DIECISIETE

La localización de Zipi y Zape resultó sencilla, su confesión prácticamente innecesaria por la cantidad de evidencias que se acumulaban en su contra. En un principio se negaron a declarar y exigieron la presencia de sus abogados. Nombraron a un abogado que trabajaba en un bufete importante de Barcelona, tan importante como para asistir a diversos partidos políticos en cuestiones legales no relacionadas estrictamente con el devenir político.

Puestos en contacto con el abogado, este reaccionó de forma un tanto curiosa. Al principio manifestó conocer a los acusados y estar dispuesto a asistirlos de inmediato, pero al escuchar los cargos de los que presuntamente eran culpables aseguró haberse equivocado, no conocerlos y rechazó cualquier futura implicación en el caso. Se tuvo que recurrir entonces a un abogado de oficio que les atendió con poco entusiasmo en un principio, y con menos entusiasmo transcurridos los dos primeros días. Sin embargo, al tercer día se mostró mucho más dispuesto a considerar a sus clientes como ciudadanos respetables y dignos de la mejor defensa posible.

Había pasado todo el día en comisaría, en compañía de García y Jareño, asistiendo a los interrogatorios de los presuntos homicidas. Llegué a mi casa agotado y con ganas de emborracharme, olvidando una vez más que soy abstemio.

La puerta de mi piso estaba entreabierta y el rellano impregnado del tufo patibulario de la colonia de Manuel. El gitano se recostaba lánguidamente en el sofá. Su mano izquierda acariciaba el lomo de Cariño, que le lamía encantada la mano contraria; con ella Manuel apoyaba una navaja de aspecto poco civilizado contra el cuello de la perra, en un gesto tan estudiado como truculento.

—Hola, payo, parece que no te estás tomando en serio el trabajo que se te encomendó y, ¿sabes una cosa?, a mí este bicho no me cae nada bien.

—Buenas noches, Manuel. —Pasé por su lado evitando prestarle excesiva atención, y sin prisa me dirigí a la cocina. Regresé casi de inmediato sin dar tiempo a que el gitano reaccionase y prestara atención a mis movimientos, el corazón me latía a suficiente velocidad para batir un par de récords del mundo de maratón.

Cuando Manuel quiso darse cuenta, yo estaba detrás de él, mi mano tiraba con fuerza de su melena suave y resbaladiza al tacto, obligándole a mantener la cabeza pegada a su columna vertebral, el cuchillo jamonero que había cogido de la cocina apoyado contra su garganta.

—Ahora, Manuel, cierra la navaja con la mano que tienes apoyada en el lomo de la perra, hazlo despacito. Date cuenta de que yo estoy muy cansado y me puedo equivocar, lo que menos te conviene es que malinterprete tu gesto. Luego, la navaja cerrada la tiras hacia atrás, suave, procurando que ni me roce, no vaya a ser que me provoque un tic a mí y la pérdida de cuello a ti.

—Mal descanso tengas por toda la eternidad, Humphrey, estás muerto, payo, ¿lo sabes, verdad? —La voz de Manuel era tan suave como el aliento de un bebé y tan amistosa como un pelotón de fusilamiento.

—No, Manuel, yo estoy vivo, el que está muy cerca de la muerte eres tú. De mi muerte en todo caso ya nos ocuparemos más tarde. Ahora escúchame bien, ya que es posible que hoy salgas vivo de aquí. Solo posible, pero en tu situación eso es mucho.

Tiré del pelo hacia atrás obligándole a arquear la espalda, mientras apretaba el cuchillo en su cuello hasta oír cómo se alteraba su respiración.

—Hasta hoy hemos estado jugando a tu juego, y ya me he cansado. Voy a contarte algo que quizás no te has parado nunca a pensar. Yo no te gusto, pero a mí tampoco me importaría no volver a verte en lo que me queda de vida. Me das tanto asco como el que yo pueda darte a ti, si lo demuestro menos es por un simple acto de convivencia, a mí me lo enseñaron así, a ti de otra manera. ¿Vas entendiendo, Manuel?

—Estás muerto, payo, estás muerto. —La voz del gitano era como una letanía triste, como un sueño malo del que no pudiese despertar.

—Vuelve a repetir eso, Manuel, vuelve a repetirlo, pero antes reza lo que sea que te hayan enseñado, porque será la última cosa que habrás dicho en tu miserable vida. Vamos, chico, vuelve a decirlo, me harás un favor, estoy cansado hasta el límite de lo soportable y me gustaría acabar este asunto de una puta vez.

El gitano permaneció callado, luego su mano se movió muy lentamente cerrando la navaja y lanzándola con suavidad por encima de mi hombro. Le di gracias a Dios. No creo que hubiese sido capaz de matarlo. O sí que le hubiese matado, pero entonces no creo que hubiese sido capaz de olvidarme de ello, por muchos años que me quedasen de vida.

Por lógica, no demasiados.

—Ahora te levantarás muy lentamente y te largarás. Nunca vuelvas a entrar en mi casa sin llamar y, si es posible, no entres de ninguna manera. ¡Ah, por cierto!, ya sé quién mató a tu hermana.

—Su nombre, payo. —Manuel se había levantado y me miraba dudando acerca de si debía hacer caso a su rabia o a la prudencia que le aconsejaba el cuchillo que yo seguía aferrando.

—Lárgate, mañana vendré a ver al Tío y le pasaré mi informe. Fue él quien me contrató y será él quien recibirá la información. Tú tenías una misión y la has cumplido, mal pero ya has terminado, los dos hemos terminado. Y, Manuel, nunca más vuelvas a meter a mi perro entre tú y yo.

Cariño algo detecto que hasta el momento no había hecho, porque se acercó a la pierna de Manuel gruñendo suavemente. Acababa de incluir al gitano en el fichero de la gente a la que, si hay que atacar, se ataca.

Manuel se largó sin decir palabra, su mirada me acompañó como la peor pesadilla el resto de la noche.

Cariño tardó un buen rato en sosegarse, miraba con frecuencia la puerta por la que el gitano había desaparecido. Me serví un trago de bourbon y me lo bebí de un trago apresurado que me hizo toser descontroladamente durante un par de minutos, hasta que fui recobrando el ritmo de respiración normal. Cariño pensó que un paseo me sentaría bien, se acercó moviendo el rabo, en la boca traía la correa. No le hice caso, me preparé un segundo vaso de bourbon en el que se hubiesen podido celebrar unos campeonatos de saltos de trampolín y sintonice un canal sin programación. La estática es lo que mejor acompaña a las cantidades exageradas de bourbon y al cansancio que produce la estupidez del género humano.

A las doce de la noche miré a mi perra, que descansaba a mis pies y de vez en cuando levantaba la cabeza para mirarme; a su lado, tirada en el suelo, descansaba la correa. Me agaché, le pasé la mano por el lomo durante unos minutos a Cariño, le puse el collar y salimos a la calle.

Había llovido, el resplandor borroso del alumbrado público en la acera mojada confería un aspecto irreal al barrio. Del meublé vecino salía un coche con una pareja en su interior.

Tenían buen aspecto.