Aquel día tenía un cabreo monumental a causa de Billy Ray. Eso no es noticia de primera plana, pero lo hago constar para que nadie crea que he nacido cabreado con el mundo y me paso la vida refunfuñando. Hay días que hasta sonrío.
Poco, pero sonrío.
El personal que pulula por estos barrios, si sonríes mucho, desconfía, dan por supuesto que les vas a pedir algo.
Billy Ray es mi socio en la agencia de detectives que lleva mi nombre: Humphrey. Aunque en realidad yo me llamo Basilio Céspedes. Pero eso cuéntenselo a los vecinos de este barrio, para ellos soy Humphrey en honor de Bogart y su gabardina. Y eso no lo vamos a cambiar por mucho que nos esforcemos.
El barrio es el Poble Sec, donde vivo, y el antiguo Barrio Chino, ahora Raval, donde en tantas ocasiones mi trabajo me lleva. Buenos barrios de Barcelona, si no les importa la presencia de putas, proxenetas, chorizos, traficantes de drogas y toda clase de elementos que se ganan la vida como Dios mejor les da a entender.
Para tener el cuadro completo añádanle lo mejor de cada continente. Hay calles que huelen a patera, otras a cayuco, las hay que aún conservan el aroma del aeropuerto. En estos barrios, estas son las peores. Como curiosidad, si es que les gustan las curiosidades, pueden anotar que cuando al barrio se le llamaba «Barrio Chino» no veías a un puto chino y ahora que se llama el Raval los hay a montones, los distinguimos de los japoneses por la cámara de fotos colgando del cuello o su ausencia, también porque a los japoneses merece la pena robarles la cartera y a los chinos, en general, no.
Pregúntenle a cualquier chorizo, ellos nunca los confunden, aunque es cierto que puede influir que los chinos, si les roban, tienen a quien quejarse, se han traído a su mafia, la Triada; los japoneses a los yakuza se los han dejado en casa, traerse a un yakuza colgando, además de la cámara, es un coñazo hasta para un japonés.
Billy Ray Cunqueiro, mi socio, es gallego y americano de adopción. Se adoptó el mismo. Viste como un cowboy, y si le dan a probar una hamburguesa de carne de mofeta, advirtiéndole que acaban de importarla de Detroit, le parecerá exquisita. Llena su conversación, más o menos acertadamente, de giros americanos que salpican su castellano de fuerte acento orensano. El resultado es estremecedor, haría huir despavorido a cualquier profesor de inglés, ya que, con toda seguridad, mi socio superaría al mayor de sus horrores.
Billy Ray vive en un loft al más puro estilo americano, un espacio lleno de afiches que recuerdan a los EE. UU. y donde suena la música americana. En este aspecto, al contrario que en lo de la carne de mofeta, comparto sus gustos. Si mi socio no es un apasionado de la literatura americana es simplemente porque él no tiene el vicio de leer, prefiere textos cortos al pie de fotografías coloridas.
Cualquier día, cuando logre vencer la natural aversión que siente por abandonar los límites de Barcelona, visitará el país de sus sueños.
Mientras Hollywood exista, no hay prisa.
Antes de ser mi socio, Billy Ray era un buscavidas de tercera categoría, especialista en meterse en líos. También era mi proveedor de ligues a través de las fiestas que montaba en su loft y a las que yo estaba permanentemente invitado.
En cierta ocasión, le tuve que librar de una situación que amenazaba su vida. Para sacarle de ella entero, me vi obligado a pedir prestado dinero. Una cantidad más o menos importante, y la única manera que encontré para que Billy Ray pudiese devolverla fue haciéndole trabajar para mí. El gallego se reveló entonces como una eminencia en la gestión empresarial. Gracias a los cambios que introdujo en la agencia, lo que era un negocio ruinoso se convirtió en una fuente de ingresos suficiente para permitirnos vivir más o menos confortablemente, amén de liquidar la deuda en un tiempo sorprendentemente rápido. «Humphrey Investigador Privado» se convirtió pronto en «Humphrey y Cunqueiro Asociados, Agencia de Investigación y Gestión de Soporte a la Empresa».
Antes de asociarme con Billy Ray me dedicaba básicamente al negocio del cuerno, como la casi totalidad de detectives privados de este país: seguimos, espiamos y fotografiamos los culos de todos aquellos que gozan de polvos no bendecidos por la Ley de Dios y de los Hombres. Dios, supongo que sabe por qué, condenó el adulterio; los hombres no acabo de entenderlo, dado el interés que tenemos por practicarlo.
Este negocio, el del cuerno me refiero, según las últimas estadísticas, es el segundo generador de beneficios en el sector del ocio, justo detrás de las películas de Walt Disney y por delante de actividades tan reconocidas como los polideportivos, el karaoke o los conciertos musicales de cualquier género. Esta actividad Billy Ray la juzgó de poco nivel económico, y me pidió permiso para dar un nuevo impulso a la empresa. Le dije que sí, que claro, que cómo no, pensando que era la mejor manera de librarme de sus chorradas. Pensé que mucho daño no le causaría a la Agencia.
Se dedicó a ello en cuerpo y alma. Y triunfó hasta tal punto que pronto dejó de ser mi empleado para convertirse en mi socio. Y gracias a él, en este momento nuestra agencia está capacitada para generar «Informes empresariales no convencionales» o para proporcionar «Partners temporales específicos» a quien los necesite (no creo que haga falta que les diga que la terminología es suya). Lo primero, las malas lenguas serían capaces de situarlo en el ámbito del espionaje industrial, aunque yo sinceramente creo que sería algo exagerado calificarlo así. Lo segundo, tiene que ver con proporcionar, a quien lo solicite, el tipo de personal temporal que no acostumbra a enviar su curriculum por correo.
Yo sigo a lo mío, o sea, al negocio del cuerno. También busco personas desaparecidas (en la mayoría de los casos, una variante del negocio del cuerno), investigo a algún empleado sospechoso de ser más sinvergüenza que su empleador, busco información para periodistas, abogados, escritores, compañías de seguros… Cosas de este estilo, lo clásico, prefiero no inmiscuirme en los trapicheos de Billy Ray.
La trifulca de ese día estuvo provocada por la sugerencia que hizo mi socio de aumentar la plantilla de la empresa con una prometedora puta, joven amiga suya, además de un gorila especialmente incivilizado. Uno de esos tipos en los que cualquier esfuerzo de la sociedad, encaminado a convertirlos en seres humanos convencionales, resulta prodigiosamente inútil. Lo digo porque le conozco personalmente, es un elemento peligroso, además de tener un aliento que eleva a la halitosis a la categoría de virtud.
El aspirante a Empresario Deshonesto de Año aseguraba que esto nos ahorraría costes estructurales y optimizaría la gestión económica de la Agencia (la terminología es también de la cosecha del genio). Me opuse terminantemente, lo que provocó que Billy Ray me recordase que son las nuevas actividades propuestas por él las que han convertido a la Agencia en un negocio rentable.
Lo cual es jodidamente cierto.
También hizo una brillante exposición comparativa entre sus aciertos en gestión empresarial con mis lamentables intentos de supervivencia en el negocio tradicional, y resaltó de forma contundente su mejor ratio de esfuerzo/beneficio.
Lo cual también es jodidamente cierto.
Todo ello me llevó a aceptar que mi socio tenía razón. Por tanto, me opuse a sus sugerencias, le mandé a tomar por el culo y le ofrecí mi patrimonio accionarial por un precio razonable. Como refuerzo a mi política de polémica razonada, me largué a la calle dando un portazo.
La voz de Billy Ray me alcanzó en el rellano de la escalera.
—Carallo, Humfin, brother, don’t be this way, cómo se te ocurre que rompamos la sociedad, keep cool, boy, keep cool que no se trataba más que de un brain storming entre socios.
La lengua de Billy Ray se hizo un nudo con la última frase y me alejé pensando que demonios quería decir con lo de un «brantorni».
Entré en el bar de Higinio «el Ruedas» maldiciendo a mi socio y a sus ideas. El excamionero dejó el periódico que estaba leyendo y se acercó a servirme.
—Jodido esta el mundo, Humphrey, ¿has visto lo de esa chavala?
—¿Qué chavala?
—La que han encontrado entre las chumberas, al lado del Cinturón del Litoral, muerta, probablemente violada. Dice el diario que estaba destrozada, que se han ensañado con ella de mala manera. De momento no hay identificación, podría ser de etnia gitana. Si es así, habrá más sangre. Ya sabes que en las venganzas de esa gente nunca cae uno solo.
—¿Hay algún ajuste de cuentas en marcha en estos momentos?
—Vete a saber, ellos son muy reservados en sus cosas, no van pregonando por ahí lo que piensan hacer. De cualquier forma, si fuese el caso de vengar alguna honra ofendida, muerto sí tendríamos, pero el sadismo que parece que ha habido en este caso no es su estilo. La policía ya sabrá hacia dónde tiene que mirar, aunque si se trata de una gitana se lo tomaran con más calma. Si me entero de algo ya te contaré, aunque me parece que este asunto no nos quitará muchas horas de sueño.
En este tipo de cosas, el Ruedas tiene buen ojo, sin embargo en este caso se equivocaba rotundamente. Al menos en lo que hacía referencia a mis horas de sueño.
Cuando salí de lo de Higinio opté por ir caminando a casa y preparar yo mismo algo de comida. La temperatura primaveral invitaba al paseo y sentía el deseo de confraternizar con el género humano lo estrictamente necesario, la discusión con mi socio me había dejado tan melancólico como un corral sin gallinas.
Caminé por la Avenida del Paralel, el cataclismático rumor de fondo del trafico se entreveraba con el piar de los pájaros intercambiando soeces insultos, vanos retos y procaces proposiciones.
Nada nuevo, en realidad.
La puerta de mi casa estaba entreabierta. El rellano de mi piso olía a una pesada colonia masculina administrada con exceso y mi televisor estaba sospechosamente encendido. En un meritorio alarde de lógica deductiva, sospeché que alguien se había colado y no tenía excesivo interés en ocultarlo.
Una rizada melena masculina, de color negro azabache, sobresalía del sofá situado frente al televisor. La melena rizada también tenía voz.
—Pasa, payo, pasa, haz cuenta que estás en tu casa.
Rodeé el sofá para encarar al dueño de la melena que me invitaba a entrar en mi propia casa.
Manuel, uno de los hombres de confianza del Tío Matías —el capo gitano, el hombre más poderoso de esta parte del paraíso terrenal, el fulano que controla cualquier negocio enfrentado a la ley—, lucía tan guapo y tan peligroso como de costumbre, a la vista de la mata de pelo que junto a una cruz de oro asomaba entre los botones de su camisa, abierta, negra y de seda como mandan los cánones, que aún no había aprendido a abrocharse correctamente.
—¿Manuel? Lamento no haber estado en casa cuando has entrado, te hubiese ofrecido un trago.
—No te preocupes; por lo que he podido ver, no tienes nada que valga la pena beber.
—¿Me dejé la puerta abierta al salir esta mañana?
—No, pero yo en tu lugar cambiaría la cerradura, algún día cualquier desaprensivo podría darte un buen disgusto. Yo soy de confianza, pero…
—No me preguntes por qué, Manuel, pero juraría que no te has tomado la molestia de forzar la cerradura de mi casa para venir a darme buenos consejos.
—Yo no he forzado nada, payo, solo que la llave que yo uso es distinta que la tuya. —Acompañando a sus palabras, y como en un truco de prestidigitación, apareció en su mano derecha una navaja de resorte del tamaño de un alfanje—. Y tienes razón, no he venido para darte buenos consejos. El Tío Matías quiere verte.
—¿Cuándo?
—Si el Tío quiere ver a alguien, siempre es a la misma hora. Ya.
—Aún no he comido.
—Pues come, yo esperaré a que acabes, luego nos iremos.
—¿Quieres acompañarme?
—Tu comida me apetece tanto como tus tragos, payo. Come en paz y date prisa. —Manuel me dio la espalda con un movimiento que me recordó a un gran gato desperezándose, y pareció perder todo interés en mi persona.
Preparé la comida, me sentía tan confortable como una mano que acaba de perder el resto del cuerpo. Debido a la compañía, la comida tenía sabor de goma envejecida; mientras tragaba pensaba con verdadero interés en setenta formulas distintas de librarme de la invitación del Tío Matías. Acabé de comer convencido de que tenía tantas posibilidades de conseguirlo como de encontrar a la madre Teresa de Calcuta en un espectáculo de strip tease.
Salí de casa escoltado por Manuel que me señaló un aparatoso Mercedes de color crema aparcado en un paso de peatones. El tipo conducía con la misma tranquilidad que si las calles fuesen suyas. Y dudo que por el barrio alguien se atreviese a discutírselo.
—Supongo que tú sabes para qué quiere verme el Tío.
—Sí.
—Pero no me lo vas a decir.
—No.
—¿Tiene música este cacharro? —La música que pudiera tener aquel coche me importaba bien poco, pero mientras siguiese hablando evitaría que los dientes me castañeteasen.
El gitano me dirigió la misma mirada sorprendida que le hubiese dirigido a un geranio que le preguntase la hora, luego apretó un botón del tablero y la voz desgarrada del Camarón de la Isla inundó el habitáculo del Mercedes. Última tecnología en sonido para una música primaria, elemental.
El portón de entrada de la finca del cuartel general del Tío Matías presentaba el mismo aspecto lamentable que la primera y última vez que tuve la ocasión de traspasarlo. El interior también conservaba el mismo lujoso aspecto de palacio moruno de mi anterior visita. El tipo que nos abrió la puerta no era el mismo, sin embargo su aspecto transmitía la misma sensación de cordialidad.
Como una silla eléctrica, por ejemplo.
El Tío Matías me esperaba en el mismo amplio recinto casi vacío de muebles, sentado en el mismo sillón de presidente de consejo de administración, situado de forma que la luz del ventanal diese en los ojos de quien se situase delante de él. Vestía el mismo chaleco abierto de color negro sobre una camisa blanca de cuello desabrochado y se tocaba con el mismo sombrero cordobés.
Aquí y allá, repantigados sobre sofás de piel roja, su séquito de matones se escarbaba los dientes, las uñas o cualquier otra parte de su cuerpo con el mismo tipo de navajas discretas que usaba Manuel. Sé que fue un pensamiento tonto, pero en aquel momento pensé que las compraban al por mayor. Buen precio por tanto.
La voz del Tío Matías me devolvió a la poco tranquilizadora realidad.
—Con Dios, Humphrey. Me dicen que te van bien los negocios. También me dicen que es gracias al capullo aquel por el que te jugaste la vida para que mis chicos no lo rajaran. Es lo menos que podía hacer por ti.
—Con Dios, Tío Matías. Está bien informado, Billy Ray es un socio genial. Veo que se conserva en forma.
—Ves mal, payo. ¿Manuel te ha dicho algo?
—Lo de siempre, que no le gusto. En esta ocasión ha añadido que tampoco le gusta mi comida y mi reserva de alcohol.
Por los ojos del Tío Matías cruzó un espasmo de impaciencia. Aquello me intranquilizó, ya que mis gracias acostumbraban a divertirle.
—¿Has leído la prensa?
—Solo los deportes. También me han comentado que han encontrado a una mujer muerta, posiblemente gitana.
Los delgados hombros del todopoderoso gitano se hundieron como bajo el peso de toda una vida de pecados.
—Mi sobrina, Humphrey, sangre de mi sangre, la hija que yo no he tenido.
—Lo siento, créame que lo siento.
—No te he traído aquí para que me acompañes en el sentimiento, payo. El día que perdoné la vida de tu amigo te advertí que acababas de contraer una deuda conmigo, que quizás te reclamase el pago, podía ser nunca o cualquier día. Hoy es el día de pago. Págame, Humphrey. Lo que te voy a pedir no creo que represente para ti más peligro o esfuerzo que el que haces todos los días.
Yo estaba tan seguro de eso como de que, caso de tenerla, le iba a contar a mi esposa lo que sus amigas me susurran al oído cuando hacemos el amor. Pero me abstuve de hacer comentarios.
—Quiero a esos tipos, Humphrey, preferentemente vivos.
—Yo no mato a nadie, Tío Matías.
—Esta parte del asunto ya no te afectará, tú limítate a ponerme sus nombres debajo de una fotografía o de una dirección y habrás cumplido conmigo. Habrás ganado más dinero del que ganas habitualmente y tendrás mi agradecimiento. Y eso es mucho tener en este barrio, Humphrey.
A una seña del Tío, noté un aliento apestoso en mi occipucio y un fulano con una cara que hacía juego con su aliento depositó a mis pies un maletín de cuero negro.
El baranda del barrio volvió a hablar:
—En ese maletín hay 18 000 euros, úsalos como mejor te parezca, compra información, amenaza si tienes que amenazar. Mis chicos pueden ayudarte en eso si tú quieres, si se te acaba el dinero ven a por más. En ese maletín no está incluido tu sueldo, lo fijarás tú cuando acabes el trabajo.
—Esta no es mi especialidad, Tío Matías, le puedo recomendar gente mucho más capacitada que yo para este tipo de trabajo y…
—Payo, escúchame bien, que te conviene. Este gitano que ves aquí no te está ofreciendo un trabajo por si te interesa hacerlo, te está recordando que tienes una deuda con él y que la puedes cancelar haciendo un trabajo que te ordena que hagas. Deberías sentirte honrado, payo, honrado y agradecido. Me gustas, Humphrey, y confío en ti, pero si no estamos de acuerdo podrías dejar de gustarme y eso no sería bueno. Me apenaría mucho tener que encargarle el trabajo a cualquier otro debido a que tú estuvieses muerto. Quiero a esa gente —continuó—, mueve todos tus contactos en el barrio, compra la información que creas conveniente, haz que esa puta amiga tuya se mueva, ella puede averiguar más cosas en una semana que la policía en un trimestre.
—Maruchi —dije.
—¿Cómo dices? —Evidentemente, el gitano estaba más allá de los nombres.
—La puta esa, Tío. Se llama Maruchi y no es más puta que un montón de ellas que usted y yo conocemos y las llamamos por su nombre. —Que aquel tipo me acabase de amenazar de muerte, me obligaba a mostrarme digno, por capaz que fuese de cumplir su amenaza. Una tontería como otra cualquiera, pero así es el ser humano, un incansable generador de tonterías. Y este es un aspecto que yo domino.
El gitano me dirigió una sonrisa tan tranquilizadora como la noticia de que un volcán acababa de entrar en erupción debajo de mi cama.
—Mira, zagal, en este barrio la gente baja la voz cuando yo hablo, pierden el culo si yo muevo un dedo, y esperan agradecidos a que me digne acordarme de ellos en algún momento de su miserable vida. A ti, Humphrey, te estoy cubriendo de dinero solo porque hagas lo que estás haciendo cada día por cuatro perras, te doy la oportunidad de cancelar, sin grandes esfuerzos, una deuda que tienes conmigo, y de paso ganarte mi agradecimiento. ¿Y tú que haces? Me faltas al respeto, hijo mío, me faltas al respeto delante de mi gente. Y lo haces sabiendo que, por mucho menos que eso, mis chicos le han sacado el mondongo fuera a más de un gracioso. ¿De verdad no me tienes miedo?
Hay quien nace chulo y acaba con el mondongo fuera, por seguir el estilo literario del Tío Matías, a causa de sus chulerías. Les aseguro que este no es mi caso. Si en alguna ocasión hago gala de chulería es por obligación. Mi instinto de supervivencia me decía que encontraría mejores oportunidades que aquella para mostrarme complaciente, que debía mostrarme fuerte. No se trataba de defender a Maruchi, quien de haber estado en mi lugar no hubiese dudado en bailar un zapateado sobre mi fotografía, si llegaba a la conclusión de que eso satisfaría al Tío Matías. Me gustase o no, iba a tener que investigar la muerte de una chiquilla gitana, familiar del más poderoso de los jefes de clan gitanos que existía en Barcelona. Debería recabar información del mismo Tío y de sus muchachos, probablemente convivir con sus fantasmas y traumas. Y eso, si no me tenían respeto, sería más penoso que el vermisage de un pintor aficionado.
La línea de actuación que había tomado era, sin duda, la correcta, aunque ya empezaba a temer que me hubiese excedido. El margen que separa al respeto que sienten hacia tu persona de los deseos de filetearte es muy delgada entre según qué tipo de personal. Sin embargo, la convivencia con el tipo de intelectualidad que trato habitualmente me ha enseñado que hay una regla de oro: «Si has subido demasiado alto, no intentes bajar muy rápido, difícilmente podrás volver a levantarte». Así que dije:
—Le tengo tanto miedo como respeto, Tío Matías, y eso usted lo sabe, pero la puta se llama Maruchi y conmigo no se ha portado mal.
El viejo gitano me escuchaba atentamente, movía afirmativamente la cabeza con la misma expresión que pondría un luchador de sumo viendo a Mudito diciéndole por señas que no llamase fregona a Blancanieves.
—Payo, me estoy haciendo viejo. Fíjate que si un día me entero de que te han matado, me dolerá. Y si la orden la he dado yo, me dolerá más todavía.
Más claro que un amanecer en el trópico, que es justamente donde debería largarme yo con los 18 000 euros y olvidarme de las malas compañías. Mi madre se pasó la vida advirtiéndome que yo tenía la mala costumbre de tomar siempre la decisión equivocada.
Me quedé.
Posiblemente por respeto a la memoria de mi madre.
—No creo que nunca le dé motivos para dar una orden de ese tipo, Tío.
—Me tranquilizas, Humphrey, me tranquilizas. Bien, ahora te dejo. Comunícate conmigo siempre que lo creas necesario, hazlo a través de Manuel, él ahora te contará todo lo que quieras saber. Y si necesitas cualquier tipo de soporte por nuestra parte, dirígete también a él. Con Dios, Humphrey.
Manuel se materializó a mi lado como salido de un mal sueño. Al contrario que el Tío Matías, aquel gitano me tenía ganas pero dejaba que su rencor fuese creciendo, sin prisas, sabiendo que su momento llegaría.
—Vamos, payo, daremos una vuelta por la montaña, es un buen sitio para hablar.
Yo pensé que también era un buen sitio para que nadie le viese conmigo, Manuel tenía su buena fama y mi compañía la deterioraba.
La tarde avanzaba sobre la montaña de Montjuich, alargaba las sombras, convirtiéndolas en un manto oscuro que acunaría a las parejas que ya empezaban a buscar los rincones más acogedores. La pareja que formábamos Manuel y yo a bordo del Mercedes no incitaría a pensar en un intercambio romántico ni a la más calenturienta de las imaginaciones.