DOCE

García le había tomado gusto a despertarme cada mañana y se aplicaba en ello. De acuerdo, a las ocho de la mañana la mayoría de los tipos decentes de este mundo ya están trabajando, sin embargo yo jamás he afirmado ser un tipo decente, ni tengo el menor interés en que me cataloguen como tal. Además, a las ocho de la mañana acostumbro a gozar de un duermevela poblado de exitosos episodios eróticos que casi me convencen de que mi vida sexual merece la pena vivirse. De cualquier manera, aquel día hice un esfuerzo y descolgué el teléfono.

—Despierta, coño, que hace un día radiante.

La voz de García era tan suave como el regazo de una madre, y sus intenciones tan aviesas como los deseos de un cocodrilo. Miré por la ventana y vi un cielo de un azul espeso por el que bailoteaban unas nubes escuálidas, que se deshilachaban al ritmo que silbaba el viento.

—Hoy te vas a divertir, Humphrey, te he reservado la visita a uno de los tipos que nos indicó el Loro; los otros dos me los reservo yo, toma nota de la dirección.

Tomé nota de la dirección pensando que tenía las mismas posibilidades de divertirme que un náufrago en pleno océano Índico, aunque preferí no iniciar una discusión a una hora tan intempestiva de la madrugada. Les recuerdo que eran las ocho, la hora en la que se acuestan los tipos que han pasado una noche inolvidable.

—¿La tomaste?

—La tomé.

—Bueno, ¿y qué tal te sientes ahora que te vas desprendiendo de las legañas y reingresas al mundo de los vivos?

—Cojonudo, colega. Me siento como si me hubieses dado una buena noticia después de otra mala.

—Venga, cuéntamelo, ya veo que te has despertado gracioso. ¿Cuál es la buena y cuál la mala?

—La mala es que me siento como si me quedasen tres meses de vida y la buena es que durante este lapso de tiempo conservaré completa mi dentadura, así podré sonreír luminosamente mientras exhalo mi último suspiro.

—¿A qué hora te fuiste a dormir, hijo mío?

—¿Y a ti que leches te importa, mamá? —La verdad es que empezaba a sentirme confortablemente irritado, una manera de comenzar el día muy conveniente para según que tipo de actividades.

La mía, sin ir más lejos.

—Listo, Humphrey, ya te veo en forma para cumplir tu parte del trabajo. Te llamaré al mediodía para intercambiar información. ¿Te parece bien?

—Te lo ruego, García, haz algo por mí: suicídate.

—Besos, pichón.

Y colgó.

La dirección que me había dado García correspondía a la de un elemento de nombre Marcelino Atienza, aunque era más conocido como «el Suave». Mi futuro amigo se ubicaba en una calle de la que hasta las cucarachas hubiesen huido si en las inmediaciones fuera posible encontrar una alternativa mejor. La escalera que correspondía al número que llevaba anotado en un papel no conseguía mejorar las prestaciones de la calle. Nada sorprendente en cualquier caso. Unos grafitis, en el interior de la entrada, mostraban la agudeza mental de alguno de sus moradores: en uno de ellos se hacía referencia al vecino del tercero primera, relacionando de alguna manera las costumbres sexuales de su madre con el género canino; debajo, presumiblemente el vecino del tercero primera hacía pronósticos acerca de las escasas expectativas de longevidad del autor de la pintada.

El tipo que abrió la puerta del entresuelo primera despedía un aroma tan cautivador como un depósito de bolas de naftalina; sin embargo, vestía con una cierta elegancia. El tipo de elegancia que caracteriza al rufián en tránsito desde un buen negocio a la cárcel. Me miró con la misma curiosidad que el encargado de manejar la silla eléctrica a un cliente despistado. En la mano sostenía una revista pornográfica. De entrada, me pareció que el fulano se masturbaba más veces de lo que el más alucinado de los sexólogos consideraría habitual.

—¿Qué vendes, tío? —su voz mostraba el desencanto de quien acaba de perder la posibilidad de ensuciarse las manos con su propio semen.

—Parcelas en el cielo si no descubro quién se cargó a la gitanilla. Cortesía del Tío Matías y sus muchachos.

—Lárgate, capullo. —Con un movimiento elegante del tobillo hizo ademán de cerrarme la puerta en las narices. Se lo impedí poniendo el pie entre la hoja y el marco. Me dolió.

—Escúchame, estúpido, alguien le ha susurrado al oído del Tío que quien se cargó a su sobrina fuiste tú. El Tío se debe de estar haciendo viejo, porque antes de dar orden de que te rajen me ha enviado a mí para que le confirme si eso es cierto, así que no me pongas la tarea demasiado fácil, mira que soy muy perezoso.

El miedo asomó a sus ojos como un mal presagio.

—Pasa —dijo.

Se apartó, cediéndome el paso. El interior de la casa era un remedo de alguno de los malolientes, enrevesados callejones que poblaban la mente de aquel individuo. Una serie de grabados colgados de las paredes mostraban a mujeres que se contorsionaban haciendo el amor en diferentes posturas. El resto del piso se movía en la línea del desaseo más absoluto: latas de cerveza compartiendo espacio con ceniceros repletos de colillas y resto de comidas mordisqueadas. Junto a todo ello, algunas piezas de ropa se amontonaban en un tresillo de meritoria suciedad.

—Para empezar, ¿quién cojones eres tú y qué historia es esa de que yo me he cargado a alguien?

—Me llaman Humphrey, quizás hayas oído hablar de mí por ahí. La historia es que parece ser que tus costumbres sexuales van en la línea de lo que le hicieron a la chiquilla.

—No, tío, de acuerdo que en alguna ocasión, jugando con alguna tía, me he pasado un poco, hay zorras que lo están deseando y yo se lo doy. ¿Que luego se quejan? Es parte del juego, pero te aseguro que lo disfrutan.

Decidí largar un globo sonda y ver qué pasaba, la mención del Tío y sus chicos le había ablandado lo suficiente para probar. La gente cuando tiene miedo es capaz de creerse cosas que en condiciones normales pondría en duda.

—Por lo que yo sé, hay una que no se quejará nunca más.

—¿Y cómo demonios tú…? Oye, oye, aquello fue un accidente, la tía estaba fuera de control, nos pusimos todos hasta el alma de mierda. Yo ni siquiera fui el que más se ensañó. La tía no estaba en condiciones para jugar fuerte y los demás no estábamos en condiciones de darnos cuenta. Aquello es agua pasada, por esas no me vais a colgar a mí el muerto ahora, yo no tengo nada que ver con lo de la gitana esa de los cojones.

Realmente el fulano estaba asustado, se paseaba por la habitación como si no le hubiesen sacado a pasear en los tres últimos meses. Apreté un poco más.

—Querría ayudarte, no me gusta ver cómo queda la gente después de que los matones del Tío hayan acabado con él, pero la verdad es que no me estás ayudando mucho. ¿Tienes algún carnet donde figure tu tipo sanguíneo?

—¿Mi tipo sanguíneo? ¡Ah sí, claro! —Con movimientos precipitados descolgó una medalla que llevaba alrededor del cuello y me la tendió—. Por si tengo un accidente con la Kawasaki.

Me la metí en el bolsillo sin decir palabra, y le miré fijamente como si le estuviese leyendo el alma.

—No me mires así, colega, ya te he dicho que no sé nada de toda esta mierda de asunto, te lo juro por lo más sagrado que hay en mi vida.

—¿Y eso qué es?

El fulano dudó visiblemente, no estaba acostumbrado a pensar qué era lo más sagrado de su vida. Finalmente lo encontró.

—¿Pues qué va a ser, cojones? Seguir respirando.

—Vale, colega, vale. No me estás ayudando nada y yo tengo muchas cosas que hacer, te daré una oportunidad para que te ayudes tú mismo. Esfuérzate en contarme algo que me convenza de que necesito buscar por otro lado.

—Oye, ¿cómo era la zorra esa?, ¿era rubia, rubia natural?

—¿Cuántas gitanas rubias naturales has conocido?

—Ninguna, por eso. ¿No lo ves?

—¿Qué es lo que no veo?

—Bueno, yo es que…, yo nada más juego con las rubias naturales, es que si no…, bueno, ya sabes…

—No, no sé.

—Joder, hombre, si no son rubias naturales no se me levanta. Tienen que tener el pelo del coño, como mínimo, clarito, y si es lacio mucho mejor. Sí, el pelo claro y lacio es como más me gustan. —La mirada del loco se hizo soñadora, decidí enviarle de regreso a la dura realidad.

—Y cuando no se te levanta las destrozas, ¿no es eso? Y con la gitana se te fue la mano un poco, igual es que no estaba en condiciones para jugar fuerte.

—Que no, tío, que no es eso, si no son rubias no me motivan, ni las miro.

—¿Y yo por qué tendría que creerme esta bazofia?

—Mira, voy a buscar la dirección de un sitio donde me conocen perfectamente, voy siempre que tengo libras en cantidad. —Rebuscó apresuradamente entre un montón de papeles que tenía esparcidos sobre una mesilla baja, sin preocuparse demasiado de los que bajaban revoloteando hacia el suelo, hasta encontrar una tarjeta de color rojo que me tendió—: Pregunta aquí, ellas saben.

—Y en cuanto yo salga por esa puerta, te largas corriendo a esconderte.

—Puedes fiarte de mí, Humphrey, te juro por mi madre que no me muevo de aquí hasta que me des permiso.

—¿No sería rubia tu madre, verdad? Ponte cómodo si quieres, que te vienes conmigo.

—¿Adónde quieres llevarme? —La mirada del Suave adquirió un matiz de terror animal. El tipo ya se veía convertido en el invitado de honor de un encuentro de buena voluntad con los chicos del Tío Matías. En casos como aquel, hasta el engendro más lamentable puede llegar a ser peligroso, o sea que decidí tranquilizarle.

—Vamos a dar un paseo hasta Vía Layetana, te dejaré en la comisaría con un amigo para que te guarden en la nevera un par de días, no sea caso de que los chicos del Tío decidan rajarte para ir adelantando faena, ya sabes que son muy hacendosos. Además, más seguro que en la nevera no estarás en ningún sitio.

—Lo que digas, colega, pero deja que me arregle un poco.

Le seguí hasta el baño, antes de que cerrara la puerta comprobé que desde allí no podía escapar a ningún lugar. Al cabo de diez minutos salió, no se había afeitado pero se había metido una buena raya y parecía más conforme con el mundo.

Justo cuando abandonaba la comisaría, después de dejar a Marcelino Atienza al cuidado del sargento de guardia con una nota en la que le pedía al comisario Jareño que le interrogase acerca del asesinato de Soleá, el comisario entraba frotándose la nariz como si todo su interés fuese convertirla en una masa rojiza y tumefacta.

—Hombre, Jareño, veo que tienes perfectamente controlada tu alergia.

—Estoy con un ataque del quince, Humphrey. Además, en esta ocasión no consigo ni el consuelo de los estornudos, esta mañana me traen una cajita con rapé, al menos podré estornudar. ¿Qué haces por aquí?

—Te he dejado al Suave para que tus chicos lo interroguen.

—¿Y acerca de qué quieres que interroguemos a este capullo? —La nariz de Jareño acababa de verse sometida a una torsión tan espectacular que hasta yo lamenté no sentir deseos de estornudar.

—Apretadle fuerte a ver qué os cuenta sobre el asesinato de la chica gitana. ¿Vosotros tenéis algo nuevo?

—Tengo a dos inspectores trabajando con los datos que nos ha pasado el laboratorio, pero andamos bastante perdidos. ¿Tú crees que ese regalo que me has traído tiene algo que ver?

—Sospecho que no, aunque por otro lado ese aborto es muy capaz de hacerlo. Yo no he tenido suerte con él, así que os lo dejo para que le hagáis sudar un buen rato. No le soltéis hasta que yo acabe de comprobar esta pista. —Le tendí a Jareño la tarjeta que me había dado Marcelino Atienza.

La carcajada de mi amigo, estruendosa como una exhibición de salvas de artillería, se fue resonando por los pasillos de la comisaría.

La tarjeta, que hasta aquel momento no había mirado con detenimiento, era un dechado de poesía y sensibilidad:

EL PALACIO DEL DOLOR

Tu sufrimiento es nuestro placer.

El Ama Kalima, a través de tu sumisión física y psíquica, te conducirá a mundos de Locura de los que no querrás salir. Todas las disciplinas, hasta las más severas, te serán aplicadas por nuestro personal especializado.

Las esclavas, especialmente educadas por El Ama Kalima, te obedecerán.

¡VEN, AHORA!

¡TE LO ROGAMOS!

El Palacio del Dolor estaba situado en lo que en algún tiempo fuera un palacete residencial cerca de la montaña, y que ahora formaba parte de un barrio desilusionado tras comprobar que haber vencido a la vegetación que antaño le cubría no le había servido de gran cosa. La casa se distinguía de sus vecinas por un anacrónico farol de hierro forjado negro, encendido ya a plena luz del día con una bombilla de color rojo, y que sobresalía del dintel como una excrecencia.

Abrió la puerta una pelirroja aerodinámica que trinó un par de frases que no entendí en absoluto, aunque el sentido quedaba claro: si pagaba era bienvenido. En eso los palacios del dolor y los del placer presentan pocas diferencias.

Me hizo pasar a un saloncito tenuemente iluminado con una luz fluorescente que resaltaba una decoración nada sorprendente: Un látigo largo con empuñadura de cuero rojo, una mordaza de cuero negro y unas esposas de acero pavonado colgaban de la pared rodeando a un afiche en el que un pobre tipo, con cara de estar rogando abyectamente misericordia, se abrazaba a las robustas piernas de una enmascarada que le observaba con asco. El lugar olía ligeramente a algún desinfectante de tipo industrial, lo cual, dado el tipo de personal que frecuentaba el establecimiento, parecía lo más adecuado.

La luz fluorescente debía de causarle a la pelirroja algún raro efecto terapéutico, ya que cuando habló de nuevo pude entenderla sin mayores problemas.

—Te dejo, cariño, el ama Kalima está acabando de atender a un cliente, luego se encargará de ti. Si quieres verme de nuevo, reclámame, soy tu esclava Vicky.

Me entretuve echando un vistazo a un álbum de fotografías que reposaba sobre una mesa rinconera de laca negra. Cuando al cabo de diez minutos apareció el ama Kalima, yo todavía le daba vueltas al álbum, tratando de adivinar el ángulo de visión correcto para aquel maremágnum de piernas, brazos y miembros diversos.

Kalima era una rubia corpulenta de ojos de un color azul desvaído, que dotaban a su mirada de la calidez de los atunes recién pescados. Vestía minifalda y botas altas de cuero rojo, imaginé que sería para hacer juego con el mango del látigo, y una camiseta de un grupo rockero, al parecer, especializados en la práctica de la necrofagia entre concierto y concierto. La robustez de sus bíceps me hizo pensar en imaginativas sartas de bofetadas, sabiamente administradas para mayor goce y relajo de sus clientes. De sus labios colgaba un cigarrillo y cuando habló las palabras parecieron deslizarse a través de él hasta quedar flotando en el espacio que nos separaba.

—¿En qué podemos servirte? —Su voz sonaba tan sugestiva como el aullido de un coyote llamando al correcaminos.

—Me llaman Humphrey, quizás mi nombre te resulte familiar.

—¿Debería?

—No, no necesariamente, pensé que…, bueno, no importa.

—Ya, entonces repetiré la pregunta. ¿En qué podemos servirte?

Sonrió, supongo que para animarme. Su sonrisa mostraba tantos dientes como una hiena y era igual de esperanzadora. Me preocupó muy en serio que me mirase con el convencimiento de que lo que yo necesitaba para ser feliz era una buena tunda de palos.

—Necesito información de un cliente tuyo, se llama Marcelino Atienza, aunque quizás le conozcáis por su apodo, «el Suave». Él me dijo que aquí le conocéis a la perfección.

—¿Eres policía? —Kalima me miraba sin pestañear, sus ojos de pescado fijos en mí, casi parecía divertida.

—No, investigador privado.

—Lárgate, Humphrey investigador privado —la última palabra la dijo dándose la vuelta y con la mano en el tirador de la puerta, de forma que pareció que me estuviese hablando su culo.

—Bien, me rindo Kalima, no se puede discutir con una mujer con tanta personalidad como tú, así se lo contaré al Tío Matías.

—¿Quién has dicho? —El ama me enfrentaba de nuevo y me observaba tentativamente.

—Me has oído perfectamente, prenda. Si quieres hablamos, en caso contrario aceptaré tu invitación y me largaré.

—Hablaremos, Humphrey. —Con la mano me indicó un sofá que si en algún momento vivió tiempos mejores ya ni se acordaba—. ¿Qué quieres saber de Marcelino?

—Él me dijo que es cliente habitual tuyo.

—Cierto, es cliente mío.

—Cuéntame cosas de él, de su personalidad.

—Es un tarado hijo de puta.

—Supongo que eso aquí no debe de ser demasiado sorprendente.

—No, pero los hay más tarados que otros.

El Ama Kalima tenía, a todas luces, vocación de notaria de lo evidente. Y hablando de evidencias, parecía claro que por iniciativa propia no iba a proporcionarme la información que yo necesitaba, así que opté por hacer preguntas directas.

—¿Qué hace cuando viene aquí?

—Depende, normalmente pide una Ama falsa, alguien que le domine hasta que él se rebela, entonces toma el mando de las operaciones, la maltrata y a continuación la viola. En realidad necesito proporcionarle a la más sumisa de las esclavas, porque al tío se le va la mano en cuanto te descuidas; le gusta sangre, ojos hinchándose, lágrimas de verdad, esas cosas.

—¿Le crees capaz de matar?

Kalima fijó en sus botas una mirada distraída, luego suspiró.

—Sí, supongo que sí. Dime: ¿ha matado a alguien ese baboso?

—Eso es lo que estoy tratando de averiguar. ¿Leíste algo acerca del asesinato de la chica gitana, la que encontraron tirada entre las chumberas de Montjuich?

—Sí, lo leí. —La mirada muerta se paseó por mi cara durante unos segundos—. Olvídalo, Humphrey, no ha sido él.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—No era rubia natural, eso para Marcelino es condición indispensable.

—Eso es lo que me dijo él.

—No te engañó. Te voy a contar una historia para que se la cuentes a tus nietos cuando no tengan sueño. Un día se presentó aquí, traía en la mano un fajo de billetes tan grande como la catedral de Burgos, tenía ganas de marcha dura, quería una fiesta importante. En principio ninguna de las chicas quería arriesgarse, se le veía colocado de algo fuerte, y ya le conocemos cuando viene así. Finalmente llegamos a un acuerdo con Susana, ella es una de las esclavas más sumisas que tengo y acostumbra a andar siempre mal de dinero por culpa del caballo, así que el fajo de billetes la acabó de convencer. El trato era el siguiente: yo entraba en la primera fase de la fiesta, luego me marchaba, a mí no me gusta que me pongan la mano encima, las hostias prefiero darlas yo. Le prometí a Susana que en todo momento estaría al quite por si el asunto se complicaba.

»Nada más había un problema: pidió una rubia natural. Susana es rubia, pero no natural. Por aquellos días ella llevaba el pelo del pubis rasurado y pensamos que con lo salido que iba no sería capaz de descubrir que el color natural del pelo de la chica era oscuro.

»Comenzó la fiesta. Yo le paseaba por la habitación con un bramante fuertemente atado a los testículos, de cuando en cuando le obligaba a pararse y lamer las botas de Susana que estaba tendida en la cama, vestida únicamente con las braguitas. Luego, a petición suya, Susana comenzó a patearle la ropa e insultarle, mientras él se la meneaba con la mirada perdida. Tenía una erección de caballo a pesar de los tirones que yo le daba con el bramante.

»Al poco pidió que le dejase solo con Susana, entonces comenzó lo de siempre, él se rebeló y empezó a maltratar a Susana, le dio una soberana hostia y se le fue encima arrancándole las bragas para violarla mientras la castigaba. No me mires así, Humphrey. Cuatro mil euros dan para mucho castigo. Como te decía, le arrancó las bragas y le dio la vuelta para montarla.

—¿Qué pasó?

—Se hundió. Le tuvimos que recoger del rincón donde se había refugiado, sollozaba mientras se acunaba él mismo, los brazos rodeando sus propios hombros. Tenía la polla del tamaño de una bellota e iba soltando incoherencias, lo único que se le entendía, y lo iba repitiendo sin cesar, era: «No es rubia, no es rubia». Le sacamos prácticamente a rastras, no opuso la menor resistencia, solo lloraba y gemía su letanía: «No es rubia, no es rubia». Le acostamos, se levantó al cabo de dos horas y se largó, volvió al cabo de dos días y llegamos a un acuerdo por el dinero. Conozco a esa clase de tarados, vivo de ellos, les conozco bien. Él no ha podido hacer lo que le hicieron a aquella pobre criatura, no porque le falte maldad para ello, sino porque es incapaz de acercarse a una mujer que no sea rubia.

—Parece imposible.

—¿Imposible? Humphrey, tú has aprendido a follar por correspondencia, ¿verdad?

—Debe de ser eso, Kalima. ¿Se te ocurre alguna cosa más que me puedas contar?

—Nada que te pueda servir. ¿De verdad no quieres una sesión conmigo? Nada fuerte para empezar. Cortesía de la casa.

—Solo con guantes reglamentarios y en terreno neutral, mi amor.

—¿Prefieres que llame a Vicky? Tiene las encías delicadas y sangra fácilmente, aparte de gemir en susurros de una manera que te pondrá más cachondo de lo que has estado en toda tu vida.

Supongo que mi cara de temor fue lo que provocó la carcajada del Ama Kalima. Me largué de aquel antro corriendo como un evadido de una prisión de alta seguridad, antes de volverme loco del todo.