Manuel paró el Mercedes en el fondo de un camino sin salida, formado por unos parterres de flores rosadas que daban la impresión de apañárselas bastante bien sin la ayuda de un jardinero, y apagó el motor. Lamento no saber el nombre de las flores de aquel camino, la jardinería nunca ha sido mi fuerte, solo distingo a las flores por su color. Si fuese necesario, creo que también podría distinguir a las ortigas de los árboles frutales, al menos con un grado de aproximación aceptable.
Manuel sacó del bolsillo de su camisa un paquete de Winston de aspecto inmaculado y encendió uno con gestos lentos, sin preocuparse de averiguar si yo fumaba. Miré el encendedor, parecía oro y pensé que, si aquel artefacto era realmente de oro, debía costar más que el Mercedes entero con un par de detectives privados de mi categoría dentro.
La primera bocanada de humo que expulsó Manuel fue a parar casualmente a mis ojos. El tipo no me miraba, estaba con la cara enfocada hacia el retazo de cielo que asomaba entre el entramado de hojas y flores que cerraban el camino. Le reconozco el mérito, pero me molestó.
—Hazme un favor, Manuel. Deja de una puta vez de sobarme los huevos, acepta el hecho de que tú me gustas a mí tanto como yo a ti. Y si no eres capaz de aceptarlo y comportarte como un ser racional, ten la gallardía de decirle al Tío que no te da la gana hacer este trabajo. Que ponga a otro en tu lugar.
—No pondrá a nadie en mi lugar, payo. ¿Qué quieres saber?
—En primer lugar, la razón por la que estás tan seguro de que el Tío no pondrá a nadie en tu lugar, si se lo pides.
—Porque Soleá se había apartado de nuestras costumbres, vivía como los payos, con los payos. Había renegado de sus raíces y no obedecía a quien tenía que obedecer.
La voz de Manuel se había hecho soñadora, adquiriendo una suavidad que yo desconocía en él. Sin embargo sus manos aferraban el volante con tanta fuerza que los nudillos parecían a punto de despegar para vivir su propia vida.
—¿Y a quién tenía que obedecer?
—A mí.
—¿Por qué?
—Soleá era mi hermana. Mi deber era obligarla a regresar a nuestra forma de vida. El Tío me advirtió que de aquello no podía salir nada bueno, yo soy tan responsable de su muerte como el hijo de mala madre que la mató.
—Lamento tu dolor, Manuel. Supongo que hablar de ello no te va a hacer feliz, pero creo que lo mejor será que empieces desde el principio y me cuentes lo que creas que me puede ayudar en mi trabajo. Si ahora no estás en condiciones, podemos esperar a mañana.
—Mañana no voy a sentirme mejor que hoy, payo, así que escúchame ahora: Mi hermana fue siempre una niña mimada y rebelde, bonita hasta más allá del entendimiento, caprichosa, testaruda. Apasionada con cualquier cosa que la vida fuese capaz de ofrecerle. De ella se enamoraba todo el que la veía, tenía pactado un matrimonio con un buen gitano que la hubiese hecho feliz y la hubiese obligado a respetar nuestras costumbres, pero Soleá vivía más en vuestro mundo que en el nuestro, y no acató lo que la sangre la obligaba. Un día, de eso hará más o menos siete meses, se marchó, no nos dio explicaciones, luego supimos que estaba viviendo en una de esas comunas okupas, vivía amancebada con un payo de allí, uno de los dirigentes de la comuna.
—¿Cómo se llama? Intentaré hablar con él.
—No podrás.
—¿No te lo habrás cargado?
—Para cargarse a alguien primero hace falta encontrarle. Nadie sabe dónde está, y si lo sabe no quiere decirlo.
—Dame su nombre, yo le encontraré. Tu quédate lo más quieto posible, es lo mejor para todos. Cuanto más le busques, más se esconderá.
—Le llaman Alain. Me contó Soleá que se parece a un actor francés, un tío guaperas de esos amariconaos.
—¿Y qué hacía tu hermana en la comuna?
—No creo que ella se metiese en politiqueos, no le interesaban ese tipo de cosas. De la comuna le interesaba la libertad y la falta de obligaciones, pero yo creo que fue un paso más hacia el mundo de los payos, creo que si ese Alain le hubiese ofrecido un hogar y una familia habría dado el paso definitivo.
—¿Qué sabes de su vida?
—La última vez que intenté que regresara me dijo que vivía con su hombre, que tenía un perro, que meditaba acerca de la vida, que tenía que pensar mucho acerca de la vida que quería vivir, que posiblemente la actual no era más que una etapa que tenía que cubrir. La agarré del pelo y la amenacé con darle un par de hostias si no volvía conmigo por las buenas. No forcejeó conmigo, solo me dijo: Manuel, suelta, ya sabes que así no vamos a arreglar nada. Me desarmó su voz dulce, su tono tranquilo. Cuando la solté, me acarició la mejilla y me pidió que saludara al Tío de su parte, luego se marchó. Fue la última vez que la vi viva. La siguiente fue en el depósito de cadáveres. ¿Qué más quieres saber, payo?
La voz de Manuel, en las últimas frases, se había convertido en un susurro enronquecido, tenso. Me pareció que sus ojos brillaban con más intensidad que de costumbre. Apagó el cigarrillo contra el cenicero, lo rompió a la altura del filtro y lo lanzó a través de la ventanilla.
—¿Cómo me pondré en contacto contigo si te necesito?
—Pregunta por mí en esta dirección.
Me dio la dirección de un bar de la calle Escudellers. Solo tenía que decir en la barra que necesitaba hablar con él. Ya me encontraría.
Después de darme la dirección, fijó sus ojos en el parabrisas y esperó en silencio.
—Volveré andando, Manuel, la bajada es cómoda y el aire fresco de la noche me sentará bien.
El gesto de indiferencia del gitano me indicó que a él le daba igual que bajase andando o planeando. Cuando abandoné el camino sin salida y tomé la carretera principal, el Mercedes de Manuel seguía allí, las luces apagadas y el motor silencioso. Llevaba andados unos pasos cuando me pareció oír la voz del Camarón de la Isla lamentándose de la suerte del pueblo gitano. En esta ocasión fui yo quien no pudo evitar encogerse de hombros. El Camarón de la Isla, Manuel y el pueblo gitano tenían sus problemas, yo tenía los míos.
Lamentablemente se cruzaban.
Al fondo, la ciudad ya había encendido sus luces. Un homenaje a la forma de vida que se retiraba a descansar y un saludo a la forma de vida que se preparaba para asumir su protagonismo. La ciudad siempre tiene algo que celebrar, somos nosotros, su corriente vital quienes pagamos un peaje de sufrimiento, para que ella siga viva.
Llegué a casa a tiempo de oír los últimos timbrazos impertinentes del teléfono mientras subía las escaleras. Cuando abrí la puerta, el campanilleo había cesado. El contestador había recogido la voz atribulada de mi socio.
—Humfin, la madre que te parió, don’t treat me this way, ¿somos socios o no lo somos?, carallo, decisiones consensuadas hombre, all right, Humfin, all right, de momento nada de aumento de plantilla, aunque una secretaria recepcionista para mejorar la imagen de la Agencia sí que nos convendría, una chiquilla seria, buena ragazza, más que nada para darle un toque de clase al negocio. Piénsalo, brother. Mañana hablamos.
Cené un refrito de merluza empanada que tenía en la nevera, recuerdo de algún día más agradable que aquel. Guardé el maletín con los 18 000 euros del Tío Matías en el armario y me dormí aceptando que, como personal fijo de la empresa, siempre sería mejor una secretaria recepcionista que una puta y un gorila. Conociendo los gustos de Billy Ray, dudaba que las diferencias entre la puta y la secretaria recepcionista fueran muy evidentes.
Me dormí imaginando un casting de secretarias recepcionistas con minifalda de cuero rojo y medias de rejillas.
Curiosamente, el gorila no apareció en ninguno de mis sueños.