NUEVE

Me desperté a las siete de la mañana lleno de buenas intenciones, con ganas de trabajar duro y ganarme el sueldo. Satisfecho con mi actitud y con la conciencia tranquila, me dormí de nuevo hasta las diez. Cuando me desperté tenía más apetito que buenas intenciones y ganas de trabajar. Hice un trato conmigo mismo: a las once y treinta me comprometía a estar frente a la comuna okupa, tratando de localizar a Iris.

De hecho, no creía que Iris tuviese por costumbre madrugar.

Cumplí el trato: a las once y veinte minutos estaba frente a la casa «rehabilitada» de los okupas, admirando las nuevas muestras artísticas que decoraban las multicolores paredes. Una de ellas estaba especialmente conseguida: un tipo alto de levita y chistera negra con el símbolo del dólar pintado en sus ropas, tenía una columna de humo en lugar de pies, lucía largos colmillos de vampiro de los que resbalaban gruesas gotas de sangre —imaginé que era un emocionado y agradecido recuerdo al propietario de la casa— y huía despavorido por el acoso de un perro feroz, tocado con una capa decorada con la hoz y el martillo. El contraste de la negritud del vampiro con la blanca palidez de su rostro demudado y el rojo intenso de las gotas que se deslizaban por sus afilados colmillos me resultó poéticamente reconfortante: hice el firme propósito de acercarme más a menudo a darme un baño de cultura popular.

Mientras me deleitaba con la lectura de las consignas de evidente talante contemporizador que decoraban la pared lateral: «Por cada desalojo, un madero cojo», «Cómete a un rico», «Metralletas al poder», «El juez apunta, el policía dispara», «Un edificio desalojado, una bomba en el juzgado» etc., una aparición poco tranquilizadora hizo su aparición cruzando la puerta principal. La criatura debía de pesar alrededor de los ciento veinte kilos, incluyendo la mugre, una cresta multicolor remataba su cráneo rapado en los lados, lucía unos ajustados pantalones cuya tela imitaba la piel de una serpiente y una camiseta con el lema «Hierba pa to er mundo» moldeaba sus adiposidades pectorales. El fulano tenía una cara tan expresiva como el radiador de una furgoneta. De su garganta surgía un ruido angustioso. Intentaba cantar.

Me acerque a él, consciente de estar frente a una de esas situaciones desagradables que cada hombre debe afrontar en su vida. Él debió de pensar lo mismo, ya que dio un paso atrás y me miró con recelo.

—Hola, estoy buscando a mi prima, se llama Iris. ¿Sabes dónde está? —El fulano a cinco pasos olía a rechazo a la ducha, por lo que no me acerqué más.

Me contestó con una voz semejante al traqueteo de un montacargas huérfano de mantenimiento.

—¿Eres su primo? Bueno. Está en el laburo.

Supongo que pensar en Iris dedicada a algo tan convencional como el trabajo me hizo componer un gesto de asombro. El adalid de la elegancia tradicional debió malinterpretar el gesto ya que lo intentó de nuevo, usando un lenguaje más tradicional:

—Está en el curro.

—¿Y dónde trabaja?

—Ahí al lao, en el metro.

—Vale, tío, gracias.

—Oye, colega, ¿no tendrás tabaco? Aunque no sea rubio da igual.

—No fumo, pero los amigos de mi prima son mis amigos. ¿Te importa que te pase veinte euros para tabaco? —Estuve a punto de añadir: paga el Tío Matías.

—Pásalo, colega, pásalo. —Me sonrió agradecido y al hacerlo casi pareció humano.

Iris estaba efectivamente en el metro, al pie de las escaleras concretamente. De pie, tocando la flauta, con Boy y Trueno tumbados a sus pies junto a una boina en la que recogía las monedas que los usuarios del metro depositaban. Estaba tocando el Himno de Riego de manera que parecía un villancico medieval, paraba para dar las gracias con voz alegre en cada ocasión que alguien echaba una moneda en la boina. Y ese era sin duda el mejor momento de la interpretación, luego reanudaba la melodía más o menos donde la había interrumpido. Miraba hacia otro punto cuando deje caer un billete de 100 euros en la boina, pero vio el billete y se le escapó una nota tan salvaje que los transeúntes se detuvieron escandalizados.

—Joder, colega, tú debes de ser el amo de la Coca Cola, por lo menos. ¿Cómo está Ivanka?, supongo que no la habrás abandonado.

—Claro que no, está en casa. Nos hemos hecho muy amigos. Ven a verla un día, estará contenta. Te he estado buscando, un colega tuyo me lo ha dicho, un tipo enorme con una cresta de colores, como parecía desconfiado le he dicho que soy tu primo. Tú verás.

—Es Brutus, no hay problema con él, es un tío de lo más legal, está un poco colgao por mí.

—¿Y tú de él?

—No sé qué decirte, a mí me van los tíos sencillos, sin complicaciones. Brutus siempre anda enrollao con su propio coco. Es un intelectual.

—Ya me dio a mí esa misma impresión.

Pensé: ese tío valdría para los estudios, se le nota en la cara.

—¿Sí, verdad? No sé, a veces pienso que ya me convendría un tío legal, asentao, que me aconsejase dabuten, aunque fuese un puñao intelectual como Brutus. Oye, ¿y para que querías tú verme? ¡Ah! A tu casa no voy a ir a ver a Ivanka, si quieres un día la traes por aquí y la veo, eso sí me gustaría

—Me parece bien. Ven, recoge eso un momento y vamos a tomar una Coca Cola ahí en el bar.

Iris me miró con recelo, dirigió una rápida mirada al bar, la proximidad del local a la entrada del metro y al río de gente que manaba por ella pareció tranquilizarla, aunque estaba claro que mi compañía no era lo que ella consideraba adecuado para mantener la buena fama que había atesorado durante sus conciertos.

Al camarero no le gustó que los perros entrasen y se tumbasen a nuestros pies. A Iris no le gustó el camarero. Al camarero no le gustó que Iris le mirase mal. A mí no me gustó la posibilidad de comenzar una discusión que nos apartase de la cuestión que me interesaba. El Tío Matías le dio al camarero un billete de 50 euros «por las molestias» y de repente los perros se hicieron más guapos, más limpios y más pacíficos, Iris más aseada y yo todo un caballero.

Lo acepto con dificultad, pero en ocasiones tirar el dinero es una fuente de comodidad.

—¿Te has enterado de lo del pobre Alain?

—Precisamente de eso venía a hablar contigo, Iris.

—Fue cosa de la policía, lo sabemos de buena fuente. Les molestaba, todos nosotros les molestamos.

—No seas bruta, la policía no hace esas cosas. Y de habérseles ocurrido lo habrían hecho de otra manera. Tendrías que haberlo visto.

—¿Tú lo vistes? —Una expresión de alarma apareció en el rostro de la chica.

—Claro, fui yo precisamente quien avisó a la policía, alguien me dio la dirección de la segunda residencia de Alain. Fui a verle para que me contase acerca de Soleá. Lo encontré tirado en el suelo de su habitación, con el cuello abierto, daba miedo verlo.

—¿Y era su casa, dices?

—Sí, con toda seguridad, y lamento decírtelo pero al chico le gustaba el lujo.

—¿Qué quieres decir?

—Que vivía como lo que tú llamarías un capitalista.

—Me estás engañando, sois todos unos mentirosos. ¿Seguro que no eres de la policía? Alain era un tío legal y…y…y tenía coco, siempre nos decía lo que se tenía que hacer, sabía tratar a los Sénecas y todo eso, era como nosotros pero más listo.

—En eso de que era más listo sí que estamos de acuerdo. Mira, dejémoslo. En el fondo tú y yo queremos que el asesino de Soleá y Alain pague por lo que ha hecho, ¿no es cierto?

—¿Quieres decir que les mató el mismo?

—Sí, eso creo

—Pues que le cuelguen. —A medida que volvía a habitar un mundo de contornos aceptables, la expresión de perplejidad de Iris se iba suavizando.

—Tú puedes ayudarme mucho, Iris.

—¿Cómo?

—De alguna manera, no sé exactamente cómo, algo o alguien dará una nota discordante en tu comunidad, y yo difícilmente podré verlo, sin embargo tú sí.

—No te entiendo, tío, a veces hablas como los Sénecas. ¿Qué es lo que quieres de mí?

—Quiero decir que, en algún momento, alguien hará algo distinto de lo que solía hacer, pasará algo anormal que esté relacionado con Alain o con Soleá. Quizás haya cambiado algún hábito de la comunidad. Piensa un poco en ello.

—Estamos todos más tristes, claro ¿Te referías a algo así?

—No, esto es normal. ¿Todo el mundo está igual de triste?

—Sí, todo el mundo. Aunque tú no te lo creas, somos gente legal.

—No tengo dudas, Iris. Cada uno a su manera, ¿verdad? Oye, ¿y el ritmo de vida en la comunidad no ha sufrido ningún cambio?

—No, bueno…, los Sénecas vinieron el otro día y estuvieron hablando a solas un buen rato con Brutus y con el Frisky, primero con uno y luego con el otro. Que yo sepa, es la primera vez, antes solo hablaban con Alain.

—¿Quién es el Frisky?

—Un tío con estudios, sabe muchas cosas pero pasa de todo. A veces dice cosas raras, una cosa que dice mucho es: «El conocimiento es la mayor fuente de confusión que puede hallar el ser humano en este mundo». A mí me parece que es verdad, aunque no lo entienda mucho.

—Un filósofo, vamos.

—¿Tu entiendes lo que quiere decir?

—No, pero tengo un amigo que seguro te podría estar hablando dos o tres horas acerca del tema y todavía te enterarías menos.

—Joder, qué rollo. ¿Te parece anormal esto que te he contado?, ¿te sirve de algo?

—No, también me parece normal, están buscando al sustituto de Alain. No creo que Brutus les sea de mucha utilidad. El Frisky parece más aceptable, otra cosa es que le convenzan, los filósofos tienen intereses distintos de los que esa gente busca.

Iris estuvo pensando hasta perder el color, en lo que le acababa de decir.

—¿Que le convenzan de qué?, ¿qué es lo que le tiene que interesar? Tío, cada vez me pareces más raro. ¿Seguro que no te traes ningún mal rollo entre manos?

—Seguro, mujer, seguro. Toma mi tarjeta, si hay algo, cualquier cosa que te llame la atención, aunque no la entiendas muy bien, ponte en contacto conmigo, puede ser importante. Piensa que estamos trabajando los dos para descubrir al hijo de puta que asesinó a tus amigos. ¿Cuento contigo?

—Cuentas conmigo, pero si te traes algún mal rollo entre manos te voy a meter la flauta por donde no te imaginas.

—No hay mal rollo. Anda, vámonos. ¿Necesitas algo de dinero?

—Bueno, otro como el que me has dado antes no me vendría mal para pasar el mes, con el negocio este de la flauta no me estoy haciendo millonaria, los burgueses no son muy solidarios con nosotros.

—Y eso que les cuidáis las casas en su ausencia.

—¿Te estás cachondeando?

—Que no, mujer, que no.

La fortuna personal del Tío Matías se vio inmediatamente disminuida en 100 euros que desaparecieron en las profundidades del pecho de Iris.

—Gracias, Humphrey, pero te advierto que tú a mí no me vas nada, así que no te hagas ilusiones —lo dijo ensayando una sonrisa entre pícara y desconfiada que me hizo meditar acerca del aspecto que debía de tener Iris una vez despojada de todo el avío de elementos férricos distribuidos en su cuerpo y atuendo.

Salimos a la calle, rodeamos la enorme reja de ventilación del metro para evitar la vaharada cálida y ponzoñosa que envenenaba la calle. Nos escoltaban los móviles rabos de Boy y Trueno, que ladraron excitados dirigiéndose hacia un tipo alto y flaco, vestido con una túnica árabe, de la cual se escapaban las perneras de unos pantalones vaqueros, que sentado en un banco se hurgaba la nariz con perfecto aplomo y decisión. El fulano en cuestión, al ver a los perros, sonrió mostrando una acumulación de dientes averiados y buscó con la mirada a Iris.

—Ven, Humphrey, este del banco es el Frisky, te lo presentare. ¡Ey, Frisky! Este es Humphrey, está averiguando quién se cargó a la Soleá y al Alain.

El Frisky hizo un alarmante y relativamente satisfactorio esfuerzo por incorporarse y darme la mano. Una muestra de alguna antigua, esmerada educación ya casi olvidada. Su apretón de manos desprendía la misma energía que la momia de Ramsés II.

El Frisky insinuó, a modo de invitación, un gesto señalando el banco. Me estudió detenidamente con una mano sobre los ojos, a modo de visera; finalmente habló. Su voz era suave, cultivada y contrastaba fuertemente con una cara picada de viruela, con los piercings que colgaban de ambos labios, con el pelo rapado al uno y teñido en tres bandas, amarilla, azul y roja. A su cabeza le faltaban las seis estrellas centrales para componer la enseña venezolana. Todo en él resultaba disonante.

—¿Y por qué quieres saberlo, Humphrey?

—Alguien me paga para que averigüe la verdad, yo me gano así la vida.

—La verdad es un cristal de múltiples facetas, tú lo mirarás por una y verás algo distinto de lo que vea yo al mirar por la otra. ¿Crees que vale la pena tomarse la molestia?

—Estoy hablando de que alguien capaz de hacer lo que le hicieron a Soleá no se quede sin castigo, y no se lo pueda hacer a alguien más. ¿Te parece que eso no merece la pena?

—¿Y quién le va a castigar? ¿Tú, o quizás los jueces que cada día dictan sentencias injustas, brutales y sin más sentido que el que les dan unos libros anticuados y que tal vez en algún momento tuvieron algún sentido? Repito, no vale la pena molestarse.

—Bueno, piensa que el próximo en caer podrías ser tú. Y supongo que eso no te gustaría.

—No, no me gustaría. Pero no creo que nadie se moleste en matarme, no iban a ganar gran cosa.

—¿Crees que Soleá sí se metía en algo? —Preferí no mencionar a Alain, supuse que sería la mejor manera de que el Frisky no se cerrase sobre sí mismo.

—No, creo que no, pero así y todo.

—Frisky, ¿hay algo por lo que tú creas que merece la pena molestarse?

—Claro que sí, estar aquí en el banco tomando el sol, acariciando a los perros y polemizando contigo, siempre, claro está, que eso no requiera un esfuerzo considerable.

—Diógenes —dije.

—Sí, un buen chaval.

—¿No esperas nada de tu vida?

—Nada en absoluto, aparte de lo que te acabo de decir; pruébalo, ya verás cómo te sorprende lo agradable que resulta.

—¿Me permites un par de preguntas? ¿Hay algún motivo para pintarse la cabeza de esa manera precisamente y no de otra?

—Claro, una colega de la comuna me dijo que le gustaría que me la pintase precisamente así. Y lo hice, aunque en realidad a mí me daba lo mismo. Venga la segunda pregunta.

—¿Qué opinión te merece Gandhi? —La verdad es que tanta filosofía de la inacción estaba empezando a molestarme y le pregunte acerca de Gandhi en lugar del tiempo que hacía que se había cepillado los dientes por última vez, básicamente por una cuestión de no beligerancia.

—¿Gandhi? Empezó bien, muy bien de hecho, luego se complicó la vida, no merecía la pena tomarse tantas molestias por un país polvoriento.

Iris nos miraba con verdadera preocupación, sin tener demasiado claro si nos estábamos insultando y si la conversación iba a acabar a bofetadas. El hecho de que no nos chillásemos, sin embargo, la tranquilizaba un tanto. Sin demasiado entusiasmo, decidí que ya estaba hasta los cojones de aquel esperpento y me dispuse a acabar la conversación.

—Bueno, Frisky, ha sido un placer y lamento que unos cuantos millones de indios no estén de acuerdo contigo.

—Yo tampoco lo he pasado mal, colega; si en alguna ocasión te apetece tomar el sol sin mayores complicaciones, acércate por aquí, te haré un poco de sitio en el banco. Oye, lamento lo de los indios, me sabe mal que la gente no esté de acuerdo conmigo.

—Pero tampoco te preocupa demasiado, ¿eh?

—No, realmente, mucho no.

—De acuerdo. Mientras nos volvemos a ver, Iris te pedirá un favor de mi parte, no requiere demasiado esfuerzo.

—No te aseguro nada, colega, pero puedes probar.

—Suerte, Iris.

A los tres pasos me paré y volteé hacia el banco. Fue un movimiento efectista y estudiado, lo reconozco.

—Frisky, ¿has pensado que el tipo que mató a tus dos amigos podía no tener ninguna razón para hacerlo? Imagínate que simplemente le gusta. Y por un gusto hay gente que hasta se toma la molestia.

El cabrón, por una vez, se quedó sin respuesta. Una sola cosa resultaba meridianamente clara: los Sénecas no encontrarían en el Frisky la alternativa al difunto Alain.

A las cuatro y cuarenta y cinco minutos de la tarde yo estaba aparcado a pocos pasos de la dirección que el abogado Pérez me había facilitado, rezaba para que al aparecer la dama del lejano parecido con Goldie Hawn, cabalgando su lujoso Audi TT, mi venerable cacharro tuviese la presencia de ánimo suficiente para hacer un nuevo esfuerzo antes de su cercana jubilación y no perder de vista al Audi en la segunda esquina. Mi senil Seat Ritmo Crono, que de primera mano acompañó al Cid Campeador en sus correrías, no era capaz de mayores hazañas.

Durante muchos años mi economía no me permitió un cambio de automóvil; ahora que gracias a la industria de Billy Ray ello era factible, una especie de morriña, un agradecimiento perruno hacia mi viejo compañero de fatigas y desiguales persecuciones me impedía apresurarme. Cualquier día, en cualquier momento, aprovechando alguna desilusión que me condujese a la pérdida de todos los valores y esperanzas, lo llevaría al desguace, me compraría una reluciente y potente máquina dotada de servofreno, dirección asistida, aire acondicionado, equipo de sonido estereofónico polarizado envolvente con dispersador de agudos y acumulador de graves y, por supuesto, doble airbag. Cuando recobrase la conciencia me emborracharía recordando mi mala acción.

La rubia de lejano parecido con Goldie Hawn acababa de aparecer cruzando la verja de hierro de una casa de falso estilo colonial. Una de esas chozas rodeada de un frondoso jardín de plantas tan bien podadas como el pelo de una modelo de alta costura. Daba la impresión de tener un par de habitaciones menos que el hotel Princesa Sofía, aunque a simple vista parecían más grandes. Estaba situada en una de las calles empinadas que suben hacia la sierra de Collserola, en la parte alta de Barcelona, un gueto donde la gente de mi barrio encerramos a los ricos para que no molesten. Hay que reconocer que ellos se conforman fácilmente y no se quejan.

Son las cosas del buen carácter que da el dinero.

La rubia conducía a la velocidad propia de los que saben que da lo mismo a la hora que lleguen, que ya les esperarán. El viaje fue corto. A un par de kilómetros aparcó frente a una amplia terraza de moda al aire libre, bajó del coche y fue a ocupar una de las mesas; a aquella temprana hora todas vacías.

La señora en cuestión rondaba los treinta y muchos años, y aparentaba veinticuatro. Su cuerpo debía de emitir alguna señal específica, ya que todos los hombres con los que se cruzaba volteaban a mirarla, aunque la forma de vestir también podía tener algo que ver. Lucía uno de esos modelitos de punto que ciñen el cuerpo con avaricia y provocan que los miremos para recordarlos lentamente alguna noche especialmente solitaria.

Desde mi coche la vi ordenar una bebida sin dignarse mirar al camarero. Al poco, este apareció con una bebida larga de un inverosímil color púrpura, depositó el vaso en la mesa con una florida reverencia cuya única intención, imaginé, era alcanzar el escote de mi presunta víctima, y luego desapareció con la discreción propia de su cargo.

Ella seguía mirando un punto inimaginablemente lejano.

Estuvo esperando alrededor de veinte minutos, y por la atención que le prestó, parecía que la bebida la había pedido con el único propósito de que se fuese calentando mientras le hacía compañía. A este efecto, yo hubiese podido ser de la misma utilidad. Y posiblemente con mayor eficiencia.

Alrededor de las cinco y veinte minutos pasó por mi lado un BMW con truco. Me explico. Un BMW con truco es un coche procedente de algún país europeo, en el que ha ejercido cualquiera de las nobles profesiones que ahora cito: ambulancia, coche de bomberos, unidad policial, prostíbulo ambulante o taxi, y tiene por tanto más años y kilómetros en sus bielas que la comedia de enredos, y ha recibido peor trato que un criado croata en casa de un nuevo rico serbio. Sin embargo, estos venerables aparatos, cuando entran en nuestro país, están obligados a matricularse como coche nuevo, por lo que lucen una matrícula de última generación, lo cual les sirve de poco, ya que a los cien kilómetros el apestoso humo agónico que sueltan ha tiznado la matrícula de tal manera que no se puede distinguir el detalle. Esto también les libra de una probable denuncia por contaminación.

Por exceso de velocidad ya es menos probable que les denuncien.

Otro detalle característico de un BMW con truco es que van equipados con un equipo de música que suena mal, pero muy fuerte.

Al volante de tan reverendo y poco fiable aparato iba mi colega Santiago Antones, un mito en nuestra profesión. Una profesión por sí misma propensa a crear mitos, ya que en ella quien no tiene méritos para darse lustre se los inventa. Antones está especializado en casos de chantajes —él es el sujeto activo en el chantaje— y por tal motivo ha residido alguna que otra temporada en la prisión Modelo de Barcelona. Sin embargo, es lo suficientemente hábil para que las temporadas de reposo sean cortas y su licencia no se resienta de forma irremediable. Malas lenguas afirman que tiene relaciones importantes en el aparato judicial de nuestra ciudad. Entre sus amigos, colectivo en el que tengo el honor de no formar parte, le conocen como «el Newman». El mote es debido a que tiene un cierto parecido, en plan canalla, con el actor americano Paul Newman, por lo que, si exceptuamos la impresión de criminal gilipollas que transmite, puede llegar a resultar un tipo encantador. De hecho, hay que reconocerle un éxito espectacular entre el elemento femenino.

Si he de ser sincero, no me sorprendió ver cómo, después de aparcar con notable aparato de pestilente humareda y exhibición de potencia de altavoces, se encaminaba hacia la mesa de la rubia, quien aparentaba no haberse enterado del altercado. Se sentó sin pedir permiso y le dijo algo cogiéndola familiarmente del brazo. Ella contestó, sin dignarse mirarle. Él siguió hablando sin dar importancia a la fría bienvenida, señalaba con gesto perezoso al BMW y sonreía confiado. A los pocos minutos, la rubia tiró un billete de diez euros encima de la mesa y se levantó, encaminándose hacia el Audi. Antones la siguió sin prisa, a pocos pasos del automóvil la cogió del brazo y sin excesivos miramientos la encaminó hacia su propio coche. La rubia se desasió de un tirón, pero le siguió sin mediar palabra. Dentro del BMW, Santiago Antones pareció cambiar de táctica y le dio una larga explicación entreverada de intentos de caricias cada vez mejor aceptadas por ella. La conversación siguió de esta guisa durante cinco o seis minutos, al cabo de los cuales un chorro de humo grisáceo saliendo del tubo de escape me indicó que empezaba la persecución.

La persecución presentaba un inconveniente importante: habitualmente la víctima de una persecución por probable adulterio —y parecía que en esas estábamos— se muestra tan entusiasmado por la perspectiva del cercano polvo que no se percata de que le están siguiendo, aunque circule por el desierto del Mohave y el perseguidor sea una troupe de esquimales montados en cabras montesas.

En este caso, la víctima, por llamarle de algún modo, era un tipo con una larga experiencia como perseguidor. A Santiago Antones, no le hacía falta cargarse de adrenalina para que los reflejos se le disparasen en una situación de este tipo. A mi favor, jugaba el hecho de que el coche de Santiago Antones, alias el «Newman», desprendía tal cantidad de humo que era posible dejarle dos manzanas de distancia sin temor a perderle.

Subimos hasta la Ronda de Dalt y circulamos por ella hasta la salida que empalma con el Túnel de la Rovira. Allí los perdí, ya que al situarnos en la rotonda que permite cambiar de sentido para volver a tomar la Ronda tuve que esconderme detrás de una furgoneta de transporte. El tipo de la furgoneta, por alguna razón que él y el diablo conocían, hizo todo lo posible para perder el semáforo con mi coche pegado a su tubo de escape. Podría haberle sorteado con una maniobra arriesgada, pero eso hubiese llamado la atención de mi perseguido, por lo que esperé pacientemente hasta que se abrió el semáforo.

Al reanudar la persecución, el BMW, su dueño y la rubia con un lejano parecido a Goldie Hawn habían desaparecido, y el olor pestilente del humo de su coche se perdía, como el recuerdo de un amor frustrado, entre olores más recientes.

De las posibles rutas que me ofrecía la rotonda, descarté de inmediato la que regresaba de nuevo a la Ronda de Dalt, eso indicaría que Antones me había descubierto y había efectuado una maniobra exitosa de distracción, lo que no me apetecía admitir. Me quedaban, pues, dos alternativas: cruzar la Ronda por el paso inferior y dirigirme a alguno de los caminos que se adentran en las estribaciones de la montaña, o bien girar a la derecha y adentrarme en las calles que rematan el barrio de Horta. Hice esto último porque era lo más sencillo, pensé que, puesto a perder el tiempo, lo haría de la manera más confortable posible.

Aparqué el coche sin demasiada dificultad, un sueño solo posible en aquella zona y aquella hora, y me dispuse a recorrer a pie los alrededores. La ausencia de dificultades para aparcar hace que este sea un barrio sin aparcamientos públicos, por lo que, si la pareja había parado por los alrededores, el BMW estaría aparcado cerca de su destino. Husmeé como un sabueso entre bloques de pisos de más o menos reciente construcción con entradas ajardinada, preguntándome cómo un tipo como Santiago Antones era capaz de ligarse a una dama que, con toda seguridad, levantaría oleadas de admiración en el más selecto de los ambientes de la ciudad. Este tipo de misterios es un tema recurrente en mi catálogo de enigmas, y siempre acabo archivándolo, En este negocio, los gustos de nuestros «clientes» deben estar más allá de nuestro interés. Si lo que quieren es mantener relaciones sexuales con una mofeta afectada de estrabismo, es su problema. Y el de la mofeta, naturalmente.

Nosotros solo aportamos las pruebas. Somos los notarios de la mierda.

Transcurridos cuarenta minutos de paseos ociosos, andaba medianamente orientado respecto a la forma de encontrar mi propio coche y largarme a casa a pasear a Cariño. Me llamó la atención un pasaje ciego que conservaba la forma del barrio antiguo, modestas casas unifamiliares con jardín, puerta baja de madera listada embelleciendo la valla de hormigón encalado, farolillo a la entrada de la vivienda, cursis rótulos de azulejos con nombres como «El Reposo», «La Nineta», o «Bella Vista», todas ellas sombreadas por árboles. Casas y árboles con un futuro poco prometedor.

Me apeteció pasear por uno de estos ya anacrónicos pasajes y despedirme de un estilo de vida próximo a desaparecer. La última casa a la derecha se llamaba «Joia de Viure» y tenía el jardín en estado de abandono, afeado por toda clase de malas hierbas, por una mesa de patas metálicas y pequeños azulejos de colores vencida a un costado, y por un BMW que casi llenaba el pequeño jardín.

Trasponer la puerta no representó dificultad alguna, localizar el dormitorio al rodear la casa tampoco, solo había que seguir el sonido de los suspiros descontrolados que salían de la habitación y que estarían escandalizando a las monjas del Hospital situado tres calles más abajo. Santiago Antones estaba haciendo un buen trabajo, sin ningún lugar a dudas. Me entretuve en poner una grabadora en el alféizar de la ventana, ya que en ocasiones se dicen nombres, se expresan deseos, promesas, mil cosas que luego pueden ayudar como prueba testimonial. Estuve allí mientras duró la función, escuchando los suspiros de la rubia, a la que no le quedaban restos de su indignación anterior; imaginando la escena y babeando como un niño gordito ante el escaparate de una pastelería.

Una regla de obligado cumplimiento es que cuando se oye el último suspiro, es cuestión de recoger velas y largarse, a no ser que te hayan exigido pruebas fotográficas. En este caso, previamente, se debe pinchar un par de ruedas del coche de la pareja, y tener el propio a tiro de piedra. Solo entonces, en el momento más caliente de la acción, patear la ventana y empezar a disparar la cámara fotográfica como si estuviese pasando el último Tiranosaurius Rex vivo de la creación. El último paso es salir corriendo como si el Tiranosaurius te hubiese visto y se acordase de pronto de que no había desayunado. En este caso, y dado que Santiago Antones me conoce perfectamente, la idea me resultaba tan atractiva como liarse a mordiscos con un caimán, así que preferí dejar el reportaje gráfico para momento más oportuno, si se presentaba. En caso contrario, yo ya había visto El último tango en París. Y el cliente no me exigía reportaje fotográfico.

Me largué en el momento de encender los cigarrillos, ya saben. Antes de abandonar «La Joia de Viure», me entretuve poniendo mi reloj de muñeca apoyado en la rueda delantera del BMW, a la mañana siguiente pasaría a recogerlo. Para el informe.

Ustedes deben de estar imaginando una docena de formas mejores de estropear un reloj que poniéndolo detrás de la rueda delantera de un coche para que este lo aplaste cuando de marcha atrás. No se lo crean, para un detective privado esta es la manera más rentable. Al día siguiente, cuando fuese a recoger los restos del reloj, sabría exactamente a que hora abandonaron la casa Romeo y Julieta. ¿Lo entienden? El coche aplasta el reloj, inutilizándolo, la hora que marquen los restos será la hora en que abandonaron la casa. Y en los bazares del puerto los venden a 8 euros. Cuando los relojes eran suizos y valían un dineral salía más rentable quedarse bostezando el rato que hiciese falta delante del nido de amor. Y en ocasiones llovía, normalmente cuando no habías tenido la precaución de coger paraguas. Los chinos y su mano de obra barata nos han ahorrado algún que otro resfriado a los integrantes de nuestra profesión.

En casa encontré a Cariño gimiente como una viuda recién estrenada, debido a mi tardanza en sacarla a pasear. En el contestador, Maruchi la Desdentá me proponía acompañarme aquella noche y cometer juntos toda clase de procacidades.

Saqué a mi perra a pasear.

Antes acepté la propuesta de Maruchi.

En cualquier otra ocasión se lo cuento.

Les adelanto que aquella noche en mi estéreo no hubo música, la pusimos nosotros.