DIEZ

El rayo de luz solar que alguien había olvidado apagar estaba consiguiendo abrir una grieta en mi sueño, los ladridos de Cariño me acabaron de despertar. La encontré parada ante la puerta, moviendo la cola con entusiasmo sin por ello dejar de ladrar. Quien subía la escalera venía a vernos y era amigo.

Quince segundos más tarde, el Sargento García me contemplaba con cara de no estar convencido de hallarse en presencia de un ser totalmente humano.

—¿Qué coño haces durmiendo a las once de la mañana?

Antes de contestar, eché un vistazo por la ventana. El aspecto de la ciudad, incluso en un barrio como el mío, mejora sensiblemente tras un buen polvo. Compruébenlo. Ni siquiera es necesario que se trasladen a mi barrio, cualquiera sirve.

—No estoy dormido, solo que he tenido una noche muy dura. —Al menos en esto último no le mentía al Sargento, la noche había sido realmente dura.

—Vengo de desayunar con el comisario Jareño, te manda recuerdos. Tengo los resultados de las pruebas de laboratorio de lo que encontramos entre las chumberas de la Ronda del Litoral.

Yo debía de componer la expresión de un demente senil ante un tratado de física cuántica. Mi volátil atención estaba prendida del rumor incivil de unas hormigoneras que en la calle iban digiriendo su desayuno de piedra y agua. El Sargento se dirigió al baño, y a los pocos instantes oí el agua de la ducha repiqueteando contra la cerámica.

—Ven, nene, que mamá te ha preparado la ducha. Y si dentro de diez minutos aún sigues ahí dentro, comportándote como un memo babeante, te acabo de despertar con una tunda de leches.

Me dirigí hacia la ducha observando rencorosamente la sonrisa torcida de García. El muy cabrón había puesto el agua fría a su máxima presión. Transcurridos siete segundos debajo del agua ya era capaz de odiar al mundo con todas mis fuerzas, al minuto y medio añoraba los susurros de Maruchi resbalando por mi cuerpo, a los cinco minutos, mientras me secaba con una toalla aún húmeda, con reminiscencias del olor de Maruchi, ya estaba resignado a la idea de que el mundo era más fuerte que yo.

Rendición incondicional un día más.

—Buenos días, García.

—¡Hostia tú! Si el bicho habla casi como una persona.

—Voy a intentarlo de nuevo: buenos días, García.

—Buenos días, Humphrey. ¿Cómo estás?

—Estaba mejor hace unas pocas horas, pero qué le vamos a hacer, así es la vida. ¿Qué me cuentas?

—Las cosas que encontramos en las chumberas. ¡Bingo! La sangre que había en el trozo de goma, que por cierto pertenece a un pulpo tal como te adelanté, es de la chica. Sin embargo, la sangre del aro metálico, el del llavero, es de otra persona.

—¿Del asesino?

—Probablemente, parece tan reciente como la de la chica, pero no se puede asegurar. No obstante, es importante tener esta muestra, ahora es posible compararla con la de cualquier sospechoso.

—Cualquier sospechoso que encontremos…

—Le encontraremos, Humphrey, le encontraremos. Siempre es así, primero te mueves en la oscuridad más absoluta, luego cualquier cosa te marca un camino y sigues un rayo de luz que no sabes adónde te llevará. En ocasiones a ningún sitio, pero si trabajas con paciencia muchas veces encuentras el rayo de luz correcto y así vas avanzando. No hay otra manera, amigo.

—¿Y qué se sabe de la investigación en el apartamento de Alain?

—Nada muy esperanzador. Los de informática han estado consultando la base de datos de todo el país buscando casos que presenten coincidencias en el modo de actuar, en la personalidad del muerto, en el tipo de arma empleada, cualquier cosa que pueda relacionar este caso con otro ocurrido en los últimos años en cualquier lugar de España, especialmente en Cataluña, más especialmente en la provincia de Barcelona.

—¿Y?

—Y nada, de momento. Los casos que puedan presentar alguna similitud de forma son crímenes pasionales, la mayoría de ellos entre homosexuales. Y este no parece el caso. ¡Ah, por cierto!, según el forense a la chica, una vez muerta, no la metieron en un maletero, es casi seguro que la llevaron hasta las chumberas tumbada. O sea, que podemos descartar a un turismo como medio de transporte. Recuerda mi hipótesis de que el pulpo pertenece a un vehículo más o menos industrial y de un tamaño respetable.

—¿En el apartamento de Alain había huellas?

—Sí, claro, huellas. Todo un muestrario, pero de nadie conocido aparte del mismo Alain y de ti, a quien de momento Jareño prefiere no incluir dentro de la lista de sospechosos. Yo ya le he advertido que está dejando pasar una magnífica oportunidad para trincarte de una vez por todas, pero…

—Muy ingenioso, eres como el buen vino, con el tiempo…

—Con el tiempo me agrio y me apetece más putear a los gilipollas. Cuéntame qué has hecho tú.

—Estuve conversando con Iris, la chavala okupa. Conocí a un par de amigos suyos, el uno demasiado vago para soportar el peso de un cuchillo en el bolsillo, el otro, si tuviese que asesinar a alguien, se le sentaría encima hasta que dejase de respirar. No les veo degollando al personal. Iris me prometió que me avisaría si veía algo fuera de lo normal en la vida de la casa okupada. De momento, la única novedad es que los que manejan el cotarro están buscando al sustituto de Alain, alguien que sirve de puente entre ellos y la comunidad, lo que me hace pensar que los Sénecas, como les llama Iris, están fuera del asunto. En caso contrario, ya tendrían preparado a un sustituto. Con la precipitación e improvisación con que están actuando no parece que la muerte de Alain haya sido cosa suya. A menos que, por alguna razón que desconocemos, se viesen obligados a actuar sobre la marcha, algún acontecimiento imprevisible que les empujase a tomar decisiones extremas.

—¿Quiénes son los Sénecas?

—Los abogados que les asesoran.

—¿Quién les paga?

—Un partido político, por supuesto.

—¿Cuál?

—El que los necesite como fuerza de choque.

—¿Y…?

—Vete a saber. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Le podemos echar el muerto a Manuel, hasta el fiscal más tonto sería capaz de empapelarle hasta las orejas y libraríamos al mundo de un mal bicho.

—¿Y tú qué crees que haría el Tío Matías con nosotros dos?

—Conmigo embutido manchego, contigo comida para perros baja en calorías, pero eso no es lo que me frena, simplemente no creo que Manuel lo haya hecho.

—Pues ya me dirás qué hacemos. Maruchi, hasta el momento, no ha sido capaz de traerme nada que merezca la pena, aparte de la dirección de Alain. Nuestro amigo Jareño anda despistado, Iris estará al tanto de lo que pueda ver por allí, aunque si la conocieras no creo que tuvieses demasiadas esperanzas por este lado. ¿Qué se te ocurre?

—Dos cosas: de momento hablaremos con Manuel, le pediremos que nos deje interrogar a su gente, a cualquiera con quien Soleá mantuviese una amistad especial y pudiera hacerle una confidencia. Una de esas confidencias que solo se hacen entre mujeres. Por otro lado, te presentaré a un hijo de puta curioso. Un elemento que está metido en todos y cada uno de los negocios sucios que se cometen en esta ciudad. Por 600 euros es capaz de denunciar a su madre, acusarla del asesinato de San Juan Bautista y del robo del tren de Glasgow, siempre que ella no se avenga a darle 900 euros para que no la denuncie. ¿Por quién quieres empezar?

—Vamos a por Manuel, siempre hay que empezar por lo más desagradable, aunque en esta ocasión ningún plato del menú es atractivo.

—No te creas, conocer al «Loro» tiene su gracia, es un tipo muy peculiar, no todo el mundo puede acceder a su presencia, es muy selectivo con sus visitantes. En mi caso, siempre tengo la puerta de su casa abierta, mantenemos una amistad que dura ya muchos años, le he detenido en tres ocasiones distintas, y eso une mucho. Además comprobarás que una visita a casa del Loro tiene otro tipo de ventajas nada despreciables.

El bar de la calle Hospital presentaba el mismo aspecto derrotado de la última vez que estuve allí. Entre los parroquianos, el único que faltaba era el camello de Alí Baba, los ladrones habían acudido todos. La chica de las tetas grandes me miró desde el calendario con verdadera conmiseración, aunque supongo que, debido a la costumbre, siguió sonriendo animada. El tipo malcarado que vivía tras el mostrador seguía moviendo hábilmente el palillo entre los dientes. Por cierto, que el palillo me pareció ligeramente más sucio que la primera vez que lo vi. Debía de ser el mismo.

El palillo habló procurando no demostrar demasiado interés:

—¿Qué les sirvo?

—Localiza a Manuel —le dije.

En esta ocasión no iba a permitir que me tomasen el pelo, sobre todo teniendo en cuenta que García me cubría las espaldas.

—No sé por dónde anda. —El tipo no lo tenía tan claro como la vez anterior y su tono de voz se mostraba tentativo.

—¿Cerveza sí debes de tener, verdad? —El Sargento me apartó ligeramente para situarse al frente del propietario del palillo y le habló casi tiernamente, tal como haría un chulo momentos antes de sacudirle un sopapo a su puta.

—Claro, cerveza sí que hay.

—Bueno, pues primero vas y localizas a Manuel, luego nos sirves unas cervezas al colega y a mí, y yo de paso me ahorro romperte la cara.

El tipo desapareció tras una cortina de hule que estaba tan limpia como el palillo, por lo que imaginé que debía de ser el estándar de la casa. Murmuraba algo que me pareció:

—Malas fiebres te dé Dios mientras vivas, madero de los cojones, y que te duren después de muerto.

Si García lo entendió, no le concedió demasiada importancia, ya que siguió sonriendo beatíficamente mientras echaba una mirada circular por el local.

El tipo permaneció detrás de las cortinas durante cuatro o cinco minutos. Durante todo este tiempo, García fue repasando las mesas del local una por una, no se escuchó ningún comentario gracioso, todo el mundo parecía estar felizmente ocupado en sus asuntos.

—El Manuel dice que le esperen media hora, pasen a la mesa del rincón. —Nos señalaba una mesa escondida en un ángulo del local. El palillo había desaparecido de su boca, por lo que deduje que el fulano había decidido cambiar de look—. Ahora mismo les traigo las cervezas.

Habrían transcurrido unos veinte minutos cuando una ruina, de forma vagamente humana, se acercó a nuestra mesa. Era una mujer y tenía todo el aspecto de albergar en su anatomía las más exóticas bacterias y los bacilos más resistentes a las medidas higiénicas convencionales. Su vida debía de ser tan triste que no había encontrado mejor remedio que beberse las penas. Unas penas que olían a coñac barato.

—Si me invitáis a una copa, os echo la buenaventura. O lo que queráis, hoy tengo mucho tiempo libre.

Le alargué un billete de cincuenta euros, pensando que sería de justicia que una parte del dinero del Tío Matías fuese a parar a aquella pobre criatura. Alguna cosa tendría que ver el Tío con su situación.

—Gracias, cariño. ¿Quieres que me quede con vosotros?

Su cara de pronto adquirió una expresión de terror abyecto y se apartó de la mesa murmurando alguna cosa que solo ella pudo escuchar.

Manuel se apartó de ella con una expresión de contenido desprecio, permitiendo que se alejara de la mesa, luego se sentó sin dejar de mirar la triste figura que ya casi había alcanzado la puerta de salida.

—Parece que me estáis buscando.

—Tenemos alguna novedad y hemos pensado que nos podrías ayudar.

—¿De qué manera?

—Facilitándonos el contacto con las mejores amigas de entre tu gente que tuviese Soleá, gente en quien ella confiase, quizás a alguien le contó algo que nos sirva.

—No. ¿Qué novedades tenéis?

—¿Por qué no, Manuel? Estamos intentando averiguar qué le pasó a tu hermana.

—Porque no, es suficiente con eso. ¿Cuáles son esas novedades? Yo decidiré si puedo ayudaros o no.

—Permíteme, Humphrey, yo le contaré a nuestro amigo Manuel qué novedades tenemos. —El Sargento había abandonado el aire de escepticismo del que habitualmente hacía gala y miraba fijamente a Manuel.

—A tu hermana la metieron en una furgoneta, camión o vehículo similar todavía viva, la ataron con una de esas gomas que los transportistas llaman pulpos, y allí pasó lo que pasó, supongo que no será necesario que entremos en detalles. Luego, una vez muerta o prácticamente muerta, la tiraron entre las chumberas. La policía ya ha estado investigando si alguien en la comuna donde vivía tu hermana tiene un vehículo de esas características, y el resultado ha sido totalmente negativo. Pensamos que quizás alguna persona de su confianza pueda saber si alguien que ella conocía posee ese tipo de vehículo.

Mientras García hablaba, la cara del gitano se había convertido en una máscara tan expresiva como una puerta blindada, luego suspiró lentamente y habló:

—Si alguien de nuestra comunidad conociese al hijo de puta de la furgoneta, este ya sabría que Soleá era mi hermana y la sobrina del Tío Matías. Antes se hubiese meado encima que tocarle un pelo a Soleá. Quien lo hizo, no sabía quién era. No lo sabía, payo, no lo sabía, no hay nadie tan loco.

Manuel hablaba sin dirigirse a nadie en particular, su mirada se perdía en un punto tan lejano como la posibilidad de que llegara a perdonar al asesino de su hermana. Antes de apoyar las manos en la mesa, y mirarnos directamente, aún repitió un par de veces:

—No lo sabía, payo, no lo sabía.

El razonamiento de Manuel no carecía en absoluto de lógica, así y todo lo intenté de nuevo:

—Déjanos hablar con tu gente, Manuel, podría ayudar.

—No, payo. Si te acercas a nuestras mujeres, yo me las tendré que ver con el Tío, pero tú antes te las habrás visto conmigo. Tú verás. Tu amigo el madero entra en el trato.

El gitano se levantó con la misma pereza que un gato después de haber intentado sin éxito cazar a un gorrión que se alejara volando irremisiblemente. Su espalda nos dijo:

—Con Dios, payo, y gánate el sueldo que te pagan.

El dueño del extinto palillo nos dijo que las cervezas corrían por cuenta de la casa, y nos sonrió con el mismo entusiasmo que un entrenador de fútbol felicitando al entrenador del equipo que acaba de masacrar al suyo.

En la esquina estaba la mujer que quería alegrarnos la velada hacía unos minutos, al vernos huyó como si la persiguiesen todas las malas acciones que había cometido en su vida.

Nos dirigimos a casa del contacto de García, el especialista en traficar con la honra de su madre, según la descripción del Sargento. No tuvimos que andar mucho, ya que unas calles más allá nos detuvimos ante una casa antigua de un solo piso, un edificio ahíto de malos tratos y heridas mal curadas. En la planta baja pervivía un cartel que en su tiempo fue lujoso y anunciaba que allí tenía la sede un mayorista de telas exóticas. En la casa de al lado, un cartel rezaba: «Se alquila habitación muy soleada». Me asaltaron serias dudas de que el sol tuviese la suficiente presencia de ánimo para entrar en semejante tugurio. Por lo demás, nada especial por aquellos andurriales, solo el habitual olor a la desesperanza y el fracaso acumulado de sus moradores.

En ocasiones me pregunto la razón de seguir viviendo en este barrio. He llegado a una conclusión: respirar resulta imprescindible, el salto de calidad consiste en procurarse aire limpio. Sin embargo, yo no tengo grandes ambiciones.

Y sigo viviendo en el barrio.

El Sargento me tomó del brazo para conducirme hacia una plazuela huérfana de sol, donde unos críos de apariencia norteafricana jugaban al comando suicida con notable realismo; me señaló un banco de pintura desconchada y tomó asiento en él, dando por supuesto que las cagadas de paloma que lo adornaban, ya llevaban el suficiente tiempo descansando en él como para no atentar contra la limpieza de nuestros pantalones.

—Vas a conocer a un tipo realmente notable, se ha ganado el sobrenombre de «el Loro» por su facilidad para repetir las cosas que oye, las repite a quien le paga mejor, y como puedes suponer no concede exclusivas. La metodología de trabajo es distinta a la de Maruchi, aunque el negocio sea el mismo, un negocio lucrativo, ya sabes que por estos andurriales saber algo a tiempo te puede salvar la vida o evitarte la cárcel. Pero el Loro no es solo un informador, en otro sentido es capaz de diseñar planes criminales complejos que rozan la genialidad, aunque creo que últimamente ha dejado de ejercer, al menos si los idea no es él quien los lleva a cabo. En cualquier universidad del crimen, sus planes servirían de ejemplo al arquetipo de crimen perfecto. Sin embargo, algo hay en su mente que se rebela ante tanta perfección, cuando llega el momento de llevarlos a la práctica comete errores que le conducen al desastre. Quizás es simplemente pereza, porque hay que reconocer que llevar a cabo los planes del Loro requiere una capacidad de trabajo importante.

»El primer tropiezo que tuvo con la justicia fue grave, se cargó a su mujer y al amante. Hasta ese momento no había tenido problemas con la Ley, compraba y vendía cualquier clase de artículo robado, pero ni siquiera le teníamos fichado. El plan que preparó el Loro para ejecutar a la pareja era una obra de arte. Diseñó un accidente casero sin posibilidad de sospecha, una explosión sin rastros de manipulación. Él estaría en posesión de una coartada perfecta, no se había producido la más mínima discusión en el matrimonio, no había indicios acerca de su conocimiento de la relación adúltera. Nada de nada, el perfecto escenario para el crimen perfecto.

»Estudió cada uno de los pasos a ejecutar, la preparación de un artefacto explosivo casero consultando manuales diversos en bibliotecas públicas donde no era necesario dejar constancia de su interés por aquellos libros. La compra de los diversos elementos la efectuó en droguerías y ferreterías distintas, cada una de ellas separadas varios kilómetros entre sí, confeccionó una verdadera ruta turística para hacer las compras. Asimismo planificó cuidadosamente la compra del atuendo que iba a usar para la fabricación y colocación de la bomba, luego se desharía de la vestimenta y los restos de los materiales empleados. Solo una parte de todo ello iría a parar al contenedor de la basura, ya que las partes conspicuas o comprometedoras, irían a parar a distintos vertederos a una hora cercana a la descarga, por parte de los camiones municipales, de las toneladas de basura diaria que genera la ciudad, de forma que cualquier prueba, por remota que fuera, cualquier detalle que le pudiese implicar quedase enterrado bajo montones inmensos de desperdicios de toda clase. Evidentemente, todas las compras debían hacerse al más riguroso contado, las tarjetas de crédito dejan huellas fáciles de seguir hasta para el más lerdo de los policías. La bomba debía explotar cuando los amantes estuviesen en casa, un temporizador de fabricación artesanal se encargaría de ello y desaparecería por efectos de la explosión, ya que los materiales usados habían sido escogidos específicamente con este fin, cualquier rastro posterior debería desaparecer en el subsiguiente incendio. En el más que improbable caso de que quedase algún rastro de los materiales empleados, la naturaleza común de los mismos no debería levantar sospechas a los investigadores, especialmente teniendo en cuenta que ningún seguro de elevada cuantía debería ser pagado. Por parte de la policía, poco interés tendría en iniciar complicadas investigaciones en un caso que no presentaba móvil alguno que levantase sus sospechas. No sería así en caso de atentado o sospecha de él, sin embargo aquel parecía un caso claro de desastre doméstico. Por supuesto a la misma hora el Loro estaría en algún lugar lo suficientemente alejado y concurrido donde su presencia quedase justificada, así la coartada sería incuestionable.

»Un par de días antes de poner en práctica su plan, lo repasó con toda atención, lo cuestionó una y mil veces para verificar que no tuviese fallo. Una vez comprobada su perfección, lo único que quedaba por hacer era llevarlo a término. Pensó que, justo en aquellos momentos, mientras él decidía su suerte, los amantes estarían refocilándose en su cama, en su propia cama.

»Se levantó tranquilamente, se dirigió a su casa. Efectivamente, los amantes estaban restregándose en su propia cama.

»Les cosió a tiros, luego robó un coche a punta de pistola y se dirigió a ciento sesenta kilómetros por hora hacia el Norte, solo paró en cuatro gasolineras para cargar gasolina y para vaciar la caja en dos de ellas. No se detuvo hasta que se le acabó el país, justo en el Cabo de Finisterre, allí le detuvo la Guardia Civil sin resistencia. Cuando le estaban esposando le dijo al teniente que le leía sus derechos: “Cállate jodido, si me habéis cogido ha sido porque esos dos no merecían tanta faena”.

»Tuvo suerte con el abogado defensor, un especialista en el manejo del crimen pasional y la locura transitoria; durante el juicio hizo celebre una frase: “Celos perversos que no justifican, pero sin embargo aducen”. Imagino que ni él mismo sabía lo que decía. Por suerte para el Loro, el juez tampoco debía de estar fino aquel día. La cuestión es que entre los atenuantes, la buena conducta y un par de cursos rápidos en la universidad a distancia, el fulano, a los cinco años y siete meses, estaba en la calle. Tal vez en la trena se enteró de algo que interesaba a los fiscales y con ello negoció una parte de su libertad. Ya en la calle reinició su negocio de transacciones sumergidas, esta definición del negocio de perista es suya, pero algo había cambiado en él, necesitaba hacer alguna cosa que le removiese la adrenalina que el crimen desató en su cuerpo y que una vida tranquila le hacía añorar. Un buen día llegó a sus oídos una información valiosa para nosotros, se presentó en comisaría y negoció con ella, con ella y conmigo. Aquel día descubrió su verdadera vocación. El muy cerdo tiene una habilidad notoria para enterarse de cosas y para venderlas a quien más le interesen y mejor se las pague. Y no te creas, vive bastante bien, el único problema es que hay mucha gente que querría verle estrangulado con sus propias tripas. Pero él eso ya lo sabe y no le preocupa demasiado, dice que no todo el mundo tiene la suerte de saber qué clase de enfermedad se lo llevará al otro barrio.

El Sargento pareció perderse en la contemplación de uno de los límites de la plaza. En aquel punto, la antigua plazuela se había visto ensanchada por el derribo del edificio que la apretujaba hacia el extremo opuesto. Las desprotegidas paredes empapeladas semejaban un muestrario del mal gusto, un último homenaje a la intención de convertir, sin apreciable éxito, un cuchitril en lo más parecido a un hogar más o menos habitable del que no tuvieses que avergonzarte.

—En fin, ya sabes a quien vamos a ver, vamos a echarle un pulso a la suerte.

La chica que nos abrió la puerta lucía un vestido que haría juego con las luces estroboscópicas de cualquier discoteca, y era excesivamente joven para el tinte rubio platino del pelo que se vencía hacia un lado de la cara, sombreándole las facciones. Sin embargo, era reconfortante admirar sus caderas, unas caderas sobre las que se hubiesen podido desplegar en formación un par de divisiones acorazadas. No pude por menos que sentirme desilusionado cuando dijo:

—¿Quién le digo que quiere verle?

Yo esperaba algo más del estilo de Jessica, el dibujo animado que se casó con Roger Rabitt: «Por favor, a mí no me culpen. Me dibujaron así».

La casa tenía la apariencia de un centro de acogida para electrodomésticos huérfanos. Junto a una estiba de televisores de pantalla plana se alineaban media docena de hornos microondas, más allá un frigorífico del tamaño de la Catedral de Santiago le impedía gozar de las vistas a una colección de equipos estereofónicos último modelo, que intentaban no ser apartados de su espacio vital por unas modernas consolas de aire acondicionado de diseño ultramoderno. Con el material que había allí se hubiese hundido por sobrepeso el portaviones Saratoga. Al fondo de la pieza, sentado tras una mesa de caoba modelo ejecutivo, un tipo que se protegía del inexistente sol con la ayuda de unas gafas ahumadas, aptas para algún tipo de competición, nos señalaba unos sillones de piel junto a la mesa.

—Buenos días, Sargento. Y compañía, claro. Yo te hacía jugando a la petanca, García.

—Y yo te hacía en el infierno, hermano. Pero ya veo que vas trampeando las malas intenciones de la gente que no te quiere.

—Bueno, no hay para tanto, en el fondo yo le soy de utilidad a mucha gente, el que hoy me quiere mal mañana me puede necesitar. Ya sabes que en lo mío no hay malicia, una forma de ganarse la vida tan buena o tan mala como otra cualquiera, el uso que se pueda hacer con la información que yo facilito ya no es cosa mía. ¿En que os puedo servir? ¿Queréis beber algo? Acabo de recibir una partida de un Vega Sicilia excelente, luego os llevaréis una botella cada uno, regalo de la casa en honor de los viejos tiempos —mientras hablaba se quitó las gafas y se frotó los párpados suavemente, como si quisiera acariciarlos.

Hacía un momento, al verle, pensé que el Loro poseía una de esas caras a las que las gafas de sol no le sientan bien. Me sorprendió comprobar que sin ellas empeoraba. Tenía una cara redonda y abotagada, labios prominentes y unos ojillos cerdunos extrañamente enrojecidos. Su cabeza mostraba una curiosa excrecencia, que al mirarla con detenimiento se revelaba como los restos de lo que en algún tiempo debió ser una hermosa melena rizada.

—Estamos buscando al animal que la semana pasada se cargó a una chavala y la tiró en las chumberas de la Ronda del Litoral.

—El Tío Matías también le busca, si yo supiese quién lo hizo ya me habría ganado una pasta importante —el tipo volvió a calzarse las gafas como si necesitase tener los ojos protegidos ante el sesgo que tomaba la conversación, una cosa era generalizar sobre sus actividades, otra tratar de la muerte de la sobrina del capo gitano.

—¿Tú cómo sabes que era la sobrina del Tío? —Reconozco que fue una pregunta estúpida por mi parte, pero qué quieren que les diga, tenía ganas de intervenir.

—Alguien me lo diría, vete a saber, la gente habla tanto…

La rubia platino vino a preguntar si queríamos tomar algo, al hacerlo apoyó con descuido el culo en mi sillón. Me entretuve preguntándome si me harían feliz sus uñas clavándose despacio, milímetro a milímetro en mi espalda. Me tomé unos segundos para imaginarlo, la respuesta fue que sí. Claro que, en la imagen mental, junto a sus uñas venía su cuerpo desnudo muy cerca del mío.

Cuando le dijimos que no, gracias, se largó sin ni siquiera arañarme.

—Loro, nosotros nos conformamos con menos. ¿Conoces a alguien cuyas costumbres sexuales coincidan con lo que le hicieron a la chica? —Los dedos de García tamborileaban con suavidad sobre el brazo de su sillón.

—Si me lo pedís como favor, os daré una lista de treinta o cuarenta tipos en esta ciudad; si lo que tenéis en mente es pagarme por el servicio os puedo dar tres nombres. Esos, además de ganas, también son capaces de haberlo hecho.

—¿Por qué no le has dado esos nombres al Tío Matías?

—Porque el Tío no quiere investigar, él quiere cargarse a alguien, y yo no estoy seguro de que alguno de esos tres cerdos lo haya hecho en realidad, solo digo que son capaces de hacerlo. Si el Tío se carga a uno de ellos y luego se entera de que no era el culpable, irá a por los otros dos, y si ellos tampoco son los culpables, es capaz de venir a por mí. Ya sabéis que esa gente le tiene aversión a trabajar en vano. Así que en este caso prefiero no incrementar mi modesta renta.

García me miró y me hizo un gesto, yo metí la mano en el bolsillo y empecé a contar el dinero.

Poco después, abandonábamos la residencia almacén del Loro con tres nombres y sus correspondientes direcciones. En contrapartida, 3000 euros, cortesía del Tío Matías, pasaron a engrosar el plan de jubilación del soplón.

El fulano cumplió su palabra y nos regaló una botella de Vega Sicilia. Yo también me lleve un teléfono portátil Nokia último modelo por cincuenta euros. Una verdadera ganga. Billy Ray palidecería de envidia cuando lo viese.