El despertador me taladró el oído a las ocho de la madrugada. En mis sueños, Billy Ray me contaba lo importante que yo era para el buen funcionamiento de la agencia. Esta injerencia del despertador en mi vida íntima me proyecta hacia la metafísica y la reflexión, así que le solté un manotazo que le envió rebotando por el suelo de mi habitación. Cariño llegó atraída por el ruido, olfateó brevemente el despertador y salió dignamente de la habitación, el rabo enhiesto como el mástil de una bandera, orgullosa al comprobar su superioridad mental sobre un fulano tan primitivo como yo. Estuve tentado de meterla en la ducha conmigo para que se diera cuenta de quién manda en casa. Finalmente no me arriesgué.
Una vez me hube duchado, mi humor no mejoró y comencé a considerar seriamente la posibilidad de enfrentarme a uno de esos días en que no hago otra cosa que gruñirle a todo el mundo.
Llegué a la agencia poco después de las nueve de la mañana. García y Mercedes estaban enfrascados en una apasionada discusión acerca de las posibilidades de matrimonio del príncipe de no sé dónde, con no sé quién. García defendía la tesis de que nadie sin sangre real en las venas estaba capacitado para ser la esposa de quien tarde o temprano ostentará la corona del país. Me quedé escuchando, acumulaba munición para mi próxima refriega con García.
—Buenos días, García. ¿Cómo estamos esta mañana?
—Pues aquí, comentando cosas de la vida con la elementa de tu secretaria. —El tipo duro lanzando balones fuera del área para que no le masacrara. ¡Buen día tenía yo para dejar pasar una oportunidad como aquella!
—¿Sabe lo que dice el Sargento, Sr. Humphrey? —Mercedes bajando del limbo con un ramo de lirios recién cortados en la mano.
—Déjalo, chiquilla, que tu jefe y yo tenemos cosas mucho más importantes que tratar. —El Sargento, tratando de encontrar un resquicio por donde huir de la tormenta, que asomaba malévola entre los vindicativos nubarrones de mi mente retorcida por un mal despertar.
—¡Por Dios, García! Qué cosas dices. Si me parece un tema apasionante, la boda de un príncipe nada menos. ¡Y con el tiempo que hace que no tenemos una buena boda para comentar! Si es que las folklóricas ya no son las de antes, se juntan de cualquier manera y no hay boda de blanco, con aquellas colas de encaje larguísimas cubriendo todo el suelo de la iglesia, los vítores de los admiradores, las lágrimas de felicidad, el novio arrancándose por peteneras al tercer vino, los fotógrafos dándose de hostias por conseguir la mejor foto para que la gente de bien la gocemos durante meses. ¡Señor, qué emoción! ¿Verdad, García? Que haríamos nosotros sin la jet set, sus alegrías, sus penas que también las tienen, ¿eh? Además, qué caray, estamos hablando de toda una boda real, imagina el vestido de la novia, la emoción del pueblo…
—¡Uy, Sr. Humphrey! Y yo que pensaba que a usted no le interesaban estas cosas. —Mercedes, tan llena de ramos de lirios recién cortados que ya no sabía dónde ponerlos para que luciesen más hermosos.
—¿Que si me interesan? Fíjate que ahora mismo bajo al coche y busco un par de revistas especializadas para que el Sargento dé un vistazo a las fotos de la última fiesta de Gunilla; estuvieron todos, pero lo que se dice todos, oye. A mí me lo contó Borjita, bueno, Borja Mario quiero decir.
—¿Quién es Borja Mario? —Mercedes, emocionada, ahogándose entre las toneladas de lirios recién cortados en que se estaba hundiendo.
El Sargento García, congestionado, tamborileando con los dedos sobre la mesa, recordando que no debía agredirme y menos en presencia de testigos.
—Yo te diré quién es Borjita, Mercedes. El tipo en cuestión es un primo de Humphrey que se encarga de recogerle del suelo y llevarlo al hospital cuando alguien le ha dado una tunda de leches. Y creo que lo mejor es que busques su teléfono y le vayas llamando, porque a mí ya me roncan los cojones de aguantar tanta tontería.
Justo en aquel momento, el timbre de la puerta anunció la llegada de un visitante. Señalé con el dedo índice de mi mano derecha mi despacho a García, y con el de la mano izquierda a Mercedes la puerta.
—Si es la señorita que vino ayer, la haces pasar inmediatamente a mi despacho.
A los pocos segundos, Iris hacía su entrada en mi despacho, venía sin perros y sin flauta, por lo demás su aspecto era el de siempre. El Sargento e Iris se miraron con mutuo recelo.
—Iris, te presento a mi colaborador, el Sr. García. Ella es Iris, una buena amiga.
Iris sin perros parecía más joven, más vulnerable y menos aceptable.
—Me tienes preocupado, me dice mi secretaria que ayer estabas asustada.
—Sigo asustada. —Iris parecía a punto de romper en llanto.
—¿En qué podemos ayudarte?
—Usted me dijo que, si veía algo extraño, que se lo contase.
—Claro, pero siempre nos hemos tuteado, ¿no es cierto?
Iris dio un vistazo circular por el despacho, luego miró al Sargento, finalmente fijó sus ojos en mí y rectificó:
—Tú me dijiste que, si veía algo extraño, que te lo contase.
—Sí, pero tranquilízate, puedes fumar si quieres.
—No tengo tabaco, colega. Ando mal de fondos.
—¿Qué marca fumas?
—Da lo mismo, mientras sea rubio.
—¿Has desayunado?
Iris hizo que no con un casi imperceptible movimiento de cabeza.
Llamé a Mercedes y le pedí que ordenase en el bar del Ruedas dos cafés con leche, dos pastas, un zumo de naranja para mí y un cartón de Winston.
El malhumor de mi despertar se había disipado entre el flujo de adrenalina que circulaba a toda velocidad por mi cuerpo. García parecía en el mismo estado que yo, me había hecho una seña con la cabeza que interpreté como aprobación del ritmo que estaba imprimiendo a la conversación.
—Iris, ahora tal como te recomienda Humphrey tranquilízate, aquí no tienes nada que temer, estás entre amigos. Ahora desayunaremos sin prisas, luego hablaremos de eso que has descubierto y te preocupa.
Procuramos mantener la conversación fluida e intrascendente hasta que Iris acabó de desayunar y fumó el primer cigarrillo.
—¿Qué nos quieres contar, Iris?
—Anteayer por la noche hubo una fiesta en la casa, inaugurábamos mercadillo de ropa, tocaba un conjunto, una noche para relajarse, de buen rollo. En ocasiones, cuando hacemos fiestas, viene ese par, no viven con nosotros pero vienen a algunas fiestas, para mí que se enrollan mal, pero luego cuando hay lío son los primeros en dar la cara, por eso nadie les dice nada. Alain nos decía que eran necesarios para nuestra causa, yo no sé muy bien qué quería decir, a mí siempre me han dado un poco de miedo. Ahora hacía días que no se les veía por la casa, pero ayer vinieron, eso no es extraño, ya digo que a mí nunca me han gustado, quizás porque a Trueno…
García, con un ligero movimiento negativo de su dedo me indicó que no íbamos bien y se señaló a sí mismo, indicando que iba a tomar la iniciativa.
—Iris, para un momento, por favor, me parece que sigues estando algo nerviosa. Si no te importa, yo te haré algunas preguntas y tú me contestas, si te parece que falta algún detalle importante que contar luego nos lo cuentas.
La muchacha pareció aliviada de que le liberaran de la responsabilidad de dirigir la conversación y asintió enfáticamente con movimientos de cabeza.
—En primer lugar, ¿quiénes son ese par?
—Les llamamos Zipi y Zape porque siempre van juntos, el nombre se lo puso Alain que siempre estaba de broma, pobre Alain.
No pude evitar pensar que también fue una argucia de Alain para ocultar sus verdaderos nombres.
—¿Qué querías decir con lo de que cuando hay lío son los primeros en dar la cara?
—Bueno, ya sabéis que, a veces, sobre todo cuando hay desalojos, hay lío fuerte, la policía reparte unas hostias que te cagas…
Una sonrisa soñadora apareció en el rostro del Sargento.
—… y esos dos siempre están en primera fila, también viene otra gente que no son de la comuna a ayudarnos y que, como ellos no se cortan un pelo, a más de un madero han enviado al hospital, pero a la mayoría no les volvemos a ver a no ser que haya lío y ellos sí que vienen a nuestras fiestas.
—Cuando dices que siempre están en primera fila, ¿quieres decir que están en todos los desalojos?
—Sí, en todos los desalojos, y en las «manis», y bueno, en cualquier circunstancia en la que pueda haber problemas con la policía, o con los vecinos. En una ocasión que entré en la furgoneta con Zape, el tío se quería enrollar conmigo, pero yo no le dejé. Tenía dos de esos palos que tienen los americanos para jugar a ese juego tan raro que sale en todas las películas, y en la guantera vi que tenían un par de aros metálicos de los que se ponen en los dedos para pegar más fuerte, y me dio muy mal rollo. Además, yo soy muy romántica y no me gustan que me manoseen así por las buenas y el tío iba quemado y no se andaba con hostias, bueno, quiero decir que…
—Ya te entendemos Iris, no te preocupes. Bates de béisbol y puños americanos, García. ¿Qué te parece?
—Está claro: redonda y de goma, una pelota, como diría mi padre que en paz descanse.
—Y de madera y con la nariz larga, la madre de Pinocho. Tenemos a dos rompehuevos profesionales al servicio de una buena causa, imaginamos que bien pagada.
—¿De que estáis hablando vosotros? —Iris nos miraba con el desconcierto pintado en la cara.
—Luego te lo contaremos.
—¿Quién los trajo a la casa la primera vez, Iris? —García puso una mano sobre el brazo de la chica brevemente para tranquilizarla, luego la retiró levantando la mano, sin apenas rozarla.
—Un día vinieron con Alain y desde entonces van viniendo.
—Bueno, Iris, ahora ya sabemos quiénes son esos dos, pero lo que no sabemos es por qué en esta ocasión te han asustado si ya les conoces.
—No sé para qué, no me acuerdo, pero Zipi sacó una navaja plateada muy bonita. Me asusté mucho, y supongo que pensé…, bueno me largué a un rincón y me puse a llorar. Me parece que nadie más que yo se dio cuenta, porque la guardó enseguida, bueno, no sé cuándo la guardó, pero cuando volví ya no la tenía en la mano. Todos la conocíamos, supongo que solo fui yo la que se dio cuenta porque nadie dijo nada ni entonces ni más tarde.
El discurso de Iris se había hecho incoherente, hablaba a saltos y daba la impresión de estar en puertas de sufrir un colapso nervioso. Le puse un cigarrillo en los labios y se lo encendí.
—¿Por qué te impresionó tanto la navaja, Iris? —La respuesta resbaló por mi mente dejando un rastro de aburrida tristeza. Hacía ya una eternidad de segundos que no era necesario que nadie me la dijese.
—La navaja es, era, de Soleá.
García soltó el aire de sus pulmones lenta y audiblemente.
—¿Seguro que era la de Soleá?, ¿no podría ser otra igual, Iris?
—No creo, es muy rara, tiene las cachas de nácar rosado y una flor grabada en uno de los lados. Me dijo Soleá que esa flor se llama gardenia, yo quise comprarme una navaja como la suya y no la encontré, miré por todos los sitios posibles y no la encontré.
—Iris, piensa bien lo que te voy a preguntar ahora: ¿alguno de esos dos tipos lleva un aro metálico en la oreja?
—Zipi llevaba uno, no era un pendiente, era uno de esos aros grandes, Le debía hacer daño, son muy brutos esos dos, pero el otro día no lo llevaba, tenía la oreja envuelta con un esparadrapo, como si se hubiese herido.
—¿Sabes dónde viven?
—Sí, bueno, más o menos. Sé que tienen una especie de granja o así le llaman ellos, por Montjuich, en la montaña. Dicen que cualquier día les van a echar, pero que mientras puedan seguir, allí están bien.
—¿Tienes algún sitio donde ir que no sea a la casa, Iris?
—¿Por qué lo dices, Humphrey?
—Porque no me gustaría que te volviesen a ver esos dos.
—Yo tampoco quiero verlos a ellos, pero la casa es mi sitio. Además, a casa de mis padres no quiero volver, ni siquiera sé si puedo volver.
—No te preocupes, Humphrey, el comisario Jareño puede arreglarlo.
—Antes de hablar con Jareño, nos deberíamos dar nosotros dos una vuelta por Montjuich y localizar a esos dos.
—No, Humphrey, precisamente eso es lo que no debemos hacer. Nosotros ya hemos acabado, a partir de aquí es cosa de la policía, si vamos nosotros no sé qué le vas a decir al Tío para que no te raje cuando le cuentes que los tiene la policía y no ellos. A ti, Iris, te llevaremos con un amigo nuestro, es policía, él buscará un alojamiento adecuado para ti, será solo el tiempo necesario para arreglar a esos dos, luego podrás volver a la casa o a donde mejor te parezca. No pongas esa cara, chiquilla, corres peligro, te podría pasar lo mismo que a Soleá, y no queremos que eso suceda.
En el fondo, Iris estaba tan asustada que por una vez la compañía de la policía le pareció menos reprobable que de costumbre. Cuando nos despedíamos de ella, miraba con preocupación la nariz enrojecida de Jareño, me miró y preguntó:
—La nariz esa, ¿no se la habrán puesto así a hostias, verdad?