Entré en la Agencia sobre las diez y media de la mañana. Me recibió la sonrisa estereotipada de una señorita a la que jamás había tenido el placer de saludar. Se parapetaba tras una mesa de diseño aerodinámico que tampoco había visto en mi vida. Se entretenía hojeando una de esas revistas con más fotografías que letras, de las cuales el ochenta por ciento eran mayúsculas.
Di un vistazo a mi alrededor para descartar que me hubiese equivocado de piso. La puerta de mi despacho estaba entreabierta y, a través de ella, vislumbré mi mapa de Barcelona claveteado con chinchetas de colores repartidas aleatoriamente para dar la impresión de que allí trabajaba alguien. Pensar que alguien lo había robado de mi despacho y lo había trasladado al suyo era surrealista, así que concluí que estaba en la genuina agencia «Humphrey y Cunqueiro».
Verdaderamente apasionante.
Me miré los zapatos.
Me rasqué la mejilla, algo tenía que hacer mientras decidía si me atrevía a entrar en mi propio despacho o me largaba a dar una vuelta confiando en que a mi regreso todo habría vuelto a la normalidad.
—Buenos días —gorjeó entusiasmada la chica, mientras la mesa nueva permanecía callada—. Mister Humphrey no está, pero si usted lo desea, el señor Cunqueiro puede atenderlo. El señor Cunqueiro es nuestro mánager del Departamento de Servicios Empresariales.
—¿Y Mister Humphrey a qué se dedica? —le pregunté.
Lo cierto es que el nuevo invento de Billy Ray prometía.
Prometía tanto que temí que su respuesta me hiriese de forma irreparable.
—¡Oh! Mister Humphrey es el máximo responsable del Departamento de Investigaciones Privadas.
Su tono daba a entender que yo debería sentirme lo suficientemente impresionado para guardar un respetuoso silencio, ya que estaba ante la guarida de uno de esos especímenes que se juegan la vida tres o cuatro veces al día.
Miré a la chica. Podría ser el sueño erótico de cualquier hombre, con la única condición de que tuviese sueños carentes de ambición y le gustasen las rubias químicamente puras. Mi previsiblemente nueva empleada tenía una cara pequeña de rasgos afilados y unas tetas grandes más afiladas que los rasgos faciales.
Acerqué mi cara a la suya y en susurro respetuoso pregunté:
—¿Y usted cree que tendré que esperar mucho para poder ver a Mister Humphrey?
—No lo sé, pero se lo puedo preguntar al señor Cunqueiro. De parte de quién le digo.
—Céspedes, Basilio Céspedes —susurré, más impresionado a cada momento que transcurría.
—Un momento, por favor.
Lo nuestro ya se había convertido, para entonces, en un intercambio de susurros cómplices. Al levantarse, se acondicionó la falda y la blusa, con la aparente convicción de que aquel gesto preciso iba a resolver cualquier duda que pudiese flotar en el ambiente. Repiqueteó con los nudillos en el cristal del despacho de Billy Ray y entró con decisión, obsequiándome de pasada con un bonito balanceo de caderas. Un regalo de la casa, incluido en la nota de gastos.
—Carallo, anduriña, me parece que te han tomado el pelo.
La voz de Billy Ray temblequeaba de risa mientras se acercaba a la puerta.
—Mira a quién tenemos aquí, the one and only Humfin. Socio, te presento a Mercedes. Este señor de aquí es tu jefe, anduriña.
Mercedes, la anduriña, me miraba ruborizada, dudando entre la desilusión que le provocaba que el peligroso Humphrey se pareciese tanto a Paul Newman como una máquina de afeitar al camión de la basura, y la impresión que le causaba estar ante un genuino detective privado. El rubor dulcificaba sus rasgos de tal manera que decidí no defraudarla, y la sometí a una mirada profunda e inquisitiva que supongo la convenció acerca de mis dotes deductivas y potencial peligrosidad en una confrontación cuerpo a cuerpo.
En el fondo, cuesta poco hacer feliz a la gente.
Ella debió de pensar algo parecido, ya que al parapetarse de nuevo tras su mesa se desabrochó sin excesivo disimulo un botón de la blusa, una miniatura de color rojo embolia de una talla inferior a la correspondiente a una chica con dos tallas menos de sujetador que ella, lo cual provocó un inmediato riesgo de colapso en el sutil equilibrio que mantenía el conjunto tela-botones-glándulas-mamarias-temperatura-ambiente-de-la-oficina.
Billy Ray me hacía señas para que entrase en su cubículo.
—¿Qué me dices del fichaje? —El rostro de mi socio resplandecía con el orgullo del trabajo bien hecho.
—Billy Ray, esta chica parece que acabe de salir de la cama de un mafioso y esté deseando volver a meterse en ella.
—Bueno, algo descarriadilla no te negaré que haya estado últimamente, pero la pobre anduriña está deseando ordenar un poquiño su vida. Give her a chance, brother, give her a chance.
«Gibrachan brot gibrachan», me guturalizó Billy Ray.
—Además, no me negaras que le da un toque especial a la oficina con esta mesa de alto standing que he comprado. Tú deja hacer a Billy Ray, hermano. Yo sé lo que le conviene a este business. ¿En qué andas metido ahora?
—En un negocio con el Tío Matías y tu amigo Manuel. La chiquilla gitana que se cargaron el otro día era la sobrina del Tío y hermana de Manuel. Las bases del concurso son aproximadamente las siguientes: si descubro al tipo o tipos que lo hicieron y los entrego a los gitanos para que los despellejen, nos forramos; si fracaso, podemos comenzar a correr.
—Podías haberle dicho que estábamos muy ocupados. —Billy Ray había empezado a morderse las uñas de forma compulsiva y amenazaba fagocitarse.
—¿Quieres ir a decírselo tú mismo? Seguro que Manuel y aquel par de amigos suyos estarán encantados de volver a verte.
La cara de Billy Ray tomó un delicado color vómito al recordar su antiguo intento de ejercer de camello por cuenta del Tío Matías: fue a verle, le contó sus múltiples contactos, la mayoría inventados, que tenía y consiguió un maletín con droga a cuenta. Manuel y un par de amigos se la robaron en la puerta de su casa. El tío Matías dio orden de que el cuerpo cosido a puñaladas de Billy Ray sirviese de ejemplo para todos aquellos que no pagaban sus deudas. Yo tuve que pedir dinero prestado y convencer al Tío de que perdonase a Billy Ray.
—Lo mío es la visión empresarial, aparte de que a aquel par de criminales no quiero volver a verles en mi vida. Y respecto a Manuel, no quiero ni oír hablar de él. Yo no sé lidiar con ese tipo de ganado, tú simplemente dime cuándo tengo que empezar a correr y yo correré.
—De momento, quédate tranquilo.
—¿Tienes alguna idea de por dónde empezar?
—Lo de siempre, husmear por ahí, poner en marcha a Maruchi… Ya sabes que ella siempre se entera de cosas que el resto de los mortales desconocemos. Puedo seguir la pista de la gente que convivía con la chica, tenía una especie de novio que parece que es alguien dentro de la comuna okupa en la que vivía. Por este lado parece que he tenido suerte, he conocido a una especie de ferretería ambulante con nombre de mujer que puede facilitarme la entrada en la comuna. Tengo todo el dinero que quiera para comprar información, eso siempre ayuda. Ya he ido a ver a Jareño y hemos prometido intercambiar información. Si necesitamos apretar las clavijas a alguien, podemos disponer de los chicos del Tío. Por cierto, he adoptado a la perra de Soleá
—¿Has adoptado a la perra de la chica gitana? ¿Y eso para qué va a servir, si puede saberse?
—Siempre había deseado tener un perro.
—¿Tú querías tener un perro?
—Sí, pero no lo sabía. Es muy cariñosa, ya os presentaré.
—Creo que se me ocurre algo.
—¿Respecto al perro?
—No, carallo. El perro no me preocupa, a mí me preocupa el gitano y lo que pueda hacer con nosotros si no descubres quién mató a su sobrina.
—¿Se puede saber por qué tienes esa prevención hacia la raza gitana?
—Claro, colega. Por tres razones: primera, soy racista. Segunda, soy ignorante. Y tercera, aplico el más elemental de los sentidos: el sentido común. Que es justo el que tendrías que aplicar tú antes de meterte en esta clase de jaleos. En fin… García.
—¿García? ¿Quién es García?
Mi socio, cuando está en plena gestación de ideas, acostumbra a soltar monosílabos y palabras sueltas, así ahorra fuerzas para generar sus paridas mentales. Yo acostumbro a dejarle con la palabra en la boca y me largo a pasear. Pero en esta ocasión algo me decía que merecía la pena soportar las excentricidades de Billy Ray.
—El sargento García, hermano. El mejor policía que conocemos.
—García me mandará a tomar por culo, y tú lo sabes perfectamente.
—No, Humphrey, no hará eso. Está prematuramente jubilado, está aburrido, se siente inútil, está en plena forma, está acostumbrado a la acción, y lo único que hace es pasear a los nietos en caso de que los tenga. Quizás gruña y te joda un poco, pero aguántate, carallo. El tipo no sabe vivir sin adrenalina, y un salvavidas se lo coges a tu peor enemigo.
Billy Ray tenía razón y yo lo sabía. Pero… ¿han tenido que mantener un diálogo basado en todas y cada una de las formas que tiene el ser humano de faltarle al respeto a otro ser humano? ¿Se las han tenido que jugar con un fulano que la única manera que conoce de demostrar afecto es tratar a su interlocutor con una absoluta falta de afecto? ¿Han sentido ustedes la apremiante necesidad de asesinar a alguien a quien en el fondo aprecian porque no se les ocurre otra manera de volver a recobrar el ritmo normal de respiración? ¿Sí? ¿Realmente han experimentado estas sensaciones?
Si es así, ustedes conocen al sargento García.
Yo, además de conocerle, le debía la vida; en parte le expulsaron del cuerpo por salvarme la vida. También porque sus superiores estaban hartos de que se pasara el reglamento por el forro de los cojones en cada ocasión que le parecía procedente.
O sea, siempre.
Ripollet, el pueblo dormitorio de los alrededores de Barcelona, regazo de inmigrantes, es el lugar donde el sargento García reside. Aquel mediodía, cuando llegué, presentaba el habitual aspecto polvoriento que confieren al lugar las industrias de los alrededores y los bloques de viviendas de Protección Oficial, que ofrecen un precio más asequible que el de sus homónimos de la gran ciudad vecina.
Con el pedazo de papel en que había anotado la dirección de García en la mano, crucé una plazuela en la que un grupo de jubilados jugaba a la petanca aprovechando un rincón libre de arbolado. Miré con reticencia al grupo de jugadores, deseaba no encontrar a García entre ellos, me hubiese puesto a llorar: los tipos como el sargento mueren con una pistola en la mano, no con una bola de petanca. Paseé con aprensión la mirada por los bancos de pintura empalidecida por el sol, temiendo encontrar a García en alguno de los grupos de jubilados que comparaban achaques. Para mi momentánea satisfacción, no estaba allí.
El sargento García es un tipo duro. Un tipo duro de los de verdad. También es patizambo. Y está permanentemente malhumorado, es un grano en el culo de quien tenga que tratar con él, y aunque yo le supongo un buen corazón hay gente que afirma que es un perfecto hijo de la gran puta. De ser ello cierto, sería el único hijo de la gran puta que le ha salvado la vida a un servidor. Lo cual, por sí solo, ya marca una importante diferencia. También es un magnífico investigador policial. Y yo necesitaba desesperadamente a alguien así de eficiente. Para compensar, evidentemente.
Llegó a la policía proveniente de la legión, donde ostentaba el grado de sargento. El día que pisó por primera vez la comisaría, alguien le preguntó cómo se llamaba y respondió: Sargento García, provocando las risas de los que serían sus compañeros. Y así quedó: Sargento García, para siempre.
Es un tipo que no entiende de política ni de politiqueos, y a lo largo de su carrera solo se preocupó de hacer cumplir la ley. A su manera. Milagrosamente, llegó a una edad cercana a la de prejubilación sin que le expulsasen del Cuerpo. El milagro, en este caso, tiene nombre: comisario Jareño, quien le protegió de varios expedientes sancionadores hasta que no pudo protegerle más. Jareño es también el autor reconocido de otro milagro: el que yo conserve la apestosa licencia de detective privado que me permite vivir.
El Sargento García me salvó la vida durante mi delirante actuación en el caso del asesino del Colt Magnum Anaconda, y supongo que aún debe de estar refocilándose. Como muestra de gratitud, le propuse que se asociase conmigo. Tuvo el tacto de no rechazar de plano mi ofrecimiento, simplemente me hizo ver que sería incapaz de soportar mi presencia y la de Billy Ray de forma permanente. Cuando García me hizo esa prodigiosa manifestación de sutileza, aún no había degustado las exquisiteces de la vida de jubilado. Fue la muerte, a manos de García, del tipo que intentaba acabar con mi vida la causa del último y definitivo expediente sancionador, el que finiquitó su permanencia en el Cuerpo Nacional de Policía.
Sea como fuere, desde aquel episodio he mantenido la idea que el Sargento García y yo tenemos sobrados motivos para ser amigos. Aunque esto ambos procuramos disimularlo. No me gustaba la idea de ver a semejante tipo jugando a la petanca o tomando el sol en un banco.
En otro sentido, y en caso de poder escoger, él preferiría que fuese a su funeral que a visitarle en el hospital, sentado en una silla de ruedas.
Y yo también.
El número veinticinco de la Avenida de la Libertad correspondía a una casa de cuatro pisos sin ascensor, fachada de obra vista y unos angostos balcones con espectaculares vistas a la fábrica de piezas embutidas para la industria de automoción del otro lado de la calle. Policía, honrado y Pedralbes son palabras que no acostumbran a ir juntas. El buzón rezaba «Familia García-Llamas 3.º-1.ª». O bien para el Sargento la familia era lo más importante, o bien era un admirador del estilo literario propio de las lápidas funerarias.
La mujer que abrió la puerta correspondiente al piso tercero primera era menuda y rolliza sin llegar a la obesidad; se acercaba peligrosamente a la tercera edad aunque no parecía importarle en exceso. Cuando hablaba o sonreía, su cara se convertía en una acumulación de hoyuelos remarcados por el rodete de pelo rubio que la enmarcaba.
—¿El Sargento? No, no está, supongo que andará en el bar de la esquina jugando al dominó con los otros jubilados. ¿Ha mirado allí? Si le ve, recuérdele que hoy tenemos paella para comer. Y fría no vale gran cosa.
La idea del duro García enfrascado en una partida de dominó con una pandilla de jubilados me resultaba tan improbable como ver a la momia de John Lennon cantando Torna a Sorrento.
—Sé lo diré, señora, no se preocupe. ¿Está bien el Sargento?
—Yo soy la que está bien. Ahora ya no me paso la vida sufriendo como cuando andaba por esas calles jugándose la vida, tratando con mala gente, rufianes y mujeres de mala vida, oliendo a pólvora día tras día. Es muy duro el servicio, señor. Yo estoy bien, ya me tocaba. ¿Él? Si usted le pregunta, le dirá que está mejor que nunca. Y no es cierto, se aburre, añora la acción, pero ya se irá acostumbrando, esta vida de ahora es lo mejor para él.
Evidentemente, nunca llueve a gusto de todos.
Pero eso no se lo dije a la señora García.
El bar de la esquina se llamaba Los Linarejos. Tenía pinta de bar de la esquina de cualquier pueblo dormitorio de los alrededores de Barcelona. Lo llenaba la habitual parroquia de seleccionadores nacionales de fútbol frustrados, jubilados, parados forzosos y parados vocacionales. Este último, un segmento de población destinado en nuestro país a sustituir a corto plazo a la clase media.
El dueño, con un talante democrático digno del mayor encomio, hacía convivir un toldo con el emblema de Coca Cola con las mesas, ceniceros y afiches de Pepsi Cola. En conjunto le sentaba bien llamarse Los Linarejos, aunque si se hubiese llamado El Ecijano tampoco habría pasado nada.
El interior del local era un mar de formica verde rematada por una barra modesta. Un espejo, que hacía el pregón de las excelencias de una bebida refrescante hace ya tiempo desaparecida, la reflejaba distorsionándola. Sobre el espejo, sendos pasquines con las fotografías de los equipos de fútbol del Real Madrid con la «Novena» a sus pies, y de la Sociedad Deportiva Linarense, mostrando sus jugadores la sonrisa relajada de quien no tiene la obligación de ganar la «Décima».
El mar de formica verde estaba salpicado de jugadores de dominó protegidos por un círculo exterior de hinchas que jaleaban las fanfarronadas de los jugadores, o tomaban partido por uno u otro bando en las inevitables turbamultas dialécticas que se desarrollaban como parte deseable e imprescindible del juego.
La mesa de García estaba situada en un ángulo de la sala. El expolicía formaba parte del corro de espectadores, cabalgaba la silla puesta al revés, el respaldo sirviendo de apoyo a los brazos, las piernas arqueadas apoyando las rodillas en los bordes del asiento. Pensé que esta postura, en caso de ser necesario, le permitiría al Sargento una libertad de movimientos mayor que la postura convencional. Costumbres adquiridas tal vez.
Me acerqué sorteando mesas, jugadores y mirones, procurando que mi presencia no se hiciese evidente; quería oír los comentarios de García.
Los oí, palabra que los oí. Estaba alcanzando la espalda de García cuando la voz que tan bien conocía chirrió un:
—¿Qué tal, listillo? No me digas que andas a la caza de algún peligroso adúltero de este pueblo —la mirada de García permanecía fija en las fichas de dominó, que formaban sobre la mesa una disposición cabalística, a juzgar por la expectación que despertaban.
Por si no lo había dicho, les aclaro que el Sargento García desprecia mi profesión. Nos llama husmeacuernos, alcahuetes, promotores de divorcios, revuelvemierdas y un par de cosas más que ultrapasan los límites de lo puramente inelegante. Nos considera tan necesarios como la tosferina y tan útiles a la sociedad como un hipopótamo aquejado de estrabismo.
—¡Joder! ¿Cómo demonios has sabido que estaba aquí?
—Por la colonia, hombre.
—No uso colonia.
—Pues a eso me refiero.
—Me añoras, García, no puedes disimularlo.
—Como al mismo demonio, Humphrey. ¿Te has perdido?
—No, he venido a verte.
—Vaya por Dios, no sé si podré soportar tanta emoción. ¿Qué quieres de mí, Humphrey?
—Necesito ayuda, García. Quedamos en que si un día te necesitaba me echarías un cabo. Recuerda lo que dicen los chinos, que cuando le salvas la vida a alguien te haces responsable de él.
Mientas se desarrollaba esta conversación, mi interlocutor no se había dignado mover siquiera la cabeza y enfrentarme. Ahora lo hizo, con lo que podríamos calificar de mirada risueña teniendo en cuenta que era él quien sonreía.
—En eso quedamos, efectivamente. Y que les den por el culo a los chinos. No me gustan los chinos ni la madre que los parió.
—¿Y quién te gusta?
—Tú no, desde luego. Y los chinos tampoco.
—Es curioso, pero juraría que estás conteniendo una sonrisa de felicidad. Te hacía falta algo así, ¿eh?
—No es una sonrisa, listillo, es una mueca. Y es mejor que no te cuente la causa. Y por cierto, si en alguna ocasión tienes la impresión que me ruborizo, no te fíes. No es emoción, es un problema de hipertensión; la edad, ya sabes. ¿Es urgente tu asunto?
—Me temo que más de lo que le conviene a mi salud. No te he comentado que hay mucho dinero a ganar.
—Viniendo de ti, esto me causa más preocupación que gozo. Anda, Humphrey, lárgate. Hasta el momento lo has hecho bastante bien, no vayamos a estropearlo al final. Esta noche vendré a verte y hablaremos tranquilamente.
—De acuerdo, Sargento. ¿En la oficina o en casa?
—Con preferencia, donde no esté tu socio.
—En casa pues. ¿Qué sucede con Billy Ray?
—Me hizo quedar mal conmigo mismo.
—¿Billy Ray? ¿De qué manera te hizo quedar mal?
—Verás, yo estaba convencido que jamás iba a conocer a alguien más impresentable que tú. Y un buen día conocí a Billy Ray, fue una experiencia realmente traumática.
—Sargento, no debiste jubilarte. ¿Contra quién descargas tu mala leche ahora?
—Eso es sencillo, solo debes mirar a tu alrededor, es fácil encontrar gente despreciable.
—Supongo que sí. Hasta la noche. Por cierto, tu esposa te recomienda puntualidad. La paella, ya sabes…
El Sargento García renovó su atención en la partida, que en aquel momento atravesaba una fase de especial emoción a juzgar por las exclamaciones de los contendientes. Antes de marchar, le oí mascullar:
—Por mí le pueden dar a la paella allí por donde amargan los pepinos.
En la calle, un viento viscoso me obsequió con una vaharada pestilente proveniente de alguna de las fábricas de productos químicos que, a modo de excrecencia, salpican el pueblo. Me parapeté tras un grueso plátano y esperé. No habían transcurrido más de dos minutos cuando García salió de Los Linarejos y se dirigió a su casa. Lucía una enorme sonrisa torcida en su cara, caminaba más erguido de lo que nunca le había visto caminar sobre sus patas, tan torcidas como siempre.
El recuerdo imaginado de la paella que esperaba al Sargento García me provocó un irrefrenable deseo de gozar comiendo. Mi mente dibujó dos escenarios totalmente distintos. En el primero de ellos, un camarero de diseño presentaba un jugoso filete disminuido en la inmensidad de un plato en el que se podían correr los mil quinientos metros; el tipo me miraba con expresión de sincera preocupación mientras en un susurro preguntaba: «¿Lo encuentra todo en orden el señor?». El segundo escenario tenía música de fondo, concretamente el chisporroteo del aceite en mi sartén esperando recibir un par de huevos fritos y dos lonchas de tocino importado de Vic. Junto a mí, olfateando esperanzada, Cariño.
Opté por el segundo escenario. A mí la música siempre me ha podido. En mi decisión también influyó el que, por enésima vez en los últimos siete años, estaba en pleno proceso de ahorro para comprarme un nuevo coche. El actual padece demencia senil, agravada por una vida llena de privaciones.
En casa, el contestador telefónico fue el segundo en saludarme. El primer saludo lo recibí en forma de vendaval rojizo que me plantó las dos patas peludas en el pecho, intentando alcanzar mi cara con alguno de sus lengüetazos. En cuanto pude tranquilizar a Cariño, atendí al contestador telefónico.
La sensual voz ronca de Maruchi «la Desdentá» me saludó con nuestra habitual broma:
—Hola, mi amor. ¿Sigues aún virgen? No me defraudes, sabes que yo te espero.
A continuación, entró en materia.
—Humphrey, eres un capullo vocacional. En mi oficio una se harta de conocer capullos, pero tú los superas a todos…
Conociendo a Maruchi, puedo garantizarles que estaba realmente preocupada por mí.
—… y si a estas alturas aún no has sido capaz de aprender que en este barrio los capullos mueren jóvenes, es que ya no vas a ser capaz de aprenderlo nunca…
Casi me atrevería a asegurar que lo más preocupada que la había visto hasta la fecha.
—… pero vamos a ver, ¿así de golpe tienes tendencias suicidas?, ¿no tenías otra cosa que hacer que liarte de nuevo con el Tío y sus matones? Por el amor de Dios, sabes perfectamente que un negocio con ellos es siempre un mal negocio…
¿Cómo demonios se entera esta mujer de las cosas? No me ha dado tiempo siquiera a darle la primicia y ya lo sabe, lo que quizás sea una parte importante del cabreo que arrastra. Digamos que un cuarenta por ciento, el resto es genuina preocupación.
—… joder, tío, si necesitabas dinero haber recurrido a los amigos. Bueno, a mí no, por supuesto, antes que darte un talego prefiero cien veces que los chicos del Tío te hagan un trabajo de navaja sin anestesia, ya he tenido bastantes chulos en mi vida…
Hay días en que Maruchi se deja vencer por el sentimentalismo, aquel día era evidente que tenía la emotividad a flor de piel.
—… bueno, valdrá más que me calme. ¡Coño de subnormal! Es que siempre me tocan a mí. Mira, más burra yo por preocuparme. Oye, Humphrey, ven esta noche a dormir a casa, me retiraré pronto y dejaré que las chicas cierren el local. Si prefieres vengo yo a la tuya, dime alguna cosa, supongo que en algo podré ayudarte.
A continuación, el antiestético bip bip señalando el fin de la comunicación. Es un sonido triste, esperanzador, angustioso, relajante, depende de lo que has oído antes o lo que esperes o temas oír a continuación. En este caso no había más llamadas.
El local al que se refería Maruchi se llama El Reposo del Guerrero, un puticlub de su propiedad. Quienes realmente trabajan son las chicas, ella dirige el negocio. Está retirada en la medida de lo posible. Alguna mamada a clientes de confianza es su único trabajo de campo. Es prácticamente inevitable, hay compromisos ineludibles. Policías, inspectores de Hacienda, políticos, cosas así.
Sus mamadas se han hecho famosas en todo Barcelona. Se quita la dentadura postiza y hace juegos malabares con las encías.
No se confundan, Maruchi no es tan mayor como para no tener dientes, pero un par de patadas en la boca con un zapato del cuarenta y cinco causa estragos hasta en las dentaduras más jóvenes. Esa es también la razón por la que Maruchi no quiere saber nada de chulos. Ha aprendido a protegerse sola (con las excepciones ya mencionadas) y le va bien.
A continuación contesté la llamada que el día anterior me había hecho Magda Sucarrats, una de mis mejores clientes y con diferencia la más rica.
Caso curioso el de esa familia: la madre, Magda, me contrata para que tenga permanentemente ubicada a su hija Alicia, quien cíclicamente se fuga de casa con algún que otro tipo insólito desde el punto de vista de sus padres. La niña los escoge de lo más marginal que encuentra por los arrabales de Barcelona, lugares donde hay abundancia para escoger marginalidad. Imagino que lo hace para compensar lo que encuentra en su hábitat natural, donde la marginación consiste en no estrenar Porsche cada temporada.
Alicia es una muchacha encantadora, aunque en ocasiones se deja vencer por la histeria que le provoca no ser como a ella le gustaría y tener que cumplir las convenciones de un tipo de vida que no está dispuesta a abandonar.
Su madre, Magda, es un mal bicho a tiempo completo, lo suyo es vocacional, no se permite un momento de descanso. Pero paga bien, es realmente desprendida. Y Alicia es tan inquieta que resulta una fuente de ingresos nada despreciable.
En realidad, yo preferiría que Magda me pidiese una relación de las amantes de su marido, y este una relación de los amantes de Magda. Podría competir entonces con la aportación al negocio que hace Billy Ray. Sin embargo, en la familia Sucarrats lo preocupante es la niña, la situación familiar se mantiene perfectamente estable y sin mayores visos de complicación que las alteraciones propias de cualquier hogar bien avenido.
Aquel día, la voz de Magda sonaba sinceramente preocupada. El afortunado gozador de los encantos de Alicia era un tal Gerardo. Y ni siquiera era un tipo marginal, era simplemente pobre, lo cual para Magda representa un delito de rango superior y un peligro más tangible que los anteriores devaneos de la niña.
Citando palabras textuales de Magda Sucarrats: «Si en la realeza llegan a producirse casos, imagine, Humphrey».
En fin, sea como sea, es dinero fácil para la Agencia y trabajo cómodo para mí, así que bienvenido sea. Conozco tan bien las costumbres de la niña que casi podría empezar a preparar el informe en este mismo momento. De hecho, en sus escapadas, Alicia viene siempre a parar a este barrio, tiene alquilado un apartamento en el vecindario, una pieza discreta y arreglada. Un lugar de aire bohemio que a Alicia le ayuda a respirar y crea la atmósfera romántica que ella desea. Se lo alquiló a un amigo mío. Bueno, con sinceridad, se lo presenté yo mismo.
Si están pensando que obtuve algún provecho económico, se equivocan de medio a medio. Me pareció poco ético reclamar una comisión, me conformo con ahorrar tiempo cuando tengo que ubicar a Alicia. También tengo una obsesión secreta, tirarme a Magda en el apartamento de Alicia. Sería sencillo, de hecho tengo una llave. Me la dio Alicia por si ella pierde la suya, o se mete en problemas, es una chica que acostumbra a perder cosas. Y ya hemos desarrollado una cierta amistad.
Ya saben una de mis obsesiones secretas: tirarme a la mamá de Alicia en el apartamento de Alicia. Creo que una de las obsesiones secretas de la mamá de Alicia es tirarse a Humphrey, sin importar demasiado dónde. ¡Soy tan peculiar, tan primitivo!, ¿sí o no?
Y miren que sé que tirándome a la mamá de Alicia me arriesgo a envenenarme, pero me excita la idea de, por una vez en la vida, verla despeinada. Luego ya lo arreglaría Llongueras.
En fin, cualquier día me dedico a ello.
Cuando me disponía a pasar a limpio los datos que me proporcionó Magda Sucarrats, llamó Billy Ray.
—Humphrey, brother, good news for our business. —«Junfin brote gunifo ubises», rebotó la voz de Billy Ray por mis maltratados oídos, como una piedra cayendo por un acantilado sin fondo.
—Socio, ¿quieres hacer el jodido favor de dirigirte a mí en castellano, catalán, orensano o cualquier otra cosa que yo pueda entender?
—Carallo, estás estresado de la leche, deberías ir donde Maruchi que te calmen un poquinho.
—Bueno, déjalo ya. ¿Cuáles son esas noticias?
—¿Lo ves que sí que lo entendiste, cabrito? Toma nota de lo que ha conseguido Billy Ray. Los de Abella Productions nos han dado toda su cartera de impagados. Un treinta y cinco por ciento del total cobrado, para nosotros. Claro que después de gastos no nos quedara más que un quince. Son casos difíciles, nos obliga a echar mano de personal especializado. Si me hubieses dejado fichar a un par de ellos en plantilla nos íbamos a un veinte largo, en fin. El contrato como de costumbre: los de Abella en teoría nos venden la deuda, así ellos quedan al margen de posibles complicaciones. Aún no tengo los números totales pero es mucha pasta y…
Billy Ray dedicó el resto de la conversación a contarme la mucha pasta que íbamos a ganar apretando las tuercas a los deudores de Abella Productions. Yo no le escuchaba desde hacía mucho rato. Esta es la parte del negocio que no me interesa.
Bueno, tal vez a fin de mes.