CINCO

El Sargento García apareció en la puerta de mi piso como la mala conciencia, justo en el momento más inapropiado. Acababa de salir de la ducha y abrí la puerta con una toalla rodeando mi cintura por toda vestimenta.

—Era previsible, Humphrey. Tanto perseguir las actividades sexuales del prójimo, tenías que acabar dedicándote a la pornografía. ¿Es un número de vicio solitario o tienes pareja?

—Joder, quedamos en vernos por la noche, apenas son las siete y media.

—Horario de jubilado, muchacho. ¿Molesto si me siento mientras tú acabas el numerito?

Mi perra empezó a dar vueltas alrededor del Sargento, olisqueándole las perneras del pantalón.

—Te lo ruego, siéntate. Cariño, te presento al Sargento García, te aconsejo que no le muerdas, te envenenarías.

—¿Cariño? Humphrey, voy a llamar a la gente de antivicio. Y a la Protectora de Animales, la gente como tú no puede andar libremente por la calle. Hay establecimientos especializados para casos como el tuyo, ya verás como algo podrán hacer por ti, como mínimo el pobre animal no tendrá que sufrir tu acoso.

—¡Qué elocuencia, Sargento! ¡Qué dominio del verbo! Voy a vestirme mientras tú piensas alguna manera nueva de joder la marrana. Si necesitas algo, adelante, no es necesario orden de registro.

—Ya que lo dices… una de las prerrogativas que más valoro en no estar de servicio es no rechazar una copa cuando me la ofrecen. ¿Tú eres abstemio?

—Casi siempre. En el aparador de la derecha puedes encontrar el material que uso cuando las circunstancias me obligan a dejar temporalmente de ser abstemio.

A mi regreso, Cariño transitaba por la cavidad convexa que formaban las piernas del Sargento sentado en mi sofá, y le olisqueaba las manos con minucioso interés, mientras él paladeaba una generosa ración de una bagaça que un cliente brasileño me había regalado.

—Bueno, Humphrey, dime qué es lo que te hace pensar que, sea cual sea tu problema, yo podré ayudarte.

—Estoy metido en un caso de asesinato muy feo, García.

—No hay asesinatos bonitos, amigo. De cualquier forma, no te preocupes, cualquier juez, por lerdo que sea, se dará cuenta de que eres inocente. Para matar a alguien hace falta imaginación, determinación…

—¿Cuánto tiempo hacía que no te lo pasabas tan bien, García?

—Meses, amigo, meses. Se había producido un vacío en mi vida y no sabía a qué achacarlo. Y era tu ausencia, Humphrey.

—Sargento, ese temblor en los labios, ¿es emoción o Parkinson?

Se lo juro por todos los casos resueltos por Philip Marlowe, Lew Archer y Sam Spade juntos. El tipo sonrió, lisa y llanamente sonrió, y ni siquiera intentó ocultarlo.

—Venga, hombre, no te enfades y cuéntame en qué lío te has metido.

—Imagino que lees la crónica de sucesos.

—Imaginas bien.

—La gitana que encontraron muerta el otro día en la Ronda del Litoral. Era la sobrina del Tío Matías.

—¿Y que más? —Las manos del Sargento revoloteaban distraídas sobre las orejas de la perra, ella parecía encantada con el sobo.

—Le debo un favor al Tío y…

—Un momento, si no te importa. Esto del favor me lo cuentas despacio para que yo decida si te mando a tomar por culo y me voy con mi mujer a dormirme delante de un programa del corazón, o me quedo y sigues contándome los secretos de tu problema.

Se lo conté despacio y sin olvidar nada que considerase importante. Mi estilo narrativo no le disgustó, ya que no interrumpió el relato en ningún momento.

—Te cambió la vida de Billy Ray por un recibo en blanco, sin fecha ni valor y ahora lo ha rellenado. Muy del estilo del hijo de puta. Y si no cumples, ¿qué crees que puede suceder?

—Insinuó que dejaríamos de ser amigos. Yo nunca me he considerado su amigo, pero prefiero que él piense lo contrario. Además, imagino que la vía por la que discurriría el proceso de finalización de nuestra amistad sería la defunción de una de las partes, o sea, la mía. Y quizás también la de Billy Ray.

—¿Qué más te dijo?

—Me dio dinero, 18 000 euros. Para gastos. Le puedo pedir más si lo necesito. También me ofreció la ayuda de sus chicos si lo considero necesario. A través de Manuel siempre. ¿Le conoces?

—¿Y quién no?, es pura morralla. ¿Y qué más te dijo?

—Que cuando el caso estuviese resuelto, yo mismo fijase mis honorarios.

—¿No te dijo nada más?

—Sabes perfectamente lo que me dijo.

—Pero me gustaría oírlo de tus propios labios. Me gusta tu voz, Humphrey, es dulce como la caricia de una puta.

—¡Mierda! Me dijo que nada de policía, que lo único que necesitaba era un nombre y una dirección anotada debajo.

—La policía ya iría a levantar el cadáver, en el caso de ser capaz de juntar los pedazos, ¿es eso?

—Supongo. Ya sabes que el Tío no es hombre de muchas palabras.

—Primera condición para trabajar juntos en el caso: de eso, nada.

—De acuerdo. Y que Dios nos ampare.

—Segunda condición: ni mención al dinero de ese fulano. A mí ya me paga el Estado y eso lo voy a hacer por deporte, por ayudar a un…, por ayudarte.

—Tú mandas en tu dinero.

—Y tú en el tuyo, está claro. ¿Sabes ya por dónde empezar?

—Claro, he venido a buscarte.

—Es posible que llegues a viejo, Humphrey, vas aprendiendo. Por cierto, cojonudo este aguardiente, imagino que te van bien los negocios ¿Se te ha ocurrido dar un paseo por el sitio exacto en que la encontraron?

—Aún no, pero he conocido a una compañera de comuna que nos puede ayudar mucho si no la asustamos.

—¿De comuna? Me parece que hay una parte de la historia que aún no conozco, y me interesa conocerla.

Transcurridos cinco minutos, el Sargento García conocía la historia con el mismo detalle que yo.

—Eso ha estado bien, Humphrey, teniendo en cuenta que lo has hecho tú. Si no te apuñala antes algún marido adúltero, jodido por tu pericia de husmeacuernos, es posible que llegues a convertirte en una medianía aceptable como investigador.

En aquel momento, escuchando la perorata insultante de mi recién adquirido socio sin derecho a reparto de beneficios, pensé lo que podríamos llamar «Primera Ley de García»: «Cualquier persona con las patas menos torcidas que las suyas será considerado un engendro de la naturaleza, producto de una defectuosa conjunción de genes. Y por tanto, hay que machacarlo».

—¿Sigues en buenas relaciones con la Desdentá? Si es así, ponla a trabajar de inmediato.

—¡Sargento, me escandalizas! Esto no se ajusta a la ortodoxia policial, no se ajusta en absoluto, no sé yo si…

—Que le den por el culo a la ortodoxia policial. Tú ponla a trabajar.

—No te preocupes, de hecho se ha ofrecido ella.

—Enternecedor, muchacho, hacéis una bella pareja de baile. Mañana pasaré a buscarte sobre las diez de la mañana, daremos un paseo por la Ronda del Litoral.

—Siempre a tus órdenes, Sargento.

—Así debe ser muchacho; me largo, creo que ya sabes que mucho rato en tu compañía me altera la tensión arterial.

Esperé a que los pasos de García dejasen de resonar por la escalera, entonces solté un bufido de satisfacción.

Aquella noche Maruchi llegó a mi casa puntual como la Declaración de la Renta, pero fue mucho mejor recibida. Le conté lo que necesitaba de ella, la puse al corriente de los pocos detalles del caso que aún no conocía. Hablamos de negocios, entre otras cosas. Antes de dormir le alargué un fajo de billetes del Tío Matías para que lo usase para comprar información, allanar inconvenientes y aliviar posibles cargos de conciencia. Tres mil euros, concretamente.

Me miró fingiendo una desmesurada sorpresa.

—Humphrey, mi amor, ¿tan bien he estado?