QUINCE

Adela vestía pantalones tejanos, una camiseta de algodón blanca con una inscripción en negro que rezaba «Bebé a bordo… pero con moderación» que le hacía de puente entre ambos pechos y una ligera cazadora de ante. Me resultó sorprendente, pero no menos interesante que el severo vestido de punto que vestía en el despacho del abogado Pérez.

—Buenas tardes, Humphrey. Traigo algunas cosas para usted.

—¿No vienes impulsada por la soledad y el encanto que desprende mi persona?

—Trabajo, chico malo, trabajo. ¿Puedo pasar o acostumbra a hacer los negocios en la puerta?

—Por favor, pasa y te presentare a Cariño. —La perra se plantó ante Adela y, tras olisquearla brevemente, le tendió una pata y ladeó graciosamente la cabeza.

—Pero si eres un encanto, ¿cómo puedes soportar vivir aquí sola con este hombre?

—¿Quieres beber algo, Adela?

—Nunca estando de servicio, gracias de cualquier forma. Hace calor aquí, ¿puedo colgar esto en algún sitio?

Yo mismo tomé la cazadora de ante y la colgué en el recibidor.

Adela trajinó durante un momento en el bolso de mano y me tendió un sobre que olía deliciosamente a dinero recién horneado, y por el bulto era una cantidad apreciable. Tras un nuevo breve escrutinio por las profundidades del bolso, me tendió una hoja de papel.

—Debería firmarme esto.

La hoja era un acuse de recibo que decía que el Sr. Pérez me pagaba seis mil euros más IVA por los servicios profesionales prestados, y que con el cobro de la mencionada cantidad quedaba finiquitada cualquier deuda y mi tarea concluida.

—En el sobre hay cuatro mil euros, los dos mil restantes son los que le entregué a cuenta. El Sr. Pérez le ruega que, en caso de no estar conforme con esta cantidad, me justifique a mí los motivos y lleguemos a un acuerdo, si ello es posible.

—Adela, esto no es un pago de emolumentos por unas pocas horas trabajadas, es un chantaje para que me calle y desaparezca, aunque sería mejor al revés, para que desaparezca y me olvide de que en alguna ocasión he seguido a la señora Pérez y al impresentable que la acompañaba.

—Podría ser, yo no sé nada. ¿La cantidad le parece correcta?

—Alrededor de diez veces menos sería lo correcto, pero la aceptaré, Adela. Si al capullo de tu jefe le sobra el dinero, está bien que lo reparta.

—No es el primero que ha pensado una cosa parecida, Humphrey.

—Me acabas de decir que tú no sabes nada.

—Por supuesto, nada. Me parece que ahora debería marcharme.

Rocé suavemente el brazo de Adela con mi mano.

—¿De verdad no tienes nada más para mí, Adela?

Una chispa de diversión se paseó por sus ojos antes de volver a su circunspección acostumbrada.

—No me gusta la forma en que me mira, Humphrey. Yo no soy de esa clase de mujeres.

—¿Qué clase de mujeres, Adela?

—Las que se dejan seducir fácilmente por el primer hombre que se lo propone.

—Estoy dispuesto a invertir tanto tiempo como haga falta, ¿podrías empezar por tutearme?

—¿Y luego qué vendrá?

—No sé, quizás un beso de despedida.

—Odio las despedidas, son muy tristes.

A continuación, y con un solo movimiento, se despojó de la ceñida camiseta y cinco segundos después había colgado su ropa interior de mis asombradas orejas. Una rapidez y coordinación de movimientos realmente encomiable. A partir de ese momento comenzó a tutearme como si lo hubiese hecho durante toda la vida.

—¿Tienes retratos de antepasados en el dormitorio, Humphrey?

—Un baúl lleno, ¿quieres conocerlos?

—Lo estoy deseando, chico malo.

Créanme si les digo que en el dormitorio no paso nada de lo que debamos avergonzarnos. Hasta lo repetimos para asegurarnos que todo se había hecho con la más estricta corrección y que no habíamos olvidado algún detalle importante.

Mucho rato después, Adela se empeñó en preparar algo de cena, y tras un rato de trastear en ropa interior por la nevera preparó una ensalada de apariencia dudosa.

—¿Qué te parecen mis habilidades culinarias?

—Muy bien, esto debe de ser lo que llaman la nueva cocina saharaui, ¿estoy en lo cierto?

—¡Serás borde, Humphrey! Siéntate ahora mismo a la mesa y come.

Ella misma me llevó a la mesa, me obligó a sentarme, se sentó en mis rodillas y comenzó a embutirme la ensalada. A cada giro de su cuerpo para introducir la ensalada en mi boca, sus tetas rozaban mi barbilla, y mis ojos sus labios. Antes de terminar la ensalada nuestros cuerpos eran un puro roce, la ropa interior de Adela yacía en el suelo, olfateada cuidadosamente por Cariño, y ni siquiera hizo falta levantarse de la silla para volver a hacer el amor. Acabamos abrazados en una posición imposible, jadeantes, hundidos uno en el otro, intentando acompasar la respiración a la vida real.

—Humphrey, deja que me levante, se me está clavando la mesa en la columna vertebral.

—Espera, quiero abrazarte. Y preguntarte algo también.

—Vamos a la cama.

Estuvimos abrazados, en silencio, no sé cuánto rato.

—¿Qué querías preguntarme?

—¿Esto tiene algo que ver con el sobrepago de mis servicios?

—Vete a la mierda.

—¿Eso es un no?

—Por supuesto, esto solo tiene que ver con que, de cuando en cuando, es bueno recordar los viejos tiempos, cuando hacer locuras era algo más o menos habitual. Las locuras ayudan a vivir, lo único malo es que hace falta encontrar al loco adecuado y no siempre lo encuentras. O crees que lo has encontrado y resulta que no, que no era el adecuado. Y luego te sientes mal contigo misma durante unos cuantos días.

—¿Te sientes mal contigo misma?

—Me siento muy bien, pero no vuelvas a dudar de los motivos por los que estoy aquí.

—Se acabaron las dudas, pero ahora dime qué ha sucedido, cuál es el motivo por el que se da todo el asunto por finalizado. Tú lo sabes, ¿cierto?

—¿Es importante para ti saberlo?

—Claro que lo es. Mira, según los últimos estudios hay catalogadas 225 formas distintas de comportarse como un perfecto hijo de puta. El tipo al que me enfrenté por este asunto es de los que las ha practicado todas. Y si un día de estos me lo encuentro rondando por un callejón obscuro, me gustaría saber qué está pasando.

—Estamos hablando de Santiago Antones.

—Ajá.

—Si es así, yo lo sé todo, de hecho estoy convencida de que sé más que el mismo Sr. Pérez. Hace ya algún tiempo que Pepa me cuenta alguna de sus cosas. A mí no me gusta que lo haga, pero…

—Pero enterarse de la vida de los demás, conocer sus miedos, sus deseos, no deja de tener su atractivo. ¡Me lo dirás a mí!

—El caso es que Pepa hace algún tiempo que inició una relación sentimental con Santiago. Es una mujer inquieta, con mucho tiempo libre, con todos los caprichos que el dinero puede proporcionar a su alcance. El Sr. Pérez…, bueno, el Sr. Pérez es uno de los tipos más aburridos y convencionales que te puedas imaginar, es el tipo ideal para echar a una mujer como Pepa en los brazos de un hombre como Santiago. El problema es que, como has dicho antes, Santiago es un perfecto hijo de puta. En cierta ocasión usaron una cámara fotográfica con disparador automático para hacerse una serie de fotografías mientras estaban haciendo el amor, en ellas se ve bien claro que Pepa no es una mujer con muchas inhibiciones en la cama. A partir de ese momento, Santiago le ha estado haciendo chantaje. Al principio las peticiones de dinero estaban disimuladas con cualquier excusa, sin embargo últimamente eran amenazas puras y dudas, y las exigencias de dinero no tenían trazas de acabar. A partir de ahí, la relación cambió, ya no era una relación más o menos sentimental, sino la típica relación víctima-verdugo.

—Disculpa, Adela, pero yo fui testigo más o menos ocular del que supongo que fue su último encuentro. Y aquello no me recordó en nada a una violación.

—Digamos que, a partir de la ruptura, la relación sexual formaba parte del pago, al menos en teoría. Yo también tengo mis dudas.

—Si hubieses escuchado lo que escuché yo, no tendrías ninguna duda.

—Creo que Pepa puede llegar a ser tan morbosa como para llegar a aceptar una relación de este tipo, especialmente si la salida de dinero no le crea importantes problemas. La cuestión es que así se iban desarrollando los acontecimientos hasta que apareciste tú.

—¿Le comentaste a Pepa que su marido me había contratado para seguirla?

—No, yo no sabía que tu misión era seguir a Pepa, podría haber sido cualquier otra cosa, aunque yo sospechaba que se trataba precisamente de eso. Por otro lado, si bien es cierto que ella me hace confidencias cuando le parece oportuno, ella disfruta rememorando sus escapadas cuando las cuenta, no sé con cuántas personas lo hace o si soy la única, tampoco me importa. Sea como sea, yo no soy su cómplice, ni siquiera se puede decir que seamos amigas. No me sentía, por tanto, obligada a avisarla.

—Y el otro día irrumpí yo en escena, como un elefante en una cacharrería.

—Y el otro día apareciste tú. Y tu aparición asustó a Pepa. Parece ser que Santiago le dijo a Pepa que eras un detective y les estabas vigilando. Ella pensó que si su marido la hacía seguir, lo más probable es que a aquellas alturas ya estuviese enterado de todo el asunto. Decidió adelantarse a los acontecimientos y contarle ella misma su versión de los hechos. Una versión que, como es lógico, no será la verdad, pero sí una mezcla de verdades arregladas con suficiente verosimilitud para que Pérez pudiera creérsela.

—Muy femenino.

—Humphrey…

—Bueno, quiero decir muy femenino desde el punto de vista de Hollywood, claro.

—¿Tu misoginia me permitirá continuar o prefieres que lo dejemos aquí?

—Mis más humildes excusas, princesa.

—Bien, pues Pepa acertó. El señor Pérez decidió creer la historia tal como se la contó ella. Contada con una dosis adecuada de lágrimas y la cama cerca, se lo creería, los hombres sois así.

—Pepa…

—Desde el punto de vista de Hollywood, claro.

—¿Tu feminismo rabioso te permitiría ceñirte a la historia sin adornos imaginativos?

—Mil perdones, príncipe, continúo: a partir de aquí las consecuencias son bien claras. Primera: Santiago pierde cualquier fuerza coactiva que pudiera tener, ya que Pérez conoce la existencia de las fotos y del desliz de su mujer. Segunda: Santiago pacta con Pepa la devolución de las fotos a cambio de la no denuncia de la familia Pérez en su contra, ella se encarga de convencer a su marido poniendo como motivo soslayar cualquier posibilidad de escándalo público. El dinero se da por perdido, de hecho es la parte menos importante del asunto. Tercera: tu trabajo se da por terminado, lo que más interesa es que nadie remueva el tema, echar tanta tierra sobre el asunto como sea posible ahora que la situación ha sido reconducida, se te recompensa más que generosamente. De hecho, existía la predisposición a aumentar la cifra en caso de haberse hecho necesario; yo misma podía negociar siempre que la cantidad no fuese exorbitante, de forma que tú no vieses la posibilidad de convertirte en el nuevo chantajista. Cuarta y última: Santiago es despedido, como no podía ser de otra forma, lo cual por otra parte quiere decir que en el bufete de abogados en el que yo trabajo hay una vacante que debe ser cubierta. Si tienes interés, yo puedo intentar influir.

—En principio no me entusiasma. ¿Me lo estás recomendando?

—No, me preocupo por tu bienestar, simplemente.

—Entonces prefiero ir de visita, a recogerte a ti, por ejemplo.

—Ni se te ocurra. Que yo me entere de las cosas de la familia Pérez no me parece ni bien ni mal, que ellos sepan de las mías me parece decididamente mal.

—O. K., princesa, te agradezco la explicación.

—Ahora llega mi turno de preguntar, ¿puedo?

—Dispara, princesa, dispara.

—¿Eres un tipo solitario, Humphrey?

—No, no creo, ¿por qué lo preguntas?

—Parece que no existe una señora Humphrey.

—Sería la señora Céspedes en cualquier caso. ¿Tú crees que alguien se arriesgaría a ir por la calle aventurándose a que la llamen señora Céspedes?

—No sabes la cantidad de desespero que hay por el mundo, ya lo creo que se arriesgarían. En serio, ¿no te has casado nunca?

—No, nunca.

—¿Por qué, Humphrey?

—Porque soy muy perezoso.

—Esta no es una razón válida, llegado el caso la futura señora Céspedes hubiese hecho el esfuerzo por ti. Te lo preguntaré de nuevo: ¿por qué no te has casado?

—Porque nunca encontré a la mujer ideal.

—¿Y cuál crees que ha sido la razón?

—Que soy muy, muy perezoso.

Adela rio con ganas aceptando mi ocurrencia, y la risa de Adela sonaba bien en mi cama a la una de la madrugada. No pude evitar pensar que sería bonito escuchar esa risa en cada una de las madrugadas de mi vida a partir de ahora. No voy a negarles que sentí el viejo deseo, nunca cumplido, de una vida familiar.

Tampoco voy a negarles que ciertos deseos agudizan mi pereza.

Cualquier día consultaré este tema con un psiquiatra. Si es que no me vence la pereza ese día, claro.

—Debo marcharme, Humphrey.

—¿Se pone celoso tu marido si llegas muy tarde?

—¿Quién ha dicho que yo esté casada?

—¿Lo estás?

—Humphrey, si te lo cuento todo hoy, ¿qué nos quedará para el próximo día?

—Esto suena a promesa.

—Casi, chico malo, casi.

La sonrisa maliciosa de Adela quedó flotando en mi casa durante mucho rato. Terminé los restos de la ensalada y me fui a dormir. Cariño en ocasiones duerme a los pies de mi cama, en otras en el sofá del salón. Aquel día escogió el sofá.

¿Tal vez celos?

Me sorprendería en un ser tan civilizado como Cariño.