Soñó con Sanctuary. La gran casa, que resplandecía muy blanca a la luz de la luna, se alzaba sobre las dunas del este y los pantanos del oeste tan majestuosa como una soberana sentada en su trono. Erigida cien años atrás cerca de las oscuras sombras del bosque de robles, donde el río se deslizaba en un turbio silencio, era un enorme tributo a la vanidad del hombre.
Al abrigo de los árboles parpadeaban los destellos dorados de las luciérnagas, mientras las criaturas de la noche se agitaban preparándose para cazar o ser cazadas. Los seres salvajes moraban en las sombras.
No había luces en las altas y estrechas ventanas de Sanctuary, y tampoco en sus graciosos porches ni en sus puertas imponentes. La noche era oscura y su aliento contenía la humedad del mar. Los únicos sonidos que interrumpían el silencio eran el silbido del viento al atravesar el ramaje de los robles y los secos golpecitos, como de dedos huesudos, de las hojas de las palmeras. Las blancas columnas se erguían como soldados que custodiaban la blanca galería. Nadie abrió la puerta de entrada para darle la bienvenida.
A medida que se aproximaba oía el crujido cada vez más fuerte de la arena y las caracolas que cubrían el sendero. Las cadenas de la hamaca del porche crujían, pero nadie se recostaba sobre ella para contemplar la luna.
El perfume de los jazmines y las rosas se mezclaba con el aroma salobre del mar. Se oía el ruido del agua al deslizarse sobre la arena.
El ritmo de las mareas, su pulso uniforme y paciente, recordaba a todos los habitantes de la isla de Lost Desire que, cuando se le antojara, el mar podía reclamar la tierra y todo cuanto se alzaba sobre ella.
Aun así se alegró al oírlo, la música del hogar y de la infancia. Tiempo atrás había corrido por ese bosque tan libre como un ciervo, explorado los pantanos y paseado por las playas con la indiferencia de los jóvenes.
Después de tantos años, regresaba a su hogar.
Apretó el paso, subió presurosa por los escalones y cruzó la galería hasta posar la mano en el gran tirador de bronce, que brillaba como un tesoro.
La puerta estaba cerrada con llave.
Accionó el picaporte y empujó la pesada superficie de caoba. ¡Dejadme entrar!, exclamó para sus adentros mientras el corazón le latía deprisa. He vuelto a casa.
La puerta no se abrió. Cuando acercó el rostro al vidrio de una de las altas ventanas que la flanqueaban, sólo vio oscuridad en el interior.
Y tuvo miedo.
Echó a correr para rodear la mansión y cruzó la terraza con macetas llenas de flores de brillantes colores. El tintineo del viento se trocó en un sonido duro y discordante, el golpeteo de las hojas de las palmeras se le antojó un silbido de advertencia. Intentó abrir otra puerta y comenzó a sollozar mientras la golpeaba con los puños.
¡Por favor! ¡Por favor no me dejéis fuera! ¡Quiero volver a casa!
Aún lloraba cuando recorrió el sendero del jardín. Entraría por la puerta del porche posterior. Nunca estaba cerrada, pues su madre solía afirmar que las cocinas siempre debían estar abiertas para recibir a las visitas.
Sin embargo no conseguía encontrarla. Los árboles se alzaban robustos y frondosos, las ramas y el musgo le cortaban el paso.
Se había perdido y, en su confusión, tropezaba con las raíces y se esforzaba por escrutar las tinieblas. El viento crecía en intensidad, aullaba y la azotaba como si quisiera castigarla. Las hojas de las palmeras semejaban espadas. Se volvió y descubrió que donde antes estaba el sendero ahora discurría el río, que la separaba de Sanctuary. La hierba alta de sus orillas se mecía con frenesí.
De pronto se vio de pie, sola y sollozante en la ribera opuesta.
Fue entonces cuando supo que estaba muerta.
Jo luchó por escapar de la pesadilla, cuyos afilados bordes le arañaban la piel mientras pugnaba por salir de ese túnel. Le ardían los pulmones y tenía la cara empapada de sudor y lágrimas. Tendió una mano temblorosa y a tientas buscó la lámpara de mesita de noche. En su desesperación por huir de la oscuridad, dejó caer un libro y un cenicero repleto de colillas.
Cuando por fin encendió la luz, alzó las rodillas y, tras rodearlas con los brazos, se meció para tranquilizarse.
No ha sido más que un sueño, se dijo. Una pesadilla.
Estaba en su hogar, en su cama, en su apartamento, a miles de kilómetros de Sanctuary. No era lógico que una mujer adulta de veintisiete años se dejara asustar por una estúpida pesadilla.
Sin embargo aún temblaba cuando cogió un cigarrillo. Después de tres intentos logró prender una cerilla.
El reloj de la mesita marcaba las tres y cuarto. Comenzaba a convertirse en algo habitual. No había nada peor que los ataques de nervios de las tres de la noche. Se levantó para recoger el cenicero que había derribado y decidió que por la mañana limpiaría el suelo. Se sentó sobre el colchón para tratar de tranquilizarse.
Ignoraba por qué sus sueños la llevaban de vuelta a la isla de Lost Desire y a la casa de la que había escapado a los dieciocho años. Sin embargo suponía que cualquier estudiante de psicología de primer curso conseguiría interpretar el resto del simbolismo. La mansión estaba cerrada con llave porque dudaba de que alguien le diera la bienvenida si decidía regresar. En los últimos tiempos había considerado tal posibilidad, pero no estaba segura de querer volver.
Se acercaba a la edad que tenía su madre cuando se marchó de la isla, cuando abandonó a su marido y a sus tres hijos sin siquiera mirar atrás.
Se preguntó si Annabelle se habría planteado alguna vez volver y si habría soñado también que la puerta estaba cerrada para ella.
Prefería no pensar en eso, no quería acordarse de la mujer que le había destrozado el corazón veinte años antes. De hecho, era algo que ya debería haber superado. Había logrado vivir sin su madre, sin Sanctuary y sin su familia. Incluso había prosperado, por lo menos en el ámbito profesional.
Mientras golpeaba el extremo del cigarrillo, observó su dormitorio. Era sencillo, práctico. A pesar de que había viajado mucho, conservaba pocos objetos como recuerdo, salvo las fotografías en blanco y negro que había enmarcado para decorar la habitación. Había elegido entre sus obras las que le resultaban más tranquilizadoras; un banco de plaza vacío, un solitario sauce llorón cuyas hojas caían sobre un pequeño estanque claro como un espejo, un jardín a la luz de la luna, con gran riqueza de sombras, texturas y contrastes; la playa desierta al amanecer tentaba a quien la veía a entrar en la fotografía para sentir la arena bajo sus pies.
Había colgado esa última instantánea la semana anterior, después de regresar de los Outer Banks de Carolina del Norte. Tal vez ese es uno de los motivos que me han llevado a pensar en casa, conjeturó. Había estado muy cerca. Podría haber viajado hacia el sur hasta llegar a Georgia para luego tomar el trasbordador que efectuaba la travesía entre tierra firme y la isla.
No había caminos que condujeran a Desire, ni puentes que cruzaran el estrecho.
Sin embargo no había continuado hacia el sur. En cuanto hubo terminado la tarea que le habían encomendado, regresó a Charlotte para entregarse a su trabajo.
Y a sus pesadillas.
Apagó el cigarrillo y se levantó. Como sabía que no lograría conciliar el sueño, se puso un par de pantalones de chándal. Trabajaría un poco para distraerse.
Es probable que lo que me inquieta sea el contrato del libro, pensó mientras salía descalza del dormitorio. Ese contrato significaba un enorme progreso en su carrera. Una importante editorial le había propuesto publicar un libro con su colección de fotografías. La oferta le había resultado inesperada y estimulante.
Estudios de la naturaleza, de Jo Ellen Hathaway, pensó mientras entraba a la pequeña cocina para preparar un poco de café. No, ese título sugería un proyecto científico. ¿Vislumbres de vida? Demasiado pomposo.
Sonrió mientras bostezaba y se echaba hacia atrás la cabellera pelirroja. Debía limitarse a hacer fotografías y dejar que los expertos se encargaran de la selección.
Después de todo, sabía cuándo era necesario imponerse y cuándo convenía mantenerse al margen. Durante casi toda su vida había tenido que hacer una cosa o la otra. Tal vez enviara un ejemplar a su casa. ¿Qué opinaría de él su familia? ¿Terminaría sobre una de las mesitas de café, donde algún huésped lo cogería y hojearía mientras se preguntaba si Jo Ellen Hathaway estaría emparentada con los Hathaway dueños de la posada de Sanctuary? ¿Su padre llegaría a abrirlo alguna vez para conocer su obra? ¿O simplemente se encogería de hombros, lo dejaría en cualquier lugar sin mirarlo siquiera y saldría para recorrer su isla? La isla de Annabelle.
Era poco probable que a esas alturas se interesara por su hija mayor, y una tontería que a la hija le importara su indiferencia.
Alejó ese pensamiento, tomó una taza azul que colgaba de un gancho y se dedicó a mirar por la pequeña ventana. Estar levantada a las tres de la madrugada tiene sus ventajas, decidió. No sonaría el teléfono. Nadie la llamaría ni le enviaría un fax ni esperaría nada de ella. Durante algunas horas no tenía necesidad de ser nadie ni de hacer nada. Si se le descomponía el estómago o le dolía la cabeza, nadie se enteraría.
La calle estaba oscura y desierta, húmeda por la lluvia de finales del invierno. Un farol solitario esparcía un pequeño charco de luz: no había nadie para gozarla, pensó Jo. La soledad es un misterio que ofrece numerosas posibilidades.
Como tantas veces le sucedía, la imagen le atrajo. Dejó atrás el aroma del café para coger la cámara Nikon y salir descalza a la fría noche con la intención de fotografiar la calle desierta.
Nada le tranquilizaba tanto. Con una cámara en la mano y una imagen en la mente, lograba olvidar todo lo demás. Pisó diversos charcos mientras probaba distintos ángulos. Con distraído enojo se echó hacia atrás el pelo. No le molestaría si se lo cortara, pero como nunca tenía tiempo le caía sobre la cara en una mata rizada. Se reprochó no habérselo sujetado con una diadema.
Tras una docena de tomas quedó satisfecha. Al volverse, levantó la vista y observó que no había apagado las luces de su casa. Ni siquiera se había percatado de que había encendido tantas cuando se dirigía del dormitorio a la cocina.
Con los labios apretados, cruzó la calle y volvió a enfocar la cámara. Se agachó con el propósito de captar en un contrapicado esas ventanas iluminadas en un edificio oscuro. Se titularía El refugio de la insomne. Dejó escapar una breve carcajada cuyo eco la estremeció. Por último bajó la cámara.
Tal vez comenzaba a volverse loca. ¿Qué mujer en su sano juicio estaría en la calle a las tres de la noche, tiritando de frío, para fotografiar las ventanas de su apartamento?
Se frotó los ojos y deseó conseguir lo único que la había eludido toda la vida: la normalidad.
Necesito ayuda para llegar a ser normal, pensó. Hacía más de un mes que no dormía una noche entera y en las últimas semanas había perdido cinco kilos.
Necesitaba gozar de cierta paz interior. No recordaba si alguna vez la había tenido. ¿Amigos? Por supuesto que tenía amigos, pero ninguno lo bastante íntimo para llamarlo en mitad de la noche en busca de consuelo.
¿Familia? Bueno, tenía una especie de familia. La vida de su hermano y hermana nada tenía que ver con la suya; su padre era casi un desconocido, y desde hacía veinte años no sabía nada de su madre.
La culpa no es mía, se recordó mientras cruzaba la calle, sino de Annabelle, que había dejado a su familia desconcertada y con el corazón destrozado al huir de Sanctuary. Desde el punto de vista de Jo, el problema residía en que los demás no habían logrado superar ese trauma. En cambio, ella sí.
No se había quedado en la isla como su padre, ni dedicado su vida a dirigir y cuidar Sanctuary como su hermano Brian, ni se había marchado de allí con tontas fantasías como su hermana Lexy.
En lugar de ello había estudiado y trabajado para forjarse su propio camino. Si en ese momento estaba un poco nerviosa era porque había querido abarcar demasiado y la tensión la había devorado. Agregaría algunas vitaminas a su dieta y volvería a estar en forma.
Incluso podría tomarme unas vacaciones, pensó mientras sacaba las llaves del bolsillo. Desde hacía cuatro años sólo viajaba por cuestiones de trabajo. Tal vez iría a México, a las Antillas, a cualquier parte donde el ritmo de vida fuese lento y el sol caliente. De ese modo lograría relajarse y aclararse las ideas. Esa era la mejor manera de superar el bache.
Al entrar en el apartamento pisó un pequeño sobre cuadrado de papel manila que había en el suelo. Por un instante permaneció inmóvil, mirándolo fijamente.
¿Estaba allí cuando salió? En todo caso ¿qué hacía allí? Un mes atrás había recibido un sobre de esas características por primera vez, con el resto de la correspondencia, su nombre cuidadosamente escrito.
Con las manos temblorosas cerró la puerta y echó la llave. Se inclinó para recoger el sobre y tras dejar la cámara lo abrió.
Al sacar su contenido dejó escapar un gemido. La fotografía era obra de un profesional. Estaba perfectamente encuadrada, como las tres anteriores. En ella aparecían unos ojos femeninos de párpados pesados, forma almendrada, espesas pestañas y cejas pobladas. Jo sabía que eran de un azul profundo, porque eran los suyos. Y expresaban un profundo terror.
¿Cuándo, cómo y por qué la habían tomado? Se llevó una mano a la boca mientras analizaba la fotografía, convencida de que esos ojos eran un reflejo perfecto de los suyos. De pronto el miedo la obligó a correr hasta el cuarto oscuro, donde presa del nerviosismo abrió de un tirón un cajón, revolvió en su interior y encontró los sobres que había guardado. Cada uno contenía una fotografía en blanco y negro de cinco por quince centímetros. Los latidos del corazón la ensordecían mientras las observaba con atención. En la primera los párpados aparecían cerrados, como si estuviera durmiendo. En la segunda las pestañas se separaban un poco para dejar ver un atisbo del iris. En la tercera los ojos estaban abiertos y nublados por la confusión.
Encontrar las dos primeras instantáneas entre su correspondencia la había inquietado, por supuesto, pero no la habían atemorizado, a diferencia de esta última, centrada en sus ojos, brillantes por el temor.
Jo retrocedió temblando y se esforzó por mantener la calma. ¿Por qué sólo los ojos?, se preguntó. ¿Cómo era posible que alguien se le hubiera aproximado lo suficiente para fotografiarla sin que lo hubiera advertido? Además esa persona acababa de estar muy cerca de ella, sólo separada por la puerta de entrada.
Presa del pánico, se dirigió al comedor y revisó las cerraduras. El corazón le latía deprisa cuando por fin se apoyó contra la puerta de entrada y el pavor se vio sustituido por el enojo.
¡Cretino!, pensó. Pretendía aterrorizarla. Quería que se encerrara en el apartamento, que la sobresaltaran las sombras, que se abstuviera de salir por temor a que la vigilara. Ella, que no conocía el miedo, se ponía a merced de ese individuo.
Ella, que había vagado sola por ciudades desconocidas, recorrido senderos peligrosos y calles desiertas, escalado montañas y explorado junglas con la cámara como escudo, nunca se había asustado por nada. De pronto, a causa de unas fotografías las piernas le temblaban como la gelatina.
Sin embargo debía admitir que su miedo aumentaba semana tras semana, la hacía sentir impotente, desprotegida, brutalmente sola.
Se alejó de la puerta. No estaba dispuesta a seguir viviendo de esa manera. Procuraría olvidarlo, enterrarlo en la memoria. Dios era testigo de que era una experta en eso de enterrar traumas.
En cuanto se tomara el café empezaría a trabajar.
A las ocho de la mañana ya había experimentado todos los estados de ánimo posibles: fatiga, energía nerviosa, calma creativa y de nuevo agotamiento.
No conseguía trabajar de una manera mecánica, ni siquiera en los aspectos más básicos. Se empeñaba en cuidar cada detalle. Para ello era necesario que se tranquilizara, que eliminara tanto el enojo como el miedo. Mientras bebía la primera taza de café, se convenció de que debía averiguar qué movía a la persona que le enviaba esas fotografías. Tal vez un admirador de su obra trataba de llamarle la atención, de conseguir que se interesara por la de él.
Eso tenía sentido. De vez en cuando impartía conferencias y organizaba talleres de trabajo. Además había realizado tres importantes exposiciones en los últimos tres años. No era difícil ni extraordinario que alguien la hubiera fotografiado.
Tal posibilidad se le antojaba razonable.
Se trataba, pues, de una persona creativa, que había ampliado la zona de los ojos y cortado con pericia las fotografías para enviárselas en una especie de serie. Aunque parecían recién reveladas, era imposible determinar cuándo y dónde se tomaron. El negativo podía tener un año de antigüedad o quizá más.
En todo caso, su reacción al recibirlas había sido excesiva, se lo había tomado como algo demasiado personal.
A lo largo de los años muchos admiradores le habían mandado muestras de su trabajo. Por lo general llegaban con una carta en la que el remitente alababa su obra antes de pedirle ayuda o consejos y, en algunos casos, incluso sugerirle que colaboraran en un proyecto.
El éxito profesional de que gozaba era relativamente nuevo. No se había acostumbrado aún a las presiones que comportaba ni a las expectativas, que en ocasiones se convertían en una pesada carga.
Mientras hacía caso omiso de los retortijones del estómago y bebía el café ya frío, admitió que no sabía manejar su éxito. Tal vez lo llevaría mejor, pensó al tiempo que meneaba la cabeza para relajar los hombros, si la dejaran en paz y le permitieran dedicarse a lo que mejor sabía hacer.
En un lado del cuarto oscuro colgaban las copias en proceso de secado. Ya había revelado el último grupo de negativos y, después de instalarse en un banco frente a la mesa de trabajo, deslizó una tira de contactos en el negatoscopio para estudiarla, toma por toma, a través de una lupa.
Enseguida la asaltaron el miedo y el desánimo. Todos los negativos estaban desenfocados, borrosos. ¡Maldita sea! ¿Cómo era posible? ¿Se le habría estropeado el rollo entero? Cambió de posición y parpadeó antes de observar la imagen magnificada de altas dunas y un sembrado de avena que se aclaraban.
Dejó escapar una carcajada de amargura, se echó hacia atrás y movió los hombros tensos.
—No son los negativos los que están desenfocados y borrosos, sino tú.
Dejó la lupa y cerró los ojos para descansarlos. Le faltaba energía para levantarse y preparar más café. Sabía que necesitaba comer, que entrara algo sólido en su estómago, también debía dormir y tenderse sobre la cama, alejar las preocupaciones y dejarse ir.
No obstante temía hacerlo, pues en los sueños perdería ese tembloroso control que en ese momento poseía.
Empezaba a pensar que debía acudir a un médico, tomar algo para los nervios antes de que la situación se le escapara de las manos. Sin embargo eso significaba visitar a un psiquiatra que sin duda querría hurgar en su cerebro y desenterrar asuntos que ella había decidido olvidar.
Se las arreglaría para superar sola la crisis. Era muy capaz de apañárselas sola o, como decía su hermano Brian, era capaz de propinar codazos a todo el mundo para asumir el control de una situación.
¿Qué alternativa había tenido? ¿Qué alternativa habían tenido los tres cuando se quedaron solos y se vieron obligados a abrirse camino en ese remoto trozo de tierra? La furia la sacudió con tal fuerza que se estremeció y cerró los puños sobre el regazo mientras se contenía para no pronunciar las palabras que deseaba escupir a ese hermano que ni siquiera estaba allí.
Estoy cansada, se dijo. Necesitaba olvidar el trabajo, tomar uno de los somníferos que había comprado y aún no había probado, desconectar el teléfono y dormir un poco. Entonces se sentiría más fuerte y tranquila.
Al notar una mano sobre el hombro lanzó un grito y arrojó la taza de café al aire.
—¡Caramba, Jo! —Bobby Bañes retrocedió al tiempo que dejaba caer la correspondencia que llevaba en la mano.
—¿Qué haces aquí? —Jo se levantó de un salto del banco mientras Bobby la miraba con la boca abierta.
—Yo… dijiste que querías que empezáramos a las ocho. Sólo he llegado unos minutos tarde.
Jo trató de recuperar el aliento al tiempo que se aferraba a la mesa de trabajo para no perder el equilibrio.
—¿Las ocho?
Su alumno y asistente asintió con cautela y tragó saliva. Jo tenía un aspecto fiero y parecía dispuesta a atacar. Era el segundo semestre que trabajaba con ella y creía haber aprendido a anticipar sus órdenes, medir sus estados de ánimo y evitar sus momentos de mal humor. Sin embargo, ignoraba cómo actuar ante ese terror que percibía en sus ojos.
—¿Por qué no has tocado el timbre, maldita sea?
—Lo he hecho. Al ver que no contestabas, supuse que estarías aquí, en el cuarto oscuro, de manera que utilicé la llave que me diste cuando te marchaste para cumplir tu último encargo.
—¡Devuélvemela! ¡Ahora mismo!
—Por supuesto. Está bien, Jo. —Sin apartar la vista de ella, hundió la mano en el bolsillo del tejano desteñido—. No pretendía asustarte.
Jo hizo un esfuerzo por controlarse y tomó la llave que le ofrecía. Se percató de que en ese momento su desconcierto era tan grande como su miedo.
—Lo siento, Bobby. Me has asustado. No te he oído llamar.
—Está bien. ¿Quieres que te sirva otra taza de café?
Jo negó con la cabeza y por fin dejó de temblar. Mientras se sentaba en el banco, consiguió sonreír a Bobby. Es un buen alumno, pensó, todavía un poco pretencioso con respecto a su trabajo, pero sólo tiene veintiún años.
Pensó que el muchacho trataba de ofrecer la imagen de un artista; se recogía el cabello, de un rubio oscuro, en una coleta, y en una oreja lucía un aro de oro que acentuaba su rostro largo y enjuto. Tenía una dentadura perfecta. Sin duda sus padres confiaron en la ortodoncia, dedujo Jo mientras se pasaba la lengua por los dientes, un poco torcidos.
Además tiene buen ojo, pensó, y un gran potencial. Después de todo por eso estaba allí. Jo siempre se mostraba dispuesta a ofrecer a otros lo que se le había concedido a ella.
Como Bobby todavía la miraba con cierto recelo, se esforzó por sonreír de nuevo.
—He pasado una mala noche.
—Se te nota. —Al ver que Jo arqueaba una ceja, el joven esbozó una sonrisa—. El arte de percibir bien lo que uno mira es lo que importa, ¿verdad? Y tú pareces destrozada. Seguro que no has dormido nada.
No cabía duda de que Jo no era vanidosa. Se encogió de hombros y se frotó los ojos doloridos.
—No demasiado.
—Deberías tomar esos somníferos. Mi madre los utiliza. —Se agachó para recoger los trozos de la taza rota—. Y tal vez te convendría beber menos café.
Al levantar la vista observó que Jo no lo escuchaba. Estaba absorta en sus pensamientos, advirtió. Un nuevo hábito. Pensó en darse por vencido y desistir de su empeño por conseguir que su profesora llevara una vida más saludable, pero decidió insistir.
—Te mantienes a base de café y cigarrillos.
—Sí —confirmó Jo con expresión adormilada.
—Todo eso acabará contigo. Deberías seguir un programa de ejercicios. En las últimas semanas has adelgazado unos cinco kilos. Con tu estatura deberías pesar más.
—Sí.
—Deberías consultar a un médico. Si quieres que te sea sincero, sospecho que estás anémica. Estás muy pálida y se podría guardar la mitad de tu equipo fotográfico en las bolsas que tienes bajo los ojos.
—Una observación muy amable por tu parte.
Bobby arrojó los trozos de la taza a la papelera mientras pensaba quejo era muy hermosa, por más que se esforzara por disimularlo. Jamás la había visto maquillada, y llevaba el pelo peinado hacia atrás; cualquier persona con un poco de sentido artístico sabría que esa cabellera debería enmarcar su rostro ovalado, de rasgos delicados, ojos exóticos y boca sensual.
Se ruborizó al pensarlo. Jo se reiría si se enterase de que se había enamorado un poco de ella el primer día que la vio. Suponía que se había debido tanto a la admiración profesional que le inspiraba como a una fuerte atracción física, por lo menos en parte.
En cualquier caso no cabía duda de que si Jo procurara destacar esa piel de magnolia, se aplicara carmín a los labios y se maquillara los ojos para resaltar las largas pestañas, sería una mujer irresistible.
—Te prepararé el desayuno —sugirió—, siempre que tengas algo aparte de barras de chocolate y pan duro.
Jo respiró hondo.
—No es necesario. Tal vez nos detengamos en un bar para comer algo.
Se levantó del banco y se inclinó para recoger la correspondencia.
—Te convendría tomarte unos días de vacaciones, pensar en ti misma. Mi madre va a un centro de salud de Miami —explicó Bobby.
Las palabras de su ayudante no eran más que un zumbido en sus oídos. Jo tomó el sobre de papel manila con su nombre escrito en letras mayúsculas y se enjugó el sudor que le cubría la frente. Sintió una opresión en el estómago que delataba algo más que miedo; era terror.
El sobre era más grueso y pesado que los anteriores. Arrójalo a la basura, se decía. No lo abras. No mires su contenido.
No obstante sus dedos ya lo abrían. Mientras tanto, ahogó un sollozo. De pronto cayó al suelo un montón de fotografías. Cogió una. Era una toma en blanco y negro de cinco por siete.
Esta vez no sólo aparecían sus ojos, sino todo su cuerpo. Reconoció el fondo: un parque cercano a su casa, por el que con frecuencia paseaba. En otra se la veía en el centro de Charlotte, de pie en la orilla de una vereda, con la bolsa de la cámara colgada del hombro.
—Es una fotografía excelente.
Cuando Bobby se inclinó para levantar una instantánea, Jo lanzó un gruñido y le golpeó la mano.
—¡No te acerques! ¡No te acerques! ¡No me toques!
—Jo, yo…
—¡Te he dicho que no te acerques! —Se arrodilló para observar las fotografías. Se las habían tomado mientras realizaba actividades cotidianas; saliendo del mercado con una bolsa de la compra, subiendo o bajando del coche…
Está en todas partes, me vigila. Me persigue, quiere cazarme, pensó mientras empezaban a castañetearle los dientes. Trata de atraparme y no puedo hacer nada por evitarlo. Nada, hasta que…
De pronto tuvo la impresión de que todo en su interior se apagaba. La fotografía que sostenía se agitaba como si se hubiera levantado un fuerte viento. No podía gritar. Parecía que le faltaba el aire.
Tenía el cuerpo completamente insensible.
La fotografía era magistral, con un uso de la luz, las sombras y las texturas perfecto. Estaba desnuda y la piel resplandecía de una manera aterradora. Aparecía tendida, con el mentón inclinado, la cabeza en un ángulo suave, un brazo cruzado sobre el vientre y el otro sobre la cabeza, en la postura del durmiente que sueña.
Sin embargo los ojos estaban abiertos y la mirada fija. Ojos de muñeca. Ojos muertos.
Por un momento se sintió de nuevo atrapada en una pesadilla, impotente, incapaz de luchar para salir de la oscuridad.
Con todo, a pesar del terror, percibía las diferencias. La mujer de la fotografía lucía una abundante cabellera que le enmarcaba el rostro, que era más delicado y maduro que el suyo.
—¿Mamá? —susurró Jo con la vista clavada en la fotografía—. ¿Mamá?
—¿Qué te pasa, Jo? —preguntó Bobby con voz trémula mientras contemplaba sus ojos vidriosos—. ¿Qué demonios ocurre?
—¿Dónde está su ropa? —Jo ladeó la cabeza, y comenzó a mecerse mientras su mente se llenaba de sonidos fuertes, atronadores—. ¿Dónde está ella?
—Tranquilízate —pidió Bobby al tiempo que tendía la mano para quitarle la fotografía.
Jo levantó la cabeza.
—¡No te acerques! —De pronto sus mejillas recuperaron el color. Sus ojos adquirieron una expresión de persona demente—. ¡No me toques! ¡No la toques!
Desconcertado, Bobby se enderezó y levantó las manos.
—Está bien, Jo. Está bien.
—No quiero que la toques. —Tenía mucho frío. Volvió a mirar la fotografía. Era Annabelle; joven, increíblemente hermosa y fría como la muerte—. No debió abandonarnos. No debió marcharse. ¿Por qué se fue?
—Tal vez no tuvo otra alternativa —murmuró Bobby.
—No, su lugar estaba a nuestro lado. La necesitábamos, pero no nos quería. ¡Es tan hermosa! —Las lágrimas le rodaban por las mejillas mientras la fotografía temblaba en sus manos—. ¡Es una belleza! Parece una princesa de cuento de hadas. Yo creía que era una princesa. Nos abandonó. Nos dejó y se fue. Ahora está muerta.
—¡Vamos, Jo! —Bobby se inclinó hacia ella—. Ven conmigo. Buscaremos ayuda.
—¡Estoy tan cansada! —susurró Jo mientras el muchacho la cogía en brazos como a una criatura—. Quiero ir a casa.
—Está bien. Cálmate.
La fotografía revoloteó en el aire y cayó al suelo sobre las demás, boca abajo. Jo vio la frase escrita en el reverso con letras grandes: MUERTE DE UN ÁNGEL.
En lo último que pensó antes de perder el conocimiento fue en Sanctuary.