ONCE

Después de despedirme de García, quien se encargaría de investigar las fichas de los tres tipos que según el Loro serían capaces de cometer las barbaridades que sufrió Soleá, decidí coger un taxi y pasarme por «La Joia de Viure» y ver la hora que marcaban los restos de mi destrozado reloj.

La carrera importaba diecinueve euros. Le dije al taxista, un tipo malcarado que se había pasado todo el trayecto maldiciendo al resto de conductores y a cualquier evento que se produjese a menos de un par de kilómetros de distancia de su taxi, que se podía quedar con el resto del billete de veinte euros que le alargaba. Me miró mal y comenzó a rezar una letanía por lo bajo. Le comenté amablemente que si lo prefería le podía cambiar el euro que sobraba por las obras completas de Karl Marx encuadernadas en piel.

Se quedó con el euro.

En el pequeño chalet ya no estaba aparcado el coche de mi colega Santiago Antones. No me costó encontrar los restos de mi reloj destrozado. Marcaba las ocho y cinco minutos de la tarde. El clásico polvo de media tarde entre personas respetables que deben estar a las nueve de la noche en su casa, cenando. Aunque siendo Santiago Antones una de las partes de aquel episodio, la respetabilidad quedaba en entredicho.

Mis jugos gástricos me recordaron las horas transcurridas desde la última vez que había ingerido algo sólido. Deposité los restos del reloj en la primera papelera que encontré, murmurando una sentida plegaria como agradecimiento a sus servicios. No tenía tiempo para funerales, por merecidos que fuesen.

Tomé un bocata de lomo con sabor a cinturón de cuero sudado en una cafetería cercana, luego me dirigí sin prisa hacia la oficina. Tenía la intención de hacer un par de llamadas telefónicas y hablar un rato con Billy Ray. El muchacho se siente dolido si de vez en cuando no me intereso por la marcha del negocio y los planes de futuro que permanentemente está preparando.

Nuestra oficina presentaba el aspecto de provisionalidad habitual de los negocios que no están convencidos de su propia justificación, o sea, que me sentí perfectamente integrado. Ningún problema por este lado.

Mercedes, armada con una camisa a la que el fabricante había olvidado coserle algún que otro botón, se afanaba con el sello de goma de nuestra firma ante un mensajero al que la baba le llegaba hasta la rodilla. Mientras le sellaba unos albaranes, la concentración le hacía fruncir el ceño delicadamente.

—Ya está —dijo triunfante al tenderle los albaranes debidamente sellados.

El pobre tipo trató de cazar los albaranes sin demasiado éxito mientras le dirigía a las tetas de Mercedes su más esperanzada sonrisa de lactante. Al tercer intento, y muy a su pesar, encontró los albaranes y se largó suspirando desconsoladamente.

—Hola, Mercedes. ¿Anda por ahí mi socio?

—Buenas tardes, Sr. Humphrey. —La sonrisa de Mercedes lucía tan discreta como un rótulo de neón en la puerta de un convento—. El Sr. Billy Ray me ha avisado que llegaría alrededor de las seis, tenía una cita.

—Bien, avísame cuando llegue, voy a hacer un par de llamadas.

Localicé el número de teléfono de la Agencia Pallarés en una factura antigua. Al tercer timbrazo contestó una educada señorita, a la que le rogué me pasase con la sección de Contabilidad. Tras un corto lapso de tiempo en que me acompañó una lamentable versión, tipo caja de música, de Para Elisa, otra educada voz se puso a mi disposición después de informarme que era la señorita «Fina, de Contabilidad».

—Buenas tardes, Fina, soy Basilio, del despacho del señor Pérez, abogado. Me informan de que hemos recibido una notificación vuestra según la cual se ha producido un impagado correspondiente al recibo del mes anterior. Te agradecería que me proporciones más detalles, ya que a mí no me consta que hayamos dejado de atender ningún pago.

—Permíteme un momento, voy a comprobarlo por pantalla, aunque en principio…

Transcurrieron tres o cuatro minutos antes de que la voz de la señorita Fina se deslizase a través del auricular.

—Es extraño, no solo no me consta impagado alguno sino que acabo de consultar la base de datos y no hay constancia de que en algún momento os hayamos tenido como clientes. Antes ya me ha extrañado, pero de cualquier forma he preferido comprobarlo. ¿Estás seguro de que somos nosotros los que os hacemos la reclamación? Yo diría que no es posible.

—Bueno, la nota me la ha pasado mi secretaria. Yo también me he sorprendido, es posible que se haya producido alguna confusión. Si me permites voy a comprobar con ella la nota que me ha pasado, ya te volveré a llamar. ¡Ah!, y gracias por tu amabilidad.

Colgué. La siguiente llamada me puso en contacto con mi amigo Mediahostia, a través del auricular pude oír con toda claridad el respingo que soltó su secretaria cuando le di mi nombre.

—Buenas tardes, Humphrey. ¿A qué se debe el imprevisto regalo que me hacen los dioses al permitirme oír de nuevo tu voz?

—Más que a los dioses, deberías agradecérselo a tu amigo Pérez.

—¿Qué pasa con Sebastián? —La voz de Enrique Vallés se hizo dos octavas más triste con la simple mención de Sebastián Pérez.

—Nada por el momento, pero tengo la impresión de que alguien me está tomando el pelo. No es que por ese motivo vaya a perder la escasa confianza que tenía en el género humano, pero en esos casos me gusta saber el motivo, especialmente si mi salud está en juego.

Me contestó el silencio.

—¿No me dices nada, Enrique?

—No, de momento prefiero que sigas hablando tú. No entiendo eso de que tu salud pueda estar en peligro.

—Bien, si lo prefieres seguiré hablando yo. ¿Te gustan las rubias espectaculares de mediana edad, forradas de pasta y aires de actriz de Hollywood?

—Como a todo el mundo, Humphrey.

—Claro, como a todo el mundo. Algunos hasta se casan con ellas. Tu amigo Sebastián Pérez, por ejemplo. Tú sabías que a quien tenía que seguir era a su mujer, nada parecido a las sospechas de un cliente acerca de las infidelidades de su esposa.

—Me sorprende tu sagacidad, mi querido amigo…

—Déjate de leches, Enrique. ¿Por qué cojones me contaste esta historia acerca de sustituir a un colega?

—Sebastián me dijo que le avergonzaba mucho reconocer que sospechaba de su esposa. Urdió la historia que te contamos, en principio no me pareció ni bien ni mal, en todo caso pensé que era innecesaria. Confié en sus palabras, de hecho sigo confiando, Sebastián es un tipo curioso, excesivamente introvertido, en ocasiones da la impresión de ser tan vulnerable que cualquier cosa puede sumirle en un estado depresivo.

—¿A qué se dedica tu amigo?

—Ya lo viste, Humphrey. Es abogado.

—¿Y acerca de qué «aboga» el muchacho?

—Cuestión de negocios, asesora a grandes corporaciones, la verdad es que con exactitud no lo sé, ya te he dicho que es extraordinariamente introvertido.

—¿Sospechas que pueda dedicarse a algo ilegal?

—No, bueno… no sé, claro que… En alguna ocasión me he preguntado cómo demonios ha conseguido la bonanza económica de la que parece disfrutar, aunque siempre lo he achacado a una combinación de buen hacer y suerte. Cuando estudiábamos juntos, Sebastián no se distinguía precisamente por sus posibilidades económicas ni por su posición social, la actual la ha conseguido en una escalada meteórica. De cualquier forma, Humphrey, lo que más me preocupa es lo que has dicho acerca del peligro que corre tu salud. ¿A qué te referías?

—Por lo visto, tu amigo nos mintió a los dos. Mi teoría es que su detective habitual no está temporalmente fuera de circulación. El problema reside en que su detective habitual, además de cumplir con los encargos de tu amigo, se beneficia a su esposa. Y hay un problema adicional, el tipo en cuestión es un injerto de detective matón con delincuente de la peor especie, por lo que solo le contrata la gente que necesita servicios del género que no figura en la minuta habitual. Te estoy hablando de un fulano peligroso, no me gustaría tener que discutir con él a causa del trabajito en que me habéis metido tu amigo y tú. Y al paso que vamos, no creo que eso tarde demasiado en suceder.

—Humphrey, te aseguro que no tenía la menor idea de lo que me estás contando. Yo hablaré con Sebastián, te desligaré de cualquier compromiso. Y te aseguro que deberá darme una explicación acerca de todo el asunto.

En aquel momento yo debí encomendarme a los buenos servicios de Enrique Vallés para que me desligase de aquel enredo, y acordarme de los consejos de mi buena madre acerca de evitar las riñas, las malas compañías, el tabaco, el juego, el alcohol, las mujeres de costumbres licenciosas, los pleitos con Hacienda y todo aquello que me pudiese apartar del buen y recto camino. No me olvido nunca de evocar sus deseos en cada ocasión en que estoy a punto de meterme en un lío; luego me digo a mí mismo, o contesto a alguien, alguna tontería parecida a la que le dije entonces a mi amigo.

—No te preocupes, Enrique, pensándolo bien este fulano y yo tenemos un par de asuntos pendientes, y este es un momento tan bueno como otro cualquiera para pasar cuentas. Agradezco tu ofrecimiento. Y no sufras, sé cuidarme perfectamente. ¡Ah!, no le digas nada a Pérez acerca de nuestra conversación, ahora soy yo quien no quiere a nadie prevenido.

Colgué convencido de que yo había nacido para héroe, casi llamé a Mercedes y le di permiso para sentarse en mis rodillas mientras le contaba lo valiente y sagaz que era su jefe. Lo evitó la entrada de Billy Ray.

Jumfin, carallo, tienes un look de puta madre, lo tuyo son los asesinatos, lo mío make money, brother, la sociedad perfecta, let me explain el último business que tu socio tiene preparado para convertir a nuestra empresa en una de las principales de Europa, luego no descarto to open a couple of branches en New York y Boston o Los Ángeles, algo modesto en principio.

El capullo de mi socio se pasó tres cuartos de hora castigando a mis agobiadas neuronas con el desarrollo del nuevo business plan, «busnes plin», según su pronunciación orensana. Terminó presentándome los resultados del último trimestre. Habíamos aumentado la facturación un treinta por ciento y los beneficios un cuarenta por ciento respecto al mismo trimestre del año anterior. Me estaba convirtiendo en un tipo acomodado, hasta podía comprarme un nuevo coche y aparcar a mi viejo compañero en alguna residencia para coches arterioescleróticos. Y todo gracias a Billy Ray Cunqueiro.

Hay que joderse, compañeros, pero así es la vida.

El despacho de Sebastián Pérez a las seis de la tarde presentaba el mismo aspecto tranquilo que en la primera ocasión que lo visité, lo que me hizo pensar que el número de clientes que manejaba mi empleador no debía de ser muy elevado, o sea, que pocos pero generosos. Entré silbando la canción que allá por los años sesenta se convirtió en himno de las comunidades hippies de todo el mundo, se llamaba Be Sure To Wear Some Flowers In Your Hair. Me encanta hacer reír como adolescentes a las mujeres maduras, es señal segura de bajada de defensas. Lástima que me resulte un espectáculo tan poco frecuente.

En esta ocasión tampoco funcionó. El gremio de secretarias parecía haber emitido algún tipo de circular advirtiendo acerca de los peligros de sonreír a los detectives astrosos que circulasen por los alrededores de su puesto de trabajo.

—No recuerdo que el Sr. Pérez le esté esperando, Sr. Humphrey, aunque quizás esté en un error. —La voz de la secretaria del señor Pérez tenía un tono entre burlón y admonitorio que me gustó; en realidad yo esperaba una mueca de desprecio o un alarido de pánico incontrolado.

—Yo confiaba que me esperase usted, pero si no es así, y ya que estoy aquí, aprovecharé para hablar un momento con su jefe.

Me miró como si acabase de matar a tiros a su intimidad, luego se levantó y se dirigió hacia el despacho de Sebastián Pérez. Me pareció que sus caderas tenían más ritmo que en mi primera visita. Tardó un par de minutos en regresar.

—El Sr. Pérez le ruega que le conceda unos minutos, luego le recibirá. Si lo desea, puede tomar asiento.

Me dio la espalda y se inclinó hacia unos archivadores. El severo vestido de punto gris se ciñó a un culo que se negaba a admitir el paso del tiempo.

Le agradecí el gesto.

Opté por una aproximación algo más convencional y humilde. Aquella mujer despedía algún tipo de radiación que sintonizaba con mis carencias afectivas, y en estos casos el esfuerzo merece la pena. Otra cuestión es que acompañe el éxito.

—Temo que, a pesar de no ser mi intención, he iniciado la conversación diciendo una tontería y el resto no ha experimentado una mejoría sensible. ¿Cree que hay alguna posibilidad de que podamos mejorar este comienzo?

Se incorporó y giró para enfrentarme. Inspiró profunda y lentamente de manera que no quedase duda de lo que me estaba perdiendo. Me observó durante unos instantes, tenía unos ojos verdes que me miraban con una expresión remotamente emparentada con el reconocimiento de un ser humano por otro ser humano.

—Señor Humphrey, todas las tarjetas de los visitantes del Sr. Pérez llegan a mis manos, por tanto tengo su teléfono. No le quepa la menor duda que, si en alguna ocasión, el pozo de soledad que es mi vida se hace tan insoportable que usted pueda serme de algún consuelo, le llamaré. Mientras tanto, deje de hacerse el chico malo y permítame seguir con mi trabajo. Lo hará, ¿verdad?

Mi deseo hacia aquella mujer y su deseo hacia mí jugaban en equipos distintos, la diferencia era que ella no se paraba a filosofar acerca del asunto, simplemente me rehuía.

En aquel momento, el teléfono de su mesa sonó con un zumbido suave. Descolgó, asintió un par de veces y colgó.

—Sígame, por favor, el Sr. Pérez le recibirá ahora.

Me prendí del balanceo de sus caderas a lo largo del pasillo adornado con las efigies de los tipos muertos hacía un montón de años. Decidí hacer el último intento, aunque solo fuese por decir la última palabra.

—Estos señores tan serios, ¿son parientes suyos?

Con la mano en el tirador del despacho del jefe, giró el cuerpo de forma que yo pudiese comprobar que bajo el severo vestido gris no todo mantenía el mismo grado de seriedad, sonrió como si fuese a decir alguna travesura, luego lo pensó mejor y, en silencio, abrió la puerta y se apartó para que pasara.

Suspiré aliviado.

¡Qué poco es necesario para que un tipo solitario se llene de esperanzas!

Entré en el despacho aspirando el aroma de su cuerpo.

Olía a lejanía.

Sebastián Pérez se levantó con la mano extendida, como si intentase hacerme entender que a partir de aquel momento su mano era mía. En la mesa, el vacío de una fotografía familiar se hacía tan evidente como en mi anterior visita.

—Bienvenido, Humphrey, no le esperaba tan pronto. ¿Tiene ya alguna información para ofrecerme?

—Nada que usted no sepa ya, Sr. Pérez, el problema es que hay algunas cosas que yo no sé y creo que usted sí las sabe. Por ejemplo: ¿por qué me está engañando?

Normalmente yo no soy tan duro, necesitaba saber hasta qué punto lo era el Sr. Pérez y mis cartas eran mejores que las suyas, lo mirase desde donde lo mirase.

El rostro del abogado pasó en pocos instantes de una expresión de forzada ira a otra de ofendida dignidad, para acabar con una más convincente de dolorosa aceptación.

—Mire, Humphrey, esto resulta muy incómodo para mí, la verdad es que ni siquiera sé cómo debo comenzar para contárselo.

—¿Qué le parece algo por el estilo?: creo que mi mujer me es infiel.

—No, no, no es eso. —El amigo Pérez parecía haberse quitado un peso de encima, hasta daba la impresión de empezar a divertirse—. Pepa no es de esa clase de mujeres, el sexo para ella no es importante, algo que, no crea, en ocasiones lamento. Lo que sucede es más… más prosaico, si me permite la expresión.

Le podía haber dicho en aquel mismo momento que por mucho que le permitiese la expresión, su mujer sí que le estaba poniendo los cuernos y que su falta de interés por el sexo sería con él, ya que, a juzgar por los suspiros que yo había escuchado en el pequeño chalet de Horta, el sexo con el rufián de Antones sí que le interesaba. Y que en realidad aquello ya era bastante prosaico. En lugar de eso dije:

—¿Más sucio quiere decir?

—No sé, verá, lo que sucede es que he comprobado que mi esposa ha estado retirando algunas cantidades de dinero de la cuenta común, nada excesivamente importante, pero…

—¿Cuánto?

—Tres mil euros…, tres mil euros la primera vez, en total cuarenta y dos mil euros. —De nuevo la cara del abogado presentaba una expresión que hacía pensar en una fuerte lucha interior. La última frase, la dijo mirando a través de una inexistente ventana que daba directamente al callejón donde el Sr. Pérez amontonaba sus peores pesadillas.

—Y ese dinero, ¿su esposa no lo habrá tomado para liquidar alguna factura pendiente por los servicios de la Agencia Pallarés?

—¿Cómo dice? ¡Ah!, ya entiendo, ha estado haciendo averiguaciones. Bien, no importa, eso no tiene nada que ver; resulta, simplemente, que no tengo ningún interés en mezclar a mi investigador habitual en asuntos de familia, esta persona no tiene por qué estar al corriente de determinados asuntos que no atañen a su trabajo.

—¿Y puedo saber quién es su investigador habitual?

—No veo qué interés pueda tener para usted este dato. No creo que le conozca, no es un elemento local, se trata de una agencia internacional, es la mejor solución para el tipo de trabajo que tiene que desarrollar, ya que parte de él se desarrolla fuera de nuestro país. Permítame que cambie de tema y vayamos a algo importante. ¿Ha podido usted empezar la investigación?, ¿tiene algún dato que comentarme?

Pérez seguía mintiendo. Momentos antes, refiriéndose a su investigador, había dicho que «esta persona no tiene por qué estar al corriente de determinados asuntos que no atañen a su trabajo»; sin embargo, a continuación, dijo alto y claro que su investigador era una agencia internacional, no una persona. Claro que las agencias, por muy internacionales que sean, están compuestas por personas, pero la forma de expresarse de Pérez: «esa persona», implicaba una entidad individual perfectamente diferenciada. En cierta ocasión Mediahostia me había contado que Wittgenstein, el último gran filósofo, había tratado de demostrar que a través de la gramática y las palabras se podía comprender mejor el mundo. O algo parecido.

Quizás aquel era un buen momento para comentar las teorías de Wittgenstein con el señor Pérez, parecía un tipo culto.

Preferí no hacerlo, era posible que yo me estuviese haciendo un lío monumental, no he acabado nunca de ligar la filosofía con los cuernos de mis clientes, aunque con seguridad a los filósofos también se les puede poner los cuernos. La cuestión es que el hijo de puta de Pérez me la estaba colando de nuevo. Y además doblada, como diría García, quien con toda seguridad no tiene idea de quién fue el fulano ese de la teoría de la gramática y la filosofía, pero de mentirosos y cornudos sabe un par de mundos.

—No, Sr. Pérez, de momento no tengo ninguna novedad, de hecho me estoy situando en el caso, lo hago siempre así, me ayuda a entender mejor el comportamiento de la gente. No quiero molestarle más. Ya le tendré informado.

El Sr. Pérez me tendió la mano con menos entusiasmo que al llegar, señal clara de que esperaba que se la devolviese. Me despidió preguntando si consideraba suficiente para comenzar la investigación el dinero que me había pasado Adela el día anterior.

Una muestra de clase, hay que reconocerlo.

Adela estaba tan concentrada en la pantalla del ordenador que tardó un par de eternidades en aceptar que yo estaba parado ante su mesa. Cuando lo hizo casi parecía sorprendida de que yo me hubiese materializado allí.

¡Oh cielos, es corpóreo!

—¿Sí, señor Humphrey? —dijo imitando a Blancanieves.

—¿No le importa que esta noche no duerma pensando en usted?

—Cómprese un perro, Humphrey, le hará mucho bien, usted tiene un problema de soledad.

—Ya tengo perro, se llama Cariño, es una perrita encantadora. Venga a conocerla, le gustará a usted.

—Como le dije antes, el día que no pueda soportar estar sin usted le llamaré, ahora deje que acabe este informe.

—Dígame solo una cosa, Adela: si en el mundo no existiesen más hombres que Santiago Antones y yo, ¿quién preferiría que le hiciese compañía?

—Preferiría no encontrarme nunca en esta tesitura, pero si llegase el caso usted sería mi príncipe azul. No le quepa la más mínima duda —las últimas palabras las dijo poniendo cara de creer que las niñas que comen galletas sin el permiso de mamá van directas al infierno.

¡Bingo!, ya tenía la seguridad de quién era el detective habitual de la casa, si es que me quedaba un resto de duda. En otro sentido, ya sabía que el día que quisiese ligarme a Adela lo único que debía hacer era cargarme a toda la población mundial masculina excepto a Santiago Antones.

Eso o tomar clases de salsa, dicen que no falla.

Yo no sé qué opinaran ustedes, pero yo creo que mi relación con Adela iba mejorando a ojos vista.

De acuerdo, de acuerdo, no es necesario que me den su opinión.

Cariño me esperaba moviendo el rabo. Salimos a husmear toda la gama de suculentos olores que impregnan las esquinas del barrio durante cerca de una hora. A nuestro regreso, Amadeo, el ex Tigre del Paralel, nos esperaba en el portal haciendo fintas y lanzándole golpes a su sombra reflejada en la pared. Este comportamiento en Amadeo significa que algo le preocupa, o bien siente una nostalgia irreprimible del ambiente caldeado del cuadrilátero y los gritos de aliento de sus seguidores, lo cual en el fondo no deja de ser una variante de lo primero. La expresión de profunda concentración de Amadeo, y la saña con que aplicaba el gancho de izquierda dirigido a una mancha de humedad que dibuja una difusa semejanza con un camello, me hizo pensar que aquel no era el día más apropiado para llevarle la contraria al exboxeador.

—¿Cómo va esa puntuación, Amadeo?

—Voy perdiendo por K. O., Humphrey, y este combate ya no hay quien lo levante. Han encontrado muerto a Blecua, «el Legionario», la aguja todavía le colgaba del brazo. Dicen que se ha pasado con la dosis, pero a mí me suena a cosa hecha, ya sabes cómo quedó el pobre chaval cuando murió su mujer. A mí me dijo: eso lo supero yo en un par de meses. Ayer hizo dos meses que enterramos a la Ramona.

El Legionario era una de las referencias del barrio, uno de esos tipos que parece que desde siempre haya estado allí, y al que un buen día alguien le construyó el barrio alrededor. Era uno de los principales, y actualmente escasos seguidores, que le quedaban a Amadeo; juntos recordaban los días de gloria del excampeón, repasaban el desarrollo de cada uno de los combates y se lamentaban juntos del nefasto combate en que «el Murciano» le impidió a Amadeo conseguir el campeonato de España, y con ello la posibilidad de disputar el título europeo de la categoría.

Blecua era un tipo singular, de los que pasan por la vida dando la imagen de perdedor a ultranza, pero que dentro de su círculo social consiguen un grado de representatividad superior a la importancia que en realidad tienen para el mundo. Su singularidad consistía en ser el paradigma del fracaso, su vida tenía todo el aspecto de una cama deshecha, y sin embargo él sonreía como si el sol hubiese salido solo para su consumo personal. Si uno tenía un mal día, aquel tipo le hacía sentir una envidia punzante, y deseos de pegarle, gritándole que se diese cuenta de una puta vez que no tenía ningún motivo para ser feliz, que ni siquiera tenía el derecho a intentarlo.

En mi vida también marcó un hito: siendo yo muy niño fue la primera persona a la que oí admitir que consumía droga; lo hizo en un tiempo en que la droga era un pecado ajeno, un vicio que solo se permitían en países extraños, una actividad inusitada con la que había que ir al cine para contactar. Le oí hablar, boquiabierto, de los efectos que producían los petardos de grifa que consumían los legionarios en el entonces lejanísimo Marruecos, afirmaba que al volver a Barcelona lo había dejado. Y era cierto, lo dejó para agarrarse a la heroína.

Corren innumerables anécdotas que permiten aproximarse al carácter de Blecua, a su forma de entender la vida y de conformarse con el tipo de existencia que el Destino, en un día de mala leche, le había adjudicado. A partir de ese día, el Destino y él nunca habían acabado de entenderse, mantenían pequeñas discusiones que, sin embargo, acababan en venganza. Y siempre es el más fuerte el que se venga, así iba corriendo la suerte de Blecua.

En mi memoria siempre ha permanecido una de las más banales, pero que sin embargo, en mi opinión, refleja de forma fiel al mejor Blecua. El fulano era feo, bueno en realidad era feo de cojones, para expresarlo tal como él lo hubiese hecho: alto, desgarbado, tenía una cara alargada y triste de extremada delgadez, la textura de su piel recordaba al producto residual de los afanes de un taxidermista, los ojos colgaban lacrimosos hacia unas mejillas casi inexistentes que a duras penas soportaban una más que respetable nariz ganchuda, los labios estaban permanentemente curvados en una mueca sardónica que conformaba una sonrisa de obrero de la construcción, pues parecía que le hubiesen machacado los dientes con un ladrillo.

En cierta ocasión, estaba en el bar tomando cervezas con los habituales y alguien le dijo que era la persona más fea del barrio. Él le respondió que no era cierto, el otro insistió una y otra vez. Finalmente, el Legionario le propuso una apuesta: se comprometía a presentarse al día siguiente con una persona residente en el barrio más fea que él; si la asamblea de contertulios estaba de acuerdo en que le superaba en fealdad, el ofensor debía comprometerse a pagar la consumición de la parroquia durante una semana; en caso contrario, sería él quien se haría cargo del gasto. Al día siguiente Blecua se presentó en el bar con una mujer que le superaba largamente en fealdad, la presentó como su esposa reciente y ganó la apuesta por aclamación universal; luego anunció que, a partir de aquel momento, Ramona les acompañaría en la tertulia siempre que pudiese, y que si a alguien se le ocurría faltarle el respeto a su esposa se vería obligado a enseñarle un par de los trucos que le enseñaron los suboficiales en la Legión. A mí me han asegurado que nunca, nadie, tuvo el mal gusto de obligarle a cumplir su palabra. Además, parece ser que Ramona era tan divertida como fea. Ahora Blecua nos había dejado y Amadeo lo lamentaba de la mejor manera que sabía mostrar sus sentimientos: a golpes.

Dejé a Amadeo largándole una serie perfectamente sincronizada de derecha izquierda dirigida a la joroba del camello, mientras iba murmurando:

—Hostia, qué mierda, Blecua, hostia, qué mierda, colega.

No tuve el coraje de abrazar a Amadeo para consolarle, las neuronas del chaval están lo suficientemente alteradas para que en ocasiones de alta emocionalidad pueda confundir el motivo de su ira. Y como ya he comentado en ocasiones anteriores, Amadeo conserva mucho mejor el gancho de izquierda que el entendimiento.

Mientras subía los escalones precedido de Cariño, sentía un regusto amargo en la boca. Tenía la sensación de que acababa de liquidar una de las pocas cosas buenas que quedaban en mi vida. Yo no le había diseñado la vida al pobre tipo, pero en estos casos siempre me queda la absurda sensación de que hubiese podido hacer algo más. El problema principal es que nunca se me ocurre en qué consiste ese algo más. Una sensación francamente incómoda, que solo resulta soportable porque tiene una duración limitada.