A Jo se le habían quitado las ganas de organizar un picnic. Sólo de pensar en la comida se le revolvía el estómago. Decidió que pasearía sola por la marisma o la playa. De haber tenido la energía suficiente, se habría dirigido al puerto para tomar el transbordador de la mañana rumbo a tierra firme, donde habría pasado unas horas entre el gentío de Savannah.
Se lavó la cara con agua helada y se puso una gorra. Al pasar junto al cuarto oscuro, sintió la necesidad de entrar, abrir el archivador y sacar el sobre. Las manos le temblaban un poco cuando dispuso las fotografías sobre la mesa de trabajo. Por supuesto, la de Annabelle no había aparecido como por arte de magia. Sólo aparecía ella en todas las fotografías; ella y sus ojos, o los de Annabelle. ¿Cómo saberlo con seguridad?
Sin embargo, había visto una foto de su madre, la imagen de una muerta. No había sido fruto de su imaginación ni la alucinación de una demente. No estaba loca, la había visto, ¡maldita sea!
Empleó toda su fuerza de voluntad para cerrar los ojos e inhalar y espirar despacio, inhalar y espirar, hasta que los latidos de su corazón se apaciguaron.
Recordó con claridad la sensación de precipitarse en el abismo, de caer. No permitiría que volviera a sucederle.
La fotografía no estaba allí. Era un hecho. Sin embargo, había existido, de manera que alguien se había apropiado de ella. Tal vez Bobby la cogió al darse cuenta de que la angustiaba y se deshizo de ella. O quizá alguien había forzado la puerta de su apartamento y la había robado mientras ella estaba internada en el hospital. Acaso quien la había enviado decidió recuperarla.
Jo guardó las fotografías en el sobre de papel manila. Llegó a la conclusión de que alguien la sometía a una broma cruel, y al obsesionarse ella permitía que se saliera con la suya.
Introdujo el sobre en el archivador, lo cerró con rabia y salió.
De pronto se le ocurrió que con una simple llamada telefónica podía confirmar o eliminar una posibilidad. Se dirigió presurosa a su habitación, cogió la agenda de la mesita de noche. Se limitaría a preguntar con un tono de indiferencia, se dijo mientras marcaba el número del apartamento que Bobby Bañes compartía con un par de amigos de la universidad.
A la tercera llamada tenía los nervios de punta.
—¿Sí?
—¿Bobby?
—No, soy Jack, pero estoy disponible, preciosa.
—Soy Jo Ellen Hathaway —informó ella con sequedad—. Me gustaría hablar con Bobby.
—¡Ah! —El muchacho se aclaró la garganta—. Lo siento, señorita Hathaway, creí que era una de las… ah, bueno… de Bobby. Ahora no está en casa.
—¿Le importaría pedirle que me telefoneara? Le daré el número donde puede encontrarme.
—Por supuesto, pero no sé cuándo volverá, y tampoco dónde está. Se marchó tan pronto como terminaron los exámenes finales para participar en un safari fotográfico. Quería tomar algunas buenas fotografías antes del próximo semestre.
—De todos modos le dejaré el número. —Jo se lo dio—. Si lo ve, dígale que me llame, por favor.
—¡Por supuesto, señorita Hathaway! Sé que estará encantado de tener noticias suyas. Ha estado preocupado por… Es decir, no sabe si podrá trabajar con usted durante el otoño. ¿Cómo se encuentra?
Jo comprendió que el compañero de Bobby estaba enterado de su crisis nerviosa; le pareció lógico, aunque esperaba que no supiera nada.
—Estoy mucho mejor, gracias —respondió con frialdad para que no continuara el interrogatorio—. Si Bobby se pone en contacto contigo, dile que necesito hablar con él.
—Por supuesto, señorita Hathaway.
—Adiós, Jack —dijo ella, y colgó el auricular al tiempo que cerraba los ojos.
Carecía de importancia que Bobby hubiera comentado con sus amigos la enfermedad que había padecido. No debía preocuparse por ello ni sentirse avergonzada o angustiada. Habría sido pedir demasiado que se hubiera guardado la noticia de que su profesora había enloquecido una mañana y la habían internado.
No me queda más remedio que aceptarlo, pensó al tiempo que se encaminaba hacia la planta baja. Con un poco de suerte Bobby la telefonearía antes de quince días. Se detuvo ante la puerta de la cocina al oír voces al otro lado.
—Le pasa algo, Brian. No es la misma de antes. ¿Ha hablado contigo?
—Kate, Jo no suele hablar de temas personales. ¿Por qué supones que ha hablado conmigo?
—Porque eres su hermano.
Jo oyó el entrechocar de platos y percibió el olor a carne asada. La puerta de un armario que se abrió y se cerró.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Brian con cierta irritación. Jo comprendió que deseaba desembarazarse de Kate.
—Claro que importa. Si lo intentaras, tal vez Jo se sinceraría y te contaría lo que le sucede. Estoy preocupada por ella.
—Mira, anoche, en la fogata, la vi muy bien. Charló con Nathan, comió unos bocadillos, bebió una cerveza…
—Y esta mañana ha vuelto del campamento pálida como una muerta. Desde su llegada ha tenido buenos momentos y bajones como el de hoy. Además, me extraña que se presentara de repente, de manera inesperada. No explica nada de su vida, ni dice cuándo piensa volver a Nueva York. Y supongo que te has fijado en cómo tiembla.
Jo no quiso oír más. Retrocedió con rapidez y se dirigió hacia la entrada principal de la casa. Están todos pendientes de mí, pensó con cansancio. Se preguntan si me desmoronaré en cualquier momento. Si les comentara que había sufrido una crisis nerviosa, se mostrarían comprensivos, y también se dedicarían a murmurar sobre el asunto.
Salió a la luz del sol e inhaló una gran bocanada de aire. Lograría controlar la situación. Y si no conseguía encontrar paz allí, si no la dejaran sola, se marcharía.
¿Adónde? Le embargó la desesperanza. ¿Adónde se podía ir cuando se abandonaba el último lugar posible? Poco a poco perdió la energía. Bajó por la escalera arrastrando los pies. Estaba demasiado cansada para salir, de modo que se acercó a la hamaca colgada entre dos árboles y se tendió. Es como regresar al útero, pensó, mientras se mecía.
A veces, en las tardes calurosas, encontraba allí a su madre y se tumbaba a su lado. Annabelle le contaba historias mientras se balanceaban y, por entre las hojas de los árboles, observaban los trozos de cielo muy azul.
Ahora los árboles son más altos, pensó Jo. Después de veinte años han crecido, como yo, pero ¿dónde estaba Annabelle?
Caminó por el paseo marítimo de Savannah sin prestar atención a los escaparates de los comercios ni a los activos turistas. No había sido perfecto. Ni siquiera había rozado la perfección. Se había equivocado de mujer. Por supuesto, lo sabía; enseguida lo adivinó.
Fue excitante, pero sólo por un momento. Un destello, después todo fue demasiado rápido.
Se tranquilizó contemplando el río. Se concentró en un ejercicio mental hasta que se le aquietó el pulso, se le apaciguó la respiración y relajó los músculos. Había aprendido distintas maneras de dominar el cuerpo por medio de la mente en sus viajes.
Más calmado ya, percibió los sonidos que lo rodeaban; el tintineo de una bicicleta que pasaba, el chirrido de los neumáticos sobre el camino, las voces de los compradores, la risa feliz de un niño que disfrutaba comiendo un helado.
Había recuperado la tranquilidad, y el control de sí mismo. Sonrió. Era un hombre guapo, le constaba, con el cabello alborotado por la brisa, de rostro hermoso y cuerpo bien formado; le gustaba atraer las miradas femeninas. ¡Ah! No cabía duda de que había atraído la de Ginny.
La muchacha no dudó en caminar con él por la playa oscura y cruzar en su compañía las dunas. Un poco ebria, coqueteaba con él y arrastraba las palabras por efecto del tequila.
Ginny nunca supo qué la golpeó. Contuvo la risa al recordarlo. Un solo golpe certero en la nuca, y la joven se desplomó. No le costó alzarla y llevarla hasta los árboles. Estaba tan excitado que tuvo la impresión de que no pesaba nada. Desvestirla fue… estimulante. Por cierto, su cuerpo era demasiado exuberante para su gusto, pero lo de Ginny no fue más que un ensayo.
Debía reconocer que había actuado con excesiva rapidez. Manejó el equipo con torpeza porque estaba ansioso por tomar esas primeras fotografías; Ginny desnuda, con las manos unidas por encima de la cabeza, atadas al tronco de un árbol.
No se entretuvo en extenderle el pelo, en buscar la luz y los ángulos adecuados.
No, se dejó sobrecoger por la fuerza del momento y la violó en el instante en que la muchacha recobró el conocimiento. Tenía previsto conversar con ella antes, captar el miedo creciente que se reflejaría en sus ojos al comprender qué planeaba él.
Así había ocurrido con Annabelle.
Luchó, trató de hablar. Agitaba las piernas, hermosas y largas, las levantaba. Arqueaba la espalda. En cambio yo estaba lo bastante tranquilo para controlar la situación.
Ella era el sujeto. Yo, el artista.
Así fue con Annabelle, y así debía haber sido también esa vez.
El primer orgasmo supuso una decepción, tan… ordinario, pensó. Ni siquiera tuvo ganas de volver a violarla. Había sido más un trabajo que un placer, recordó, un paso necesario para conseguir la última fotografía.
Más tarde sacó el pañuelo de seda del bolsillo, le ciñó el cuello con él y apretó cada vez con más fuerza, mientras ella lo miraba con los ojos como platos, abría la boca para respirar, para gritar… Sí, eso fue bastante satisfactorio. En ese momento sintió un orgasmo duro y largo que le complació.
Además, pensó, la última fotografía que le tomé, la del momento decisivo, tal vez sea una de las mejores de mi vida.
La titularía Muerte de una puta, porque ¿qué otra cosa había sido Ginny? Sin duda no era un ángel, sino una mujer ordinaria, escoria.
Por eso no había alcanzado la perfección. La culpa era de la joven, no de él. Al llegar a esta conclusión se sintió más animado. El fallo había estado en el sujeto, no en el artista.
Sin embargo, él la había elegido. Se recordó una vez que no había sido más que una especie de ensayo general con una sustituía.
La próxima vez sería perfecto. Con Jo.
Con un pequeño suspiro, acarició el portafolios donde llevaba las fotografías recién reveladas en un cuarto alquilado en las cercanías. Era hora de volver a Desire.
Como una vez más no conseguía encontrar a Lexy, irían se encaminó hacia el jardín para dedicarse a arrancar las malas hierbas. Lexy le había prometido que e encargaría de ello, pero probablemente habría salido con la intención de seducir a Giff y hacer el amor con él otra vez. La noche anterior, desde la ventana de su dormitorio, los había visto subir por el sendero empacados, cubiertos de arena y riendo como criaturas. Dedujo que habían hecho algo más que darse un baño nocturno en el mar. Le divirtió la idea e incluso sintió cierta envidia.
Parecía tan simple… Ambos se aceptaban tal como eran y vivían el momento. Con todo, sospechaba que Giff había trazado planes para el futuro y que Lexy acabaría por decepcionarle.
Sin embargo, puesto que Giff era un hombre inteligente y paciente, cabía la posibilidad de que consiguiera que Lexy bailara al ritmo que él impusiera. Si eso llegaba a ocurrir, valdría la pena observarlo… Desde una distancia prudente.
En realidad es lo único que quiero, pensó Brian, mantenerme a una distancia prudente en todos los aspectos.
Bajó la vista para contemplar las aguileñas, de color amarillo y lavanda, abiertas como en una celebración. Ofrecían un aspecto tan maravilloso gracias a sus esfuerzos. Hundió la mano en el bolsillo del delantal que acababa de ponerse para realizar los trabajos de jardinería. De pronto oyó un gemido.
Levantó la mirada y en la hamaca vio tendida a una mujer de cabello pelirrojo oscuro, con las manos, muy blancas, finas, y elegantes, caídas a ambos lados. Avanzó un paso sin dar crédito a sus ojos, y cuando ella volvió la cabeza, Brian retrocedió.
¡No era su madre, por el amor de Dios! Era su hermana, que en ocasiones guardaba un increíble parecido con Annabelle. Al ver a Jo resultaba difícil enterrar los recuerdos y el dolor. A su madre le encantaba mecerse en esa hamaca durante la hora de más calor. A menudo Brian se reunía con ella y se sentaba en el suelo, a su lado, con las piernas cruzadas. Ella le alborotaba el pelo y le preguntaba qué aventuras había vivido ese día.
Siempre lo escuchaba con suma atención, o por lo menos eso creía él entonces. Ahora sospechaba que en realidad, mientras él hablaba, ella fantaseaba con su amante o tramaba la forma de escapar de su marido y sus hijos, o pensaba en la libertad, que sin duda valoraba más que a él.
Sin embargo ahora era Jo quien dormía en la hamaca, y por lo visto tenía un sueño plácido.
Una parte de Brian, la parte que él despreciaba y detestaba, quiso volverse, alejarse y dejarla con sus demonios. No obstante se acercó y frunció el entrecejo con preocupación al oír que seguía gimiendo. Le puso una mano en el hombro y la zarandeó.
—Jo, despierta. No es más que una pesadilla.
Jo soñaba que alguien la perseguía en un bosque de árboles espectrales. De pronto apareció una mano que le clavó las uñas afiladas en el cuerpo.
—¡No! —Se volvió con rapidez—. ¡No me toques!
—Tranquilízate. —Jo alzó el puño y a punto estuvo de golpearle en la cara—. Vamos, no me gustaría que me rompieras la nariz.
Casi sin resuello, su hermana lo miró con fijeza, como si no le reconociera.
—¡Brian! —Temblorosa, se dejó caer en la hamaca y cerró los ojos—. Perdona, he tenido una pesadilla.
—Lo suponía. —La preocupación que sentía por Jo era más fuerte de lo que sospechaba. Como siempre, Kate tenía razón. Se sentó en el borde de la hamaca—. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Un poco de agua?
—No. —Abrió los ojos con sorpresa al notar que Brian le cogía la mano. No recordaba la última vez que su hermano le había dedicado una muestra de afecto. Tampoco ella solía hacerlo—. No, estoy bien. No ha sido más que una pesadilla.
—De pequeña también tenías pesadillas y te despertabas llamando a voz en grito a papá.
—Sí. —Consiguió esbozar una leve sonrisa—. Supongo que, aunque uno crezca, hay cosas que nunca se superan.
—¿Las tienes con frecuencia? —Procuró adoptar un tono desenfadado. Sin embargo Jo se estremeció.
—Sí, pero ya no llamo a nadie —contestó Jo con sequedad.
—No, claro. —Brian quería levantarse y alejarse. ¿No hacía ya muchos años que los problemas dejo habían dejado de ser asunto suyo? Con todo permaneció a su lado, meciendo la hamaca con suavidad.
—Ser autosuficiente no es un defecto, Brian.
—No.
—Y tampoco es un pecado tratar de solucionar uno mismo sus problemas.
—¿Eso pretendes, Jo? ¿Solucionar tus problemas? Tranquila, no te preguntaré por ellos. Bastante tengo con los míos para cargar además con los tuyos.
Guardaron silencio mientras se balanceaban despacio. Jo se sintió tan reconfortada con su compañía que se animó a sincerarse con él.
—Últimamente pienso mucho en mamá.
Brian se puso tenso.
—¿Por qué?
—Porque de pronto aparece en mi mente. —La fotografía que ya no está allí—. Sueño con ella. Creo que ha muerto.
Cuando Brian advirtió que las lágrimas rodaban por las mejillas de Jo, se le formó un nudo en la garganta.
—¿Qué sentido tiene esto, Jo Ellen? ¿Qué sentido tiene que te inquietes por algo que sucedió hace veinte años?
—No puedo evitarlo… y tampoco sé explicártelo. Es un hecho.
—Mamá nos abandonó, y hemos logrado salir adelante. Eso también es un hecho.
—Pero ¿y si no se hubiera marchado por voluntad propia? ¿Y si alguien se la hubiera llevado? ¿Si…?
—¿Si la raptaron seres de otro planeta? —interrumpió Brian—. ¡Por el amor de Dios! La policía mantuvo el caso abierto durante más de un año y no halló ninguna prueba de que la hubieran secuestrado. Se fue, eso es todo. Si sigues removiendo el pasado, te volverás loca.
Jo cerró los ojos. Tal vez Brian tenía razón. Quizá se deslizaba con lentitud hacia la demencia.
—¿Acaso prefieres creer que mentía cada vez que nos decía que nos quería? ¿Te resulta más tranquilizador, Brian?
—Considero que es mejor dejar el asunto en paz.
—Y quedarse sola —murmuró Jo—, que cada uno de nosotros se quede solo, porque quizá, cuando alguien nos diga que nos ama, pensaremos que también es mentira. Más vale dejar el asunto en paz, no arriesgarse, estar solo y que nos dejen solos.
Las palabras lo golpearon con tanta fuerza que se puso tenso.
—Eres tú quien tiene pesadillas, no yo. —Tomó una decisión rápida y se puso en pie—. Ven.
—¿Adónde?
—Daremos una vuelta en coche. Vamos. —Le cogió de la mano para que se levantara y se encaminó con ella hacia su automóvil.
—¿Adónde…? ¿Qué…?
—¡Maldita sea! ¡Por una vez en la vida, obedece sin protestar! —Cuando ella entró en el vehículo, cerró de un portazo y vio con satisfacción que Jo estaba demasiado sorprendida para reaccionar—. Kate no hace más que darme la lata —dijo tras sentarse a su lado y poner en marcha el motor—, y ahora tú te echas a llorar. Me parece que ya es suficiente.
—Tienes razón. —Jo enjugó las lágrimas con las manos.
—Lo único que te pido es que estés un rato callada. —Cuando el coche giró para enfilar el camino los neumáticos chirriaron—. Volverás pálida como una muerta, pero es preciso llegar al fondo de esto. Tal vez entonces me dejéis en paz.
Con los ojos entornados, Jo agarró la manija de la portezuela.
—¿Adónde vamos?
—Al médico.
—¡Antes muerta! —exclamó Jo con sorpresa y alarma—. Para ahora mismo y déjame bajar.
Brian adoptó una expresión sombría y aceleró.
—Irás al médico, y si es necesario te entraré a rastras. Averiguaremos si Kirby es tan buena como cree.
—No estoy enferma.
—Entonces no debería preocuparte que te examine.
—No me preocupa, me da rabia. No tengo la intención de hacer perder el tiempo a Kirby.
Brian dobló al llegar al sendero que conducía a la cabaña y frenó ante la puerta del consultorio. A continuación apoyó una mano en el hombro de su hermana y la miró a los ojos.
—Si no entras por voluntad propia, me veré obligado a dar un espectáculo al llevarte sobre los hombros. Tú eliges.
Se miraron echando chispas por los ojos. Jo advirtió que su enfado era comparable al de su hermano. En una batalla verbal, tenía posibilidades de ganarle. Si decidía someterse a un examen físico, sabía que no le encontrarían nada. Al final se decantó por la última opción.
Bajó del coche y subió por los escalones que conducían a la cabaña de Kirby.
La encontraron ante el mostrador de la cocina, donde untaba una rebanada de pan con manteca de cacao.
—¡Hola! —Se lamió el dedo y sonrió mientras miraba el rostro furibundo de los recién llegados. Nunca me había fijado en que se parecieran tanto, pensó—. ¿Queréis comer algo?
—¿Tienes tiempo para atender a un paciente? —le preguntó Brian mientras empujaba hacia adelante a su hermana.
Kirby dio un mordisco al pan mientras Jo se volvía con expresión de odio hacia su hermano.
—¡Por supuesto! Mi próxima visita no llega hasta la una y media. —Esbozó una sonrisa—. ¿Cuál de los dos quiere desnudarse delante de mí?
—¡Está almorzando! —informó Jo a Brian.
—La manteca de cacao no es un almuerzo, a menos que uno tenga seis años —replicó Brian al tiempo que le propinaba otro empellón—. Entra ahí y desvístete. No nos iremos hasta que te haya examinado de arriba abajo.
—Este es el primer paciente que acude a mí secuestrado. —Kirby miró a Brian con aprobación. Había abrigado la esperanza de que tuviera bastante cariño a su hermana para ser duro con ella, pero no estaba segura de ello—. Adelante, Jo. Ve allí, a mi antiguo dormitorio. Me reuniré contigo enseguida.
—No me pasa nada.
—Me alegro. De esa manera el trabajo me resultará más fácil y luego tú tendrás una excusa para castigar a Brian. —Se pasó una mano por la trenza y volvió a sonreír—. Te ayudaré.
—Estupendo —exclamó Jo cruzando el vestíbulo como una tromba.
—¿Qué ocurre, Brian? —murmuró Kirby en cuanto se cerró la puerta.
—Tiene pesadillas y apenas come. Esta mañana volvió del campamento pálida como una muerta.
—¿Qué hacía allí?
—Hoy Ginny no se ha presentado.
—¿Ginny? Eso no es propio de ella. —Kirby frunció el entrecejo y enseguida desterró la preocupación. En ese momento tenía otra cosa entre manos—. Me alegra de que la hayas traído. Hace días que tenía ganas de revisarla.
—Quiero que averigües qué le pasa.
—Mira, Brian, le realizaré un examen clínico, y si tiene algún problema físico lo encontraré, pero no soy psiquiatra.
Él hundió las manos en los bolsillos con frustración.
—Sólo te pido que descubras qué le ocurre.
Kirby asintió y le entregó el resto de la rebanada.
—En la nevera hay leche. Sírvete lo que quieras.
Cuando Kirby entró en el consultorio, Jo seguía vestida y se paseaba furiosa por la estancia.
—Mira, Kirby…
—¿Confías en mí, verdad, Jo?
—Eso no tiene nada que…
—Te propongo que terminemos cuanto antes con esto y entonces todo el mundo se sentirá mejor. —Buscó una bata limpia—. Ve al baño que hay al otro lado del vestíbulo, ponte eso y orina en este recipiente. —Mientras Jo la miraba con el entrecejo fruncido sacó un cuestionario y una hoja de historial clínico en blanco—. Será preciso que me informes de los antecedentes médicos; cuándo tuviste el último período, si sufres algún problema físico, si tomas algún medicamento, si eres alérgica y esa clase de cosas. Puedes rellenar el cuestionario mientras yo efectúo el análisis de orina. —Se inclinó para escribir el nombre de Jo en el papel—. Cuando no queda más remedio, es mejor ceder con buen humor —murmuró Kirby—. Brian es más grande y fuerte que tú.
Jo se encogió de hombros y se encaminó hacia el baño.
—Tienes la presión un poco alta —dictaminó Kirby después de tomársela—. No hay que preocuparse por ello, pues posiblemente se debe a una discusión o una rabieta.
—Muy graciosa.
Kirby calentó el estetoscopio entre las manos antes de apoyarlo contra la espalda de Jo.
—Respira hondo. Otra vez. Además estás muy delgada. Como mujer, eso me produce envidia, pero como doctora, me preocupa.
—Últimamente no tengo apetito.
—Con la comida que se sirve en Sanctuary, seguramente desaparecerá el problema. —Tomó el oftalmoscopio y comenzó a examinarle los ojos—. ¿Dolores de cabeza?
—¿En este momento o últimamente?
—Las dos cosas.
—En este momento sí, me duele la cabeza, sin duda a causa de la disputa que he tenido con el matón de Brian. —Suspiró—. En los últimos meses también los he padecido más de lo habitual.
—¿Son palpitantes, o agudos y penetrantes?
—Por lo general, palpitantes.
—¿Mareos, desmayos, náuseas?
—Yo… no, en realidad, no.
Kirby retrocedió un poco sin retirar la mano del hombro dejo.
—¿No, o en realidad no? —Al ver quejo se encogía de hombros, dejó en la mesa el instrumental—. Querida, soy doctora, además de tu amiga. Debes ser sincera conmigo y tener presente que lo que digas quedará entre tú y yo.
Jo respiró hondo y enlazó las manos sobre el regazo.
—Hace poco sufrí una crisis nerviosa. —Lanzó una bocanada de aire con cierto alivio—. Ocurrió un mes atrás, antes de volver a Sanctuary. Sencillamente quedé destrozada, y no pude evitarlo.
Sin pronunciar palabra, Kirby le puso las manos sobre los hombros y le dio un suave masaje. Jo levantó la cabeza y en los ojos verdes de su amiga no vio más que comprensión. Se le saltaron las lágrimas.
—¡Me siento tan tonta!
—¿Por qué?
—Jamás me he sentido tan impotente. Siempre he conseguido controlar cualquier situación, Kirby, solucionar los problemas a medida que aparecían. Sin embargo entonces todo se me juntó, y la carga se volvió cada vez más pesada. Ignoro si empecé a imaginar cosas o si en verdad sucedieron. Incapaz de reaccionar me desmoroné.
—¿Visitaste a un médico?
—No tuve alternativa. Me desplomé ante mi ayudante, que llamó a una ambulancia y me llevaron a urgencias. Estuve unos días internada en el hospital. Aunque te sorprenda, siento vergüenza al contarlo.
—No tienes por qué avergonzarte. ¿Cómo era tu ritmo de trabajo?
—Apretado, pero me gustaba.
—¿Tu vida social?
—Inexistente, pero así lo quería, y lo mismo puede decirse de mi vida sexual. No estaba deprimida, ni lloraba por un hombre o por la falta de un hombre.
»En los últimos meses pienso mucho en mi madre —agregó con lentitud—. Tengo casi la misma edad que tenía ella cuando se marchó, cuando todo cambió.
Y destrozó tu vida, pensó Kirby.
—Y supongo que te preguntaste si todo volvería a cambiar, si escaparía a tu control. No soy psiquiatra, Jo. Lo que acabo de decirte no es más que una conjetura. ¿Cuál fue el diagnóstico cuando te dieron de alta?
—No lo sé. —Jo cambió de postura en la camilla—. Me marché del hospital por mi cuenta.
—Comprendo. No has anotado ningún medicamento en el historial.
—Porque no tomo ninguno, y no me preguntes qué me recetaron. Ni siquiera lo miré. No quiero medicarme… ni acudir a un psiquiatra.
—Muy bien, por ahora trataremos tu caso como solía hacerse antaño. Puesto que queda descartado cualquier trastorno físico, te recetaré aire fresco, descanso, comidas regulares y, si pudieras conseguirlo, cierta actividad sexual, sin olvidar las precauciones —agregó con una sonrisa.
—El sexo no es una de mis prioridades.
—Bueno, querida, en ese caso estás loca.
Jo parpadeó y enseguida lanzó una carcajada mientras Kirby le aplicaba alcohol en el brazo.
—Gracias.
—No cobro por los insultos. Y la última parte de mi prescripción es que hables; conmigo, con tu familia, con cualquier persona en quien confíes y que te escuche. No debes acumular tensiones, ni guardártelas para ti. Hay mucha gente que te aprecia, Jo; busca su apoyo. —Meneó la cabeza cuando Jo se disponía a hablar—. Tu hermano te quiere lo bastante para arrastrarte hasta aquí… un lugar que evita como a una plaga desde que me mudé a la cabaña. Y si mi intuición no me engaña, ahora se pasea de arriba abajo, muerto de preocupación y aterrorizado ante la idea de que salga para decirle que a su hermana le quedan tres semanas de vida.
—Se lo tendría merecido —replicó Jo con un suspiro—, a pesar de que no me sentía tan bien desde hacía muchas semanas. —Fijó la mirada en la jeringa y preguntó—. ¿Para qué es eso?
—Para hacer un análisis de sangre. —En cuanto le clavó la aguja, Kirby sonrió—. ¿Quieres gritar y comprobar cuánto tarda tu hermano en entrar aquí?
Jo desvió la vista y contuvo el aliento.
—No le daría esa satisfacción.
Cuando Jo estuvo vestida, Kirby le arrojó un frasco de plástico.
—Son vitaminas —explicó—. Si comes lo suficiente, no las necesitarás, pero, por ahora te proporcionarán la energía que te hace falta. Te avisaré cuando el laboratorio me envíe el resultado del análisis de sangre; lo demás está normal.
—Te agradezco mucho tu ayuda.
—Demuéstramelo cuidándote y conversando conmigo cada vez que lo necesites.
—Lo haré. —Aunque no era proclive a las muestras de afecto, se acercó y la besó en la mejilla—. Lo haré. Lo que te he dicho era cierto; hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien.
—Me alegro. Sigue las indicaciones de la doctora Kirby y te sentirás mejor aún. —Guardándose sus preocupaciones para sí, acompañó a Jo a la puerta.
Brian hacía exactamente lo que ella había predicho; se paseaba con nerviosismo por el comedor. Al verlas se detuvo y las miró con el entrecejo fruncido. Kirby esbozó una amplia sonrisa.
—Acaba de tener una hijita preciosa, papá. Felicidades.
—¡Muy gracioso! Bueno, ¿qué demonios te sucede? —preguntó a Jo.
Ella inclinó la cabeza y entrecerró los ojos.
—Muérdeme —le sugirió antes de dirigirse hacia la salida—. Volveré caminando. Gracias por haber hecho caso a este idiota, Kirby.
—Quiero saber qué le pasa a mi hermana —dijo Brian cuando la puerta se cerró tras ella.
—En este momento sufre un agudo caso de hermanitis. Aunque es muy irritante, rara vez resulta fatal.
—Haz el favor de contestar —masculló él mientras la doctora asentía con aire de aprobación.
—Me gustas aún más cuando te muestras humano. —Se volvió hacia la cafetera, contenta al observar que Brian había preparado café—. Muy bien, te lo explicaré. ¿Quieres sentarte?
Brian se sentía cada vez más inquieto.
—¿Es grave?
—No tanto como crees. Tomas el café solo, ¿verdad? Como un verdadero hombre. —Contuvo el aliento cuando Brian la agarró por la muñeca.
—No estoy de humor para tonterías.
—Está bien, ya veo que mis ingeniosas respuestas no lograrán tranquilizarte. Tardaré un par de semanas en recibir los resultados de los análisis, pero te daré la opinión que me he formado a raíz del examen. Jo está un poco anémica y deprimida, además de nerviosa, estresada y furiosa consigo mismo por estar nerviosa y estresada. Lo que necesita es exactamente lo que acabas de demostrarme que puedes darle: apoyo, por más que ella proteste y lo rechace.
La opresión que Brian notaba en el pecho disminuyó.
—¿Eso es todo?
Ella se volvió para servir el café.
—Existe una relación confidencial entre médico y paciente. Jo tiene derecho a preservar su intimidad y esperar mi discreción.
—Jo es mi hermana.
—Lo sé, y me alegro de que valores tanto esa relación, pues he de reconocer que no lo esperaba. Aquí tienes. —Le tendió la taza—. Volvió a Sanctuary porque necesitaba estar en su hogar, con su familia. Así pues, te aconsejo que procures estar siempre a su lado. Si deseas saber algo más, tendrás que preguntarle a ella.
Brian comenzó a pasear otra vez mientras tomaba un trago de café. Está bien, pensó, Jo no sufre una enfermedad mortal como temía. No tiene un cáncer ni un tumor cerebral.
—Muy bien —dijo—. Es probable que consiga que coma con regularidad y amenazaré a Lexy para que no la altere.
—Eres muy amable —replicó Kirby.
—No; no lo soy. —Depositó la taza sobre una mesa y retrocedió un paso. Su preocupación había cedido lo suficiente para que de pronto se fijara en Kirby; su sonrisa, sus ojos de sirena, su serenidad—. Únicamente pretendo recuperar la calma, ocuparme de las tareas habituales, y no podré hacerlo hasta que Jo se haya tranquilizado.
Kirby se acercó con una expresión dulce en el rostro.
—¡Mentiroso!
—¡Calla!
—Todavía no. —Le tomó la cara entre las manos. Esta vez Brian había despertado algo más que su lujuria, y le resultaba irresistible—. Me pediste que la sometiera a un examen clínico completo y aún no me has abonado la factura. —Se puso de puntillas—. Mis servicios no son baratos.
A continuación le besó en los labios, y él no dudó en rodearle la cintura con las manos.
—No hago más que decirte que me dejes en paz —dijo él mientras la acariciaba—. ¿Por qué no me haces, caso?
El aliento de Kirby comenzaba a inundarle los pulmones. Era una sensación gloriosa.
—Porque soy testaruda, obstinada y porque tengo razón.
—Eres muy directa. —Le mordisqueó el labio inferior—. No me gustan las mujeres directas.
—Mmm. Qué va; sé muy bien que te gustan.
—No, te equivocas. —La empujó contra el mostrador de la cocina y se apretó contra ella mientras su boca devoraba la de Kirby—. De todos modos te deseo.
Kirby echó hacia atrás la cabeza, y gimió cuando él comenzó a besarle el cuello.
—Si me concedes cinco minutos para que cancele las visitas de la tarde, los dos llegaremos al éxtasis.
Brian le mordisqueó el lóbulo de la oreja antes de besarla de nuevo en la boca mientras Kirby le hundía las uñas en los hombros. Él imaginó cómo sería poseerla allí mismo. Bastaba con que se desabrochara la bragueta y le arrancara a ella los pantalones para hundirse en su interior hasta que saciara su lascivia.
Sin embargo no la tomó. En lugar de ello, controló el ardor que lo dominaba y echó hacia atrás la cabeza de la doctora para mirarla a los ojos, que lo animaban a proseguir.
—Tendrá que ser a mi manera. No te queda más remedio que aceptarlo.
Kirby temblaba de deseo.
—Escucha…
—No. Ya han acabado los juegos. Tuviste la oportunidad de renunciar y la dejaste escapar. Ahora será a mi manera. Cuando vuelva, terminaremos con este asunto.
Kirby jadeaba, la sangre le corría deprisa por las venas. Por un instante, mientras él la observaba con frialdad, lo odió.
—¿Crees que eso me da miedo?
—No creo que tengas el suficiente sentido común para permitirlo. Sin embargo —añadió con una sonrisa— debería asustarte. Cuando vuelva —prosiguió mientras se encaminaba hacia la puerta—, me importará un bledo si estás preparada o no.
Ella se esforzó por recobrar la calma y la dignidad.
—¡Cretino arrogante!
—Es cierto. —Abrió la puerta y la miró procurando aplacar la lujuria que le provocaba. Observó su cabellera alborotada, iluminada por el sol, sus ojos, que relucían a causa de la ira, sus labios, todavía húmedos tras el beso—. Yo en tu lugar me arreglaría un poco, doctora. Acaba de llegar tu paciente.
Y salió tras dar un portazo.