El bar de la calle Hospital, donde Manuel me había dicho que siempre sabrían cómo localizarle, presentaba la distribución clásica de las tabernas de la Barcelona de los años cuarenta o cincuenta: al fondo del local, un mostrador de madera, ennegrecida por los innumerables codos que se habían apoyado en él, por el tiempo y por la falta de aseo, se apoyaba en un anacrónico juego de bisagras que, a modo de puente levadizo, permitía izar una sección del mismo, para facilitar la entrada y salida del personal.
Las mesas de madera, protegidas por manteles de hule de superficie cristalizada por las cagadas de mosca que los años habían acumulado, salpicaban sin orden aparente toda la superficie del local hasta alcanzar la puerta de salida. Las paredes laterales conservaban las marcas de toneles ya inexistentes, y el techo, sustentado por vigas de madera de sospechosa consistencia, estaba decorado con un universo de telarañas, que si no soportaban el techo para que no cayese junto a las maltratadas vigas, lo parecía.
—Quisiera contactar con Manuel —le dije a un fulano que lucía un bigote de pelos dispersos, restregaba un paño sucio sobre el mostrador y me miraba acercar sin mostrar el menor entusiasmo.
El palillo, que asomaba entre los dientes del espécimen encargado de comandar aquel tugurio, inició una danza morosa que parecía tener como objeto reubicar los pelos del bigote. Para compensar la movilidad del palillo, los ojos de mi interlocutor se quedaron inmóviles, fijos en un punto situado entre mi ojo derecho y el lugar del infinito donde residen todas las sospechas.
—¿Cuál Manuel? —Su voz resultaba tan agradable como una merienda campestre en el vertedero municipal.
—Heredia, Manuel Heredia. Es gitano.
—¿Hay alguien que conozca a un gitano que se llama Manuel? Que aquí el parroquiano quiere saberlo —de forma milagrosa consiguió articular las palabras sin abrir los labios. La impresión fue que era el palillo quien levantaba la voz para lanzar la pregunta.
Desde la pared en la que se habían apoyado al hacer la pregunta el palillo y su dueño, me miraba una chica delgada de tetas grandes, residente en un calendario del tipo que uno espera encontrar en el taller de plancha y pintura de la esquina.
No es descartable que los encargados del tipo de antro en el que yo me encontraba tengan un cuñado planchista, por tanto nada que objetar por este lado.
La chica de las tetas grandes me miraba convencida de que mi pregunta no tenía demasiado futuro; sin embargo, me sonreía animosa, como era su obligación. Nada que objetar tampoco por este lado.
La primera respuesta que recibí fue un sonoro eructo de paternidad desconocida que durante unos segundos quedó flotando en el apreciativo silencio del cuchitril. La segunda respuesta vino del fondo del local, y mostraba un matiz de claro principio de colaboración.
—¿Un tipo moreno, alto y siempre muy bien vestido, con una cicatriz en el mentón, tal vez?
—Sí, podría ser ese.
—Pues no, no le he visto en mi vida.
Alguien rio sonoramente desde un punto distinto del local del que procedía la voz. Decidí dedicar toda mi atención al fulano que había detrás del mondadientes.
—Dile que Humphrey le busca —le dije.
La chica de las tetas grandes no se mostró en absoluto impresionada y mantuvo su sonrisa ensayada, totalmente metida en su papel. Yo seguía sin poder objetar nada.
El tipo de las digestiones laboriosas soltó un eructo de mayor fuerza expansiva que el anterior, lo que pareció hacer feliz al mondadientes, que brincó entusiasmado entre los sucios dientes de su usuario.
Opté por largarme antes de acabar de perder la poca dignidad que me quedaba. Antes de encaminarme hacia la puerta lancé una mirada amenazadora sobre todas y cada una de las mesas y sus ocupantes. Y aunque nadie se mostró demasiado impresionado, las miradas fueron buscando mejores ocupaciones antes que sostener la mía. Quedé muy satisfecho con el intento.
Me largué dando un portazo y sin despedirme.
Lo lamenté por la chica delgada de las tetas grandes, con toda seguridad mi compañía debería ser más satisfactoria para ella que la que habitualmente tenía la desgracia de soportar.
Aunque con las chicas de calendario nunca se sabe.
Sospechaba que aquella noche recibiría la visita de Manuel. Y aunque a él no le haría feliz la presencia de García, yo me había comprometido a facilitarle una charla con el gitano.
Mercedes me recibió con una mirada ondulante al tiempo que se levantaba para que pudiese admirar su vestido, uno de esos modelos de punto que las chicas se acoplan con pulverizador para ir cómodas.
—¿Le gusta el vestido, señor Humphrey? Lo compré ayer y no he podido resistir la tentación de estrenarlo.
—Estás muy bien con el vestido, Mercedes, y supongo que sin él también. ¿Me ha llamado alguien?
—Un señor. ¿No le parece un poquitín atrevido mi vestido nuevo?
—Noooooo. ¿Qué quería el señor?
—Quería saber si su señora le pone los cuernos.
—¿Te lo ha dicho así?
—No, pero a mí no me engaña. Estaba muy triste. Y enfadado. Es posible que sea un bruto y la maltrate, sobre todo cuando se emborracha, por eso ella se va con otro, pero claro, ahora él no lo admite y los celos no le dejan vivir. En este país lo que pasa es que hay muchos machistas.
—Más que suspiros en el mar del amor, Mercedes.
—¡Uy, qué frase más bonita, señor Humphrey! ¿Escribe poesías?
—Bueno, de hecho varios de los poemas de Rubén Darío se los escribí yo, pero no vayas contándolo por ahí. ¿Cómo has quedado con este señor?
—Que llamará más tarde, le he dicho que no se preocupe demasiado por su señora, que ya verá como todo se arregla, que a veces las mujeres somos un poco caprichosas pero que si se ha casado con él será por algo.
—Claro, para ponerle los cuernos con el repartidor del supermercado.
—¿Lo ve?, todos los hombres son unos machistas.
—De acuerdo, de momento llama al Sargento García y pásame la comunicación.
Al cabo de tres risas y un sofocado ¡golfo!, el timbre de mi supletorio repiqueteó sobresaltando a un ejemplar de mosca ciudadana que se paseaba indolente sobre la superficie del teléfono, meditando acerca de la urgencia de encontrar alguna exquisita porquería sobre la que posarse a desayunar. La voz del Sargento sonaba más severa de lo que en realidad correspondía al humor del expolicía.
—Esta elementa te va a llevar a la condenación eterna, Humphrey. ¿Tienes algo nuevo?
—Supongo que esta noche Manuel se dará una vuelta por mi casa. Te espero allí, sobre las ocho si no tienes nada mejor que hacer.
—De acuerdo, allí estaré.
Entre resistir el acoso de Mercedes y su beligerante vestido nuevo y un paseo por las Ramblas, escogí esto último. Sin entusiasmos, pero lo hice. Lo hago constar para que nadie se olvide de anotar un punto extra en mi cuaderno de ética.
Crucé la Avenida del Paralel y me adentré por las callejas del Barrio Chino en dirección a las Ramblas; conforme me acercaba, sentía cada vez más próximo el aliento de respetabilidad que las hordas de turistas le confieren a esta parte de la ciudad; por su parte, el aroma a pobreza e infracción de las calles estrechas y húmedas se iba diluyendo lentamente. En la frontera entre ambos mundos, la sensación es de provisionalidad y desconfianza mutua, hay que cruzarla rápido para que no te venza el desconcierto.
Las Ramblas de Barcelona, el más bello paseo del mundo, según los exegetas de mente más calenturienta, es capaz de presentar muy diversas caras dependiendo de la hora del día, de la climatología del momento, del humor del paseante y de la estación en que lo visitemos. En primavera y en un soleado mediodía, acostumbra a presentar su faz más amable. Allí, los primeros turistas de pieles sonrojadas por un sol al que no están acostumbrados, mezclan sin el menor recato sus delirantes atuendos playeros con la vestimenta formal de los barceloneses en plena jornada laboral. Por la noche, el panorama cambia y el cemento se llena de catervas de borrachos aulladores que circulan con el cerebro embotado y la garganta aún no saciada de cerveza y vino malo con denominación de cava de alcantarilla.
Junto a ellos, por las Ramblas, circulan toda clase de vividores que procuran aliviar el peso de los bolsillos de nuestros visitantes por los procedimientos más diversos: los tradicionales descuideros, los vendedores de latas de bebidas que mantienen escondidas, a salvo de la policía municipal, en los huecos mugrientos de las trampillas de las llaves de control del servicio de agua potable ciudadano y los van sacando conforme los necesitan, son gente honesta que no cobra los virus con que se ha adornado la lata que le venden al turista. También andan por allí los carteristas, los trileros y sus ganchos, que ponen su habilidad como frontón donde rebota la avaricia y el ansia de aventuras de los incautos de turno. Los que practican la mendicidad más típica, gitanos rumanos que esparcen sus lamentos huecos entre los visitantes, atentos también al descuido, y un nuevo tipo de mendicantes que, disfrazándose con un leve toque artístico, reclaman su parte de botín.
La voz del diletante, que reconocí de inmediato, me alcanzó a la altura del Teatro del Liceo. Casi de inmediato, mi vecino Lucio estaba caminando a mi lado, mostrando un entusiasmo poco justificable bajo mi punto de vista, aún bajo el proceso de recuperación de los dolorosos efectos causados por el vestido nuevo de Mercedes.
—Oye, Humphrey, este barrio es una mina y nuestra escalera uno de los filones más importantes. ¡Qué tipos! ¡Qué historias! ¡Qué giros idiomáticos! En ocasiones debo pensar en el significado exacto de lo que me están diciendo, me veo obligado a traducir desde mi propio idioma a mi propio idioma para no perderme el significado exacto de sus palabras. Es fascinante. Rufino me cuenta anécdotas acerca de gente que conoció en la cárcel y de sus tiempos de atracador de bancos. Avelina me ha dicho que, si ella se decide a contarme sus aventuras de corista, más que un libro escribiré una colección. Me dijo, en un momento que Rufino no nos oía, que la llamaban «la Ricitos» y que era muy famosa, que por sus brazos había pasado gente importante de Barcelona. ¿Tú sabes si es verdad?
—Por lo que yo sé, parece que sí, aunque más que por sus brazos yo diría que entre sus piernas, pero es una cuestión de detalle. En su tiempo fue una celebridad y los hombres se mataban por ella. Y Rufino también tenía lo suyo por aquellos tiempos. ¿Quién lo diría ahora, eh?
En aquel momento, una mujer con el aspecto de un hipopótamo enano embutido en un vestido de lunares captó la atención de Lucio, quien meneando la cabeza repitió:
—Qué tipos humanos en estos barrios, Humphrey, qué tipos humanos.
—No, hombre, gente rara la hay en todos los sitios, te estás dejando llevar por el ambiente y tu entusiasmo, procura calmarte.
—Quizás tengas razón, pero es que… mira, te voy a contar la historia que Rufino me contó ayer, la historia del «Cabra». Me aseguró que, aparte de sus protagonistas, yo soy el único que la conoce ahora. Te la cuento tal como la escuché de sus labios, sin quitar ni añadir nada, es una historia que, relatada en una novela, el lector no se la creería. Y sin embargo es cierta, eso es lo mejor que tienen esas historias, el barniz de imposibilidad, de creación literaria que las adorna. Escucha atentamente porque merece la pena.
Deseé que Lucio no cumpliese su palabra y relatase la historia según su propio estilo, ya que el de Rufino eleva a la categoría de genialidad el estilo literario de un anuncio de lavavajillas. No tuve tiempo de pedírselo, llevado de su entusiasmo ya había arrancado a relatar la historia.
—«El Cabra» (un mal tipo incluso entre sus patibularios colegas) estaba con un grupo en el bar y se presentó en el local un mago y vidente profesional, experto en esoterismo, que por aquellos días estaba actuando en un teatro del Paralel. Alguien del grupo le conocía y le invitó a sentarse con ellos. Uno de los componentes de la tertulia le pidió que le leyese las líneas de la mano, y el mago accedió. En cuanto le cogió la mano, frunció el ceño y se aplicó en silencio, repasando con el dedo índice las líneas de la mano del tipo. Y no cesaba de murmurar: «Sorprendente, realmente sorprendente. ¿Cuántos años tienes?».
»—Treinta y cinco —le respondió.
»—Pues te pronostico que vas a pasar de los cien años, tienes la línea de la vida más larga que he visto en toda mi carrera. Mira, ¿ves esta línea de aquí?, pues es la que indica la duración de la vida de las personas y normalmente llega hasta aquí —le señalaba al hombre un punto de su mano—. Sin embargo, a ti te llega hasta la muñeca, parece querer rodear la mano y continuar por el dorso hasta vete a saber dónde. Es increíble, nunca había visto un caso de longevidad como el tuyo.
»Luego mostró a la gente que le rodeaba su propia línea de la vida, e hizo que alguno de los contertulios enseñase la suya. Todas eran notablemente más cortas que la de aquel tipo afortunado.
»—Esto es un engañabobos hombre, una estafa —saltó el Cabra—. ¿Cómo cojones vas a saber tú ni nadie lo que va a vivir alguien mirando su mano? Yo no te creo. Si estos gilipollas se lo quieren creer, peor para ellos, pero a mí no me tomas el pelo. Yo no soy tan ignorante como ellos.
»El mago, probablemente acostumbrado a aquel tipo de exabruptos, se lo tomó con calma, sonrió, le dio un par de palmaditas en el brazo al Cabra y habló.
»—Ni te conozco, ni tengo interés en convencerte, posiblemente no voy a verte más y me da lo mismo que me creas o no. Ni gano ni pierdo si lo que os estoy diciendo es cierto o no lo es, pero lo repito, tu amigo va a vivir muchos más años que cualquiera de los que estamos en esta mesa. Y yo no acostumbro a fallar. Ahora, si me perdonáis, me marcho, me están esperando en aquella mesa —señaló una mesa en la que dos hombres y tres mujeres charlaban apaciblemente alrededor de unas copas de cava.
»Y se marchó. En la mesa, todos intentaron convencer al Cabra de que aquel mago no era ningún estafador y que realmente las líneas de las manos muestran hechos pasados, presentes y futuros en la vida de cada persona. La tertulia duró muchas copas y muchas discrepancias, y el tema de la longevidad de aquel tipo se fue perdiendo entre otras muchas discusiones. El Cabra, de vez en cuando, se miraba la mano y murmuraba por lo bajo, sin dirigirse a nadie en particular.
»Ya avanzada la noche, el Cabra se levantó y dijo que se iba a la cama. Luego se despidió otro de los contertulios, y luego otro más. El afortunado longevo fue de los últimos en despedirse. No había hecho más que atravesar la puerta de la calle, cuando se oyó un disparo. La gente corrió a la puerta, el hombre yacía en mitad de un charco de sangre, le habían partido el corazón de un balazo. Le enterraron al día siguiente.
»El Cabra asistió al entierro. Al fin y al cabo, el muerto era uno de sus más antiguos colegas. Durante el entierro, Rufino asegura que el Cabra de vez en cuando sonreía de aquella manera suya, tan torcida, y en un par o tres de ocasiones, alguien le oyó murmurar:
»—Tonterías, joder, ya lo decía yo. Mucha ignorancia es lo que hay en este país, pero para joderme a mí hace falta más que un charlatán de feria.
»La policía nunca pudo encontrar al asesino, aunque dice Rufino que tampoco se molestaron mucho. ¿Qué te parece?
—Impresionante —le respondí al diletante, aunque lo cierto es que aquella era una historia que Rufino me había contado una docena de veces desde que vivía en aquella comunidad, y mientras la escuchaba de labios del diletante tuve que reprimir un par de bostezos.
—¿Crees que pueda ser verdad?
—¿Por qué no podría ser verdad? Cosas más estúpidas se han hecho en este barrio. Pero si quieres, puedes preguntárselo al mismo protagonista de la historia. ¿Has visto en alguna ocasión a ese limpiabotas que se pone por los alrededores del antiguo frontón?
—¿Un fulano canijo, con el párpado izquierdo caído, que anda un poco torcido? Muy maltratado por la vida, el hombrecillo. ¿Ese conoce al Cabra?
—Seguro. Él es el Cabra. Los antiguos del barrio no le llaman de otra manera. Y no creo que por el barrio circulen muchos «Cabras», y que además tengan aproximadamente la misma edad de Rufino.
—Pues no parece que el hombre pueda ser muy peligroso, pero te agradezco la información, me dejaré caer por allí y hablare con él. Oye, Humphrey, el que me tiene preocupado es Amadeo, el exboxeador. El tío me mira con una cara de odio que me preocupa. ¿He hecho algo que le haya podido ofender sin darme cuenta? ¿Tú sabes que es lo que le sucede?
—Ajá. No soporta eso de tener como convecino a un diletante. Dice que no soporta a esos tíos que hacen guarrerías con los chiquillos.
—Humphrey, por Dios. Esos son los pederastas.
—Claro, yo ya lo sé, pero ahora cuéntaselo a él. Pero te advierto que Amadeo ha sido siempre un tipo de convicciones firmes, y no le vas a convencer así como así.
—¡Pero el fulano está sonado!
—Del todo, Lucio, del todo, pero anda con ojo porque sigue conservando un gancho de izquierda bastante apreciable, y cuando alguien no le gusta tiene una irrefrenable tendencia a soltárselo. Normalmente, con un directo a la mandíbula tiene suficiente, pero si el tipo le resulta particularmente odioso acostumbra a rematarlo con una serie corta de derecha izquierda.
Dejé al diletante mirando el suelo de las Ramblas con cara de preocupación. De hecho, tenía razón en estar preocupado, el gancho de izquierda de Amadeo sigue siendo temible por muy sonado que esté.
La temperatura invitaba al paseo y yo, de cualquier manera, no tenía mayores obligaciones hasta la noche, cuando esperaba que Manuel me honrase con su visita. Y respecto al señor que sospechaba que su esposa le era infiel, tenía la tentación de abandonarlo en manos de Mercedes, quien con toda seguridad le podría proporcionar mayor consuelo que yo. Y el mundo en general sería un poco más justo en este caso. El único problema residía en el texto de la factura. Nuestra empresa no está epigrafiada para facturar según qué servicios.
En la puerta de El Corte Inglés de la Plaza de Cataluña, unos carteles monumentales anunciaban la presentación de una antología de las obras de Manuel Vázquez Montalbán, el resumen de las aventuras de Pepe Carvalho, el detective gourmet. En una ocasión, leí una de sus aventuras y desde entonces no dejo de pensar de dónde demonios obtenía el dinero para soportar su tren de vida. Supongo que de su militancia política. O de una herencia, tal vez. ¿Trabajando en la investigación privada? No, de verdad, me cuesta creerlo. Tal vez traficando con tabaco rubio americano por las costas de Galicia. Tal vez su novia prostituta le financiaba algún capricho. Entré en El Corte Inglés y compré un ejemplar para regalárselo a Maruchi, por si se le ocurría alguna buena idea que dulcificase mi vida. Si lo leyó no le causó ningún efecto que me afectase. Bueno, yo tampoco me podía quejar, en aquellos momentos tenía un maletín lleno de crujientes billetes de cien euros. Pero eran propiedad del Tío Matías, y el fulano en cuestión es más perjudicial que dos barcazas atiborradas de tabaco rubio americano.
Sin apenas darme cuenta, llegué hasta la puerta de la oficina de Enrique Vallés, probablemente un efecto colateral causado por mi reciente conversación con el diletante. Subí. La secretaria recepcionista es, en todos los aspectos, la antítesis de Mercedes, aunque también se llama así. Tiene ese tipo de eficiencia que se hace visible como un rótulo luminoso.
Ese día vestía larga falda plisada y una blusa holgada adornada con unos espantosos fruncidos laterales, que le hubiesen parecido recatadas a la madre superiora de un convento de las Siervas del Divino Santoral.
La dama emitía la inequívoca impresión de guardar toda su experiencia pasional en el bolso Louis Vuitton que colgaba del respaldo de su silla, al que confería peso una virginidad mantenida sin grandes dificultades y en alguna ocasión hasta con harto dolor. Por esas razones o por alguna otra que se me escapa, parecía consagrar su vida a paliar, hasta donde sus fuerzas se lo permitiesen, los efectos perniciosos que los visitantes como yo pudiesen causar en su jefe.
—¿Sí, de parte de quien? ¿Tenía usted visita concertada con el señor Vallés?
Sus ojos brillaban malévolamente tras unas gafas tipo Elton John, anchas patillas rosadas adornadas con algo que relucía. Su tono de voz indicaba bien a las claras la poca credibilidad que le merecía la idea de que su jefe pudiese conceder una entrevista a un fulano tan poco recomendable como yo.
—No, no tengo concertada visita con el señor Vallés, de cualquier forma dígale que Humphrey esta aquí.
—No creo que le reciba. —Lo dijo sin hacer el menor intento de avisar a Mediahostia, miraba obsesivamente a la grapadora que reposaba como un pez moribundo en sus manos.
Deseé que la mordiese, pero no lo hizo.
—Inténtelo, dulzura. Dígale que hoy no vengo armado.
Se levantó boqueando, tropezó con el archivador y dejó caer la grapadora que vino rebotando hasta mis pies.
—No se preocupe, cielo, yo se la cuidaré, usted avise a su jefe.
Desde el interior del despacho me llegaron unos susurros apresurados y la carcajada de Mediahostia.
Enrique Vallés apareció en la puerta rodeando con su escuálido brazo los hombros temblorosos de la mamá de la grapadora.
—No me pase llamadas, Mercedes, este señor y yo somos viejos amigos y es muy caro de ver.
Le tendí la grapadora a Mercedes y acoté con mi voz más truculenta:
—He procurado consolarla, pero está muy dolida con usted. Debería ser más cuidadosa.
—Venga, Humphrey, no asustes a la pobre Mercedes.
La pobre Mercedes retrocedió hacia el amparo que le ofrecía su mesa sin dejar de mirarme, no demasiado convencida de que mi presencia no comportase la potencial desaparición, no solo de su estabilidad emocional sino la de la civilización occidental en su totalidad.
—¿Sabes? Es sorprendente, mi secretaria también se llama Mercedes, se acaba de escapar de un correccional y la hemos fichado…
Mediahostia me señaló con la mano uno de los dos sillones que enfrentaban la moderna mesa de trabajo de su despacho, él se sentó en el otro.
—Cierto, Humphrey, es realmente sorprendente, dos Mercedes en nuestro país. Mercedes…, un nombre exótico, un nombre que trae a nuestra mente paisajes idílicos en países lejanos, olores extravagantes que nos inundan de sensaciones, de esperanzas de aventuras nunca antes imaginadas. Un nombre que abre espacios infinitos por donde navegar sin que por ello se vea coartada nuestra…
—Enrique, para ya, me estás jodiendo.
—¡Oh, perdona! ¿No lo decías por eso? Quizás el nombre de Mercedes conecta en tu mente analítica con alguno de los mayores misterios aún no resueltos de la historia criminal en nuestro país, tal vez te ha dado la clave para algún enunciado empírico que te haga descubrir los más recónditos secretos de la mente criminal. ¡Pero hombre de Dios!, si está estadísticamente demostrado que en nuestra ciudad el veinte por ciento de las mujeres se llaman Mercedes, si en cualquier rincón…
—Enrique, por favor, cierra la boca ¿Me permites?
—Claro, adelante.
—Gracias. Vete a tomar por el culo. Hay gente que cuando tienen un mal día se dedica a intimidar con gruñidos desagradables a la primera persona que tiene la desgracia de toparse con ellos. Tú no, tú les cubres con tu verborrea maloliente, te cachondeas de todo Dios con tu monserga altisonante. Eres capaz de putear a la Madre Teresa de Calcuta por el simple placer de ver pintarse el desconcierto en su cara. En resumen, eres el jodido pedorro más difícil de soportar que he conocido nunca.
—Bravo, Humphrey, así es como me gusta verte: en este terreno es donde destapas el tarro de tus mejores esencias. Mi querido amigo, eres el rey indiscutible del insulto soez, de la acometida arrabalera. Bienvenido, me alegro de verte, siempre es un placer gozar de tu compañía, además tenía necesidad de hablar contigo de negocios, te hubiese llamado yo. Dime, ¿qué es de tu atrabiliaria vida?
—Te he seguido con más o menos trabajo hasta «dime», luego me he perdido.
—Ya. Atrabiliaria, adusta, melancólica, ruda, huraña, arisca, desigual… vida.
—¡Ah, bueno! Por un momento pensé que me estabas faltando al respeto. Pues, respondiendo a tu pregunta: en este momento estoy metido en un caso muy feo de asesinato. Me ha contratado un tipo que, si lo resuelvo, es capaz de cubrirme de billetes de curso legal, aunque apestan a droga, violencia y prostitución, y si no lo resuelvo, es muy probable que ordene que me abran en canal y planten margaritas en mis tripas. Para animarlo un poco, en cuanto empiezo a investigar le rebanan el pescuezo a un pobre tipo que está metido en el asunto, aunque no sé exactamente en qué forma. Vengo a verte para descansar un poco y me sumerges en una de tus diarreas verbales más ofensivas. ¿Qué te parece mi atranosequecojones vida?
—Atrabiliaria, Humphrey. Me parece que te has metido en un mal asunto. ¿Por qué no continuas espiando a algún que otro adúltero despistado y dejas a los muertos para la policía? Por cierto, si el adúltero soy yo espero que tengas la decencia de advertirme.
—De acuerdo, pero tú pagas mis honorarios. ¿Sabes por qué hoy precisamente se me ha ocurrido venir a verte?
—Noooo, pero temo la respuesta, sea esta cual sea. Me lo cuentas abajo, en la cafetería mientras tomamos un café. De paso, Mercedes podrá reponerse de la impresión que le ha causado tu aparición, la pobre no está acostumbrada a tu particular sentido del humor.
Mercedes nos vio pasar con una mano apoyada en el esternón, vigilando la expresión de su jefe, intentando captar cualquier señal por su parte que indicase que debía llamar a la policía. Haciendo un esfuerzo logré cubrirla con una mirada de deseo mal contenido que tuvo el efecto de trasladar su mano hasta la base del cuello en un movimiento espasmódico.
—Estamos en la cafetería, Mercedes, si llama alguien le dice que regreso en media hora aproximadamente. Y tranquilícese, mujer, le repito que mi amigo no representa el menor peligro.
Yo, desde la espalda de Enrique Vallés, procuraba desmentir sus palabras, componiendo la expresión de un sacerdote maya en pleno sacrificio ritual.
La cafetería en cuestión tenía pretensiones. Desde la puerta giratoria de la entrada hasta la barra de madera noble, pasando por los camareros luciendo la vestimenta adecuada para un baile de sociedad, todo en ella lanzaba el mensaje de: «Aunque no les sea prohibida la entrada, no serán bienvenidos los ejecutivos de rango inferior a Director de Marketing». En la caja, sentada en un taburete aerodinámico con aspecto de estar a punto de despegar, estaba una morena más distante que el altiplano de Perú. Sin embargo, al ver a Mediahostia sufrió un acceso de timidez que la obligó a parpadear mientras ronroneaba:
—Buenos días, señor Vallés, pensaba que hoy ya no vendría a vernos.
Lo dijo con genuina preocupación. A mí, me miró con el mismo afecto que un maître a una mosca flotando en la crema de marisco acabada de servir al redactor de una revista de restauración.
Decidí no desearla.
—Verte es un placer que difícilmente me permito soslayar, Sandra. —Dejó caer la frase con la misma entonación que hubiese podido usar pidiendo una caja de cerillas, al menos así me lo pareció a mí. Sin embargo, a Sandra le debió de parecer algo radicalmente distinto, ya que sonrió con tanta dedicación que temí que le costase recuperar el adecuado ritmo respiratorio para completar su jornada laboral.
Nos sentamos al fondo del local, él pidió un café americano, yo un vaso de leche, aunque el hecho de que pagase él me incitara a pedir una bandeja de canapés.
—¿Qué me cuentas de sorprendente, Humphrey?
—Nada especial, Enrique, mientras paseaba por las Ramblas he coincidido con un vecino que se ha incorporado hace escasos días a nuestra comunidad. Un tipo peculiar, uno de esos fulanos que me hace pensar que el género humano tiene distintas especies, me recuerda mucho a ti.
—Supongo que debo considerar esto como una especie de cumplido expresado con tu particular uso del lenguaje. ¿Y por qué el personaje en cuestión te recuerda a mí?
—No sé, por la forma alambicada de expresarse, porque transmite una sensación de incapacidad para integrarse a mi mundo que le hace distinto, porque sus intereses me resultan tan extraños como a un alienígena el código de circulación. ¿Te imaginas un tipo que se presenta en mi escalera y le dice a todo el mundo que es un diletante?
—Muy renacentista, desde luego. Y hasta arriesgado diría yo, teniendo en cuenta la fauna que puebla tu escalera.
—Después de hablar con él, he recordado el tiempo que hacía que no nos veíamos y me ha apetecido venir a visitarte. La mayoría de la gente que conozco, cuando quiere darse un baño de exotismo, viaja hasta el Caribe o cualquier otro lugar alejado y exótico. Yo vengo a verte a ti. Ahorro dinero.
—Y yo te recibo con genuino placer. Y cuando te vas, agradezco que no intentes ponerme un aro en el hocico y me pasees, exhibiéndome entre lo más selecto de tus amistades. Cobrándoles, por supuesto.
—Podríamos ganar dinero, no te creas. Repartiría los beneficios contigo.
—Cuando haces gala de ese tipo de sarcasmo, llego a sospechar que con la formación adecuada podrías llegar a alcanzar un nivel mental cercano al de una persona culta. Y hablando de ganar dinero, tengo algo para ti, de hecho estaba a punto de llamarte. Un abogado amigo mío necesita la colaboración de un experto en tu especialidad, su colaborador habitual ha sufrido un accidente y estará de baja durante un tiempo. Ve a verlo o llámale, supongo que no tendrás dificultades en ponerte de acuerdo en el aspecto económico, es una persona seria y solvente.
Mediahostia me tendía una tarjeta de visita que había sacado de su billetera. Intentó mirarme a los ojos pero no le salió excesivamente bien.
—¿Hay truco, Enrique?
—Te aseguro que lo que te va a proponer no se aparta en absoluto de tu actividad profesional habitual; si así fuese, yo lo desconozco y puedes plantarle sin el menor recato. Yo creo que al poneros en contacto os hago un favor a ambos.
Ahora la mirada sí que le salió bien. De cualquier forma, aquello tenía un cierto tufo a monigote con muelle en los pies dispuesto a saltar en cuanto abriese la caja equivocada. En mi profesión, un cierto tufo a lo que sea no es, ni mucho menos, motivo suficiente para despreciar un trabajo, si alguien entra en tu oficina y te ofrece un trabajo que no huele a infortunio es que se ha equivocado de puerta. Acabas acostumbrándote; el problema se da cuando el día en que te lo ofrecen tienes las narices tapadas.
—De acuerdo, le llamaré en cualquier momento.
—Me dijo que le corría cierta prisa. ¿Quieres que le llamemos desde mi móvil?
—Tú mismo.
El teléfono que me tendió Mediahostia era una miniatura plateada que debía de costar el equivalente a la producción diaria de un pozo petrolífero en Arabia Saudita, se manejaba a través de una pantalla táctil, el teclado auxiliar se desplegaba elegantemente si lo deseabas y se convertía en un ordenador de bolsillo. Temí que me mordiese y lo cogí con cuidado. La voz que me saludó desde el otro lado de la línea dibujaba al clásico espécimen de educación esmerada, bolsillo con exceso de peso y problemas para encontrar una hora libre para que el psiquiatra le librase de sus problemas. Me gusta tratar con este tipo de gente. Son agradecidos cuando comprueban que tengo más escrúpulos que su psiquiatra y les cobro la hora a mitad de precio. Fijamos una entrevista para aquella misma tarde.
¿Por qué no? Al fin y al cabo mi única tarea pendiente era descubrir a un asesino para que el Tío Matías no me hiciese culpable de todas las desgracias que aquejan a los gitanos desde que Julio César los expulsó de Egipto. ¡Con lo bien que estaban ellos cuidando la sombra de las Pirámides!
—Es un buen tipo, Humphrey. Y no me extrañaría que pudieses acabar haciéndote cargo de todos sus casos. Trátale bien.
Enrique seguía mirando bien, a mí me seguía oliendo mal. Vamos a llamarlo un caso de ataque de intuición errónea. También podríamos decir que dudaba de las intenciones del cielo enviándome un caso agradable para compensar el encargo envenenado del Tío Matías.
—He nacido para tratar bien a la gente, Enrique. El problema es que siempre me encuentro en el lugar menos adecuado y en el momento menos oportuno para hacerlo.
—De acuerdo, filósofo. ¿Te apetece que nos quedemos a comer aquí mismo? Si no te muestras demasiado exigente, se come bastante bien.
Partiendo de la base de que iba a pagar Mediahostia, me apeteció mostrarme cinco puntos más exigente que mi media habitual, a pesar de lo cual comí ocho puntos por encima de la mencionada media. La conversación de mi amigo fue, como siempre, amena, culta y tremendamente interesante.
Así y todo no me estropeó la excelente comida.
Entre otras cosas, me contó acerca del encanto con que dotan los diletantes a cualquier sociedad, a pesar de ser absolutamente improductivos para la misma en términos de progreso activo. Uso sus propias palabras para que nadie pueda hacerme responsable de opiniones que en «términos de progreso activo me resultan absolutamente improductivas».
De cualquier manera, anoté mentalmente la posibilidad de decirle a Amadeo que acababa de ver a nuestro diletante molestando a un niño del vecindario, para que le rompiera la crisma con un gancho de izquierda.
¡Por improductivo!
Sandra, la morena distante, comenzó a acomodarse el pelo en cuanto oteó a Enrique Vallés levantándose. Cuando llegamos a su altura era ya un mar de delicados aspavientos que me hicieron temer por su estabilidad emocional. Tomó la tarjeta de crédito que le tendía mi amigo con la misma reverencia que Sir Lancelot del Lago tomó el Santo Grial antes de tropezar con el ruedo del vestido de la Reina Ginebra. Nos despidió con una sonrisa que hizo subir tres puntos porcentuales la humedad del local. A mí ni me miró.
Parece mentira la capacidad de disimulo que pueden llegar a mostrar las morenas distantes hacia mi persona.
Mientras nos despedíamos en la puerta de su oficina, le pregunté a Mediahostia si tenía noticias del asesinato de Soleá.
—Seguí la noticia en los periódicos, pero ya sabes cómo van estas cosas, el primer día le dan la primera pagina, el segundo la sección de sucesos, el tercer día el olvido total si no ha habido novedades.
—¿Por qué crees que la gente es capaz de hacer semejantes barbaridades, Enrique?
—El género humano únicamente hace este tipo de cosas por dos motivos: placer o temor. Tu problema es que el placer y el temor pueden tomar tantas formas que llegar a averiguar cuál de ellas ha sido la causante puede resultar imposible.
Seguro que ustedes ya han comprendido el motivo por el que yo aprendo tantas cosas hablando con Mediahostia. Su última sentencia me será muy útil el día que me decida a escribir un tratado de criminología. Mientras, sigo sin tener la más mínima idea de por qué la gente es capaz de cometer semejantes barbaridades.
El abogado amigo de Enrique Vallés al que fui a visitar se llamaba Sebastián Pérez y era el clásico tipo que, a pesar de rezumar prosperidad y éxito por cada uno de los poros de su cuerpo, transmite la inequívoca sensación de que su esposa comparte sus emociones más íntimas con uno o varios amantes. En su caso, yo aposté por varios. Supongo que están ustedes pensando que el número de amantes en circulación depende más de la esposa que de la cara del marido. Sí, pero…
En cierta ocasión, un cinturón negro de judo, o sea, un especialista en administrar golpes mortales hasta con las cejas, me aseguró que hay caras que, por su textura, su forma, sus dimensiones y su expresión, van por el mundo reclamando que alguien las llene de golpes. Siguiendo la misma línea de pensamiento aplicada a mi especialidad, les puedo asegurar que hay caras que van por el mundo suplicando que su esposa las adorne de la forma que considere más conveniente. Y en ese aspecto acabamos todos teniendo una espectacular falta de imaginación.
Por lo demás, el tipo daba la impresión de ser una excelente persona; no obstante, lo puse bajo revisión. En mi oficio, y aunque solo sea por higiene, hay que poner en tela de juicio cualquier cosa, lugar o persona, por inocentes que parezcan. Además, mi olfato seguía diciéndome que debía observar atentamente dónde pisaba, según qué se pega a tus zapatos cuesta mucho de quitar.
Conocí a un par de fulanos que tenían la costumbre de confiar a primera vista en las personas y los lugares que visitaban. Hace ya algún tiempo que gozan de la compañía del Padre Eterno.
Uno de ellos murió de sida, el otro de un balazo.
Y ni siquiera tuvieron un entierro decente.
La secretaria de Sebastián Pérez, una veterana del movimiento hippie reciclada a guardiana de las buenas costumbres, a juzgar por la circunspección de sus modales y estilo de vestir, me acompañó hasta el despacho del señor Pérez. Era una casa antigua e inacabable, y a su despacho se llegaba a través de un largo pasillo, desde cuyas paredes nos contemplaron pasar los meditativos retratos de tipos muertos hacía ya largos años. Todos ellos demasiado serios, así que preferí admirar el bonito balanceo de las caderas de la mujer que me precedía.
Si lo aprendió en la comuna, debía de ser una comuna interesante.
Si lo aprendió en el colegio, las monjas debían de estar escandalizadas.
Fuera como fuese, las caderas de aquella mujer eran un excelente tema de meditación.
El señor Pérez me esperaba de pie en el otro lado de la puerta, la mano extendida como señal de reconocimiento y bienvenida. Al tomarle la mano le olfateé con disimulo. Colonia de marca cara, tabaco de pipa caro, nada de sangre coagulada.
—El señor Céspedes, ¿no es así? Mi buen amigo Vallés me ha hablado muy bien de usted.
—Por favor, llámeme Humphrey, todo el mundo lo hace y ya me he acostumbrado.
—Bien, Humphrey, como desee. Me imagino que Vallés ya le habrá contado que el investigador con el que trabajo habitualmente está de forma temporal imposibilitado para el servicio activo…
Imposibilitado para el servicio activo, tratándose de un detective privado, podría significar que estaba recuperándose de una paliza en la cama de algún hospital, o haciendo amistades en la cárcel Modelo de Barcelona. Esta última posibilidad, refiriéndonos a un colega, me seducía especialmente; decidí, por tanto, no tomar en consideración cualquier otra.
—… y en estos momentos, estoy tratando un caso de divorcio y necesito con urgencia un informe de las actividades de la señora en cuestión…
Por puro vicio paseé la mirada por la mesa de mi recién adquirido amigo Pérez, buscaba la inevitable fotografía de una señora sonriente con la pareja de retoños flanqueándola (te queremos, papá), orgullosa de su prole, orgullosa de presidir la mesa de su esposo (al mejor marido), dispuesta a animar con su presencia su dura jornada laboral, musa infatigable en sus más duras decisiones (no corras, papá, no vayas a hostiarte, nosotros te esperamos), reposo de su mirada fatigada (siéntate, querido, ¿quieres que te prepare un whisky?), deseosa de amarle (hoy no, cielo, tengo una horrible jaqueca).
No estaba, la fotografía brillaba por su ausencia. Y era la mesa adecuada para que estuviese, especialmente teniendo en cuenta el pesado anillo matrimonial que lucía el amigo Pérez. Di un vistazo rápido a las paredes, confiando todavía en que la sonrisa de la señora con niños me librase de la sensación de que la confianza del señor Pérez en su sonriente esposa estaba bajo mínimos. Me harte de ver diplomas. El tipo que estaba frente a mí debía de ser un estudiante portentoso o los compraba al por mayor en las tiendas de chinos. De señora con niños, nada. Me entristeció. A pesar de que nuestra amistad era reciente, yo estaba convencido de que Pérez merecía ser feliz en su matrimonio, por voluminosos y evidentes que fuesen sus cuernos. Ya saben ustedes que se puede ser cornudo y al mismo tiempo feliz, todo consiste en no enterarse, una buena manera de hacerlo es no frecuentar las compañías de detectives privados.
—… le hago a usted conocedor de los procedimientos habituales, por lo que no creo necesario darle más detalles que los estrictamente necesarios; respecto a sus emolumentos, adaptémonos a su tarifa habitual, no creo que ello nos vaya a representar problemas.
Los detalles estrictamente necesarios consistieron en una fotografía tamaño trece por dieciocho que mostraba a una sonriente mujer de mediana edad, con un lejano parecido a Goldie Hawn; una dirección de la parte alta de Barcelona; la matrícula de un automóvil Audi modelo TT, y la indicación de que la señora en cuestión acostumbraba a salir de su casa alrededor de las cinco de la tarde.
—¿Necesita fotos de la boda?
—¿Perdón? —El señor Pérez parecía francamente sorprendido, su sentido del humor me hizo sospechar que una velada en su compañía intercambiando agudezas no sería la mejor opción para un día que no tuviese nada que hacer.
—¿Necesita usted material fotográfico que no deje lugar a dudas acerca de las actividades de la señora de la fotografía?
—No es estrictamente necesario, especialmente si sus actividades no dejan lugar a dudas, aunque lo preferiría. Lo dejo a su albedrío; si obtener esas fotografías comporta riesgos, absténgase.
—Las fotografías nunca representan un peligro, señor Pérez, el peligro acostumbra a venir de la persona fotografiada y la señora, a primera vista, me ha parecido más atractiva que peligrosa. ¿O tal vez estoy equivocado?
—No, claro, supongo que no. —El señor Pérez estudiaba con dedicación digna de alabanza la punta de su bolígrafo de oro. Al no recibir una revelación sorprendente por parte del bolígrafo, lo depositó sobre la mesa y suspiró desconsoladamente. Le comprendí perfectamente, hubo un tiempo en que me harté de mirar la punta de un bolígrafo, concretamente en cada ocasión en que me visitaba mi casero.
—¿Qué me dice acerca del presunto acompañante de la señora?, ¿puede ser peligroso si se da cuenta de que es el protagonista indeseado de un reportaje fotográfico?
—No lo sé. Créame, señor Humphrey, no sabemos quién pueda ser el presunto acompañante de la señora. —En esta ocasión intentó mirarme a mí directamente. Casi lo consiguió, sin embargo sus ojos se desviaron ligeramente y tomaron un primer plano de mi oreja derecha.
Ni yo ni mi oreja lo veíamos claro. Valoré la posibilidad de rechazar el trabajo. Mientras sopesaba los pros y contras de la situación, escuché mi voz que por su cuenta y riesgo decía:
—De acuerdo, señor Pérez, le tendré informado del desarrollo de mi investigación.
—Gracias, señor Humphrey, mi secretaria le acompañará y le hará entrega de un sobre con un adelanto para gastos, fírmele el recibo adjunto si es tan amable —al decirlo pulsó un botón del supletorio telefónico.
—¿Me permite una última pregunta, señor Pérez?
—Claro, dígame.
—El nombre de su colaborador habitual.
—¿Es necesario? —que la pregunta no le gustaba era evidente, la razón de su disgusto no tanto.
—No, pero tampoco veo ninguna razón para que permanezca en secreto.
—La Agencia Pallarés es desde hace un buen número de años la empresa que se hace cargo de las investigaciones necesarias para mis clientes. ¿Satisfecho?
—Claro, es usted muy amable.
La veterana del movimiento hippie se había materializado en la puerta y se apartaba recatadamente, cediéndome el paso.
La seguí hasta su mesa, donde me entregó un sobre blanco con un reconfortante bulto que desprendía un delicado aroma de dinero fresco. Le firmé el recibo que me tendía. Antes de marchar, con la mano en el tirador de la puerta y sin guardar el sobre, le dije:
—En este momento soy un hombre moderadamente rico, puedo invitarla a cenar, ¿qué le parece?
—Me parece que voy a estar demasiado ocupada para poder aceptar.
—Tendremos flores y marihuana de calidad.
Salió de detrás de su mesa y se acercó a la puerta, me puso la mano en la espalda:
—Buen intento, chico malo, solo que con unos cuantos años de retraso.
Luego me empujó suavemente hasta que pudo cerrar la puerta.
Me detuve en el bar de la esquina a tomar una naranjada y comprobar el contenido del sobre. Eran cuatro billetes de quinientos euros cada uno, lo cual, como adelanto para gastos, me pareció condenadamente bien, tendría que esmerarme para gastar todo aquel dinero solo siguiendo a una señora rubia con ganas de jaleo. Al respecto de la Agencia Pallarés, temía que el señor Pérez no tenía muy claro a qué se dedicaban. Que yo supiese, no se ensuciaban las manos en investigaciones del tipo que nos ocupaba, se dedicaban a cuestiones laborales, y si en alguna ocasión se cruzaba en su camino un buen montón de mierda llamaban a algún basurero especializado. A mí, por ejemplo.
Eran las seis de la tarde, Cariño estaría esperándome para su paseo diario, así que me dirigí a casa. A las ocho esperaba al Sargento García, y si había suerte a Manuel.
Habría suerte, Manuel es un hijo de puta serio, acude a sus citas.
Tomé un autobús que me acercaba a una distancia conveniente de casa. En el asiento posterior al mío, dos mujeres hablaban de sus cosas. Por la jerga que usaban, un idioma lejanamente emparentado con el castellano, supuse que serían de la vecindad. Me entretuve tomando notas mentales de algunas de sus frases, y pensando la traducción que les daría el diletante si llegaban a sus oídos.
—¿Cómo está tu cuñao? —Habló una rubia de pelo entreverado con canas más veteranas que su última visita a la peluquería.
—Pos dentro de lo peor, ha mejorao.
Traducción previsible del diletante: «El sujeto objeto de la pregunta, una vez fallecido, presenta mejor aspecto».
—¿Pos que le pasó?
—Se jincó toa la paré en toa la mitá de la cabeza —le contestó la comadre más joven mirando por la ventanilla.
Traducción previsible del diletante: «Se inyectó una porción de pared directamente en la cabeza, o sea, sin pasar por la vena».
—Ayer mi nene me se portó mu bien, me sa comío to. —De nuevo la joven, poco interesada en los problemas de salud de su cuñao.
Traducción previsible del diletante: «Prístino caso de canibalismo infantil inconcluso, dado que la madre aún conserva las facultades físicas necesarias para mostrar orgullo».
—Tonses fue cuando yo le dije. Le dije, cuando tú me fuiste desir lo que ella te había dicho, voy y le digo yo a ella: tú a mí no me digas que ya no te lo había dicho yo tonses, antes de que tú me fueras desir lo que me dijiste.
Traducción previsible del diletante: «Trabalenguas esotérico. Tomando como base el verbo decir, la clave se obtiene sumando el número de letras de los distintos tiempos del mismo verbo que aparecen en la frase; dividido por el mencionado número de veces que estos aparecen, da el número tres, o siete, según la longitud de la frase. Ambos, números mágicos que conectan con el título del capítulo tercero o bien séptimo del Misterio de las catedrales de Fulcanelli, y dan pie a más profundas investigaciones tendentes a la consecución de la Piedra Filosofal».
Más o menos.
Efectivamente, éramos convecinos, ellas bajaron una parada antes de la que me correspondía a mí. Lo último que escuché de su conversación, fue:
—Pos le dije yo, me vas tú a decir a mí…
El resto se perdió en el marasmo del rumor ciudadano.