que encargarse de hablar con la policía. Está destrozado, Sam.

—Además tiene razón. —Sam bebió mientras se preguntaba si el alcohol lavaría el gusto a vergüenza que tenía en la garganta—. Desde que Belle nos abandonó, no he sido un padre para ellos. Lo dejé todo en tus manos.

—Sam…

Él la miró.

—¿Vas a decir que no es cierto?

Ella suspiró e, incapaz de mantenerse en pie por más tiempo a causa del cansancio, se sentó en un taburete del bar.

—No; no vale la pena mentir.

Sam lanzó una carcajada de amargura.

—Siempre has sido sincera. Es una cualidad admirable… e irritante.

—Pensaba que no lo habías notado. Desde hace años intento explicarte, de forma más amable, lo que Brian acaba de decir. —Inclinó la cabeza y, con los ojos irritados por el llanto, mantuvo la mirada de Sam—. Sin embargo mis palabras nunca te han afectado.

—Sí, me afectaron varias veces. —Depositó el vaso sobre el bar para pasarse las manos por la cara. Tal vez debido al agotamiento o al dolor, o quizás a que estaba recordando lo que siempre había tratado de borrar, lo cierto es que surgieron las frases que creía jamás podría pronunciar—. No quería que ellos me necesitaran. No quería que nadie me necesitara, y por supuesto no quería necesitarlos a ellos.

Decidió no ahondar más en el tema. No obstante Kate lo miraba con tanta paciencia y compasión que no pudo contenerse.

—La realidad es, Kate, que Belle me destrozó el corazón. Cuando lo superé, tú ya estabas aquí y todo parecía funcionar bastante bien.

—Si no me hubiera quedado…

—Ellos no habrían tenido a nadie. Has realizado un excelente trabajo con mis hijos, Kate. Creo que me di cuenta de ello cuando hace un rato, Brian me echó ese rapapolvo. Sin duda es un muchacho valiente.

Kate cerró los ojos.

—Aunque llegue a vivir otro medio siglo, nunca entenderé a los hombres. ¿Estás orgulloso de él porque te ha gritado y maldecido?

—Lo admiro por haberse atrevido a plantarme cara. Ahora comprendo que no le he tratado con el respeto que merece.

—Bueno, ¡aleluya! —murmuró ella mientras cogía el vaso de whisky de Brian y se lo llevaba a los labios. Se atragantó.

Sam sonrió. Ahora mismo está preciosa, pensó.

—Nunca te han gustado las bebidas fuertes.

Ella respiró hondo y enseguida expelió el aire porque el licor le quemaba la garganta como las llamas del infierno.

—Esta noche pensaba hacer una excepción. Estoy extenuada.

Sam le quitó el vaso de las manos.

—Lo único que conseguirás será emborracharte. —Se inclinó para abrir la nevera y sacó la botella de chardonnay.

Mientras Sam le servía una copa, Kate lo miró.

—Ignoraba que supieras qué me gusta beber.

—Después de vivir veinte años con una mujer, es imposible no conocer sus gustos. —Sam se ruborizó—. Me refiero a compartir la misma casa.

—Hummm. Bien, ¿qué piensas hacer con respecto a Brian?

—¿Hacer?

Kate tomó un trago de vino para borrar el sabor del whisky.

—¿Piensas desperdiciar esta oportunidad?

Sam pensó que Kate volvía a incordiarlo, como de costumbre cuando lo único que él deseaba era un poco de paz.

—Se enfureció y dejé que se desahogara. La cuestión está zanjada.

—No, te equivocas. —La mujer se inclinó para cogerle del brazo—. Brian ha abierto la puerta de un puntapié, Sam. Ahora, como padre, debes tener el valor de atravesarla.

—A Brian no le importo nada.

—Eso es una estupidez. —Estaba tan enojada que no se percató de que la tos de Sam disimulaba una risita—. ¡Tú y tus hijos sois unos testarudos! Cada una de mis canas se debe a la obstinación de los Hathaway.

Sam le observó con atención el cabello.

—No tienes ni una cana.

—Me cuesta mucho dinero mantener el pelo así. —Lanzó un bufido—. Escucha, Sam, aunque esos tres chicos ya son adultos, todavía te necesitan. Y ya es hora de que les proporciones aquello de lo que les has privado; comprensión, atención y afecto. Si la desaparición de Ginny propicia una reconciliación familiar, casi me alegraré de lo sucedido. No pienso permanecer de brazos cruzados viendo cómo os alejáis los unos de los otros por segunda vez. —Se bajó del taburete y depositó la copa sobre el bar—. Ahora subiré para tratar de tranquilizar a Lexy, lo que me llevará la mitad de la noche, de modo que dispondrás de tiempo más que suficiente para encontrar a tu hijo e intentar hacer las paces con él.

—Kate… —Cuando ella se detuvo junto a la puerta y lo miró con los ojos resplandecientes, Sam se puso nervioso—. No sé por dónde empezar.

—No seas tonto —replicó ella con un tono tan cariñoso que Sam volvió a sonrojarse—. Ya has empezado.

Brian sabía exactamente hacia dónde se dirigía. No se engañó diciéndose que sólo pretendía dar una larga caminata para tranquilizarse. Aunque hubiera recorrido toda la isla, no habría conseguido calmarse. Estaba furioso consigo mismo por no haberse dominado, por haber dicho cosas que más valía haberse callado. Se reprochaba haber provocado el llanto a Lexy y Kate.

La vida resulta más sencilla cuando uno reprime las emociones, reflexionó, cuando se resigna a lo que le ha tocado en suerte y se dedica a su trabajo.

¿Acaso no había hecho eso durante los últimos años?

Brian encorvó la espalda para protegerse de la lluvia. Ni siquiera había cogido una chaqueta antes de salir y estaba calado hasta los huesos. Alcanzaba a oír el fragor del mar mientras caminaba por la arena entre las dunas. Detrás de las ventanas de las cabañas brillaban las luces, que le sirvieron para guiarse en la oscuridad.

Al subir por los escalones de la entrada de la cabaña de Kirby oyó música clásica. La vio a través de los vidrios mojados. Lucía un chándal y estaba descalza. El pelo le cayó hacia adelante y le ocultó la cara cuando se inclinó para sacar algo de la nevera mientras marcaba el ritmo de la melodía con un pie de uñas pintadas.

El rápido embate de la lujuria satisfizo a Brian, que entró sin llamar.

La joven se enderezó al instante.

—¡Oh, Brian! No te he oído entrar. —Se agarró a la puerta del frigorífico para recuperar el equilibrio—. ¿Hay noticias de Ginny?

—No.

—¡Ah! Creía que… —Se mesó el cabello con nerviosismo. Brian tenía los ojos oscuros y una expresión peligrosa en ellos—. Estás empapado.

—Está lloviendo —dijo él mientras se acercaba.

—Yo… —Comenzaron a temblarle las rodillas—. Estaba a punto de tomar un vaso de vino. ¿Por qué no sirves un par mientras voy a buscar una toalla?

—No la necesito.

—Está bien. —Kirby percibía el olor a lluvia y el calor de Brian—. Te serviré una copa.

—Más tarde. —Cerró la puerta de la nevera y apoyó a la mujer contra ella antes de besarla en la boca con avidez.

Acto seguido introdujo las manos debajo de su camisa y las cerró con gesto posesivo sobre los senos. Le mordió la lengua, lo que provocó a Kirby punzadas de dolor y miedo. Después deslizó las manos hacia abajo, le rodeó las nalgas y la levantó varios centímetros del suelo. El tejano empapado se apretaba contra la pelvis de la mujer, que consiguió expeler una bocanada de aire cuando los labios de Brian le recorrieron el cuello.

—Es evidente que vas al grano. —Espoleada por el deseo, le mordisqueó el lóbulo de la oreja—. El dormitorio está al otro lado del vestíbulo.

—No necesito una cama. —La miró con una sonrisa lasciva—. Recuerda que te dije que lo haríamos a mi manera, y yo trabajo mejor en la cocina.

La depositó en el suelo antes de que Kirby tuviera tiempo de pestañear. A continuación le levantó los brazos por encima de la cabeza y le inmovilizó las muñecas con una mano al tiempo que la empujaba contra la puerta.

—Mírame —ordenó antes de deslizar la mano bajo los pantalones de Kirby para acariciarle el sexo.

Ella dejó escapar un gemido entrecortado. La sorpresa y el placer chocaron en ese asalto brutal que la llevó a mover las caderas contra Brian, respondiendo al ritmo que él imponía. Se le nubló la vista y la respiración se le aceleró. Ya estaba mojada. Al notarla preparada y húmeda, la excitación de Brian aumentó. Jadeando, le quitó la camisa y le apresó un seno con la boca. Era pequeño y firme, tenía la textura del melocotón. Brian deseaba devorarla, alimentarse de la joven hasta quedar saciado o muerto. Sus susurros de aprobación se mezclaban con amenazas que ninguno de los dos acertaba a comprender. Entretanto, ella le mesaba el pelo, le tiraba de la camisa mojada. El descontrol de Kirby se convirtió en otra fuente de excitación para Brian.

—Más —murmuró ella mientras le bajaba los pantalones—. Quiero más.

Cuando Brian deslizó la boca hacia abajo, Kirby lo tomó por los hombros y sollozó.

—No puedes… yo no puedo. ¡Oh, Dios! ¿Qué me estás haciendo?

—Te estoy poseyendo.

Le recorrió el cuerpo con la boca, y sus dientes y su lengua la enloquecieron. Kirby apoyó la cabeza contra la nevera mientras el calor la derretía, la hundía, le cubría la piel de transpiración. La fuerza del orgasmo la golpeó como la embestida de un tren.

Cuando Brian la alzó, Kirby estaba laxa. En ese momento ya nada la escandalizaba, ni siquiera que él la tendiera sobre la mesa de la cocina como si se tratara de un plato con el que pretendía saciar su apetito.

Brian se quitó la camisa, los zapatos y los tejanos sin dejar de mirarla; la piel rosada y húmeda, las delicadas curvas, el pelo esparcido sobre la madera oscura. Era una belleza. Cuando estuviera seguro de poder pronunciar alguna palabra, se lo diría. Acto seguido se tendió sobre ella, la sintió temblar debajo de su cuerpo y sonrió.

—Di: «Tómame, Brian».

Kirby, que apenas si podía respirar, gimió cuando le acarició los pezones.

—Dilo.

De manera inconsciente, ella arqueó las caderas para recibirlo.

—¡Tómame, Brian!

Él la penetró en un embate veloz y fuerte, y por primera vez en muchos días se sintió relajado. Todavía la notaba trémula de placer.

Brian pasó la cara por su pelo para disfrutar de su aroma.

—Esto sólo ha sido para abrir el apetito.

—¡Oh, Dios mío!

Brian lanzó una risita y, al levantarse, le encantó ver que ella lo miraba sonriente.

—Tienes gusto a melocotón.

—Acababa de darme un baño de espuma cuando llegaste para violarme.

—Entonces elegí un momento excelente.

Ella levantó una mano para apartarle el pelo de la cara, un gesto de afecto que sorprendió a ambos.

—En efecto. Cuando entraste tenías un aspecto muy peligroso y excitante.

—Me sentía peligroso. Hubo una discusión familiar en Sanctuary.

—Lo siento.

—Dejémoslo. Ahora me vendría muy bien esa copa de vino.

Bajó de la mesa y se encaminó hacía la nevera.

Kirby se deleitó la vista. Como doctora aprobaba que se mantuviera en perfecto estado físico; como amante, le complacía observar su sexo.

—Los vasos están en el segundo armario de la izquierda —informó—. Voy a ponerme una bata.

—No te molestes —replicó él en el momento en que ella bajaba de la mesa.

—No querrás que esté desnuda en la cocina.

—Sí. —Sirvió dos copas generosas de vino antes de volverse para contemplarla—. De todos modos no estarás mucho tiempo de pie.

Ella arqueó una ceja con expresión divertida.

—¿No?

—No. —Brian le tendió la bebida—. Calculo que el mostrador te colocará a la altura ideal.

—¿El mostrador de la cocina?

—Sí. Después probaremos sobre el suelo.

Kirby miró el resplandeciente piso de linóleo del que su abuela se enorgullecía cuando lo instaló tres años atrás.

—El suelo.

—Supongo que si te apetece algo más convencional, nos trasladaremos a la cama dentro de dos o tres horas. —Miró el reloj—. Tenemos tiempo de sobra. No servimos el desayuno hasta las ocho.

Ella no sabía si reír o apurar el vino de un trago.

—Tienes mucha confianza en tu virilidad, ¿verdad?

—Bastante. ¿Y tu feminidad? ¿Qué tal es?

La fascinación del desafío la obligó a sonreír.

—Bastante potente. Además me aseguraré de que ambos sobrevivamos a la experiencia. —Sonrió por encima del borde del vaso—. Después de todo, soy doctora.

—Bueno, entonces, manos a la obra. —Dejó la bebida, y Kirby gritó cuando la levantó por la cintura y su trasero se apoyó contra la formica.

—¡Está helada!

—Como esto. —Brian hundió el dedo en el vaso de vino y lo dejó gotear sobre un pezón de Kirby. Se inclinó y lo lamió con delicadeza—. No nos queda más remedio que calentarlo.