OCHO

El Sargento García llegó puntual como el sueño de un niño. Se mostraba relajado y sonriente, lo cual me pareció magnífico, así su tranquilidad promediaría con el nerviosismo que me invadía a mí. Algo que sucede siempre que Manuel asoma por mi horizonte. Al entrar García, hizo intención de cerrar la puerta, le pedí que la dejase entornada así evitaría que Manuel hurgase en la cerradura con su navaja. Dudaba que en los pocos días que hacía que no nos veíamos hubiese aprendido a llamar a mi puerta.

—¿Quieres beber algo, socio?

—Sí, un orujo de hierbas bien fresco.

—Me temo que no tengo de eso, García.

—¡Joder, mierda de bar!, pues un whisky de malta.

Mientras, en la cocina, le preparaba un vaso de whisky, oí al Sargento encendiendo el televisor y llamando a Cariño.

Cuando regresé, mi perra y el Sargento, cómodamente instalados en el sofá, miraban absortos el televisor. La mano de García tanteó el aire hasta que entró en contacto con el vaso que yo le tendía. En la pantalla, una exagerada acumulación de chinos se batían con filosófica nobleza tratando de decapitarse. En un lúgubre almacén abandonado con evidente aspecto de escuela de malhechores, dos tipos esbeltos como un bloque de hormigón sujetaban al chino bueno, mientras seis karatekas desnaturalizados se turnaban para aporrearle con golpes, cada uno de ellos mortales de necesidad.

Me disponía a arrebatar a Cariño de la mala influencia de García y los chinos, cuando el héroe de ojos rasgados, imagino que ligeramente molesto al recibir tantos golpes letales, se liberó de los dos gorilas que le atenazaban con un elegante movimiento de los músculos pectorales y fulminó a todos sus atacantes de cuatro certeras patadas (dos atacantes por patada), luego aprovechó el calentamiento para fumigar por riguroso orden de capacitación asesina (según las calificaciones obtenidas en el trimestre anterior) a la totalidad de la escuela de malhechores diplomados que le atacaban, y que hasta aquel momento no habían ocupado pantalla; con toda probabilidad estaban meditando en la habitación vecina. El héroe, rodeado de montones de malhechores comatosos, terminó su actuación con un marcial giro hacia la cámara y una reverencia respetuosa dirigida a sus masacrados oponentes, los cuales, antes de expirar de forma definitiva, aprovecharon la ocasión para lanzarle pinchudas bolas de hierro, afiladas dagas y retorcidas estrellas de asesino acero. El héroe las esquivó con una sonrisa desdeñosa y se alejó, solo, como corresponde a un esforzado paladín defensor de la justicia y el honor. Títulos de crédito ininteligibles acompañando al más habitual The End.

—Hostia, Humphrey, esta era de las buenas, deberían hacer más películas de estas por la tele, ya estoy harto de las sensiblerías que me hace ver mi mujer. ¿No tendrás alguna grabada en vídeo y la vemos mientras esperamos?

—Me temo que no, pero si te apetece…

La mano de García hizo señas de que guardase silencio mientras con la cabeza señalaba la escalera.

—Me parece que vamos a tener suerte —susurró.

Obvié aclarar que un servidor no tiene suerte ni para pillar la gripe andando descalzo por un parque nevado, pero los pasos amortiguados que se oían en la escalera indicaban que el Sargento tenía razón, siempre que considerásemos suerte la visita de Manuel.

Manuel empujó la puerta suavemente y se apoyó en el marco sin acabar de entrar, desde allí fue inspeccionando con lentitud toda la estancia.

—¡Cuánta gente! Pensaba que era una reunión entre tú y yo, payo. ¿Qué hace el madero aquí?

—García ya no es policía, Manuel. Me ayuda en la investigación, y hoy es imprescindible que esté aquí.

—¿Imprescindible pa´ qué?

—Para que todo vaya bien. Y ya te he dicho que García ya no es policía, trabaja para mí.

—Un madero siempre es un madero, payo. Y este especialmente.

—Y un canalla siempre es un canalla y yo no me quejo, caballero. ¿Qué pasa?, ¿de golpe te has vuelto cobarde? Venga, hombre, pasa, que nadie te va a comer.

Manuel entró, cogió una silla y se sentó frente a García. Durante unos segundos que a mí me parecieron muy largos, se estuvieron contemplando con serena curiosidad, casi como dos amigos que no se han visto en años y ya se han repuesto de la primera impresión. Manuel suspiró expirando el aire lentamente, sin dejar de estudiar a García.

—Arrieritos somos, amigo —dijo suavemente.

—Y en algún callejón nos encontraremos ¿eh? Bien está, hombre, bien está. Vamos a aclarar algunos cabos que mi socio y yo tenemos sueltos, si no te sabe mal. ¿Humphrey?

Para entrar en situación, fijé en mi mente la imagen de Alain, tendido en el suelo, rodeado del charco de sangre que había manado por su cuello abierto. No me costó demasiado. Más tarde me costó que abandonase mis sueños.

—Manuel, tú y yo hicimos un trato. Nada de violencia ni de interferir en mi trabajo, por tu parte o la de tus chicos ¿Es cierto?

Me miró con el mismo interés que miraría las obras completas de Víctor Hugo, luego puntualizó:

—Más o menos, payo, más o menos.

—¿Te parece poco violento degollar a una persona?

—Eso es muy feo, sí que lo es. Pero de momento no veo que a tu cuello le pase na’.

—Al de Alain sí que le pasó.

Si esperábamos que Manuel rompiese a llorar desconsoladamente y prometiese no hacerlo nunca más, deberíamos esperar un mejor momento. La expresión del gitano se mantuvo inalterable.

—Esa es una buena noticia —lo dijo prestando una enorme atención a sus largas y cuidadas uñas.

Por un momento, el Sargento García dio la impresión de abalanzarse sobre Manuel, luego volvió a adoptar una expresión soñadora y siguió acariciando el lomo de Cariño, que se lo pasaba realmente bien, acompañada de tanta buena gente.

Yo tenía una sorpresa para Manuel, y creí que mejor momento que aquel no se iba a presentar para obsequiársela. Saqué la bolsa de plástico transparente con la colilla que había recogido en el piso de Alain y se la enseñé.

Manuel paseó una mirada despectiva por la bolsa.

—¿Quieres cinco euros para comprarte un paquete de tabaco, Humphrey? Mira, mejor aún, te permito que te gastes algo del dinero que te dio el Tío.

—Yo no fumo, Manuel, pero tú sí, y lo haces sin guantes, o sea, que tus huellas dactilares están aquí, en el cigarrillo. Y lo recogí en el piso de Alain el día que lo asesinaste.

—¿Puedes demostrar algo de eso, payo?

—De momento no estamos para demostrar nada, figura. Humphrey me convenció de tu interés en descubrir al asesino de tu hermana. Empiezo a dudarlo —García había hablado sin levantar los ojos del lomo de Cariño, con voz apagada y un cierto deje de desilusión.

—Quiero a ese hijo de puta más que nada en esta vida, madero. Yo no maté al pringao aquel, cuando llegué ya estaba tieso.

—Muy bien, hijo, vamos mejorando. Ahora cuéntanos eso de que cuando llegaste ya estaba tieso. Y hazlo bien, piensa que esto es una reunión de amigos, si no colaboras y nos obligas a continuar la fiesta en comisaría no van a parar hasta que encuentren la verdad, y te la van a buscar hasta en el ojo del culo. Ya sabes como van esas cosas, ¿no? Pero qué preguntas hago, Manuel, claro que lo sabes, eres un hombre de mundo.

Manuel, antes de decidirse a hablar, me miró largamente, una mirada que auguraba cualquier cosa menos buenas intenciones.

—¡Ah! Por cierto, dale las gracias a Humphrey, él me ha convencido de que no hagamos intervenir a la policía. Yo era partidario de darle a la conversación un tono más formal, pero en este asunto él es el jefe. —García había captado la mirada de Manuel y decidió echarme un capote.

Manuel no respondió de momento, daba la impresión de valorar la información que acababa de recibir, finalmente asintió levemente con la cabeza y empezó a hablar.

—Hay poca cosa que contar, llegué allí, la puerta estaba abierta, entré al dormitorio. Lo encontré, estaba tendido, muerto. Ni le toqué, a los muertos hay que dejarlos en paz. Me largué sin mirar ni tocar nada, lo único que me interesaba ya no estaba a mi disposición.

—¿Y a qué fuiste, Manuel? —Posiblemente era una pregunta estúpida, pero me sentí en la obligación de preguntar algo también.

—¿Pues a qué iba a ir? Ni más ni menos que a lo que te imaginas, payo. El pringao ese debía ir por el mundo haciendo amigos, y alguno de ellos le encontró antes que yo.

—Si es cierto que no le mataste tú, me alegro sinceramente, Manuel. No creo que él la matase, el culpable aún no sabemos quién fue.

—El culpable fue él, payo. No importa quién la matase, el culpable fue él. Y si no lo fue, cumple con tu obligación y encuéntralo. Dámelo, para eso cobras.

—Manuel, lárgate antes de que me arrepienta. Ahora Humphrey y yo abriremos las ventanas para que se airee un poco la casa, y si tú estás no ganaremos gran cosa. Por cierto, si fuiste tú quien se lo cargó, te encontraré aunque te escondas en la cueva más retorcida del Sacromonte. Y si cuando estaba de servicio me saltaba un par de ordenanzas de vez en cuando, ahora me las puedo saltar todas. Y esto es algo que a ti no te conviene demasiado. —Las manos de García reposaban plácidamente sobre su regazo, muy cerca del bulto que en la cintura denunciaba la presencia de algo más contundente que las Ordenanzas Municipales.

—Si me buscas, no te costará mucho encontrarme.

—Lo sé, gitano, lo sé.

—Arrieritos somos, madero. Con Dios.

Manuel, levantándose, recordaba a un gran gato desperezándose, grande, suave, silencioso, peligroso. Un jodido gato hambriento. Siempre me reconforta verle marchar, lo único que me preocupa es que puede volver. Así y todo, no pude evitar intentar quedar como un tipo duro yo también. Para quedar bien con García, más que nada.

—Manuel, no interfieras de nuevo. Yo te avisaré cuando le atrapemos. —Estaba tan seguro de conseguirlo como de que, saltando con suficiente ilusión, podría llegar a la Luna.

—Con Dios, payo.

Lo último que hizo fue echar un vistazo curioso a Cariño. Se encogió desdeñosamente de hombros y se marchó dejando la puerta abierta, tal como la había encontrado.

—¿Qué te parece, Sargento?, ¿crees que es correcto dejarle marchar?

—No, claro que no, ese tipo solo estará bien cuando le haga compañía a Satanás en el infierno. Eso suponiendo que Satanás sea más malo que él, cosa que no me parece demasiado probable. Pero él no le mató; además, si le enchironamos tú tendrás que darle una serie de largas, muy largas explicaciones al Tío Matías. La única manera de evitarlas sería tener la certeza de que fue él quien se lo cargó. Y así y todo…, pero entonces no quedaría más remedio.

—¿Cómo estás tan seguro de que no fue él?

—Los gitanos no matan así, lo suyo son arrebatos temperamentales. Y en este caso con más razón si cabe, ya que no solo vulneraba el código de honor gitano, o su machismo, además se ha derramado la sangre de su sangre, de la niña de sus ojos, como él mismo te dijo. No, en este caso no le hubiese cortado el cuello limpiamente, le hubiese dado tantas puñaladas, que el pobre tipo habría quedado como un pellejo viejo. Manuel hubiese dejado todas sus huellas dactilares a modo de firma, su particular manera de pensar le hubiese obligado a hacerlo así. Y hace un rato no lo hubiese negado. Para él, el mayor motivo de orgullo sería demostrar su hombría cargándose al asesino de su hermana. Al tipo se lo cargó alguien que planeó el asunto y procuró no dejar rastro, fue algo limpio, sin odio, por necesidad quizás, por interés, tal vez por miedo. Este trabajo no lleva la firma de Manuel, de eso puedes estar seguro. Y si me equivoco me comprometo a no llamarte nunca más listillo, ni husmeacuernos, aunque sigas demostrándome que no eres más que un husmeacuernos listillo.

—Supongo que estás en lo cierto. Y ya que te muestras como un especialista en ética gitana, ¿tienes idea de la razón por la que Manuel, cuando se dirige a mí, siempre me llama payo? Cuando se dirige a ti, por ejemplo, no lo hace.

—Se me ocurre que en algún momento habrás hecho algo con lo que te has ganado aunque solo sea un resquicio de aprecio. Como no le gusta apreciarte, siempre que te habla se recuerda a sí mismo que eres su enemigo natural, que mereces su desprecio por el simple hecho de ser un payo. Una explicación retorcida si tú quieres, pero no se me ocurre nada mejor. Sería distinto si te llamase gilipollas, entonces encontraríamos un razonamiento lógico con cierta facilidad.

—Me admira tu ingenio, Sargento, la primera vez que te vi te consideré el patán más rústico que había conocido nunca. Y ya ves, cuando se te conoce resulta que no eres tan rústico. ¿Qué vamos a hacer ahora, Sargento?

—De momento, no nos queda más remedio que esperar a que Jareño nos pase las pruebas de laboratorio de lo que encontramos en el lugar en que hallaron el cuerpo. Y no estaría de más que vieses a tu contacto en la comuna, averigua si la muerte de Alain le ha sacudido la conciencia y recuerda alguna cosa que no nos haya dicho. Y otra cosa que voy a hacer ahora mismo es largarme a casa a cenar.

—Hombre, yo pensaba que te quedarías conmigo y Cariño. O podemos bajar y comprar algo preparado.

—¿Tú sabes cómo las gasta la señora Engracia? Pues mejor que no te tengas que enfrentar nunca a ella.

En aquel momento no pude por menos que comportarme con la misma malevolencia que cualquier ama de casa, frustrada por largos años de rumiar las razones por las que se había casado con su marido en lugar de hacerlo con Paul Newman o con el Príncipe Heredero de Liechtenstein.

—¿Quieres que la llame y le diga que estás conmigo, así no te reñirá?

—No, hombre, gracias, yo solo ya me apaño, mal pero me apaño. Por cierto, ¿quieres que te dé un par de hostias?

Cuando la perra y yo nos quedamos solos, lamenté haber sido tan poco caritativo con el Sargento, pero me duró poco, al cabo de diez segundos ni me acordaba.

Me pregunté cómo se habría enterado Manuel de la dirección de Alain y la imagen de Maruchi me vino a la mente con la claridad de un día de primavera. Las informaciones de la chica nunca son de uso exclusivo para un solo cliente, su principal lealtad es hacia el dinero.

Y si hemos de ser sinceros, yo no le había pedido que mantuviese silencio.

Claro que tampoco me hubiese hecho caso.

Aquella noche soñé con rubias remotamente parecidas a Goldie Hawn. Cuando estaba a punto de alcanzarlas se convertían en un dibujo animado con los rasgos caricaturizados de Manuel que me sonreía torcidamente mientras me aseguraba con voz truculenta:

—Siempre serás un payo, Humphrey, por mucho que lo intentes, siempre serás un payo.

Un oficio que ni siquiera te permite agradables sueños es una mierda de oficio. No dejo de pensar en las razones de mi madre, en sus consejos acerca de la conveniencia de colocarme de contable en un banco. Actualmente, mis sueños estarían poblados de enormes cajas de seguridad llenas de billetes de curso legal.

Y cuando las abriese, dentro me encontraría a Manuel.

Cada uno tiene la suerte que Dios le ha concedido.

No me voy a poner ahora a quejarme de la mía, que el Señor aprieta y si le da la gana ahoga.

Iba por ahí cuando me dormí.