Desperté con la firme intención de reanudar mi vida normal, estaba convencido de que un par de días más soportando aquellas atenciones acabarían conmigo con más eficiencia que una ráfaga de ametralladora en pleno plexo solar.
Salí a la calle sintiendo un ligero mareo que se desvaneció en cuanto anduve un par de manzanas.
Eran las doce del mediodía, una hora magnífica para pasear por las callejas del barrio antiguo que aún no están rehabilitadas y tomadas por el turismo. En ellas, a plena luz del día, las probabilidades de tener un encuentro desafortunado disminuyen exponencialmente. Aquí, en esta zona, se ha reunido históricamente el puterío de la ciudad, y aunque en la actualidad la prostitución se ha extendido en muy diversas formas por todos los ámbitos ciudadanos, es en estas calles donde los necesitados pueden echar el polvo más económico, donde las putas y los chulos conviven hombro con hombro, donde no es fácil pensar que si una chavala negra —abundan las negras jóvenes o muy jóvenes que comparten acera con las viejas o muy viejas veteranas blancas— se prostituye es para gozar de una vida de lujos fáciles. Son ellas, principalmente, quienes le dan al barrio el aroma de desgracia que le caracteriza.
Me adentré por el dédalo de calles, todas ellas con nombres de santos (San Rafael, Sant Martí, Sant Jeroní, Sant Pacia), como si de una burla se tratase, que desprenden el rancio, típico olor a miseria, hasta llegar a la calle Robadors, el centro histórico, junto a la ya rehabilitada calle de las Tapias, del puterío barcelonés. En la esquina con Sant Josep Oriol, una mujer con edad suficiente, o apariencia de ella, para estar descansando tranquilamente en una residencia geriátrica, al pasar por su lado hizo algo con la boca que pretendía ser una sonrisa. Me dolió, pero me largué de allí antes de que al repetirlo me causase un daño irreparable.
Recordé que la invasión amistosa de mi domicilio por parte de mis vecinos había arrasado con cualquier tipo de provisión que pudiese tener, por lo que pasé por el supermercado e hice el correspondiente aprovisionamiento. La cajera, una de esas mujeres que con el paso del tiempo se convierten en una lloriqueante acumulación de enfermedades, que es a lo que había estado aspirando desde su más tierna infancia, se interesó por mi «enfermedad» con la intención de contarme todas las suyas, presentes, pasadas y futuras. Y si yo no se lo impedía, también la de su marido, hijos y las más selectas entre las de su vecindario. Tuve la suerte de que, tres puestos detrás del mío, en la cola que se había formado a causa de las interminables explicaciones de mi amiga la cajera, un espécimen de valkiria cuyo exceso de peso le hubiese impedido la práctica del sumo la emprendió a gritos contra la cajera y un servidor, por lo que salí del supermercado sin sufrir grandes daños.
Una vez cargada la nevera y siguiendo una lógica no estrictamente cartesiana, fui a comer al restaurante de un gallego seguidor fanático del Deportivo de La Coruña, que cuando su equipo gana se muestra generoso con el condimento y raciones. El domingo anterior, el Deportivo había ganado por tres a cero a domicilio y eso había que aprovecharlo.
A las cinco de la tarde pasé por la oficina. Mercedes me recibió dando unos saltitos alborozados, espectacularmente feliz de ver que su jefe estaba en perfectas condiciones. Los saltitos de Mercedes tenían un indudable mérito debido al poco espacio que la apretada minifalda le concedía a las piernas para maniobrar.
—¿Qué novedades tenemos, encanto? —Lo dije ensayando una sonrisa amargada, a lo Mitchum en su papel de Philip Marlowe, para demostrarle a mi secretaria que no solo estaba recuperado, sino que era tan duro como siempre.
—Ha telefoneado el Sr. Billy Ray, dice que mañana estará ya en Barcelona y pasará por la oficina, luego… vamos a ver…
Mercedes iba pasando lentamente las hojas de un bloc que tenía en la mano; antes de pasar una hoja se humedecía levemente la punta del dedo medio con la lengua.
—¿Tú has visto una película que se llama Lascivia laboral, Mercedes?
—¿La de Michael Douglas?
—No, esa también está bien, pero se llama Acoso.
—¿La que dice usted está bien?
—Sí, esa y otra que estrenarán pronto, creo que se llama Investigadores libidinosos.
—¡Ay, no sé! Me parece que me está tomando el pelo, Sr. Humphrey. Bueno, deje que vea qué más tenemos por aquí… Sí, también ha llamado el señor Enrique Vallés, que cuando pueda le llame, y luego el señor del banco Bilbao Vizcaya, que tiene un producto nuevo muy bueno para usted. Y me parece que nada más.
—Entendido, creo que me voy a marchar, supongo que mañana tendremos un día duro con el Sargento García. ¿No habrá llamado?
—No, no señor. ¡Uy!, espere, casi se me olvidaba. Ha venido a verle una señorita muy rara, tenía un nombre muy bonito, como de poesía.
—¿Qué quería?
—No me lo ha dicho, solo ha dicho que le dijera a usted que había venido y que mañana por la mañana volvería y que le dijese que estaba asustada. ¡Ah, sí! Que estaba asustada y que usted no tenía que ir a verla, que ya vendría ella mañana por la mañana.
—¿Traía un par de perros con ella?
—Sí, dos chuchos feos pero muy cariñosos.
—El nombre que te suena a poesía debe de ser Iris.
—Sí, eso es, Iris. ¿Verdad que es bonito?
—¿No venía nadie más con ella?
—No, solo los perros.
Llamé a García y no le encontré. Me quedé en la oficina probando el número de García cada media hora, pensando qué demonios podía haber pasado para que Iris se decidiese a venir a verme y qué podría ser lo que la asustaba. Cuando finalmente localicé al Sargento eran las siete y media, la noticia le excitó tanto como a mí, aunque procuró que el tono de voz no lo trasluciera. Sin que yo lo pidiese, me aseguró que a las nueve de la mañana estaría en la oficina para esperar la llegada de Iris.
Salí de la oficina cerca de las ocho de la noche y me dirigí a casa. Cariño estaba nerviosa, quería salir a pasear. Aunque en los dos últimos días uno u otro vecino la había sacado, añoraba el paseo diario conmigo. En el momento en que le estaba argumentando la conveniencia de esperar a después de cenar para salir, sonó el timbre de la puerta.
Mi primera intención fue agarrar algo duro, por si fuese Manuel o Santiago Antones quien me visitaba. Observé a Cariño, que se mantenía tranquila, se había sentado frente a la puerta y esperaba a que yo abriese antes de tomar decisiones.
Esta es una de las delicias de mi profesión, cualquier llamada puede ser de alguien que desea agradecerte tus servicios con un bate de béisbol en la mano.