TRES

Al día siguiente me duché y bajé al bar de Higinio el Ruedas. Un desayuno tranquilo es un lujo que me permito de vez en cuando. El desayuno incluye habitualmente, además de una ración de tortilla a la paisana, una tertulia con el Ruedas y alguno de los camioneros que habían compartido ruta con él. Son interminables conversaciones en las que repiten una y otra vez antiguas anécdotas que no por sabidas son menos celebradas. También se arreglan todos los problemas que afectan a nuestro país, desde la mejor manera de lograr la desaparición de ETA hasta la forma de conseguir que la selección de fútbol gane de nuevo el campeonato del mundo.

Aquel día, y como despedida hasta nueva orden de la vida apacible, resolví ofrecerme este regalo. La suerte, sin embargo, parecía haberme abandonado: el bar estaba atestado por una caterva de colegiales que, entre trago de batido de chocolate y lanzamientos de servilletas de papel al compañero más cercano, se limpiaban los mocos con las mangas del uniforme rayado. Al fondo del local, dos monitores jugaban en la maquina del millón esperando el fin de la contienda para resumir la lista de bajas. Higinio, atrincherado tras la barra, me miró implorando una ayuda imposible. Me despedí del Ruedas y de mi desayuno-tertulia con un gesto resignado de la mano.

La Comisaría Central estaba, con diferencia, más tranquila que el bar de Higinio, pero nadie me ofreció una ración de tortilla a la paisana. El comisario Jareño paseaba su tremenda humanidad entre las mesas de los funcionarios, asignando tareas y recogiendo datos. Me vio casi de inmediato y me señaló con el dedo pulgar su despacho.

Entró al cabo de cinco minutos; mientras le esperaba, repasé las fotografías de unos tipos de aspecto tan amistoso como un holocausto nuclear.

—Buenos días, Humphrey, dame una alegría, dime que vienes a denunciar al chorizo de tu socio.

—Buenos días, comisario, ¿quiénes son esta buena gente?

—Rusos, sospechamos que se ganan la vida intimidando a comerciantes del Raval y alrededores para que les abonen una especie de impuesto de protección.

—Y si no pagan les enseñan sus bates de béisbol, ¿no?

—Algo así.

—Buenos chicos; y respondiendo a tu pregunta: No, no he venido a denunciar al genio, se está portando bien. ¿Cómo van tus alergias?

Las alergias de Jareño son famosas en todo el cuerpo de policía: insoportables picores concentrados en su voluminoso apéndice nasal le obligan a frotarlo con ahínco, de forma que en pocas horas lo convierte en una masa carnosa enrojecida que recuerda la erupción en miniatura del volcán Krakatoa. Los distintos remedios que va probando son efectivos durante unas cuantas semanas, luego la alergia aletargada contraataca y de nuevo su probóscide entra en erupción

—¿Qué quieres que te diga? Pero tú no has venido para interesarte por mi rinitis. ¿No te habrás metido en algún lío?

—Más bien me han metido en él. ¿Qué me puedes contar de la gitanilla que se cargaron anteayer?

—Se llamaba Soledad Heredia y era la sobrina del Tío Matías. ¿Tienes suficiente para abandonar el caso o prefieres un informe más completo?

—Eso ya te lo hubiese contado yo, de hecho me lo contó el mismo Tío, que dicho sea de paso fue quien me contrató.

—No aceptes el caso, no tienes por qué hacerlo.

—Sí tengo, le debo una al Tío Matías.

—Pues es un mal asunto.

—Ya, pero no veo por qué tiene que ser tan mal asunto, no será la primera vez que me veo metido en un caso de asesinato.

Fanfarroneaba. Juro por el cadáver incorrupto del gran Marlowe que sí que sabía lo mal asunto que era, pero si lo reconocía lo único que me quedaba era echarme a llorar en los brazos de Jareño. Y ese tipo de familiaridades aún no nos las permitíamos. Además, yo había ido en busca de información, no de consuelo.

—Tú mismo, Humphrey, tú mismo. Vamos a hacer un trato ya que estás metido en ello: tú me cuentas todo lo que hayas sacado del Tío y yo te tengo al corriente de lo que sabemos y de lo que vayamos averiguando. ¿Quién empieza?

—Yo mismo: la chica hacía tiempo que se había apartado de las leyes gitanas, vivía con un fulano que se hace llamar Alain, es algo así como un responsable de la comunidad okupa del barrio. Y parece que se ha dado cierta prisa en desaparecer, debe de suponer que hasta que no se aclare el asunto le saldrá más barato que no le encuentren los chicos del Tío. Eso contando que no la haya matado él. Si no tienes nada en contra, voy a empezar a husmear en esa dirección.

—Yo no te puedo obligar a nada de momento, si pudiese te haría abandonar el caso, ya te lo he dicho. Nosotros lo único que sabemos por ahora es la forma en que murió. La mataron anteayer, entre las cinco y las ocho de la tarde. Fue golpeada salvajemente, puños americanos y cosas así. Antes la violaron, buscaron todos los caminos posibles para hacerlo, lo hizo más de una persona, quizás tres, luego la degollaron y la tiraron entre las chumberas de la Ronda del Litoral, posiblemente desde una furgoneta en marcha, aunque eso es simplemente una hipótesis. Tenía el cuerpo tan magullado que no es posible asegurarlo. Quien lo hizo te aseguro que es un perfecto hijo de puta, casi me alegraría que lo agarraran los gitanos del Tío Matías.

—Yo también me alegraría.

—He dicho casi, Humphrey. No caigas en la tentación porque trabajas para ellos, la justicia es igual para todos.

—Claro, hombre, yo también quería decir casi.

—Bien, Humphrey, déjanos de momento a nosotros al tal Alain, cuando hayamos hablado con él te contaré los detalles, mandaré a alguno de los chicos a la comuna y que apriete a todo dios, ya verás como no tardamos en saber del tal Alain. ¿Tú qué tienes previsto hacer?

—Si tú te quedas con ese tipo, yo de momento lo único que puedo hacer es husmear por ahí por si alguien sabe algo. Por cierto, tengo 18 000 euros para comprar información, gentileza del Tío Matías. Si conoces a alguien más sensible al dinero que a la presión policial y crees que vale la pena lo que nos pueda contar…

—No te he oído, Humphrey.

—Claro, que la gente no te oiga es lo que acostumbra a suceder cuando no has dicho nada.

—Anda, lárgate ahora o te meto en un calabozo con lo más florido de la colecta nocturna, tengo un grupo de drag queens tan hartos de pastillas que hasta a ti te encontrarían guapo. Te llamaré si hay alguna novedad, mañana tendré el informe del forense.

La residencia okupa del barrio era una antigua vivienda almacén situada frente a una zona de servicios sociales, la cual, además de un amplio espacio ajardinado, albergaba el acuartelamiento de la Policía Municipal y diversos departamentos del Ayuntamiento.

Imagino que el dueño legal había comentado en alguna ocasión con sus amigos que podía dormir tranquilo, ya que su propiedad, por muy vacía que estuviese, gracias a la vecindad de la Policía Municipal, estaba a salvo de la plaga okupa. Actualmente supongo que se consuela pensando que la Policía Municipal no duerme tranquila a causa de las fiestas okupas.

Las paredes de la casa okupa mostraban los signos habituales de la rehabilitación a que había sido sometida. Junto a un mensaje perfectamente rotulado con plantilla que aconsejaba «Konocer al sistema antes de kombatirlo», unas goteantes letras negras informaban pacíficamente que «Por cada desalojo, un madero cojo». Los pasquines ciclostilados, pegados en la puerta y paredes, invitaban a todo aquel que quisiera participar en armonía y buen rollo al concierto okupa de buena voluntad en el que actuarían grupos como «Kombate», «Kagondiós», «Kokaína pa tos», y que contaría con la colaboración especial de «Los kachorros de Lenin».

La única razón por la que no me animé a asegurarme la entrada fue el convencimiento de que no aceptarían tarjetas de crédito. Una pena porque el koncierto prometía.

Desde mi posición en un banco del jardín vecino controlaba la puerta principal del edificio, aunque no tenía ni remota idea de por qué hacía guardia allí. Si tuviese que justificarme de acuerdo con la ortodoxia de la investigación policial, diría, en primer lugar, que no tenía nada mejor que hacer en aquel momento. También que siempre se me podía ocurrir algo sobre la marcha. O que mejor allí que en la puerta del convento de las Salesianas.

Para acabar: que en ocasiones tengo suerte.

Aquel día se justificó el cuarto supuesto.

Dos perros perdigueros y un tercero de raza indefinida de tamaño más que respetable se arracimaron en torno a mis piernas. Perseguían una pelota de tenis de procedencia desconocida que había aterrizado a mi lado.

La procedencia desconocida apareció un momento después. Tenía una apariencia vagamente femenina bajo una camisa de campaña de algún ejército exótico y unos pantalones cargados de cadenas y abalorios de difícil justificación. El peinado era sencillo pero meritorio, la sencillez radicaba en que el pelo estaba cortado al uno, el mérito era que así y todo acumulaba suficiente mugre para apelmazarlo.

La mirada que me dirigió indicaba bien a las claras que no tenía la más mínima duda de que mi contacto podía ser nocivo para la salud de sus perros. Su voz, sorprendentemente, indicaba que pertenecía al género humano.

—¡Boy, Ivanka, Trueno, venid aquí ahora mismo!

Los perdigueros se acercaron remoloneando a su dueña, pero Ivanka parecía agradecida por el masaje que yo le hacía en los riñones y arqueaba el lomo para facilitarme la tarea.

Les gusto a los perros y ellos me gustan a mí. Son fiables, un perro solo te muerde si piensa que le harás daño o le quitarás la comida. Y no siempre. Muchos seres humanos te muerden porque les gusta morder y tú en aquel momento pasabas por allí.

—¿Esta es Ivanka?

La chica me miró dubitativamente, valorando la conveniencia de contestarme, azuzarme a los perdigueros o agredirme ella misma con alguno de los aditamentos metálicos que salpicaban su vestuario. Finalmente optó por la vía pacífica y, sin abrir demasiado la boca, me dijo:

—Hmm. ¿Tienes tabaco, colega?

—No, pero hace años fumaba, y aún recuerdo lo duro que era tener ganas de fumar y no tener tabaco a mano. —Le tendí un billete de veinte euros—. Fúmate unos cuantos a mi salud.

—¿Por qué me das dinero? ¿Qué quieres?

—Eres tú quien quiere fumar.

—¿Nada más?

—No.

La chica cogió el billete sin dejar de mirarme. Ya solo me quedaban 17 980 euros para ir tirando por ahí.

—¡Boy, Trueno, Ivanka, vámonos!

—Oye, la chica esa que asesinaron el otro día vivía con vosotros, ¿no es cierto?

—Así que era eso lo que querías. ¿Periodista o madero?

—Ninguna de las dos cosas. ¿Era amiga tuya?

—Madero no pareces, no tienes media hostia; periodista pues.

—No, joder, no ¿era amiga tuya?

—Ahí dentro todos somos colegas, tío.

—Pero unos más colegas que otros, imagino. ¿Era amiga tuya?

La chica me miró durante un rato valorando el daño que le podía hacer admitir su amistad con la muerta. Su mano palpó el bolsillo donde había metido el billete de veinte euros. Finalmente se encogió de hombros y habló.

—Sí, éramos amigas. Mira, Ivanka era su perra, yo la he adoptado, procuro que no esté triste, pero por las noches la busca y se pasa horas mirando la puerta, esperando que llegue. Los perros no saben la cantidad de hijos de puta que hay afuera. Ivanka es una perra sin suerte, iba abandonada cuando Soleá la adopto, va pasando de mano en mano.

—¿Se te ocurre algún hijo de puta en especial, alguien que no la quisiese bien?

—A Soleá todo el mundo la quería, ella no se metía en nada. Si quieres encontrar a quien la mató, busca bien lejos de aquí.

—¿Muy lejos?

—Y yo qué sé, colega; lejos, eso seguro.

—¿Sabes si el día que la mataron fue a algún sitio concreto?

—Ella daba largos paseos, a veces cerca del mar, en otras ocasiones se iba andando por el monte. Alain le decía que tenía alma y piernas de nómada. Yo no sé qué quiere decir eso, supongo que son la gente que anda mucho, ¿no?

—Más o menos. ¿Quién es Alain?

—Su hombre, un buen colega, un tío con coco.

—En los últimos tiempos, ¿notaste algún comportamiento anormal en Soleá?, ¿cambió en algo sus costumbres?, ¿te dijo algo que te llamase la atención?

—Hace tres o cuatro días regresó de uno de sus paseos llorando. Estaba nerviosa, le pregunté qué le pasaba y me contestó que nada que ella, o yo, ni siquiera Alain y sus amigos, pudiésemos cambiar. También dijo algo que no entendí.

—¿Qué dijo?

—Que hay cosas que no las arreglan las consignas políticas, que las ideas para cambiar el mundo y los conocimientos de historia para eso no sirven.

—¿Quiénes son los amigos de Alain?

—Los Sénecas esos que nos atiborran de historias acerca de cómo nuestra lucha abrirá el paso a una sociedad mejor, más justa.

—No parece que te gusten demasiado…

—No me gustan nada, les huelo la corbata por debajo de la camiseta.

—¿Y por qué les aguantáis?

—Joder, tú eres un pringao. No sabes nada de nada. Si no fuese por ellos y sus chanchullos, no aguantaríamos en una casa el tiempo de decir amén, los maderos nos inflarían a hostias por toda la ciudad. Ellos saben moverse con las leyes y conocen gente que nos ayuda.

—Y a cambio, vosotros les ayudáis a ellos a fabricar una sociedad más justa, ¿es eso?

—Sí.

—¿Tú lo crees?

—Algunos de nosotros se lo creen, les va el rollo ese de hacer la revolución y cambiar el mundo. Al principio nuestro rollo era más divertido, más tranquilo. Yo soy de las antiguas y puedo decírtelo. A mí el rollo ese de las ideas y la revolución de los pobres me suda las tetas. ¿Tú has visto algún pobre que deje de serlo?

—Alguno de vez en cuando, para que los demás no nos desanimemos. Oye, ¿Alain también es uno de esos Sénecas que me decías?

—No, él es uno de los nuestros, un colega, pero tiene coco, se entiende bien con ellos, discute lo que hay que hacer y nos lo dice. Supongo que lo hace porque los demás no servimos, pero en realidad a Alain lo que le gusta es vivir relajado, escribir poesías, tocar la guitarra y colocarse como cualquier tío legal. Escribe unas poesías cojonudas, yo muchas veces no entiendo qué es lo que quiere decir, pero suena muy bien, te relaja, es como un petardo de María, te relaja. Bueno, en ocasiones también te chuta, entonces es como una anfeta.

—Alain es el interface, vaya.

—¿Qué le has llamado? —La chica me miraba con la expresión de quien acaba de ser profundamente defraudado por alguien en quien había empezado a depositar una confianza inestable.

Interface, en este caso, es la persona que hace de puente entre un colectivo y otro.

—Bueno, si tú lo dices —algo más tranquila sí parecía después de la explicación. O quizás le pareció trabajoso enterarse de qué iba lo de hacer de puente entre un colectivo y otro. Algo atascada sí parecía.

—¿Tú sabes si ahora Alain esta aquí?

—No, no está. Hoy tenía reunión.

—¿Con los Sénecas?

—Claro. Pásate otro día, entras y preguntas por él, cualquiera te dirá quién es.

Miré la entrada del edificio okupado con cierta prevención.

—No te preocupes, tronco, que aquí no nos comemos a nadie. Si no eres un madero, serás bien recibido. Bueno… y si tienes algún problema por ahí dentro me buscas, me llamo Iris.

Levantó una mano a modo de saludo y llamó a los perros.

—Boy, Ivanka, Trueno, vamos tirando.

Los dos perdigueros se situaron a ambos lados de la chica dispuestos a seguirla. Ivanka, un cruce poco definido, de largo pelo rojizo y morro exageradamente largo, se sentó descaradamente entre mis piernas, desafiando la orden recibida.

—Oye, parece que le has gustado. —Iris me miraba con la expresión de quien acaba de hallar la solución a un problema—. Se nota que te gustan los perros. ¿Tienes perro?

—No, no tengo perro.

—¿Por qué?

—Pues… no lo sé. —Y la verdad es que en aquel momento no hubiese sido capaz de dar una razón convincente para explicar por qué no tenía perro.

—Adopta a Ivanka.

—No.

—¿Por qué no?

—No me compliques la vida, chica.

—No quieres un perro para que no te complique la vida. Eres un mierda.

Durante toda la conversación no había dejado de rascar a la perra, entonces lo hice. Ivanka se apretujó contra mi pierna izquierda y resopló fuertemente.

—Tiene un nombre muy feo.

—Cámbiaselo, creo que fue cosa de Alain. Ahora es tuya, puedes cambiárselo.

—Oye, vamos a hacer una cosa. Le voy a cambiar el nombre en este mismo momento, la llamaré Lady Godiva. Me levantaré y me marchare, le diré: «Lady Godiva, ven». Si me sigue, la adopto, en caso contrario…

—Bueno, hazlo. Ella ya te ha adoptado a ti; o sea, que te seguirá, seguro que te seguirá.

Me levanté y caminé tres o cuatro metros. Sin mirar hacia atrás, la llamé a media voz:

—Lady Godiva, ven.

El roce casi inmediato de un cuerpo caliente en mi pierna confirmó que acababa de adoptar a una perra de raza indefinida, largo pelo rojizo y un morro exageradamente largo. Hice un último intento para mantener el estatus de perfecto solitario que durante tanto tiempo había estado acuñando.

—Iris, este bicho, ¿no estará preñada?

Cuando la perra entró en casa, con el rabo impúdicamente levantado y el hocico lanzado a modo de contador Geiger hacia todas y cada una de las fuentes de nuevos olores que encontraba a su paso, ya había decidido cambiarle el nombre. El único problema es que no me decidía por ninguno.

«Chispa» dije. La perra se paró y me miró ladeando la cabeza; luego, al ver que al nombre no seguían más instrucciones, continuó con interés su inspección olfativa.

«Luna», le espeté. La perra cesó en su inspección y me observó meneando el rabo. Morgan, Laika, Perra, Rubia, Nefertiti, Musa, Dulcinea, Salomé, Princesa, Minerva, Maruja, Penélope, Melindrosa…, iba diciendo yo mientras la observaba.

El pobre bicho me miraba con expresión preocupada, valorando la posibilidad de pedir el divorcio por maltrato psicológico. Fue ella misma quien puso fin a mi indecisión tumbándose frente a mí, apoyando la cabeza en mi pie y soltando un suspiro de resignación. Me arrodillé para acariciarle la cabeza y me lamió la mano. Desde aquel momento, básicamente, la llamo Cariño. También la llamo Céspedes, Saco de Pulgas y Mal Bicho. Da lo mismo, ella siempre viene.

Aquel día compartimos una lata de raviolis, una bolsa de patatas fritas y un paquete de merluza al limón ultracongelada en alta mar. Tomé nota para comprar un saco de pienso. Comía la merluza más rápido que yo, luego me miraba. Aquella noche apenas cené.

Escuchando a Big Mama y The Blues Messengers, seguido de un viejo álbum de Gene Vincent, bañé a Cariño, tenía efluvios de casa okupada. Se dejó bañar sin demasiados espavientos, aunque su expresión indicaba bien a las claras que aquella era, por mi parte, una crueldad innecesaria.

Aunque yo no contaba con ello, el siguiente día se iba a presentar con sorpresas. También tomaría la decisión de hacer una visita que no figuraba en mi agenda, ni aquel día ni en los próximos cuatrocientos cincuenta meses.

Me fui a dormir con el convencimiento de no haber hecho gran cosa. Una constante en mi vida. Las acciones brillantes las agotaron Philip Marlowe, Sam Spade y compañía. A las pelirrojas espectaculares ansiosas de sentarse en las rodillas de un sagaz investigador privado, también.

Para mi desgracia.

A los pocos minutos de tumbarme en la cama, mientras pensaba en la ausencia de pelirrojas espectaculares en mi vida, Cariño entró en la habitación y se tumbó silenciosamente a los pies de mi cama.

La estuve vigilando en silencio durante un buen rato.

No roncaba.