Entre la Ronda del Litoral, la atiborrada cinta de asfalto que permite cruzar Barcelona bordeando el mar —tardando, con un poco de suerte, algo menos de lo que se tarda en chuparse todos los semáforos de la ciudad— y la carretera que se empina hasta la cima de la montaña de Montjuich, resiste en estado salvaje una intrincada maraña de chumberas y zarzas a la que nadie presta atención. Paramos el coche en el punto de la carretera de Montjuich en que una cinta de color amarillo señalaba donde fue hallado el cuerpo sin vida de Soleá.
—Por aquí bajó el cuerpo. —El Sargento García me señalaba una trocha que se abría paso entre las chumberas—. Pararon el coche aquí, donde estamos nosotros, y la tiraron; el cuerpo bajó rodando y paró allí, encalló entre aquellas dos chumberas grandes. Vamos a bajar, busca con cuidado entre la maleza y, si ves algo que te llame la atención, no lo toques, avísame. En teoría, los de la Científica ya han peinado la zona, pero nunca se sabe.
Habían transcurrido unos diez minutos desde que bajamos, estaba hasta los cojones de los pinchos de las chumberas, oía al Sargento refunfuñar en un murmullo continuado unos metros más abajo de donde yo me encontraba, manejaba conceptos poco habituales de la palabra alma en relación con alguna función corporal, lo que me hizo pensar que sentía hacia las chumberas el mismo cariño que yo. El rayo de sol que incidió sobre el objeto que estaba dos metros más allá de mi posición envió a mis ojos un brillo tan impertinente como la mirada de una adolescente al adulto que la sorprende fumando su primer cigarrillo.
—García, aquí hay algo que brilla.
Era cilíndrico y plano. El Sargento subió los metros que lo separaban de mi posición y usó un palo que llevaba en la mano para ensartarlo y sacarlo de entre la legión de pinchos que lo protegía. Era un modesto aro metálico y tenía dos feas manchas oscuras. Fue a parar a una bolsa de plástico transparente que García sacó de su bolsillo.
—Sangre —dijo el Sargento, y se dirigió hacia otro punto.
Transcurrieron diez minutos más de pinchazos antes de que García diese la orden de subir. Estudió desde arriba las chumberas y algo dio la impresión de que no le acababa de satisfacer, dijo:
—Ahora tú bajas diez metros hacia la derecha, yo diez metros hacia la izquierda, y hasta la misma profundidad que tiene la trocha aquí.
Tras quince infructuosos minutos de paseo, entre una orgía de plantas cargadas de pinchos, durante los cuales medité acerca de las intenciones de Dios al crear las chumberas, accedí de nuevo a la carretera donde me esperaba García con una nueva bolsa de plástico en sus manos. En el interior, un trozo de goma negra se retorcía sobre sí misma.
—¿Qué es eso?
—Un trozo de goma negra.
—No me jodas, García, hubiese jurado que era el Titanic.
—No, es un trozo de goma negra. Y si no me equivoco, está manchado de sangre como el aro que has encontrado tú, lo cual, por lo que hace referencia a nosotros, lo hace más importante que el Titanic y el Arca de Noé juntas.
—¿Qué vas a hacer con esas cosas?
—Hablaré con Jareño para que las analicen, lo más probable es que la sangre de la chica coincida con estas manchas.
—¿Y qué tendremos entonces?
—La casi certeza de que estos dos objetos pertenecen al asesino.
—Fantástico, solo tenemos que preguntar a todos los habitantes de Barcelona y provincia quién ha perdido un trozo de goma negra y caso resuelto.
—¿No se te ocurre qué puede ser este trozo de goma negra, Humphrey?
García parecía haber perdido toda la agresividad de la que habitualmente hace gala, estaba concentrado y me trataba como a su compañero. Me gustó. Quizás solo fue la falta de costumbre.
—Si no fuese negra y tan gruesa podría ser una de esas cintas elásticas que usan los practicantes para presionar el brazo y que sobresalga la vena. Claro que si la usaba un drogadicto no sería demasiado puntilloso con el color.
—Sí, Humphrey, podría ser esto último, pero me parece que es un trozo de pulpo. Son esas gomas rematadas por pequeños garfios metálicos que sirven para asegurar paquetes en el techo del coche, por ejemplo.
—Bien, entonces la cosa es más sencilla, solo tenemos que detener a todos los propietarios de coche de Barcelona ciudad, a los de la provincia los reservamos por si fallan los primeros. —Los pinchazos, que me latían en las manos como un mal de amores, me hacían estar alegre como un coro de condenados a muerte. Sin embargo, García parecía no estar molesto con mi actitud; al contrario, su voz era contemporizadora como los argumentos de un asesor inmobiliario.
—Mira, listillo, por algo hay que empezar. Y ya tenemos algo, yo creo que deberíamos descartar los turismos. No creo que a Soleá la llevasen en el maletero de un turismo y eso es algo que Jareño nos dirá con un porcentaje de fiabilidad muy alto.
—No te sigo, García, perdóname pero no te sigo. ¿Qué tiene que ver el maletero de los turismos con el trozo de pulpo?
—Un usuario de turismo difícilmente lleva un pulpo en otro sitio que no sea el maletero, especialmente un trozo de pulpo roto, ese acostumbra a tirarlo. Por tanto, si Jareño nos confirma que a Soleá no la llevaron en el maletero del coche, podremos empezar a pensar en otro tipo de vehículo, por ejemplo una furgoneta de transporte, o un camión, vehículos donde un trozo de pulpo roto no es algo insólito.
—¿Y por qué te inclinas a pensar que no la trasladaron en el maletero de un turismo normal y corriente?
—Buena pregunta. No lo sé con certeza, pero si lo piensas con detenimiento esto tiene la pinta de una juerga pasada de rosca, donde la reacción es distinta a la de un crimen premeditado. Es posible que los hechos sucediesen en la misma zona del vehículo donde estaba tirado el trozo de pulpo. Si es así, el criminal, en cuanto se encuentra con un cadáver en las manos, se larga con él lo más rápido posible, llega a un lugar que le parece apropiado para abandonarlo, y huye. Lo del maletero suena más a sentarse y pensar. Necesitamos una base para proseguir la investigación y mientras no encontremos otra mejor esta sirve, hasta es posible que sea la buena.
—Y el aro manchado de sangre, ¿dónde encaja en esa historia?
—De momento en ningún sitio, pero encajará, si Dios quiere encajará. Venga, capullo, vamos a algún sitio en donde sean capaces de aliviarme un poco las manos, los pinchazos me están matando.
Sentí un profundo consuelo, el fulano también era humano y sufría como yo a causa de los pinchazos.
En la farmacia vecina a la Agencia atiende un mozo famoso en todo el barrio por su flema y su tendencia a quitar importancia a los males ajenos. También sabe de mi escasa predisposición hacia las medidas violentas. Acerca de la predisposición del Sargento García sabía muy poca cosa.
—La hostia, lo que sois capaces de hacer la gente con tal de no comprar los higos en la tienda.
—Venga, Paco, piensa en qué nos puedes dar para que nos alivie este horror.
—Yo creo que lo mejor es que toméis un sobrecito de tila cada cuatro horas durante dos o tres semanas. Je je je.
García estaba ausente, prendida su atención en una báscula electrónica nueva, que pesa, mide, toma la tensión arterial, cuenta las pulsaciones cardiacas, detecta el grado de azúcar en la sangre y vaticina la fecha de tu muerte por sobredosis con una aproximación de seis o siete pinchazos.
De súbito, el brazo de García salió disparado hacia el mostrador, aferró el cuello de la bata del mozo y le impulsó hasta que medio cuerpo del pobre tipo estuvo instalado sobre el mostrador. Solo entonces dejó de observar la báscula y trasladó su atención hacia el aterrorizado Paco, que intentaba tomar aire con la boca abierta.
—Escucha, mamón, desde el mismo momento en que he entrado por la puerta estoy calculando el tiempo que puedo tardar en meterte esta báscula por el culo. No me salen las cuentas y ya me tienta probarlo, o sea que danos algo para aliviar el dolor y mi amigo y yo nos largaremos sin que nadie salga herido.
Dos tubos de pomada y un analgésico. De tila, nada. Y la faena fue mía para que el pobre tipo nos cobrase.
Lo que no consiga una argumentación razonada y basada en las ventajas de la colaboración entre personas de buena voluntad…
Subimos a la Agencia. Mercedes nos recibió revoloteando alborozada. Seguía llena de emoción por estar trabajando a las órdenes de tipos peligrosos. Las tetas, librando una desigual batalla con los botones de la blusa de su hermana menor, amenazaban con salir a pasear a cada paso que daba su dueña.
—Señor Humphrey, el señor Cunqueiro no está, tenía una reunión importante fuera de la oficina con unos posibles colaboradores…
—Que deben de acabar de salir de la cárcel con la condicional, beneficiándose del exceso de población reclusa… —masculló detrás de mí el Sargento.
—No señor —protestó ofendida Mercedes, que no parecía dispuesta a que mancillasen la buena fama de uno de sus héroes—, el señor Cunqueiro no me ha dicho que fuese a la cárcel, creo que se reunían en la Asociación de Caballeros Legionarios, aunque en ocasiones también se reúnen en el gimnasio de Kid Rodríguez. Tengo el teléfono de los dos sitios.
Las últimas palabras fueron dichas con un tono que no ocultaba el orgullo que le producía su eficiencia.
—Y usted, señor, ¿ha venido con el señor Humphrey?
—No, cariño. Yo he venido para detenerte por escándalo sexual e incitación a la inmoralidad en lugar público. En cuanto me cure las manos y haga un par de llamadas, te esposo y te leo tus derechos.
—Señor Humphrey, este señor me asusta. —La respiración de la chica se había agitado y los resultados resultaban devastadores.
—Mercedes, te presento al Sargento García, es absolutamente inofensivo con las criaturas como tú, lo que sucede es que tanto él como yo tenemos las manos llenas de espinas y nos duelen. ¿Serías tan amable de ponernos esta pomada siguiendo las instrucciones del folleto?
—Sí señor. ¿Por quién empiezo?
El Sargento García fue el primero en recibir los cuidados de Mercedes. En el momento en que yo ocupé su puesto se dirigió a Mercedes con el tono de voz más truculento que fue capaz de conseguir:
—Procura curarle tan bien como a mí y yo procuraré que el juez te trate de la forma más benigna posible.
—No la asustes, aún no está acostumbrada a tu clase de bromas.
—Voy a llamar a Jareño para pedirle que los de la Científica analicen lo que hemos encontrado, tú no le quites el ojo de encima a esta elementa.
En aquel preciso instante, el escote de mi secretaria, mientras distribuía la crema por mis manos, estaba situado a escasos centímetros de mis labios, y noté cómo toda la simpatía que sentía por ella se ubicaba en la entrepierna. Procuré centrar toda mi atención en la conversación que en aquel momento el Sargento estaba manteniendo con el comisario Jareño.
—Te mando un par de objetos relativos al caso de la gitana asesinada para que los chicos del laboratorio los examinen, es posible que encontremos algo interesante. ¿Que qué hago yo en este asunto? Ayudando a Humphrey. Pues para qué va a ser, para que no se haga un lío con sus propios pantalones y se caiga. ¡Qué gusanillo ni qué niño muerto!, prometí ayudarle si me necesitaba y yo cumplo mis promesas. Pues si me jubilaste para no tener que soportarme, retiro el ofrecimiento, en lugar de mandarte esas dos posibles pruebas te envío una postal de mi pueblo, ya me las apañare yo mismo para sacarles jugo. Ya sé que me temes, ya. Pues si me meto en un lío me envías a la cárcel. Claro que no lo harías, por eso te lo digo. Entre las chumberas, estamos los dos llenos de pinchos. Sí, da lo mismo, a Humphrey o a mí. Tienes mi palabra, cualquier cosa que me parezca interesante te la comunico. Por supuesto que no llevo pistola, ahora si alguien me apunta con un arma le ofrezco frutas de Aragón, tengo el bolsillo lleno. Anda, cuídate, y no te preocupes tanto por mí. Y por los demás tampoco, si les pasa algo es que lo merecían. Gracias, de tu parte.
Colgó.
—Listo, Humphrey, el comisario me promete que le dará prioridad al tema; ellos no han avanzado demasiado, por lo que he creído entender. Por cierto, ¿qué tal te trata esta elementa?, ¿crees necesario que avise a los de antivicio para que procedan a su detención?
—Sargento, es usted el hombre más desagradable y desconsiderado que he conocido en toda mi vida. —Mercedes observaba a García con una mirada entre indignada y maliciosa.
—¿De todos los que has conocido?
—De todos, sí señor.
—¡Virgen santa! ¡Y yo que creía que ya lo había oído todo en esta vida! Humphrey, en cuanto el comisario nos avise del resultado de las pruebas nos ponemos en contacto, y si antes se produce algún hecho interesante me avisas. No cometas ninguna imprudencia.
—¿No quieres quedarte a comer conmigo?
—Antes, cuando estaba de servicio, me presentaba a almorzar o a cenar a cualquier hora del día o de la noche y mi mujer ni rechistaba, pero las mujeres se malacostumbran muy rápido. Si no la aviso y permito que haga la comida y ponga la mesa, y no llego puntual, se pone hecha una fiera. De cualquier manera, te lo agradezco. Mercedes, ha sido un placer conocerte, procura no apartarte del buen camino, siempre estaré ahí, vigilando.
—No estoy segura de poder decir lo mismo —la sonrisa de Mercedes desmentía la dureza de sus palabras—. Pero ¿quiere saber una cosa?
—Dime, elementa.
—Es usted un cascarrabias encantador.
El portazo de García no impidió oírle murmurar:
—Yo un cascarrabias encantador y ella la Virgen María, ¡no te jode!
—Al principio me ha asustado el Sargento, pero ahora ya no me da miedo. —Mercedes aleteaba maternalmente alrededor de mis manos comprobando que ya no se podía hacer más por ellas—. Listo señor Humphrey, ya está usted curado. ¿Necesita alguna cosa más?
—Nada más, Mercedes, muchas gracias, eres un ángel. Voy a tomar algo por ahí, no creo que vuelva esta tarde, en todo caso telefonearía.
—Señor Humphrey, me gustaría hacerle una pregunta. ¿Es verdad que los detectives les piden a sus secretarias que se sienten en sus rodillas para poder concentrarse mejor en la solución de los casos difíciles?
—Verás, Mercedes, este es un procedimiento un tanto anticuado; no es que no dé resultado, pero ahora creemos que es preferible tumbar a la secretaria directamente sobre la mesa.
Cuando abandoné la oficina, Mercedes estaba observando dubitativamente la mesa mientras se alisaba la parte posterior de la minifalda con la mano derecha. La izquierda la tenía ocupada mordisqueándose las uñas con sumo cuidado a fin de no estropear la manicura.
Tomé la previsible decisión de almorzar en casa. Los restaurantes económicos de los alrededores emplean la misma comida congelada que venden en el supermercado de la esquina, la cocinan con el mismo entusiasmo e imaginación que lo hago yo, cobran por hacerlo y su ambientador es menos eficiente que el mío, así que, excepto cuando la molicie me vence, cocino yo y ahorro dinero. No hay que olvidar que estaba en pleno proceso de ahorro por cambio de coche, lo que por otro lado es mi estado natural desde hace muchos años.
La llegada de un nuevo vecino es siempre un acontecimiento que moviliza la imaginación de la comunidad. Remueve el poso de cotidianeidad y excita la esperanza de que algún aliciente más o menos exótico o morboso, aportado por el recién llegado, enriquezca y justifique nuestras vidas. Es así de cierto tanto en los barrios residenciales como en los guetos, y tiene que ver menos con el dinero que con la malicia del ser humano.
El nuevo inquilino despertó en nuestra comunidad un alud de especulaciones acerca de sus medios de subsistencia, procedencia, costumbres sexuales, peligrosidad potencial, posibilidades de obtener beneficios a su costa o con su colaboración y los etc. que ustedes le quieran añadir. Desde traficante de drogas a pequeña escala a exseminarista presa de imposible amor por una monja de clausura más convencida que él de los perniciosos efectos de los placeres mundanos. Desde proxeneta en proceso de formación de una cuadra lo suficientemente amplia para permitirle una vida relajada a inspector de Hacienda. Desde exconvicto a causa de un crimen pasional hasta jugador de fortuna, con poca fortuna, como demostraba el hecho de que hubiese llegado rebotado hasta nuestra comunidad. Le fueron colgados todos los carteles imaginables, basados en las razones menos plausibles, sin que nadie se extrañase por ello.
Un día, Avelina, la vecina del primer piso, se cruzó con él, le acorraló en la entrada de la escalera y, con preguntas de extrema sutileza, le fue interrogando hasta que el buen hombre le confesó a qué se dedicaba.
—¿Y usted como se llama? Yo soy Avelina, estoy aquí, en el primero, como usted, para lo que pueda servirlo.
—Encantado, Avelina. Me llamo Lucio y, si no te parece mal, y ya que vamos a vernos con frecuencia, preferiría que nos tuteáramos.
—¡Uy, claro! Si aquí somos todos muy sencillos. Del barrio no es usted, digo que por aquí del barrio no te recuerdo yo. ¿Vienes de lejos?
Imagino que Avelina no se atrevió a preguntarle directamente si acababa de salir de la cárcel, lo cual le hubiese quitado hierro al asunto, ya que por la comunidad el que más y el que menos alguna vuelta se había dado por la Modelo, aunque solo fuese para visitar a alguien.
—No, no, siempre he vivido aquí en Barcelona.
—¿Y te gusta más este barrio? Supongo que debe de caerte cerca del trabajo.
—Bueno, pues sí, algo de eso hay.
—No, si hoy en día, con lo caro que está el trabajo, uno tiene que ir allí donde lo encuentre, ¿verdad?
—Efectivamente, Avelina, allí donde encuentre lo que quiere hacer.
—Claro, según qué trabajos no es tan fácil encontrarlos.
—Ajá. Oye, muchos días de tu casa sale un olor a guisado exquisito, me tendrás que dar la receta.
—Palomas, es guisado de paloma.
Avelina y su marido Rufino tienen el barrio limpio de palomas, las cazan con una trampa casera confeccionada con una antigua red de pescar orlada de bolas de plomo, esparcen por el suelo migas de pan, y cuando la paloma aterriza para picotear le echan la red encima. La receta posterior no la conozco.
—Así que eres cocinero.
—No, no soy cocinero. Soy un diletante, al menos durante un tiempo. Y ahora si me permites debo dejarte, me están esperando.
—Claro, claro, has de diletar un rato mientras no se encuentre nada mejor, así es la vida del pobre.
«Diletante al menos durante un tiempo». La frase en cuestión corrió de boca en boca y se fue magnificando hasta que todo el vecindario estuvo convencido de que con el fulano en cuestión lo más prudente era no jugar. Pues ya se sabe que esa clase de personajes a la postre son peligrosos. En este barrio estamos acostumbrados a tratar con chorizos, proxenetas, drogadictos, cabareteras y demás gente del ambiente, pero diletantes…
Ahora ya solo quedaba averiguar qué significaba eso de diletante y qué era lo que el tipo diletaba. Y especialmente con quién lo hacía. Como no cabía esperar otra cosa, el comisionado para tan prioritaria tarea fue un servidor de ustedes, que por algo estaba acostumbrado a tratar con gente ruda y tenía contactos.
Lo cierto es que la primera sensación que tuve al recibir el encargo de mis vecinos fue que me acababa de meter en un nuevo lío, luego recordé el diccionario enciclopédico que guardo en una maleta, debajo de la cama. Al consultarlo me serené un tanto, aunque la definición me trasladó a algún que otro siglo anterior, y desde luego no a un barrio como el nuestro.
Diletante: «Aficionado a las artes, y conocedor de ellas. Persona que cultiva algún campo del saber, o se interesa por él en un sentido no profesional».
Fui transmitiendo, con mayor o menor acierto, la información a los vecinos, lo cual sirvió para tranquilizar un tanto los ánimos, ya que a alguien se le había ocurrido asegurar que un diletante era «uno de esos desviados que se meten con los niños y hacen guarrerías con ellos».
Amadeo, «el Tigre del Paralel», el exboxeador del cuarto piso, era partidario de romperle la cara directamente y luego aclarar lo que se tuviese que aclarar, si es que ello era necesario, cosa que dudaba. Le trasladé a Amadeo la definición de diletante y lo único que conseguí fue reforzar su opinión de que había que romperle la cara antes de que se metiese con algún niño. El resto de vecinos, influenciados por mis aclaraciones, llegaron a la conclusión que ser diletante no era motivo suficiente para romperle la cara a alguien, aunque remarcaron que lo mejor era estar ojo avizor y no perder de vista el desarrollo de futuros acontecimientos.
La definición había añadido entre el vecindario una dosis extra de perplejidad. La certeza de que un diletante no trafica con nada, no comete actos violentos que le reporten beneficio económico, no comercia con su cuerpo ni con el de los demás, sino que se limita a solazarse con las artes, sin siquiera un simple butronazo a la caja fuerte de la sucursal bancaria más cercana, o una ingeniosa estafa callejera, en nuestro barrio resultaba como mínimo inquietante. Una presencia de este tipo representa un elemento desestabilizador, aunque solo sea porque desconocer el artículo del Código Penal que vulnera este tipo de perversión intranquiliza.
En nuestra comunidad, sin la Biblia se puede ir tirando; sin el conocimiento del Código Penal ya es más duro.
El día que, subiendo la escalera, me crucé con él, supe de inmediato que me encontraba en presencia de mi vecino el diletante. Me recordó inmediatamente a Enrique Vallés, a quien yo llamo Mediahostia por su aspecto enteco, el fulano más pedante, irritante, provocador, exasperante y sorprendente que he conocido a lo largo de mi carrera de husmeador profesional. El reverso en cuanto a presencia y maneras al Sargento García, pero con la misma capacidad de crispar al prójimo. El tipo tiene una habilidad casi sobrehumana para la ofensa risueña, el insulto ingenioso y la burla culta. De hecho, el diccionario enciclopédico que guardo en mi habitación lo compré para consultar algunas de las palabras que usa Mediahostia y saber en cada caso si debía ofenderme o agradecerle sus epítetos. Lo de epítetos, por citar un ejemplo, es una palabra que aprendí de él. Yo acostumbraba a decir apodo o palabreja. Y me entendía todo el mundo.
La única duda que tuve en aquel momento fue si mi nuevo vecino disfrutaba del mismo éxito que Mediahostia entre el elemento femenino. Cuando le conoció, Maruchi, me señaló que muchos problemas no debía de tener. Y ella es una experta en esa disciplina.
En fin, a mí no me pareció gran cosa. Claro que a lo largo de mi vida han aparecido un montón de tipos que no me han parecido gran cosa momentos antes de pasarme por encima como una apisonadora. Gente como yo somos la alegría de fulanos como ellos, somos el espejo donde gozan contemplándose.
Yo ya había decidido que, en cuanto me encontrase con él, debía iniciar una conversación de hombre a hombre. O de hombre a diletante, como ustedes prefieran.
El fulano bajaba las escaleras con una sonrisa absorta flotando en su rostro delgado, como si lo que esperaba encontrar en la calle fuese un mundo repleto de buenas intenciones enmarcado en un paisaje idílico. Me causó el mismo efecto que un niño acariciando a una tarántula. De un cordel de seda negra le colgaban del cuello unas gafas de gruesos cristales de aspecto anticuado, sonreía agradablemente y tomarle como un tipo peligroso me resultaba tan improbable como una anciana cubierta de lentejuelas conduciendo un Porsche Cayenne de color violeta.
—Buenos días, vecino, ¿de paseo? —Le abordé procurando componer la misma sonrisa beatífica que lucía él. Supongo que resulté tan atractivo como una hiena en busca de cena; sin embargo, no pareció particularmente impresionado.
—¡Oh, buenos días! Humphrey, supongo… —pronunció Humphrey con un aspiración tan perfecta de la H que, en caso de haberlo oído, hubiese hecho palidecer de envidia a mi socio.
—Se supone que el detective soy yo. ¿Cómo lo ha adivinado?
—Elemental, mi querido amigo. Ya he tenido el placer de conocer a todo el vecindario con la excepción de Marisa, de profesión prostituta, y de Humphrey, de profesión detective privado. Y créame, Humphrey, si usted tuviese que ganarse el pan de cada día ejerciendo el relativamente noble arte de la prostitución se vería sumido en la más espantosa indigencia; sin embargo, su aspecto es aceptablemente próspero. Por cierto, propongo que nos tuteemos.
¿Entienden ahora por qué el tipo me recordó a Mediahostia?
—Yo también tengo serias dudas de que me ganase la vida ejerciendo de puta, en caso contrario hace ya tiempo que hubiese colgado la licencia y cada noche pasearía por las esquinas del barrio. Y ya que estamos en ello, dime, ¿cómo se gana la vida un diletante?
—¡Oh, eso! En ocasiones me permito alguna broma de ese tipo. Pensé que Avelina no conocería el significado del término y crearía expectación. Y por lo que veo, acerté, aunque tú si pareces conocerlo.
—Sí, claro, aunque yo creía que vosotros tendríais un concepto del confort distinto al que se lleva por estos barrios.
—Ciertamente, pero yo soy tanto un diletante como un fugitivo. Lo primero lo soy por vocación, aunque una vocación nunca satisfecha del todo por motivos económicos, lo segundo lo soy por necesidad.
—Ya, te persigue la CIA por algún pecadillo de juventud. ¿Algún magnicidio con agravante de nocturnidad? No, no, espera, ya sé. Violaste a Caperucita.
—Sí, algo así.
—Y pensar que llevamos años persiguiendo al lobo.
—Mi querido amigo, haces gala de un magnífico sentido del humor, imagino que inducido por la inseguridad. ¿Te parece adecuado huir de una esposa a la que ya no soportas, o al menos soportas tan poco como una discusión predivorcial?
—Eso justifica cualquier cosa.
—Oficialmente, estoy aislado en un barrio… digamos peculiar, para poner en orden mis ideas y tomar notas para escribir mi primera novela. Claro que preferiría estar en las islas Seychelles en lugar de en esta escalera lúgubre. Y no es menos cierto que preferiría gozar de la compañía de alguna bella nativa en vez de compartir escalón contigo. Pero el estado de mi economía no servirá nunca de ejemplo para escribir un libro del tipo «Como hacerse millonario en tres años y no perder el tiempo dando explicaciones al primero que te las pida».
—¿Buscas historias por estos barrios?
—Sí, quizás tú podrías contarme alguna.
—Unas cuantas.
—¿Lo harás?
—El día que no puedas dormir.
—Me la debes, si lo haces te prometo el primer ejemplar de mi novela. ¡Ah!, y por supuesto que tengo alma de diletante, lo que no he tenido nunca ha sido el dinero suficiente para ejercer, y me temo que tampoco la sensibilidad necesaria. Y respecto a mi pequeña broma, consideré que no procedía contar toda esta historia a la primera vecina que intentase fisgonear, pero claro, tratándose de un detective privado, cómo iba a intentar ocultárselo.
El tipo estaba lanzado, yo jodidamente avergonzado, muerto de hambre y temeroso de que a la hora de cenar aún fuésemos por la mitad del tercer capítulo. O sea, que decidí cambiar el sesgo de la conversación.
—Si vienes ahora a casa, te presentaré a Cariño. Podemos acabar esta conversación con algo más de comodidad, puedes tomar una copa o, si lo prefieres, te quedas a comer conmigo, aunque te advierto que mi habilidad como cocinero se limita a poner a punto latas de raviolis.
—Aceptado, conocer a Cariño me motiva —volvía a sonreír con la misma suficiencia con que lo haría Mediahostia.
—Cariño es mi perra.
—Claro, Humphrey, no confiaba que me presentases a tu novia como parte de la disculpa.
Asentí con la cabeza. Solo media hora después se me ocurrió qué le podría haber contestado: «También podría ser mi gato o un pez de colores». Pero claro, pasada media hora ya estábamos hablando de otra cosa. A mí, los fulanos canijos con un buen cerebro me pueden. Los brutos sin cerebro normalmente también.
Cariño solo tardó veinte segundos de furiosos olfateos en considerar a Lucio como una parte aceptable de la humanidad. Yo tardé casi dos horas en despedirle y poder dedicar unos minutos de lo que me restaba de vida a cocinar algo y hacer una siesta.
Me despertó el repiqueteo del teléfono, resultaba machacón como un comerciante marroquí e impertinente como una puta regenerada. Al quinto timbrazo se unió el aullido suave y lastimero de Cariño que no soporta ver cómo incumplo mis obligaciones.
O quizás el repiqueteo la jode más que a mí.
Descolgué dudando entre la conveniencia de pasarle el auricular a la perra y pedirle que luego me pasase un informe por escrito, o lanzar como saludo una retahíla de obscenidades que desalentase a quienquiera que ocupaba el otro lado de la línea.
—Humphrey, cariño, no me digas que me estabas escribiendo un poema —la voz de Maruchi serviría para susurrarle frases concupiscentes al más exigente de los usuarios de una línea erótica. Claro que gana más dinero poniéndolas en práctica.
—No, mi amor, estaba durmiendo la siesta. —En ocasiones, lo mejor para que no te crean es decir estrictamente la verdad, pero con Maruchi esta estrategia no funciona.
—Vago pero sincero, así me gustan a mí los hombres. Escucha, Humphrey, he comenzado a gastar tu dinero. ¿Y quieres saber una cosa? Parece que no le interesa demasiado a nadie ganar este dinero, este asunto tiene mala pinta, nadie sabe nada. ¿Tú estás seguro de que esto no es una de esas cosas que se llevan entre ellos?
—¿Qué quieres decir?
—Los gitanos, ellos se ofenden, ellos sanan la ofensa, sangre por sangre. Ya sabes que entonces nadie sabe nada.
—El Tío no hubiese recurrido a mí, no tiene sentido inmiscuir a terceros cuando es un lío entre gitanos. No, la verdad es que no tienen idea de quién lo ha hecho.
—Pues yo de momento no he encontrado a nadie que ande mejor informado.
—Pero…
—Y tú, ¿cómo demonios sabes que hay un pero?
—Porque el cielo es azul, nuestra ciudad es un pozo de contaminación, los leones se comen a las gacelas, y Maruchi siempre sabe algo que los simples mortales no conocemos; o sea, que no me hagas sufrir más y suéltalo.
—Alain…, parece que por este lado hay algo que no acaba de encajar.
—¡Venga, joder, que el detective soy yo!; limítate a darme la información.
—Humphrey, resultas un bruto tan excitante… Cuando te pones violento, te comería a besos.
—Maruchi, voy a bajar y te voy a dar tal zurra que no te podrás sentar en un par de semanas como mínimo.
—¡Oh, Humphrey! ¿De verdad harás eso por mí? —no sé si han jugado ustedes alguna vez al gato y al ratón con alguien que domina el papel de gato. Es fascinante. Para el que hace de gato, por supuesto.
—Voy a colgar, Maruchi. Cuando te dignes darme la información, llámame.
—No, escucha, el tal Alain parece que lleva una doble vida y la segunda es más confortable que la de la comuna, eso seguro. Tiene un ático frente al mar en la Villa Olímpica, y por lo que yo sé es algo privado entre él y su casero. Te puedo dar la dirección.
—¿Cómo has averiguado eso?
—Tú mismo lo has dicho antes, porque el cielo es azul, nuestra ciudad es una mierda, los leones no sé que les hacen a las gacelas y Maruchi siempre sabe algo que los simples mortales no saben, y sobre todo porque los hombres, cuando estáis frente a un par de tetas, tenéis la boca más grande que la polla. Adiós, Humphrey, déjate ver pronto.
El ático de Alain frente al mar, en la Villa Olímpica, como tantos edificios en la zona, estaba solo parcialmente habitado y tuve que llamar a cinco pisos distintos antes de que alguien contestase y le pudiese decir aquello de: «Correo Comercial».
En esta ocasión coló, y el zumbido del portero automático me cedió el paso. Me demoré frente a los buzones durante un buen rato, en parte para curiosear los nombres, en parte para permitir que transcurriese un rato entre la entrada del repartidor del correo comercial y el funcionamiento del ascensor. Tomar precauciones es bueno, no sabes nunca cuándo vas a topar con un aficionado a las novelas de misterio.
En los buzones correspondientes a los áticos solo había dos tarjetas, la primera a nombre de Virtudes Salcedo, la segunda a nombre de Alfredo Ayestarán. Me decidí por este último; por tanto, desde la placa general de timbres llamé a Virtudes Salcedo el número suficiente de veces para comprobar que no estaba en casa, luego llamé al ascensor y pulse el botón del ático.
Llamé a la puerta de Alfredo Ayestarán hasta tres veces sin que me contestara nadie, luego estuve chapuceando con la ganzúa hasta que la puerta se abrió, más por cansancio que por aceptación de mis habilidades manuales. De hecho, el chorizo del barrio que me instruyó en el manejo de la ganzúa me aconsejó en su momento que me dedicase a la gestión inmobiliaria desde un despacho y dejase el trabajo de campo para otros mejor dotados que yo. El caso es que la puerta se abrió. Estaba oscuro, entré y tanteé por la pared hasta encontrar el interruptor.
La luz me hirió como un mal sueño. Frente mí, un tipo malcarado me observaba con el espanto reflejado en sus ojos.
Me alejé maldiciendo al hijo de puta narcisista que había forrado la pared del recibidor con un espejo para ser recibido por sí mismo en cada ocasión que cruzaba el umbral de su domicilio. Por lo demás, el apartamento estaba decorado con gusto, y no dejaba lugar a dudas acerca de la nula necesidad que tenía Alain de ofrecer lamentables conciertos de flauta en las escaleras de alguna estación de metro.
Primera deducción: lo del muchacho era vocacional.
En el salón, sobre una estantería, se enfrentaban dos fotografías. En una de ellas, una Soleá sonriente, viva, feliz, abrazaba la cintura de un tipo alto, de evidente parecido a Alain Delon, que lucía un pelo de color verde con delicadas mechas anaranjadas, vestía como un hotentote y miraba a la cámara con la insultante seguridad que da el usufructo de la belleza. En la segunda, sin embargo, el pelo de Alain era una media melena de color castaño claro perfectamente semipeinado. El cocodrilo bordado en su jersey deportivo de color negro se mostraba absolutamente domesticado y encantado con su dueño. Los pantalones de ancha hechura lucían la raya mejor marcada que yo recordaba. Y, a pesar de que en la fotografía los pies no eran visibles, yo hubiese apostado todas mis posesiones en Arabia Saudí a que no iban calzados con las apestosas botas de media caña y abundantes herrajes de la fotografía anterior.
Segunda deducción: a Alain le motivaba la variación en su aspecto externo.
Una duda: ¿sabía Soleá que su novio tenía una doble personalidad?
Un vaso medio lleno sobre una mesita baja le hacía compañía a una botella de whisky Lagavulin diecisiete años y a un libro grueso titulado: La redistribución de la riqueza en las economías tecnificadas.
Eso me llevaba a la Tercera deducción.
A Alain le gustaba el whisky caro.
Cuarta deducción: Alain solo bebía Lagavulin cuando se cambiaba de ropa. Según las últimas estadísticas, los tipos con el pelo verde beben vino peleón y cerveza en botella de litro.
Como conclusión general, resumí que el fulano estaba tan bien cuidado que lo único que le hacía falta era que un equipo de esteticistas le broncease los sobacos.
Más deducciones: aquello olía a hijo de puta.
Hacia la derecha se abría un gabinete con un complejo y completo equipo informático, le acompañaban un equipo estéreo y una ordenada colección de discos compactos con una mezcolanza de estilos poco reveladora. Varios archivadores contenían un buen número de carpetas rotuladas, al parecer perfectamente ordenadas. Decidí acabar de inspeccionar el apartamento antes de echarles un vistazo más detenido a las carpetas, aunque en principio los nombres rotulados en ellas no me aclaraban nada.
La cocina estaba limpia, ordenada y suficientemente equipada, y daba paso a una pequeña galería para la lavadora y el tendedero correspondiente, este último vacío a diferencia de la lavadora, que mostraba una carga de ropa lista para tender. Palpé la parte de chapa que cubría el motor y estaba fría. Dudando de la conveniencia de alargar mucho más mi visita, ya que Alain podía presentarse en cualquier momento, pasé a la próxima pieza, el dormitorio. Esta era, sin duda, la más llamativa de las piezas de la casa. No todos los dormitorios pueden presumir de albergar a un fulano degollado a los pies de la cama.
Y este en concreto, sí lo tenía.
Alain, con todos sus cueros y cadenas —su pelo coloreado había perdido la mayor parte de su atractivo a causa del efecto que causaba un enorme tajo que casi le separaba la cabeza del tronco—, tenía los ojos semicerrados y la camisa empapada en sangre.
El atractivo que le pudiese quedar solo sería evidente para el forense.
Cerré los ojos, confiando en que, al abrirlos de nuevo, el muerto ya habría desaparecido, y la habitación presentaría el aspecto de polvera más o menos aseada de cualquier apartamento de soltero guaperas.
Lo probé.
No funcionó, el muerto seguía inerte a los pies de la cama.
Sentí como la náusea me atenazaba la garganta.
Mantuve el control de mí mismo el tiempo suficiente para encontrar el aseo y vomitar hasta la última gota de bilis de mi cuerpo. Luego dejé correr el agua prolijamente.
Jamás se debe ensuciar en casa ajena. Mi madre, con toda seguridad, se hubiese mostrado orgullosa de mi comportamiento.
Por parte de Alain no podía esperar el mismo reconocimiento.
Volví a la habitación. No había indicios de violencia.
La postura de Alain, caído a los pies de la cama, no me indicaba más que lo que cualquier aficionado podía comprobar fácilmente: no se había producido ningún tipo de forcejeo, y casi con toda seguridad la persona que había degollado a Alain no le era extraña. Probablemente, gozaba de su entera confianza.
Fue repentino; sin que nadie se lo solicitase, la habitación comenzó a girar a mi alrededor en una órbita elíptica, primero lentamente, luego a cada vuelta cobrando más velocidad.
Me mareé y caí al suelo.
Hice un esfuerzo para levantarme y largarme antes de que alguien me encontrase tumbado en el suelo llorando mis desgracias junto al cadáver.
Crucé la casa con paso tambaleante. En el suelo del recibidor algo llamó mi atención, me agaché a recoger un cigarrillo medio consumido, aunque no lo suficiente para no poder leer la marca Winston.
El cigarrillo estaba roto a la altura del filtro.
Yo conocía a alguien que rompía los cigarrillos Winston de aquella manera antes de arrojarlos al suelo, se llamaba Manuel, era mi cliente y tenía motivos para cargarse al tipo que yacía degollado en la habitación. El arma usada era asimismo la que hubiese preferido el hermano de Soleá.
Manuel matando a Alain era algo que entraba en mi mente con facilidad, lo que resultaba sorprendente era que Manuel hubiese podido encontrar a Alain en aquel apartamento.
Bajé por la escalera, parándome en cada rellano y escuchando la posible presencia de vecinos. No quería arriesgarme a acompañar a uno de ellos en el ascensor o tropezar con él saliendo de su casa.
Ya en la calle llamé a García para contarle los últimos acontecimientos. Para hacerlo fui andando hasta una cabina situada a unos dos kilómetros del apartamento de Alain.
Aunque no hacía frío, yo estaba temblando y deseaba haberle hecho caso a mi madre cuando me recomendaba que me hiciese contable. Preferentemente de un banco. Trabajo para toda la vida y una jubilación tranquila. Me creí lo del detective privado con una pelirroja en las rodillas y no le hice caso.
Y allí estaba yo, llamando al Sargento García con la imagen de un pobre tipo degollado a mis pies. La pelirroja estaría posiblemente con algún contable. Un tipo gozando de una jubilación tranquila.
—Dígame —la voz de García sonaba a caldo casero y aburrimiento.
—García, he encontrado a Alain.
—Se dice buenas noches, listillo. ¿Y qué dice el tipo?
—Nada, está muerto.
—¿Está muerto? —La adrenalina volvía a correr por las venas del policía, los efectos sedantes del caldo casero prácticamente se habían desvanecido.
—Del todo, socio. Le han hecho un afeitado demasiado apurado y casi le han decapitado, un trabajo de experto. Me parece que sé quién ha sido.
—Me inquietas, Humphrey, ya casi pareces un detective privado. ¿Quién te parece que ha sido?, ¿y por qué?
Le conté mi historia a García.
—Pues deberíamos hablar con este sujeto. ¿Sabes cómo localizarle?
—Sí, no creo que sea demasiado difícil. Te avisaré cuando lo haya localizado.
—Bien, llama al comisario Jareño y cuéntaselo todo a excepción de lo del gitano, para eso tenemos tiempo. Primero quiero hablar yo con él, me encantará trabajarle un poco.
También le conté mi historia al comisario Jareño. Aquella noche en la Comisaría no había caldo casero y con la voz de mi amigo Jareño se hubiese podido construir una avioneta. Los muertos le ponen de mal humor a Jareño. Y los ve con demasiada frecuencia.
—Humphrey, te quiero aquí en diez minutos y será mejor que traigas toda tu historia por escrito y colgada del cuello para que no tenga que pedírtela. Si te olvidas del más mínimo detalle enterraré tu licencia de detective a tal profundidad que necesitarás toda la maquinaria del Ministerio de Obras Públicas para recuperarla.
Como ven, cuando Jareño se excita resulta tremendamente gráfico. Yo no pensaba contarle lo de Manuel, así que imaginé qué sería del pobre Humphrey sin una licencia que le habilitase para sentar a una pelirroja en sus rodillas.
De nuevo la imagen del contable jubilado se paseó por mi mente. Tenía una sonrisa sardónica pintada en los labios, alargaba su mano derecha hacia los labios exageradamente rojos de la pelirroja. En la mano izquierda sostenía un envoltorio de Viagra de 100 miligramos.
Le deseé un infarto fulminante.
Cuando Jareño se mostró medianamente satisfecho de mi declaración, era tarde. Llegué a mi casa a las dos de la madrugada, cansado y hambriento. Tenía unos deseos incontenibles de tumbarme en la cama y meditar acerca de la mejor manera de apearme de este planeta sin lastimarme en exceso.
No la encontré, en caso contrario se la diría.
Cariño me esperaba con la correa en la boca y un meneo circular de cola que indicaba bien a las claras que su felicidad dependía exclusivamente de mí. Tragué dos huevos fritos con sendas lonchas de jamón de plástico. Luego Cariño y yo nos lanzamos a la noche del Poble Sec en busca de los mejores rincones para olfatear.
Ya sé que las dos de la madrugada no es la mejor hora para pasear por las calles de mi barrio, pero Cariño me sorprendió, el primer día que la saqué a pasear, con una cualidad de la que yo en principio no la creí capaz. Tiene un olfato especial para detectar a la mala gente, y una forma convincente de demostrarles que no le gustan. Si nos cruzamos con algún tipo que ella cree poco recomendable, un sordo ronroneo amenazador, como de gato grande, le surge de la garganta, levanta el labio superior y deja al descubierto unos sorprendentes colmillos que sin grandes dificultades servirían de paragüero.
Retomando el tema de las dos de la madrugada: es, sin la menor duda, la mejor hora del día para pasear con tu perro, hablándole en voz alta, sin que la gente te tome por loco. Aquella noche básicamente hablé yo, le conté a Cariño las innumerables miserias de nuestra profesión. Fue una de esas noches en que deseé olvidar que soy abstemio y beberme media botella de orujo. Finalmente no lo hice, reservé el olvido para mejor ocasión.
No fue hasta las tres y cuarto de la madrugada cuando me acosté y me dormí de forma casi instantánea. En mis sueños, Alain, con la cabeza colgante tocada con un sombrero Borsalino y la pechera tinta de sangre, me perseguía acusando a Jean Paul Belmondo de su asesinato.