El caniche de pelo blanco comenzó a temblar en el preciso momento que oyó los pasos acercándose a la puerta del garaje. Los temblores se convirtieron en espasmos incontrolados de pánico cuando las voces de los dos hombres se hicieron audibles, al abrirse con un chirrido la mal engrasada puerta. La cuerda de esparto que le ceñía el cuello le impidió buscar refugio bajo el banco de carpintero situado un metro más lejos. Para sus intereses resultaba un refugio tan apto como cualquier isla de la Polinesia.

Los dos individuos que entraron en el destartalado garaje lucían la inequívoca estética skin, el más alto y fornido sujetaba con esfuerzo una correa de castigo de la que tironeaba un ejemplar joven de dogo argentino cuya cabeza mesocefálica apuntaba babeando hacia el caniche, que ovillado en el suelo, había comenzado a gemir. Intentaba desaparecer por el procedimiento de ocultar sus ojos tras el parapeto de sus orejas tumefactas y con diversas heridas supurantes tras el abundante pelo rizado.

—¿Qué pasa, Satán?, ¿tienes ganas de fiesta?

—Cada vez reacciona más rápido. —El más bajo de los skin, ataviado con pantalones rayados exageradamente ceñidos a las piernas y sujetos a la cintura por una multitud de pequeñas cadenas, largó una patada rápida dirigida a la cabeza del caniche que saltó despavorido hacia atrás, en un intento inútil de escapar al castigo. Luego, con una vara, empezó a apalearle los flancos.

—Suelta a Satán, a ver qué pasa, creo que ya está preparado, o le falta muy poco.

El corpulento se agachó sin prisa, mientras su compañero proseguía con el castigo, y soltó la cadena del collar del dogo colgándosela alrededor del cuello.

Satán se precipitó sobre el caniche, el cual, aterrado, se tumbó boca arriba, ensuciándose con los excrementos que compulsivamente iba soltando, aterrorizado. La postura de rendición común a todos los perros pareció no ser aceptada por Satán, que empezó a morderle con saña, dando vueltas alrededor de su cuerpo, buscando la posición idónea para evitar una huida imposible.

—Puta madre, tío. Esto marcha. ¿Le azuzamos más?

—No, me parece que no va a hacer falta, déjale que haga lo que quiera. Para tener solo siete meses, está reaccionando dabuten. ¿Tienes un pito? Me los he dejado allá abajo.

El corpulento se levantó la camiseta de motivos satánicos por encima del ombligo y se arrancó el paquete de Winston sujeto entre los pantalones y la piel, tendiéndoselo.

El espectáculo no alcanzó para fumar demasiado. Al término del cigarrillo, el cuerpo del caniche era una sucia masa blancuzca de pelo ensangrentado que se movía con espasmos cada vez más lentos mientras las mandíbulas del dogo argentino permanecían cerradas sobre el cuello frágil del, en alguna ocasión, bello ejemplar de perro de compañía.

—Lo único jodido de este sistema es que ahora nos tendremos que preocupar de afanar otra mierda de perro de estos.

—Pues se afana, hombre, pues se afana. ¿Qué coño quieres, que me ponga yo para que me muerda?

—No, mierda, solo con que durasen más ya me conformaba yo.