Llegué a casa con el sabor del látigo de Ama Kalima en la boca sin necesidad de haberlo probado, recordaba sus palabras burlonas acerca de mi experiencia sexual y la mirada fría midiendo mi capacidad para soportar las vejaciones que estaba dispuesta a infligirme a un precio módico. Me senté y traté de calmarme y digerir el trabajo de aquella mañana hasta que mi reloj, antes que mi estómago, me avisó de que era hora de almorzar. Comí un par de lomos de merluza ultracongelados en alta mar aromatizados al limón, que tenían un sabor tan delicado como el de los pantalones de un mecánico de automóviles. Cariño, cuyo olfato debía de estar detectando un par o tres de substancias de carácter letal para el ser humano, me miraba apenada. Había decidido no llamar a García hasta haber repasado con cierta calma las declaraciones del Suave y de Kalima, porque no quería llegar a una conclusión equivocada. Precisamente lo sencilla y fiable que parecía la conclusión en ambos casos podía inducirme a error.
Tomé mi tiempo y escuché jazz, concretamente una selección de éxitos de Louis Armstrong y los Hot Five. Confieso avergonzado que caí en un pesado sopor en el que Ama Kalima me perseguía látigo en mano, el color de sus ojos virando desde el azul mortecino al rojo rabioso. Me desperté asustado y con el tiempo justo de oír a Sachtmo atacando las últimas notas de Muskrat Ramble, me disculpé con él por mi falta de atención. Desde la cubierta del CD me sonrió comprensivo y me aconsejó que en la próxima ocasión que quisiera dormir escuchando música pusiera algo de Leonard Cohen.
Mi reloj marcaba las cuatro y diez minutos, tenía tiempo para entrometerme en las vidas de mi amigo Santiago Antones y Pepa, señora de Pérez. Antes de salir a la calle, descolgué del perchero la depresión y me la puse como gabardina. Me cuadró a la perfección.
Opté por situarme directamente frente a la terraza de la cafetería en que se habían reunido el día que les seguí, lo hice para demostrarme a mí mismo lo listo que puedo llegar a ser cuando me lo propongo, y porque en realidad tenía tantos deseos de encontrarlos como de besar a un oso polar a punto de dar por finalizada una huelga de hambre. Demasiada porquería en un solo día convierte a mi estómago en el peor de mis enemigos. Creo que ya les he comentado algo acerca de mis ataques de acidez, me gusta recrearme en ello cuando me siento abatido por la acumulación de porquería. Lo cual es prácticamente a diario.
No era mi día de suerte. A las cinco y diez minutos apareció Pepa, vestía un modelito de traje chaqueta que era la demostración de su poca exigencia en el vestir. Era una de esas mujeres que se pone cualquier cosa encima, con la única condición de que esté firmada por un modisto amanerado y cueste más que el salario mínimo interprofesional. Se sentó en la misma mesa que en la ocasión anterior, ordenó la misma bebida y dio la impresión de estar dispuesta a hacerle tan poco caso como entonces.
Cinco minutos más tarde, el sonido atronador de una música caribeña sobrada de decibelios, acompañada de una cohorte de lamentos mecánicos, anunció la llegada de Santiago Antones y su canceroso trasto de importación.
Debían de tenerlo ensayado, porque la coreografía del encuentro fue calcada a la del primero que presencie. Aunque en esta ocasión, y para mi desgracia, se añadió un nuevo elemento. A mí la desgana me hace cometer descuidos poco aconsejables. Había dado por supuesto que mi camuflaje era suficiente. Me equivoqué. También había dado por supuesto que Santiago tendría más interés en esconderse que en significarse. Pues bien, nuevo error.
Permítanme que les cuente un detalle de mi personalidad: nunca me han gustado los tipos excesivamente grandes. Y si además vienen dispuestos a romperme los huesos, me resultan decididamente odiosos.
Santiago Antones, a la carrera en dirección a mi coche, parecía más grande de lo que en realidad es. Y lo es bastante.
Mientras Antones corría hacia mí me acordé de que en cierta ocasión un tipo de mi barrio —uno de esos rompepelotas diplomados que considera que romperle el alma a alguien en tantos pedazos que ni siquiera un paleontólogo pueda recomponerla no es más que una actividad lúdica perfectamente aceptable— me dio una exhaustiva disertación sobre las ventajas de la patada en la espinilla en lugar de la inmerecidamente alabada patada en los testículos. Les ofrezco la tesina de mi vecino sin más interés que el de que les sea útil llegada la ocasión. Nunca se sabe cuándo un hijo de puta pringoso tratará de contagiarte el pringue que le sobra.
Una patada en los testículos debe ser precisa, muy precisa, ya que en caso de no serlo su efecto no solo queda amortiguado sino totalmente desvanecido. Es más, la patada semifallida provoca un aumento espectacular de la ira que presumiblemente ya acompaña al receptor de la misma. Mi vecino insistió en que la precisión de una coz testicular es más que problemática, ya que el objetivo es de un tamaño modesto, no está a la vista, con la excepción de que el destinatario sea un exhibicionista, y para acabarlo de complicar el ángulo en que se debe aplicar para que el pie impacte con la parte más sensible de la entrepierna es de dirección ascendente y buscando el hueco. Es, por tanto, tarea más apropiada para un virtuoso del balompié que para un modesto ciudadano cuya única pretensión es amargarle el día a su oponente, sin menoscabo de algún que otro efecto colateral como la esterilidad permanente.
Sin embargo, la humilde, sobria patada en la espinilla es de sencilla aplicación, prácticamente infalible por las razones contrarias que se han expuesto en el caso anterior: presenta una zona sensible de amplitud suficiente para no fallar, localización perfectamente ubicable a simple vista, ángulo de aplicación de la coz sin mayor dificultad. Sin olvidar que el efecto que causa en el receptor es el más deseable, ya que una vez acusada la patada despega del suelo el pie que soporta la zona doliente, quedando entonces en una posición susceptible de ser rematado, por ejemplo con una coz similar en la única pierna de soporte que le queda. Evidente e indiscutible, la única condición es ir calzado con unos zapatos adecuados.
Mi calzado aquel día debía de ser del todo adecuado, ya que Santiago comenzó a dar saltos a la pata coja en cuanto le apliqué las enseñanzas de mi vecino en su espinilla derecha. El hecho de que mientras saltaba se refiriese a mi madre con el poco respeto con que lo hizo fue la causa de que le patease la otra pierna.
Aparté la mirada del poco edificante espectáculo de Santiago retorciéndose en el suelo para recibir la mirada admirada de Pepa, que contemplaba la escena con el sosegado interés que despierta una buena masacre que no te afecta directamente; luego, cuando vio que Santiago era solo un bulto gimiente, dio la vuelta, se metió en su coche y se largó. Lo único que me quedó de ella fue un brillo de seda en el interior de un Audi TT y la suave humareda del tubo de escape al ponerse el coche en marcha. A continuación, un chirrido de neumáticos derrapando formó parte de la banda sonora junto a las maldiciones del amigo Antones. En conjunto no resultó demasiado sorprendente dadas las circunstancias.
Me agaché junto a mi colega para advertirle:
—Todavía no sé exactamente en lo que andas y supongo que tú no me lo vas a contar. En el caso de que solo te estés beneficiando a la rubia, no te preocupes demasiado. Aparte de quedarte sin cliente, el problema será suyo, como muy bien sabes; sin embargo, yo me inclino a pensar que los cuarenta mil euros que esta nena hizo volar de la cuenta familiar no los habrá destinado a obras de beneficencia. A no ser que te las hayas arreglado para que te incluyan en algún epígrafe que te defina como «entidad sujeta a aportaciones benéficas voluntarias por parte de rubias deseosas de aventuras extramatrimoniales exóticas». Yo en tu lugar me largaría mientras pudiera hacerlo.
Al levantarme, aproveché para pisarle la mano que quizás sin ninguna mala intención se dirigía hacia el bolsillo interior de la cazadora de cuero. El ruido que hizo su mano bajo mi zapato hubiese hecho las delicias de un traumatólogo en prácticas.
Cuando puse el coche en marcha para largarme de allí, recordé el feo crujido que hicieron los huesos de la mano de Santiago al pisarla. Estuve preocupado por él hasta el siguiente semáforo.
Llegué a casa con el tiempo justo para abrir la puerta del lavabo y vomitar. La violencia me pone enfermo, o tal vez no sea la violencia en sí misma sino un exceso de tensión nerviosa, no importa excesivamente el motivo que la provoca. Habitualmente, tras vomitar, mi estómago se olvida de acusarme de todos los males del mundo y regreso a la normalidad, sin embargo en esa ocasión, después de vomitar la primera vez, transcurridos quince minutos visité de nuevo mi cuarto de baño. A partir de ese momento, y con intervalos de diez minutos, regresaba para intentar sacar de mi cuerpo la materia orgánica que ya hacía rato que había sido expulsada. Una experiencia realmente desagradable, aunque lo peor aún estaba por llegar. Perdí el ritmo de respiración, tenía la impresión de que el aire no llegaba a mis pulmones. Me tumbé boca arriba en el sofá e intenté respirar normalmente. Al fin y al cabo, si la gente lo hace a cada momento, ¿por qué no habría de conseguirlo yo?
Cariño, al saberme enfermo, se unió a los festejos con un coro desaforado de ladridos en ritmo ascendente que me taladraban los oídos. Me tapé la cara con un cojín para no oírla y no sé cuánto rato estuve así, aunque imagino que durante ese tiempo respiré más o menos normalmente, de lo contrario debí de batir el récord mundial de contención de la respiración.
Un nuevo tormento se unió a mi particular coro de desgracias: el timbre zumbador de la puerta empezó a sonar insistente y desagradablemente. Tomé la firme determinación de no contestar, pero quien estaba al otro lado tenía la firme determinación de no dejar de apretar el timbre hasta que yo abriese la puerta. Cariño había decidido introducir una variante imaginativa en su concierto y alternaba sus ladridos con unos lastimeros aullidos que hubiesen hecho las delicias de una congregación de coyotes. Me rendí; si todo el mundo se ponía de acuerdo en no dejarme descansar no podía vencerlos, debía unirme a ellos. Conseguí arrastrar gallardamente mi anatomía desde el sofá hasta la puerta, una distancia exagerada teniendo en cuenta mi estado, y abrí.
Marisa, la chicadevidalegre de la escalera, la ocupante del tercero primera, entró en mi casa con su habitual expresión de mala leche en la que ahora se mezclaba un susto de consideración.
—¿Qué leches pasa, Humphrey? Los ladridos de tu perra me han hecho pensar que aquí algo no iba bien. ¿No puedes levantarte? Ven, yo te ayudo.
Con la ayuda de Marisa volví al sofá. Cariño se tumbó a los pies, había dejado de ladrar y aullar y gemía de forma casi inaudible.
—¿Qué tengo que hacer, Humphrey? Yo para eso de las enfermedades no sirvo mucho, si se pudiera arreglar con un masaje con final feliz… ¿Qué te parece si llamo a Avelina? La gente mayor siempre sabe lo que hay que hacer en esos casos.
Al poco rato, Marisa regresó acompañada de Avelina «la Ricitos» y su marido Rufino. La exstarlet del Paralel, cuando el Paralel era el centro de la vida nocturna de Barcelona, tomó posesión del problema y comenzó a dar las órdenes oportunas para redirigir mi estado a algo cercano a la normalidad.
—Lo primero que hay que hacer es llevarlo a la cama. Rufino, acércate al segundo primera y tráete al Mariano.
A Mariano Plasencia, el descargador de muelle suplente, ocupante del segundo primera, casi le divirtió levantarme como si yo fuese una pluma y depositarme amorosamente en la cama. Lo de descargador suplente viene a cuento de que Mariano, en realidad, es el negro del descargador titular y se gana mejor la vida vendiendo aquí y allá alguno de los artículos que habitualmente se «pierden» en la descarga y almacenamiento que con el sueldo que le paga el descargador titular.
A partir de ese momento, mi cama estuvo casi permanentemente rodeada por una multitud de gente que me cuidaba y que tomó posesión de mi casa, de mi televisión y de mi mueble bar. Mi vida se convirtió en una sucesión de tisanas y calditos de paloma preparados por Avelina. Alguien debió de recoger una llamada de García, pues este se presentó al atardecer del día siguiente.
—Buenas tardes, Humphrey. Te veo mal, muchacho, me parece que esta profesión tan dura no está hecha para ti. No sé qué decirte, yo a ti más que alma de detective privado te veo maneras de poeta, lo tuyo son las flores recién cortadas, los amaneceres rosados y los amores dolientes, ¿lo decís así, verdad?
—Vete a tomar por culo, García. —El patizambo estaba disfrutando más que un bebé gateando hacia un tentetieso con la cara de Bambi.
—Pero si lo digo para ayudarte, muchacho. ¿Quieres que use alguna de mis influencias para encontrarte una ocupación como bedel o bibliotecario, algo descansado que se adapte a tus facultades físicas?
—Opérate, García. Que te pongan tetas. Con tetas, una minifalda de cuero rojo sobre tus patas torcidas y peludas y esa cara, en la barra del topless de Maruchi serías la sensación de la temporada.
—Venga, hombre, no te excites, no vayas a tener una recaída ahora que estás en vías de recuperación. —La risa contenida impulsaba las comisuras de la boca del Sargento hacia arriba, en una mueca sardónica que confería a su cara de paleto matices de malignidad
—Préstame tu pistola un momento, García, que quiero comprobar una cosa.
—No, muchacho, que te harías daño; además, no me acertarías ni apoyando el cañón en mi sien.
—¿Quieres hacerme el jodido favor de aparcar tu mala baba en cualquier rincón y dejarme en paz de una vez?
—Bueno, si me lo pides así, no me veo capaz de negarme, pero… ¿entonces qué hacemos?
—Podemos hablar como personas, tienes cosas que contarme y yo a ti también.
—Hablar como personas… bien, de acuerdo, me costará, pero lo podemos intentar.
García estuvo de acuerdo conmigo en que la pista que nos llevó hasta el Suave era un callejón sin salida, aunque tomó nota del grupo sanguíneo del tipejo para cotejarlo con las muestras de sangre halladas en el aro metálico que encontramos entre las chumberas de Montjuich. Por su parte, tampoco había tenido suerte con sus contactos, en ambos casos se había encontrado con mala gente con sólidas coartadas. Volvíamos, por tanto, al punto de partida. Teníamos dos distintos tipos de sangre, un aro metálico y un trozo de goma, presumiblemente perteneciente a un pulpo, la casi seguridad de que la chica había sido trasladada, viva aún, en una furgoneta de carga o vehículo similar y poca cosa más. No era demasiado. Para acabarlo de arreglar, yo tenía la corazonada de que no tardaríamos en tener noticias del Tío Matías.
Llamé a la oficina. Billy Ray estaba de viaje, posiblemente uno de esos viajes cuyo resultado acostumbra a ser, en opinión de Billy Ray, la posibilidad de algún fabuloso negocio o el proyecto de convertirnos en una multinacional. No lo sé y no quiero pensar demasiado en ello.
Me asusta.
A Cariño la sacaron a pasear Rufino y su esposa, antes de salir me miró para asegurarse de que yo estaba de acuerdo en la novedad.
En cuanto me dejaron solo me dormí, ni siquiera oí que me devolviesen a mi perra. Lo hicieron, ya que cuando me desperté estaba a los pies de mi cama observándome con preocupación.