Y de pronto, el diluvio. El cristal convertido en una catarata y Sole pisando el freno en mitad de una curva. Hacía ya un rato que habían dejado atrás la autovía y zigzagueaban por la nervadura de estrechas carreteras de la dehesa.
—Mierda. Dame el mapa —reclamó a Yonan. Habían alojado a Pau en el asiento trasero, profundamente dormido y envuelto en una manta. El ceeme le tendió el mapa y ella buscó su cuadrante—. Estamos muy cerca. —Escudriñó la ladera a su izquierda, pero la lluvia no dejaba ver más allá de los primeros árboles—. Debería haber un camino un poco más adelante. ¿O lo hemos pasado? Tú no has visto nada, ¿no? Una casa, o un coche.
—No. Pero puedo ir a ver, si quieres.
—¿Andando? Ni de coña. No pienso cuidar de un niño y de un clon constipado.
No podía evitarlo: cada dos frases, Sole tenía que incluir un apunte sobre la condición de Yonan. No se trataba de incomodar o humillar. Era el hipo de su conciencia, todavía incapaz de digerir el abandono de Ciro. Aunque, bien pensado, ¿quién había abandonado a quién? En el relato de los hechos que Sole se contaba a sí misma —Me acosté con ella— nadie estaba libre de culpa. Se le ocurrió de pronto que utilizaba a Yonan como una especie de muñeco vudú contra su marido; pero aquella idea, lejos de arrancarle una sonrisa, la sumió en una tristeza insoportable.
Hizo avanzar la furgoneta muy despacio. El niño se despabiló y llamó a su madre.
—Solo es lluvia, cariño. —Sole se estiró para tocar la frente de su hijo—. Ya estamos llegando.
—¡Ahí! —Yonan señaló una abertura en el arcén izquierdo. A través del manto de lluvia se distinguía una rampa de tierra que penetraba el bosque. Y un cartel.
—¿Qué dice? ¿Puedes verlo?
—QUINTA DE LUNA.
—¡Sí!
Giró para sacar el coche del asfalto. Justo a tiempo: un piloto rojo en el salpicadero llevaba minutos avisándoles del final de la gasolina. Como un alcohólico desesperado, el motor quemó su penúltimo trago remontando la pendiente bacheada. Alcanzaron un claro que se abría a modo de aparcamiento ante una caseta con las letras: RECEPCIÓN.
—No hay nadie —se anticipó Sole, porque esperaba encontrar algún vehículo.
—Tal vez dentro.
—¿El optimismo también viene de serie? —Otra pulla destinada a Ciro—. Perdona, tienes razón. Puede que hayan escondido su coche.
Aparcó a dos metros de la cabaña. Un camino de piedras apizarradas salía desde allí hacia la zona de los bungalós, pero era imposible distinguir cualquier presencia o movimiento en la distancia.
—Mira —dijo Sole—, hay algo en la puerta. Parece una nota.
Saltó del coche y corrió bajo la lluvia hasta el estrecho porche. En efecto, había un papel plastificado y clavado en la madera de la puerta. Lo liberó, abrió el plástico y leyó el mensaje:
Hemos seguido al P. E. número 2. Germán, Gaby y los niños se han unido a nosotros. Aquí no hay cobertura y falta gasolina para el generador. Se oyen animales en el bosque, podrían ser lobos o perros. Por lo demás, es un lugar tranquilo. El agua sale buena. Hemos dejado provisiones en la Casa I. Reuníos con nosotros cuando queráis. Mientras tanto, cuidaos mucho.
ABEL
PD: También hemos dejado una radio. Sintonizad siempre 103.2 AM.
—¿P. E. número dos? —Yonan se había arrimado a ella y leía por encima de su hombro.
—Punto de encuentro número dos. —Sole dejó escapar un bufido—. Son casi cien kilómetros más, en Portugal.
—¿Vamos a ir?
Ella lo miró de hito en hito.
—Lo que vamos a hacer es esperar a Ciro, tal como acordamos —sentenció, y su propia voz le sonó remota, como la de alguna clase de pájaro prehistórico—. ¿O es que ya lo has olvidado?
—No.
Pau los observaba a través de la ventanilla trasera. La palidez de sus manos pegadas al cristal hizo estremecer a Sole. Qué versión del mundo tan grotesca debían de ver aquellos ojos.
—Ve a echar un vistazo a las casas —le ordenó al mimético—. Si está todo despejado nos avisas, ¿de acuerdo?
Yonan asintió y rodeó la caseta. Sole regresó a la furgoneta. Calculó que al menos tendrían gasolina para un par de kilómetros en caso de que tuvieran que salir huyendo. Lo que les dejaría tirados en mitad de la nada, rendidos.
—¿Papá? —preguntó el niño. Y ella no supo si se refería a Ciro o al mimético, aunque la respuesta era idéntica:
—Papá vendrá muy pronto, cariño.
Esperaron varios minutos. El golpeteo de la lluvia sobre el techo del vehículo ensordecía sus propios pensamientos. Tal vez era mejor así.
—¡Mamá! —El niño fue el primero en divisar al hombre que regresaba. Iba tan mojado que su camiseta parecía de otro color.
—Es Yonan, no pasa nada.
El mimético abrió la portezuela y metió la cabeza dentro del coche. Grandes regueros le surcaban el rostro.
—No hay peligro —anunció—. La casa número uno está abierta. No hay electricidad, pero la cocina es de gas y funciona.
—Genial. —Una fracción de su alma cobarde se decepcionó. Quería salir huyendo, quería tener menos suerte—. ¿Qué tal un colacao bien calentito, Pau?
Oscureció en cuestión de minutos. Ya instalados en el bungaló, Yonan se ocupó de traer las cosas del coche mientras Sole buscaba alguna linterna en los armarios de la cocina. Dio con una caja llena de velas, lo que resultó mucho mejor.
—Ven, vamos a inspeccionar. —Cogió la mano de su hijo y lo llevó por las habitaciones, la candela en alto.
La casa tenía una sola planta, aunque construida en desnivel, de modo que ambos dormitorios se elevaban tres escalones por encima del salón y la cocina. Se trataba del clásico refugio para urbanitas neuróticos. Rústico pero cómodo hasta el último detalle.
Cenaron unas tortillas, jugaron al veo-veo sin palabras, el juego favorito de Pau: Sole describía un objeto y él se limitaba a buscarlo y tocarlo con el dedo. Aquella noche, quizá por el miedo a deambular en la penumbra, el niño pronunció todos los nombres sin moverse de su silla: grifo, espejo, lluvia, radio.
Radio. Siguiendo las instrucciones de Abel, Sole sintonizó el dial en el punto exacto y al principio no surgió del aparato otra cosa que música clásica. Tuvo que pasar una hora hasta que irrumpió una voz demacrada, pero contumaz en cada sílaba:
—Son las veintitrés y cuarenta minutos. Radio Nómada informa. Se han reportado movimientos de los grupos ocho y siete alrededor de Puertollano. Han pasado de largo Ciudad Real y podrían estar rumbo a Toledo. Son grupos tuaregs, activos y peligrosos. Nos llegan informaciones de que se han fusionado en un solo grupo, igual que los hawaianos de Madrid, pero está sin confirmar. —El locutor intercambió unas palabras con alguien que permanecía en la oscuridad sonora. Luego regresó, carraspeando—: Por último, un mensaje que nos envía Fabio L. para su hermano Mario: «Estamos todos bien. María se ha recuperado. Nos reuniremos dentro de cuatro días en la casa de nuestro tío». Nada más por hoy. Buenas noches a todos, y tened cuidado.
A continuación, Beethoven.
Tan pronto como Pau se quedó dormido, Sole tomó dos píldoras azules y se ovilló alrededor de él en la cama de matrimonio, convencida de que no lograría pegar ojo. No tardó ni un minuto, sin embargo, en precipitarse a lo más hondo de su inconsciencia.
En el salón, Yonan permaneció toda la noche sentado frente al ventanal, despierto, su espalda recta y su mirada fija en la negrura tempestuosa. Sacaba conclusiones. Planeaba mejoras. Desechaba pensamientos sin clasificar.
El amanecer llegó limpio de nubes. Cuando Sole sintió el primer haz de sol se levantó, fue al salón y vio que Yonan había desaparecido. Abrió la puerta y salió al porche. Entonces descubrió la belleza de su refugio; ante la casa se abría un terreno de césped brillante y todavía cuidado, con un par de palmeras jóvenes en su centro. A su alrededor, un muro bajo de piedra mantenía a raya la espesa maraña del sotobosque. Distinguió las otras tres casas alineadas a la izquierda, todas de falso adobe y tejados con voladizos. Los jardines declinaban levemente hacia una zona común que permanecía oculta entre setos, por donde vio asomar la cabeza de Yonan.
—¡Eh! —lo llamó. El mimético agitó la mano y ella fue a su encuentro, respirando profundamente el aroma de la hierba mojada.
Lo que escondía el seto era una pequeña piscina que Yonan se afanaba en limpiar con un recogehojas. La estampa hizo reír a Sole.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
El ceeme se detuvo, confuso, y Sole creyó verlo encogerse de hombros por primera vez.
—Lo siento. Pensaba que quizá podríamos usarla.
—Pau no sabe nadar. Lo mejor sería vaciarla. Y tu trabajo no es el de jardinero, sino el de vigilante.
—He dado una vuelta por los alrededores —se defendió, secándose las manos en la pernera del pantalón—. No se ve a nadie, pero hay unas granjas con maquinaria. Tal vez pueda encontrar gasolina.
—Ya te he dicho que no nos… —comenzó Sole, pero cayó en la cuenta—. Ah, dices para el generador. Sí, eso estaría bien.
Había algo en el modo de comportarse de Yonan que la desarmaba. Su absoluta rectitud. La falta de más horizontes que los inmediatos.
Desayunaron en el porche. Sole encontró un rompecabezas para Pau, pero el niño prefirió pasarse la mañana explorando el jardín. En previsión de accidentes, Yonan aseguró la verja alrededor de la piscina con un candado. Después se presentó ante ella con un bidón que había encontrado en la caseta del generador.
—Volveré en una hora —anunció—. Si tienes algún problema, toca el claxon de la furgoneta, ¿de acuerdo?
Sole hizo el gesto de O.K. con los dedos y contempló la espalda del hombre mientras se alejaba por la pista de tierra que pasaba detrás de las casas. Toda aquella sensación de calma era mentira, solo una representación de la verdadera paz, y ella lo sabía. La calma del mimético, la del niño, la suya; adiestramiento, ingenuidad, droga. Pero incluso a través de la droga, ella veía. Veía el cadáver de su marido acribillado en su despacho de la universidad o en algún callejón sucio. Algo peor: veía el rostro descompuesto de Ciro al llegar a casa y descubrir que se habían marchado, dejándolo tirado como a un perro.
—Tú lo quisiste —dijo en voz alta. Pau volvió la cabeza desde el otro lado del jardín, sonrió y siguió dando vueltas alrededor de su palmera favorita.
¡Una sonrisa! Sole estuvo a punto de dejar caer el vaso de zumo de su mano. Notó el empuje del corazón, pero hacia qué acto, hacia qué emoción. Lo único que supo hacer fue quedarse quieta en su silla del porche, cerrar los ojos y convencerse de que aquel era el lugar exacto donde había querido llevarla el destino.
El generador trajo luz eléctrica a la casa, pero era demasiado ruidoso.
—No me gusta —dijo ella, tras unos minutos de petardeo—. Se puede oír desde la carretera.
—Tienes razón. Lo apagaré. —Yonan jamás discutía.
—Pero está bien tenerlo listo, por si acaso. Ha sido una buena idea traer la gasolina.
—Gracias.
Como la noche anterior, jugaron al veo-veo a la luz de unas velas y el niño pronunció todas las palabras.
—Son las veintidós y tres minutos. Radio Nómada informa. Parece que ya podemos ampliar las noticias sobre el asesinato de Daniel Mayo. Se ha sabido que no fue obra de un terrorista, como se informó en un primer momento, sino de un empleado del propio ayuntamiento. Otras fuentes dicen que era agente de policía. El parte oficial dice que el terrorista cayó abatido después del magnicidio, pero lo cierto es que todos los accesos de la ciudad se han cerrado y se está peinando las calles. También llegan noticias de revueltas sofocadas por la policía en los barrios del sur, con un número indefinido de heridos y detenidos. Algunas fuentes hablan de dos muertos. Mientras tanto, el muro avanza a un ritmo de unos diez kilómetros al día; se calcula que Madrid quedará definitivamente aislada en menos de dos semanas. Al parecer la ciudad está bajo el control de un gabinete de emergencia, es todo lo que se sabe por ahora. En cuanto a los hawaianos del perímetro este, no hay datos nuevos, se mantienen en actitud de espera. Eso es todo por esta noche. Tened cuidado, compañeros.
¿Quién es Ciro realmente?, te preguntas en mitad de la madrugada. Te has bebido cuatro latas de cerveza —apenas una fracción del alijo abandonado por Abel—, y miras el bamboleo de unas ramas ante el disco de la luna, felizmente aturdida, reflexiva e idiota en igual grado.
Y te respondes: Ciro es un hombre incapaz de hacer daño, mucho menos de matar a nadie. Un hombre que trata siempre de hacer lo correcto, pero que a veces no sabe ni por dónde le da el aire. Porque Ciro no ha sido programado. Ciro recibe el mundo como un enorme cajón de piezas desordenadas cuyo manual de ensamblaje debe inventar. En eso no hay quien le gane.
Y otra sarta de revelaciones lúcidas, disparatadas, borrachas: solo quien fabrica sus propias leyes puede ser un hombre justo. Solo quien puede equivocarse tiene la oportunidad de ser un héroe. Etcétera.
Aquello te hace soltar una risotada. Te incorporas y arrojas la lata medio llena con todas tus fuerzas. Quieres escuchar el festivo chapoteo en la piscina, pero a cambio llega el deprimente clac-clac-clac del latón contra el cemento.
—¡Mierda!
¿Por qué ahora? ¿Por qué este Ciro, de pronto tan patético y heroico, se tiene que hacer real en tu cabeza justo cuando más te cuesta mantener la esperanza de que continúe con vida?
Quizá la pregunta no es la que te has hecho.
La pregunta, mírala bien, es un reptil que yace entre tus pies, adormilado y tonto, hasta que de pronto da un coletazo y se vuelve enseñándote los dientes.
¿Quién eres tú, Sole?
Le dijo a Yonan que quería dar un paseo por el monte. Era una orden, de modo que no esperó a ver su reacción o a escuchar sus recomendaciones. Puso al niño sus zapatillas más cómodas, preparó una mochila con bocadillos y abrió la marcha por la pista que ascendía a través del alcornocal. Supo que había sido una buena idea en cuanto se alejaron los primeros metros de las casas. El sonido de sus pisadas en la tierra y el aire del bosque ejercían un poder que iba mucho más allá del alivio para su resaca. Se obraba una reconciliación, una ceremonia íntima a plena luz del día que ella no era capaz de enunciar, simplemente ocurría. No se sorprendió cuando descubrieron el pasado romano de aquella ruta en un poste informativo.
—No deberíamos alejarnos más —dijo Yonan, incómodo ante la media docena de itinerarios sugeridos por el mapa. Excursión para toda la familia. Tiempo estimado: 2 h 45 min. ¡No olvide sus binoculares!
Ella ignoró la protesta, se quitó la camiseta que llevaba sobre el biquini y reanudó la expedición hasta que Pau hizo el primer gesto de agotamiento. Entonces lo cogió en brazos y lo acercó al tronco pelado de un alcornoque para que tocara el punto de incisión, allí donde el hombre había dejado la huella de su hacha. La desnudez rojiza del árbol hizo empañarse los ojos del niño.
—Pupa —dijo.
En lo más alto del recorrido se extendía una llanura granítica habitada por inmensos cantos rodados, un paisaje que parecía excluir al hombre y sus escalas, y sin embargo allí estaba: sobre un repecho, las piedras lisas de un dolmen se apuntalaban unas contra otras para elevar al cielo la más grande de todas, un equilibrio de tres mil kilos y treinta mil años. Se acercaron para que Pau jugueteara en el interior del megalito. ¿Hasta dónde tendría que retroceder en el tiempo?, se preguntaba Sole, porque no dudaba que existía una intención, una trama secreta que conducía todos sus pasos desde que abandonara la ciudad. ¿Era necesario retroceder hasta la Edad de Piedra para encontrar el sentido de su vida del siglo XXI? La especialidad de Ciro había sido la historia moderna; quizá la suya tendría que ser la historia antigua, se dijo. O quizá todavía le duraba la borrachera.
Miró al mimético y notó la tensión en su cuello; oteaba los pliegues de la plataforma como si en cualquier momento pudiera producirse un ataque.
—¿Qué te pasa? —le dijo al fin—. ¿Has visto algo?
El ceeme negó con la cabeza, pero mantuvo la vista en la distancia. Sole estaba tan cerca que podía oler su transpiración.
—Deberíamos ponernos a la sombra. —Sole señaló la abertura frontal del dolmen—. Nos zampamos los bocatas y estamos de vuelta antes de que empiecen a merodear los lobos.
—No me preocupan los lobos.
—Era broma, joder. —Y fue a refugiarse junto a su hijo—. Venga, que te va a dar algo ahí, al sol.
Se sentaron bajo la mole de piedra y cada uno devoró su bocadillo sin decir palabra. Fue justo al terminar cuando, sin previo aviso, Sole estalló en un ataque de risa. Yonan y Pau la escudriñaron con los ojos muy abiertos.
—Perdona —dijo sin resuello—. Es que acabo de comprender que nada tiene sentido.
—¿Qué?
—Que estemos aquí metidos, en la casita de los cromañones, comiendo bocatas de atún mientras el mundo entero se va a la mierda. ¿No te parece para mearse de risa? No. Ya veo que no.
Regresaron cantando una canción infantil. Sole repetía las estrofas una y otra vez, dejando siempre suspendida la última palabra para que se uniera Pau. Cinco ratoncitos de colita gris, mueven las orejas, mueven la nariz, abren los ojitos, comen sin cesar, por si viene el gato, que los comerá, comen un quesito y a su casa van, cerrando la puerta, a dormir se van.
Ella se había dado cuenta. A pesar de la risa. A pesar del absurdo. La forma en que Yonan no le había quitado ojo mientras comían en la penumbra del dolmen. El bulto en sus pantalones.
Mira por dónde, el hombre de cromañón.
Al quinto día, su rutina en el destierro había cristalizado de un modo casi hermoso. Desayunaban, daban paseos por el bosque, rapiñaban las granjas abandonadas, comían, escuchaban la radio, jugaban. Sole tenía que admitirlo: el niño había hecho más progresos en la última semana que en toda su breve vida. Incluso se había acostumbrado a hacer sus necesidades en el retrete de los mayores, donde trepaba con dificultad.
Los estuvo observando durante toda la tarde. Pau y Yonan intercambiaban palabras y dibujos en un cuaderno, inclinados sobre la mesa del porche. Se conectaban a un nivel que estaba fuera del alcance de ella. Bastaba que Yonan mostrara un dibujo al niño para sacarle una leve sonrisa, apenas una modificación en la curvatura de sus labios, nada más sencillo y al mismo tiempo milagroso. El ceeme sonreía al compás del niño, lo que tenía pleno sentido —estaba adiestrado para mimetizarse— y también, de algún modo paradójico, los convertía en hermanos: porque los gestos de ambos pertenecían a Ciro.
En cuanto a Sole…
El alcohol había regresado a su rutina privada, aunque —quería convencerse— como un simple bálsamo con el que suavizar la guerra contra el insomnio. Había reservado la última píldora azul en el cajón de su mesilla, no sabía muy bien para qué ocasión. Tal vez nunca la tomase, tal vez terminara por transformarse en una especie de amuleto, un recuerdo de su vida en la avenida de los Fuegos.
Hacía calor y ella se desnudó por completo dentro de la casa. Salió, atravesó el jardín bajo la mirada atónita de Yonan y se ocultó tras los setos de la piscina. Había hojas e insectos flotando sobre la superficie del agua, pero ella se zambulló de cabeza sin vacilar. El cambio de temperatura la cargó de energía. Nadó frenéticamente de una punta a otra del vaso, apenas siete brazadas en cada sentido, lo justo para imprimir calor a sus músculos. Después, se acodó en el borde y llamó al mimético:
—Yonan. —Esperó—. ¡Yonan, auxilio!
El ceeme se presentó a la carrera.
—¿Qué ocurre? —Trataba de poner su vista en cualquier lugar que no fuera ella.
—¿No lo ves? El agua está hecha un asco. ¿Por qué no coges ese chisme y le das una pasada?
La expresión de Yonan fluctuaba sobre un magma de emociones, todas incipientes, todas poderosas y contradictorias. Cogió la pértiga. Se acercó al borde y comenzó a limpiar. Mientras, ella nadaba. Demasiado cerca, demasiado desnuda. Y el juego era este: Sole rozaba el aro metálico con su brazo y él tenía que retirarlo. Cada vez. Y no importaba que Yonan se comportase como un robot, porque su respiración lo estaba traicionando.
De improviso, ella cogió el extremo de la pértiga y dio un tirón con intención de desestabilizarlo.
—¡Eh! —Yonan soltó el palo y logró mantenerse en el borde, por muy poco—. ¿Qué haces? —Un gesto de genuino enfado asomó a su rostro por primera vez.
Ella rio. Dejó el recogehojas flotando a la deriva.
—Estás muy tenso. Venga, date un baño, te sentará bien.
—Estoy bien.
Sole nadó hasta la orilla contraria, se impulsó para salir y quedó sentada frente a él. Las manos a los lados, las piernas ligeramente separadas. Ahora Yonan no hizo ningún esfuerzo para retraer su mirada.
—Vamos, no te voy a tocar, solo quiero verte —mandó ella, de pronto seria.
—¿Verme?
—Tus heridas. Eres de mi propiedad, ¿no? Tengo derecho a revisar tu estado de vez en cuando. Vamos.
Yonan se quitó la camiseta y se giró para que ella viera, desde lejos, el color de la piel quemada.
—¿Te duele?
—No.
—Estupendo. Ahora quítate lo demás.
Él se volvió para mirarla. Solo un deseo intenso podía engendrar aquella máscara de negación.
—Es una orden —pronunció Sole.
Desde el otro lado del seto llegaba el golpeteo de una pelota contra la pared de la casa. Pau, en su mundo.
Las manos de Yonan fueron a la cintura de su pantalón, aunque remisas, obligadas a un trabajo que no entendían. Se desabrochó el botón. Y entonces algo lo hizo detenerse.
El mimético clavó su vista en el follaje que escondía la carretera, rígido, igual que un perro de caza.
—¿Qué? —Sole se incorporó, tapándose inconscientemente con las manos—. ¿Qué has visto?
Yonan mantuvo la postura unos segundos. Entonces dijo:
—A casa, rápido.
—¿Qué?
—¡Adentro!
Sole no se lo pensó más, echó a correr. Recogió a Pau del jardín y se metieron en la casa. Yonan vino tras ellos, entró y cerró la puerta.
—¿Quién es? —urgió Sole, mientras rescataba la ropa que había tirado en el sofá—. ¿Son hawaianos?
—No estoy seguro, pero son varios. Quedaos aquí.
—¡Eh, ni se te ocurra…!
Pero Yonan ya estaba fuera. Por la ventana del salón vieron cómo atravesaba el porche y se alejaba rumbo a la caseta de recepción. Luego siguieron unos interminables minutos de quietud. Sole le dijo a Pau que se escondiera debajo de la cama grande.
—Es un juego, cariño. Métete ahí y no salgas hasta que te avise, ¿vale? Si sales antes no es divertido.
Pau había visto suficientes veces los ojos asustados de su madre como para creérselo, pero obedeció igualmente. Se deslizó debajo de la cama y puso su cabeza entre las manos dispuesto a esperar todo el tiempo del mundo.
Sole fue a la cocina y buscó el cuchillo más largo.
Se oyeron pasos en el exterior, ella se giró y alcanzó a ver los colores chillones de una camisa pasando frente a la ventana.
—Yonan —gimió—. ¿Dónde coño estás?
Cayó en la cuenta de que no había girado la llave de la puerta y se apresuró a hacerlo. Pasó el pestillo y, apenas una fracción de segundo después, alguien tomó el picaporte y lo sacudió con fuerza por el otro lado. La puerta entera se estremeció. Sole dio un paso atrás y se quedó parada en mitad del salón, cuchillo en mano. Así que este era el final de la historia. Una rabia difusa la recorrió de pies a cabeza como una intoxicación. Había estado a punto de descubrir algo sobre sí misma, de fabricar un sentido donde nunca lo hubo, y de pronto aparecían ellos, con su caos floreado, arrasándolo todo.
Recordó la muerte de Velasco. Ciro no había querido contárselo todo, pero ella insistió. Así supo lo que Fran había hecho con sus propios hijos. Era algo que venía anunciando durante meses a quien quisiera escucharle: estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de que sus niños no cayeran en manos de los hawaianos.
Un susurro dentro de su cabeza: ahora entraré en el dormitorio, sacaré a Pau de debajo de la cama, le daré un beso en la frente y le segaré la garganta antes de que los salvajes echen abajo esta puerta.
Pero no se movió. Nunca podría hacer tal cosa, y como una revelación entendió por qué: había sido una mala madre para Pau. Y por eso mismo no tenía derecho a ponerle una mano encima. Todo lo que le estaba permitido era morir por él, servir de barrera humana para concederle al menos un minuto más de tiempo. Aquel era el lugar exacto donde la había conducido el destino, y reconocerlo suponía una inmensa suerte para ella, una forma de absolución.
Entonces, la voz de un niño desde el otro lado:
—¡Soy Álvaro, abrid, por favor!
¿Álvaro? Sole se tambaleó como si sus tobillos de pronto fueran de arena. El niño volvió golpear y entonces ella reaccionó, soltó el cuchillo y se lanzó a abrir la puerta. El hijo de Fran Velasco llevaba una camisa hawaiana y los ojos hundidos de cansancio. Se abrazó a ella como si fuera su propia madre, descendida de los cielos.
—¡Dios mío, Álvaro! ¿Con quién has venido?
—Nando está ahí fuera —lloriqueó el muchacho. Nueve años que se arrugaban con el dolor de nueve vidas.
—¿Nando? ¿Solo él? —El chico asintió—. ¿Y por qué llevas…? —Se dio cuenta de que lo estaba atosigando. Lo cogió por los hombros—. No te muevas de aquí, ¿vale? Ahora mismo vuelvo.
Salió al porche voceando el nombre del mimético:
—¡Yonan! —Nadie en el jardín—. ¡Son amigos! —Corrió por el camino que conducía al aparcamiento—. ¡Yonan!
Entonces los vio. Yonan de pie, con una roca del tamaño de un pomelo en su mano; el otro tendido sobre la tierra, boca arriba.
Sole quiso gritar pero le faltaba el aliento. Apartó al ceeme de un empujón y se agachó sobre Nando, tan inmóvil, tan estúpidamente muerto en su camisa de palmeras, con sus pantalones cortos y aquella brecha abierta en mitad de la frente.
—Nando —lo llamó, desolada, mientras Yonan dejaba caer la piedra culpable.
Entonces Nando levantó los párpados.
—Sole —pronunció. La palidez de su rostro, surcada por un hilo de rojo intenso—. Creo que… me han dado un golpe… —Vio la cara de Yonan flotando por encima de ella—. Ciro… Ciro, estás aquí, gracias a Dios.
Y en sus labios una sonrisa ancha, inocente, espantosamente equivocada.
Encendieron el generador para que los recién llegados pudieran darse una ducha caliente. Luego Sole les entregó un par de sus camisetas; al niño la suya le venía holgada y a Nando, estrecha, pero cualquier cosa era preferible a las camisas de colores.
—Sois las últimas personas que esperábamos ver —admitió ella, mientras terminaban unos cuencos de arroz en el porche. Álvaro ya se comportaba como el hermano mayor de Pau y le enseñaba a chutar la pelota—. No habríamos cogido la furgoneta de haber pensado que… —Se cortó, incómoda. La hipocresía no se encontraba entre sus talentos.
—Lo comprendo. Ciro pensaba que el plan era un suicidio. —Nando hablaba casi en un susurro, y era evidente que lo hacía para que no le oyese el mimético, de pie en tierra de nadie, a igual distancia de ellos que de los niños. No había permitido que fuera Yonan quien le curase la herida en la frente, pese a que tenía conocimientos para hacerlo. Y su recelo parecía correspondido—. Y puede que estuviera en lo cierto; lo que pasa es que a veces las cosas salen mejor de lo esperado.
La historia era sencilla. Después de encontrar a su padre muerto, Nando se vistió con la camisa que tenía preparada y se infiltró en el asentamiento hawaiano más próximo a la avenida de los Fuegos. Encontró a Álvaro entre un grupo de niños asilvestrados, confundido pero ileso, lo cogió de la mano y salió con él a primera hora de la madrugada. Caminando. Nadie advirtió su fuga, o a nadie le importó.
Lo que vino después fue una caminata de días, sin apenas intercambiar palabra.
—Álvaro no quiere hablar de lo que le pasó a su familia, ni de lo que vio en el campamento, y lo entiendo. Yo solo estuve unas horas entre esa gente y te juro que no se me olvidará en la vida.
—¿Viste al jefe?
—No tienen líder. Es incomprensible, lo sé, pero funcionan como un organismo vivo, no hay una estructura, con un jefe que dicte las órdenes, oficiales ni nada de eso. Viven en una especie de… éxtasis perpetuo, por decirlo así. Pero no es embriaguez, no vi a nadie tomar drogas. Se parece más a un estado de hipnosis colectiva. Créeme, yo lo sentí. Y tenías que haber visto los ojos de Álvaro cuando lo encontré. Si nos hubiéramos quedado un día más allí dentro…, probablemente ya no habría querido huir.
—Pero son unos asesinos.
—La brutalidad es parte de su estado mental. No se paran a pensar lo que hacen, se dejan llevar.
—Mejor dicho, se llevan a los niños. O sea que alguna intención sí que tienen.
—Llámalo instinto, o simple supervivencia. Son como células cancerígenas, solo saben crecer, multiplicarse sin parar. No te lo puedes imaginar, se aparean constantemente, cuando les apetece y con quien les apetece, pero ni siquiera es un acto erótico. Es algo que hacen sin pensarlo, igual que comer, o… o cagar. —Rio, sorprendido y agradecido de poder hacerlo.
—¿Tú sabías que había otros grupos, además de los hawaianos? Tuaregs, zulúes, incas… En la radio dicen que los incas son los peores.
—¿La radio?
Entraron en la casa y ella conectó el aparato en el dial de Radio Nómada. Sonaba un cuarteto para cuerdas de Bártok.
—Cada tres o cuatro horas hay un parte de noticias —explicó ella—, y también difunden mensajes privados. Ya sabes, como si fuera la radio de la resistencia o algo así.
—Ojalá hubiera una resistencia.
—Dicen que han asesinado al alcalde.
El encogimiento en la voz de Sole dio una pista a Nando:
—¿Crees que Ciro ha tenido algo que ver? —La posibilidad abrió un silencio oscuro—. No me sorprendería. Cuando se le metía una idea en la cabeza… —Reparó en que había utilizado el verbo en tiempo pasado—. Ciro es así, siempre consigue lo que se propone.
—Ciro nunca dispararía a nadie —sentenció ella.
—Tienes razón.
Sole miraba al exterior a través de la ventana. En el jardín, Yonan había vuelto la cabeza hacia ellos. Se diría que intentaba leer en sus labios.
Igual que un pequeño apóstata, Pau se olvidó enseguida de su madre y de Yonan para volcar toda su idolatría en Álvaro. Cualquier cosa que hacía el muchacho adquiría proporciones míticas a los ojos del pequeño. Y al mayor le encantaba su papel, claro. Después de cenar, mientras los adultos seguían hablando de sus cosas en el salón, Álvaro y Pau se encerraron en el dormitorio y estuvieron jugando hasta la medianoche. Álvaro encontró una lista de palabras en la última página del cuaderno donde hacían los dibujos.
—¿Qué es esto? Placer —comenzó a leer—. Bronce…
—Sepiente —intervino Pau, con un leve soniquete.
—¡Eh, te lo sabes! Serpiente. Sinfonía…
—Fego.
—¡Fuego! —Álvaro se partía de risa. Se sentó en el borde de su cama—. Historia… ¿y?
—Añana —canturreó el otro.
—Mañana, muy bien. ¿Qué es? ¿Un acertijo? Venga, a ver si lo repites tú solo.
Y Pau repitió la extraña canción que su madre le había murmurado al borde de la cuna durante las últimas semanas. Siete palabras que se agitaban suavemente como la superficie de un mar nocturno, profundísimo.
El lunes —pero qué importancia tenía ya el nombre de cada día— Nando anunció que había decidido continuar su viaje hasta el siguiente punto de encuentro.
—Creo que será mucho más fácil organizarse todos juntos. Más seguro, también. Y los chicos necesitan estar con otros chicos.
Sole y él hablaban en el borde de la piscina. A esta hora el sol caía como una bendición sobre su rostro y Sole no era capaz de imaginar un solo motivo para marcharse de allí.
—Tengo que esperar a Ciro —dijo, con los ojos cerrados—. Se lo prometí.
—Lo entiendo.
En la ladera opuesta, donde el sol azotaba con fuerza el resto del día, la vegetación era casi inexistente y la pendiente parda ascendía hasta un hermoso cerro con forma de muralla. Para Sole no existía lugar más seguro.
—Pau se va a llevar un disgusto. —Era todo lo que podía lamentar.
Aquella tarde, Nando y Yonan fueron a las granjas vecinas en busca de más gasolina y provisiones. Regresaron con un par de bidones, un saco, y en sus miradas, los rescoldos de una discusión.
—¿Ha ido todo bien? —inquirió Sole, pero ninguno de ellos le dio la cara.
El trato al que llegaron Nando y ella fue el siguiente: Álvaro y él se marcharían al amanecer en la furgoneta, se reunirían con Germán y los demás, y una semana después Nando volvería en su busca. Con un poco de suerte, Ciro ya se habría reunido con ellos y los cuatro podrían regresar juntos al asentamiento principal. Lo que no iba a ocurrir en ningún caso, aclaró Nando, es que el mimético viajase con ellos.
—¿Por qué le odias tanto? —necesitó saber Sole, a última hora del día—. Admito que a mí al principio me ponía de los nervios, pero… Yonan es de fiar.
Nando emitió un gruñido. Se aseguró de que el ceeme no les escuchaba, apostado en el extremo del porche.
—Abel me contó… —le confió, incómodo de traicionar el secreto—… me dijo que Yago había destruido su matrimonio.
Las llamas parecieron brillar con más intensidad en la secuencia de martirio recordada por Sole. El modo en que Abel había susurrado la consigna en el oído de su mimético, sin vacilar, sin trabarse en una sola sílaba.
—¿Crees que Yago se lo montaba con Laura? —Sole no hizo el intento de forzar una risa, aunque parecía obligado, por miedo a fracasar.
—Yo no sé nada —se zafó él de inmediato—. Solo digo que estos bichos no son tan de fiar como crees.
—Bichos. Uau.
Y ahí estaba. La vieja hostilidad entre Sole y Nando, empañada estos días por la emoción del reencuentro, reaparecía hoy nítida y en grandes titulares. Maricón. Bruja. Y todas esas palabras que constituyen la grasa y la médula de lo que pensamos de los demás, precisamente porque nunca las decimos.
Pau lloró como cualquier niño mientras los veía montarse en la furgoneta. Ganar un hermano y perderlo en cuestión de días era quizá el golpe más duro que había recibido nunca. Sole lo cogió y lo estrechó con fuerza, aunque el niño no quería saber nada de ella; su cuerpo, un engranaje de odios e incomprensión.
Nando maniobró para tomar la rampa de salida y Álvaro se despidió por su ventanilla. La certeza de que nunca más volvería a verlos abrió un vacío inesperado en ella, como una premonición de su propio fin. Se dio la vuelta y vio a Yonan unos metros más atrás, contemplándoles. Si es posible sonreír con los labios quietos, el mimético lo estaba haciendo.
Escuchaba las emisiones de radio, noche tras noche, siempre a la espera de algún mensaje de Ciro. Estoy bien. Voy de camino. No me olvidéis. Y cada vez que el locutor daba paso a la música, sin haber mencionado su nombre, Sole tenía que examinarse con detenimiento por si algún indicio de alivio se atreviese a brotar en su espíritu.
Yonan había cambiado. Su aspecto ya no recordaba a la mole paliducha que había llegado a su casa en la avenida de los Fuegos. Estaba más delgado, le había crecido el pelo con extraordinaria rapidez y tenía el rostro moreno, fruto de las horas de vigilancia a la intemperie. Había cambiado su modo de mirar y, como en un espejo, el modo en que Sole le miraba.
Hicieron una excursión larga hasta el pueblo. Yonan no se lo dijo, pero él ya lo había explorado y sabía que estaba abandonado. Recorrieron la calle única, tocando puertas y esperando en vano. Bajaron a la orilla del río, tiraron piedras. Luego Sole decidió echar un vistazo al edificio del ayuntamiento; husmearon en las oficinas y terminaron jugando al ping-pong en el local que hace no tanto tiempo servía de centro social. Resultó que Yonan no había sido programado para aquel juego… y Sole tampoco. Pero ahí estaba la gracia. Cada vez que fallaban, Pau soltaba una risotada y corría feliz a por la bola. ¿Era posible? En mitad de ninguna parte, un día antes o después del fin del mundo —¡qué importaba!—, ellos tres lo pasaban bien. Tan sencillo como eso. Entonces Sole quiso perpetuar la magia y se coló detrás de la barra del bar.
—Ron, lima —pasó revista a las estanterías—. Si solo tuvieran… ¡Espera!
—¿Qué?
Salió como una exhalación y regresó a los pocos segundos con un manojo verde en su mano.
—¡Hierbabuena! —festejó, triunfal—. Estaba segura de haberla visto en las macetas de ahí fuera.
Buscó dos copas y preparó meticulosamente unos mojitos. Si alguien le hubiera pedido su opinión, Sole habría jurado que se trataba de los mejores mojitos jamás servidos sobre la faz de la Tierra, incluso sin hielo. Claro que aquella era la impresión de una ex alcohólica que llevaba años fuera del circuito. Se terminó el suyo en dos tragos. Beber y drogarse iba en contra del adiestramiento de Yonan, pero ella no dejó de insistirle hasta que se llevó su copa a los labios y la probó.
—Qué, ¿tan terrible es?
—No —admitió el ceeme, pero se limitó a sostener la bebida hasta que Sole se la quitó de la mano.
Una hora después, Sole estaba tan borracha que no atinaba un solo golpe a la pelota. Pau había perdido el interés en el juego y se entretenía con unas piezas de dominó debajo de la mesa. Al otro lado de los cristales comenzaba a atardecer.
—Deberíamos regresar —dijo el mimético.
—La última —pidió ella, y regresó detrás de la barra para servirse.
Yonan siguió sus pasos, incómodo, quizá preguntándose de qué manera podía reconducir la situación sin rebelarse; porque era obvio que Sole había perdido el control.
—Es peligroso quedarse aquí más tiempo. —Yonan se plantó a su lado, sus brazos colgando pero llenos de electricidad, a punto de intervenir—. Se nos hará de noche en mitad del camino.
Entonces ocurrió lo inesperado. Sole avanzó un paso hacia él, cogió su cabeza con las manos y le besó en la boca. Hubo un instante de conmoción, pero no de resistencia; Yonan distendió los labios y dejó que la lengua de ella retozase sobre la suya como si aquella invasión formara parte de sus prerrogativas. Pero al momento su cuerpo reaccionó. Un torbellino barrió de golpe cualquier directriz o cautela de su mente. Sole llevó la mano a la entrepierna del hombre y palpó su erección. Entonces se apartó, dándose por satisfecha.
—No eres de piedra, después de todo —dijo, aunque ella tampoco había salido indemne. Decidió renunciar a la última copa—. Tienes razón, es mejor que salgamos antes de que se haga de noche.
Durante unos segundos Yonan quedó inmóvil, abochornado por sus propios signos de excitación y paladeando con estupor el sabor del alcohol en su boca. Sabor a ella.
Espabiló en cuanto escuchó la voz del niño, vital y ajeno al suceso entre los adultos. Sí, ponerse en marcha era lo mejor. No pensar. No sentir. Fue a reunirse con ellos y los tres emprendieron el regreso.
Caminaban por el centro de la calzada, el niño a hombros de Yonan. La línea de las sombras crecía por el oeste y a cada minuto estaba más cerca de engullirlos.
—¡Pájaro! —gritó el niño, señalando el vuelo bajo de un milano.
Y era un ave hermosa, digna de contemplarse en silencio, pero no fue aquella la causa por la que Yonan detuvo sus pasos.
—¿Qué ocurre? —se alarmó Sole.
El aire venía cargado de susurros, el pulso continuo de la naturaleza, pero ninguna señal de peligro.
—Nada —dijo al fin el mimético, y reanudó la marcha.
Cuando llegaron a la casa, Yonan se adelantó para echar un vistazo y asegurarse de que todo estaba en orden.
—¿Crees que alguien ha merodeado por aquí? —le preguntó ella, una vez dentro.
Yonan negó, taciturno. Había un rencor todavía sin clasificar en la trastienda de su rostro.
Tan pronto como el niño estuvo acostado, Sole se metió en el baño y trató de quitarse el aturdimiento con una ducha fría. No lo consiguió. Estaba secándose cuando la puerta se abrió y apareció Yonan, vestido solo con su pantalón corto. Se quedó bajo el dintel, cuajado como una estatua, el deseo encendiendo sus ojos.
—Ni se te ocurra —rechazó Sole, con un nudo en su garganta—. No te equivoques, Yonan.
El ceeme mantuvo el desafío de su mirada, ¿cuánto tiempo? Quizá unos pocos segundos que a ella se le hicieron eternos; después volvió el rostro y salió de la habitación. Ella bufó, hundió la cabeza en sus manos y se maldijo a través de una nube espirituosa de culpa.
Ella desconocía por completo lo que ocurría dentro de la cabeza de Yonan. Lo veía actuar y sacaba sus conclusiones, pero eso era todo. Si estaba siendo testigo de una verdadera transformación o de un simple desvarío emocional del ceeme, todavía no podía saberlo. Además, nadie le había explicado cómo tratar con un mimético cachondo. Dónde acababa la representación y dónde comenzaba lo real. Y más preguntas. Cuál era el fundamento técnico del tabú. Por qué el sexo debía ser evitado a toda costa. Qué era, en definitiva, lo que diferenciaba a un mimético de cualquier ser humano.
Por la mañana, mientras desayunaban en el porche, vino un gato a mendigar comida.
—No le des, o lo tendremos aquí todos los días —advirtió Sole a Pau, sin darse cuenta de que aquello era lo contrario a una amenaza para el niño.
Le dieron copos de maíz, galletas, magro de cerdo, leche. Cualquier cosa que le ponían delante, el gato la probaba y luego levantaba la cabeza a la espera de algo mejor.
—Creo que solo quiere hacerse amigo nuestro —dijo ella—. Debe de tener la tripa llena de ratones.
—¡Arg! —exclamó Pau, pero la idea multiplicó su admiración por el felino. Vivir solo en el bosque. Cazar en mitad de la noche.
Un buen rato después, Yonan limpió la piscina para que Sole se metiera con Pau. Ella había decidido enseñarle a nadar, para empezar. Le enseñaría todo lo necesario para que fuese tan libre como aquel gato. Algún día.
El mimético los dejó chapoteando y fue a hacer su ronda por los alrededores. Se trataba de un simple hábito, una ceremonia que tenía más de viaje interior que exterior, pero que hoy, por alguna razón, le llevó más lejos de lo normal, hasta rodear la colina y dar con sus pies en un arroyo. El estrecho cauce debía de bajar serpenteando al mismo río que habían visto en el pueblo.
Yonan se descalzó, puso sus botas a secar sobre una roca y permaneció con los pies desnudos dentro del agua. El frío lo traspasó, primero con dolor, después con un hormigueo que borraba cualquier traza de sensibilidad. Se quedó un rato allí clavado, con los ojos cerrados contra el cielo abierto. Y tenía algo de hechicería, aquel contacto íntimo con el agua, con las piedras, con la tierra, y al mismo tiempo no sentir nada.
Le llegó su propia voz, como suspendida fuera de su cuerpo:
—He visto el lugar de donde saliste.
Sobresaltado, Yonan abrió los ojos. Al otro lado del arroyo se erguía un hombre que era idéntico a él, aunque llevaba barba de una semana y ropa sucia como la de un vagabundo.
—No se parece al vientre de una madre —volvió a robarle la voz—, te lo aseguro.
—Ciro.
Modelo y mimético se contemplaron con aflicción, como dos hermanos que se encuentran al cabo de los años y descubren lo poco que les sigue uniendo.
—¿Cuántos días llevas aquí? —preguntó Yonan. Porque, de alguna forma, lo había sabido todo el tiempo.
—Da gusto veros. —En su lengua, una amargura de cenizas frías—. La familia feliz.
—Sole te sigue esperando. Y Pau…
Ciro levantó una mano: basta.
—No te han enseñado a mentir —dijo—. Mejor cállate y escucha. —El mimético prestó atención, sin moverse del agua—. Llevo días intentando pensar. Decidir qué es lo mejor para todos. Para mi hijo.
—Ciro…
—Pero no lo consigo. —Lloró una risa—. Me odio con tanta fuerza que ya no sé pensar. Y puede que eso sea lo mejor. Si me odio lo suficiente…, creo que acabaré pareciéndome a ti. —Asintió con gravedad—. Sí. Creo que podría hacerlo. Supongo que no entiendes nada de lo que te digo.
Pero Yonan lo entiende.
—Ciro, yo… —comienza.
—Placer.
—No.
—Bronce.
El mimético avanza un paso con sus pies dormidos, está a punto de resbalar sobre los guijarros.
—No, por favor.
—Serpiente. —Ciro está pronunciando las palabras con los ojos cerrados—. Sinfonía.
—¡Espera! —Yonan quiere abalanzarse sobre él, pero ha caído y está a cuatro patas en el arroyo. Gatea hacia la orilla, desesperado—. ¡Ciro!
—Fuego.
Las manos de Yonan se aferran a los tobillos de Ciro, a sus piernas, a su cintura. Cuando el hombre abre de nuevo los ojos se encuentra con los de su doble. Que le suplica:
—No quiero morir.
Y el mundo se detiene un instante. El agua deja de correr. El bosque guarda silencio. El aire mismo pone oídos a lo que está a punto de salir de los labios de Ciro:
—Historia.
Entonces Yonan lanza un grito, porque todavía puede hacerlo, porque falta una palabra. Rodea con sus manos el cuello de Ciro y aprieta tan fuerte como le permiten sus músculos entumecidos. Los dos hombres bregan y se derrumban sobre la orilla. Y entre resuellos, Ciro intenta decirlo: Mañana. Yonan libera su cuello para taparle la boca; hacerle callar es más importante que matarlo, suponiendo que pudiese matarlo, a él, a su modelo, a su padre, a la persona que está adoctrinado para proteger a costa de su propia vida. Pero no puede. Y eso, en definitiva, es lo que le salva. La ventaja insalvable de Ciro sobre el mimético. Y también: el espejeo del terror en sus pupilas. No quiero morir.
—Está bien. —Ciro escupe contra los dedos frenéticos del ceeme—. ¡Suelta!
Yonan se retiró, jadeando, en su rostro una expresión rota de perplejidad. ¿Cuál era la carga que se había desplazado dentro de él, como en la bodega de un buque? No existía manual donde consultar, no había archivo para tales sucesos. Había atacado violentamente a Ciro y sin embargo era este quien se disculpó, levantándose del barro.
—Lo siento —resopló, sus ojos también sometidos a zozobra—. No tengo derecho a hacerte eso. Has cuidado de mi familia.
Se trataba de un gesto que nada tenía que ver con la justicia o la compasión. Se trataba de verse reflejado, y asustarse. Se trataba, quizá, de regresar a casa y poder abrazar a los suyos con las manos limpias.
—Gracias —concedió Yonan. La planta de su pie derecho estaba sangrando, se la había cortado al salir del río, pero era una llaga que celebraba sentir, porque señalaba hacia la orilla luminosa, la de los vivos—. No sé lo que me ha pasado.
—Vamos, cálzate. Ya es hora de volver.
Tan sencillo como eso.
Yonan recuperó sus botas, se las puso. Cuando estuvo listo, Ciro ya acometía un atajo a través del encinar. A toda prisa.
—Espera —pidió el mimético, que a cada paso se veía obligado a retraer la pierna mala. Vio a Ciro alejarse por la vertiente poblada de retamas y arbustos, inalcanzable, despreocupado de él—. ¡Ciro!
De pronto le angustió la posibilidad de que Ciro llegase a la casa antes que él. Era un pensamiento paranoico, una voz insólita dentro de una mente mimética, pero ahí estaba, retumbando como en una pesadilla. Se esforzó en moverse más aprisa, a saltos, resistiendo las llamaradas de dolor.
Al cabo de pocos minutos alcanzó a ver los tejados de las casas, ya cerca, pero entonces también divisó a Ciro, saludando en lo alto de un repecho. Desde los jardines de la casa más próxima, Pau le devolvía el saludo, casi desnudo en su traje de baño.
—¡Papá! —llegó su voz diminuta. Y el niño echó a correr en busca de su madre.
—No —exhaló Yonan.
Observó a Ciro rodear el muro exterior en busca de la entrada. Aquella era su última oportunidad de alcanzarle, y no lo pensó. Yonan emprendió una desesperada carrera por el lado más empinado de la vertiente, de modo que con cada zancada iba ganando terreno a su gemelo. Cayó, se levantó, volvió a caer, pero no se detuvo.
—¡Eh! —llamó, cuando al fin salía al cruce de Ciro. Se encontraban detrás de la casa número dos, y entre los setos podía adivinarse la silueta de Sole, en camiseta, cogiendo en brazos al niño y preguntándole el motivo de su alborozo.
Ciro se volvió hacia Yonan, desconcertado. Pensaba que lo había dejado atrás, igual que a un mal recuerdo.
—No me llevarán —rezongó el mimético, casi sin aire.
—¿Qué?
—Dijo que no me llevarán —repitió, aunque era una consigna privada, un mensaje dirigido a su propio centro emocional. Nando había dicho que volverían a recogerlos, pero solo a ellos tres: Sole, Pau, Ciro. Ningún mimético tendría cabida en la nueva comunidad.
—¿Quién…? —empezó Ciro, pero se quedó mudo al ver la roca en la mano de Yonan.
No quiero morir. Eso había dicho, y nada más. Pero había una razón subordinada, un no quiero morir porque que permanecía fuera de su rango consciente, a salvo de directrices.
Perder a Sole.
Alzó la piedra y la abatió contra la sien de Ciro.
Que se derrumbó, braceando a ciegas.
Yonan cayó de rodillas y siguió golpeando, mientras se asombraba: que el alma de un hombre se guarde en un recipiente tan frágil como ese. El hueso cedió, la muerte entró.
Y en las pupilas de Ciro, una tristeza cuarteada y tórrida, una brasa suplicante de vida que se apaga. Se apaga…
Cuando su modelo dejó de respirar, Yonan se incorporó y espió detrás de los setos. Sole se protegía los ojos para mirar hacia el lugar donde el niño había visto —o creía haber visto— a su padre. Parecía que no se habían percatado del forcejeo entre los dos hombres, pero Yonan debía darse prisa. Tiró la piedra lejos, cogió el cadáver por los pies y lo arrastró hasta un badén entre el camino y el muro de piedra. Arrancó unas ramas de lentisco y las amontonó encima del cuerpo, una maraña de hojas que no terminaba de cumplir su propósito, pero no hubo tiempo para más.
—¡Yonan! —Sole había salido del complejo y se acercaba por el camino, el niño de su mano.
El ceeme saludó y fue a su encuentro, concentrándose en su respiración. Ni siquiera se daba cuenta de que cojeaba de un modo grotesco, todo cubierto de barro.
—Dios, ¿qué te ha pasado?
—Ah, esto. Me he cortado con las piedras de un río. —Forzó una sonrisa y descubrió que, después de todo, mentir no era un trabajo tan difícil—. Necesitaba refrescarme los pies. Soy un estúpido.
A su lado, Pau miraba más allá, pálido de frustración. La sangre de Ciro formaba un charco todavía brillante a pocos metros de sus piececillos desnudos, y Yonan temió que los acontecimientos se precipitaran de un modo horrible. Entonces el niño se agachó para recoger algo del suelo.
—Mira, mamá.
Pau le tendió el objeto encontrado, pero Sole estaba pendiente del mimético:
—Tienes que curarte la herida o se infectará.
—Lo sé. —Yonan recuperó la entereza al ver que el niño no seguía avanzando—. Además, he visto un perro suelto en las granjas. Creo que tiene la rabia. Es mejor que nos metamos en casa. —Se sintió tan audaz que exageró su torpeza para que ella se ofreciera de apoyo—. Gracias, Sole.
Caminaron hombro con hombro, resoplando. A ella no le importó mancharse de barro. El niño se quedó unos segundos mirando al bosque, persuadido de que se estaba operando una estafa a su costa, pero incapaz de destaparla.
—¡Vamos, Pau, date prisa! —llamó su madre.
Pau corrió de vuelta, sintiéndose compensado al menos por su pequeño hallazgo. No era más que un peón de ajedrez blanco, pero tenía una cara minuciosamente tallada.
¿Qué había sucedido en el bosque? Ella percibía la inercia de un suceso, como el vaivén de un fuerte golpe, en los silencios profundos de Yonan. Un trance que le había sobrevenido al mimético de forma inesperada, pero qué clase de trance, imposible saberlo. Sole se preguntó si no habría intentado quitarse la vida, e inmediatamente descartó la idea por presuntuosa. ¿Tan afectado le creía por su rechazo de la noche anterior? No era el tipo de reacción apasionada y trágica que alguien espera de un mimético, desde luego.
Y sin embargo, una sombra densa y tenaz se había instalado en el rostro de Yonan.
Anocheció sin que él hiciera otra cosa que cojear con su pie vendado de un lado a otro, en aparente actitud de vigilancia, pero al decir de Sole, sumido en una turbia melancolía.
Cuando Pau se quedó dormido en la cama, ella salió al porche. Yonan la observó un instante, desde su silla, y luego perdió otra vez la mirada en los relieves nocturnos. El verano estaba tan cerca que se le oía crujir entre las hojas.
—Deberías dormir alguna vez. —Sole se sentó en el banco de piedra, abrazada a sus rodillas y con una lata de cerveza recién abierta.
—Duermo cuando lo necesito. —Carraspeó, quiso sonar menos autómata—: Estoy bien, no te preocupes. ¿Y vosotros?
—Bien, gracias. —Ella reprimió una risa. Alzó su lata—. Te ofrecería un trago, pero te conozco; luego querrás otro, y otro, y acabarás bailando el hula-hula encima de la mesa, como siempre.
Yonan sonrió, y aquello estuvo bien.
Se dedicaron a no hablar durante una hora. Ella bebió sola, él mantuvo la vista fija en un punto entre el firmamento y su conciencia.
—¿Qué pájaro es ese? —dijo de pronto ella, buscando en el mazo prieto de ramas—. Por la noche parece que hablan un idioma distinto.
—No sé nada de pájaros —admitió Yonan. Había un desplome de sincero fracaso en su voz—. Me gustaría conocer sus nombres. Aprenderlos todos.
—Eso sería un poco estúpido. Quiero decir…, saber su nombre no va a hacer su canto más bonito.
Él no respondió. En vez de eso, se levantó de su silla y fue hasta el otro extremo del porche para mirar el jardín anexo. Las casas número dos y número tres ofrecían cierto aspecto de panteones bajo la luz de la luna.
Sole contempló la silueta de él. Descubrió que estaba excitada.
—Yonan.
Él volvió la cabeza.
Sole había separado los pies sobre el banco y se había retirado el triángulo del bañador con un dedo, de modo que su vulva quedaba expuesta como el pliegue de un libro abierto, incluso en la penumbra.
—Quiero que me chupes —dijo, temblando más de lo que pretendía.
Yonan vaciló un instante. Quizá buscaba una garantía de que aquello formaba parte de sus funciones, o tal vez de lo contrario. Ella lo deseaba, y él lo deseaba. Eso debía bastar.
Fue hasta el banco y se arrodilló ante Sole.
Se inclinó despacio, comenzó a lamerle. Los gemidos le indicaron el camino. Entonces ella se corrió, muy pronto, y al hacerlo sujetó la nuca de él para que no se moviera, para que recibiera el flujo en su rostro igual que hacía Gus. Él estuvo quieto, separó los labios y se la bebió. Ella gritó.
Luego dijo:
—Hazlo. Fóllame, por favor.
Yonan se desabrochó el pantalón. Tuvo que poner un pie en el suelo para alzarse unos centímetros y penetrarla. Sintió el abrazo húmedo de su cuerpo.
—Dame fuerte —masculló Sole. Porque su vientre era un incendio que solo podría sofocarse a golpes. Él se movió, gruñó, empujó. Y el placer, el puro y maquinal goce de tener a un hombre dentro hizo que ella volviese a gritar, y a correrse, y a arañarle la espalda.
Entonces él se detuvo, conteniendo el aliento, y ella notó su eyaculación como un beso largo en lo más profundo de su carne.
Permanecieron unidos un rato. De pronto él advirtió que Sole estaba sollozando.
—¿Qué ocurre?
—Llévame dentro —pidió ella.
Yonan la levantó en brazos, una parodia de novios, avanzando a trompicones por culpa del pie herido, hasta el sofá del salón. Se desplomaron y ella no dejó que pasara un segundo, le buscó con la boca, sus labios, su cuello, su sexo. Y era de locos, lo sabía, pero ella sentía que devorar aquel cuerpo era lo más parecido a comunicarse con Ciro que le estaba permitido.
Despertó de madrugada y se encontró sola en el sofá. Mareada, se levantó y fue a su habitación. Pau se había hecho una cueva entre las mantas y dormía profundamente. Ella le estaba acariciando el pelo cuando vio algo moverse al otro lado de la ventana. Se acercó para mirar. El haz de una linterna oscilaba a unos doscientos metros de distancia, en el camino forestal. Sole se quedó atenta al fenómeno hasta que la luz se apagó. Apenas un minuto después, la figura de Yonan emergió de la oscuridad y pasó cojeando por delante de su ventana, tan cerca del cristal que si hubiera vuelto el rostro se la habría encontrado de frente. Llevaba una linterna y otro objeto alargado: una pala.
Sole esperó a que él rodeara la casa y regresara a su puesto de vigilancia habitual en el porche. Entonces se asomó por la puerta.
—¿De dónde vienes?
—He encontrado al perro muerto. —La luna hacía resplandecer el sudor de su rostro—. No quería despertarte.
Ella dijo algo parecido a no importa, o está bien, o de acuerdo, y regresó al espacio sellado de la casa. Se acurrucó junto a su hijo, aunque no tenía ninguna intención de dormir. Concentró sus fuerzas en respirar más despacio, y sobre todo no llorar. Si lloraba no podía pensar. Y si ella se olvidaba de pensar, entonces Yonan sería el dueño absoluto. Podría jugar con ella como quisiera. Y aquello la aterraba.
No había oído un ladrido en todo el día.
—Son las quince y ocho minutos. Radio Nómada informa. Madrid está definitivamente aislada, nadie tiene permiso para salir ni entrar en la ciudad. El nuevo alcalde ha declarado el toque de queda y las detenciones están siendo masivas. Se habla de ejecuciones en la plaza Mayor. Así que, si estáis pensando en ir hacia allí, ya sabéis lo que os espera. Hay noticias de que todos los grupos de hawaianos están uniéndose al sur. Es posible que se estén preparando para la llegada de los tuaregs, aunque nadie se atreve a decir si su intención es la de aliarse o enfrentarse con ellos. Podríamos estar ante una guerra de tribus o ante un gran asedio sobre la capital, quién sabe. Y ahora…, sí, tenemos un mensaje privado. Un mensaje de Fernando G. a Soledad A.: «El viernes iremos a buscaros, estad preparados». Nada más, eso es todo por esta noche. Cuidaos unos a otros, compañeros. Ya es lo único que puede salvarnos.
Pasaron las siguientes horas atrapados en una sensación de cuarentena. Aislados, obligados a esperar sin esperanza. Porque Sole no quería irse. La idea de abandonar la casa para unirse al gran convoy de las familias felices solo le producía náuseas. Peor aún, aquel futuro la entristecía de un modo que no se creía capaz de superar, ni siquiera con la certeza de que sería lo mejor para Pau.
En cuanto a Yonan…
—Toma, papá. —Pau había hecho un dibujo en el cuaderno y se lo tendió al mimético. Que miraba a Sole con los ojos muy abiertos. Papá.
La palabra flotó en sus pensamientos durante todo el día. Examinó el modo en que Pau había decidido comportarse con Yonan. La confusión no era tal. En la sabiduría de sus dos años, Pau había descubierto que la realidad podía ser un concepto flexible. Quizá Yonan no fuese su papá, pero lo sería si a partir de ahora todos usaban aquella palabra. La ocurrencia era tan ingenua como revolucionaria.
Yonan apenas mostró sorpresa cuando, a la caída de la tarde, Sole se acercó para susurrarle:
—¿Crees que funcionaría? Hace semanas que ellos no ven a Ciro.
—No. Nando me reconocería.
Tenía razón. No importaba cuánto se esforzasen en la representación, Nando siempre sería capaz de distinguir a su amigo Ciro de cualquier impostor. No había juego de máscaras posible.
La noche del jueves al viernes se extendió como una mancha de alquitrán, sin estrellas, sin luna. Podía tratarse de un frente de nubes o de algo mucho peor. Del final de la historia.
Cuando, de madrugada, Sole descubrió que los tres seguían vivos y que ningún apocalipsis les impedía hacer lo que quisieran, fue a toda prisa a comunicarle la noticia a Yonan.
—Vámonos. Ahora.
—¿Adónde? —Aunque sus ojos ya le habían chivado la respuesta:
—A casa. A la avenida de los Fuegos.
—¿Cómo? No tenemos coche.
—Podemos caminar hasta la autopista. Alguien nos recogerá.
Yonan asintió gravemente. Dijo:
—Está bien.
Se movieron deprisa, como si temiesen la llegada de Nando y los demás de un momento a otro. Porque, ¿cómo podría explicarles ella su decisión? La llamarían loca, o una palabra más cruel, quizá algún neologismo creado para las mujeres que follaban con miméticos. Ya estaba viendo la expresión de repugnancia en el rostro de Nando…
Metieron todo lo imprescindible en dos mochilas, una de gran volumen para los hombros de Yonan, otra más liviana para Sole. El niño remoloneó, tal vez la visión del cielo encapotado le hizo sospechar que no se trataba de una simple excursión, y no aceptó vestirse hasta que hubieron preparado un manjar de galletas y leche para el gato que les visitaba cada mañana.
Echaron a andar por la pista forestal y la lluvia no tardó en alcanzarlos, aunque fue piadosa. Avanzaban despacio. El corte en el pie de Yonan aún le impedía pisar con normalidad, y a cada rato Sole y él debían hacer turnos para cargar a Pau. Lo último que necesitaban era un niño extenuado y lloriqueante.
Todavía estaban saliendo del alcornocal cuando el reloj marcó las doce del mediodía.
—¿Y si nadie quiere cogernos? —se inquietó Sole, pese a que tenía prohibidos tales pensamientos.
—El día que vinimos me fijé que había coches abandonados en la cuneta, seguramente sin gasolina. —Yonan se palmeó la mochila—. Aquí llevo cuatro litros, deberían servir para unos treinta kilómetros.
—Eso no es mucho. —Sole suspiró.
Continuaron hasta la carretera que atravesaba el valle superior y recorrieron sus últimas rampas hasta el empalme con la autopista, siempre evitando el posible recorrido de Nando. Se instalaron y comieron en el arcén, a la espera de algún vehículo. En la siguiente hora solo un Ford abarrotado de cabezas pasó de largo, el acelerador hundido y las luces echadas para despejar cualquier duda sobre sus intenciones.
—Quiero ir a casa —rezongó Pau, contagiado de pesimismo.
—Eso hacemos, mi amor. —Sole lo acunó en sus brazos, la espalda contra un muro de contención—. Eso hacemos.
Al cabo de otros sesenta minutos, decidieron que Yonan se adelantase por la calzada en busca de algún coche utilizable. Lo hizo con un trote renco, como de soldado herido, la mochila pequeña a su espalda.
Siguió un estruendoso silencio de cigarras. El sol había reaparecido con hambre de tierra y Sole tuvo que improvisar un parapeto con su ropa para resguardar a Pau, que se había dormido en su regazo.
¿Cuánto tiempo transcurrió? Sole había decidido no mirar su reloj y aceptar los acontecimientos en el orden y el compás en que quisieran darse. Sacó de su bolsillo la última píldora, la que había guardado para un momento de absoluta desesperación, y lo que hizo fue arrojarla con todas sus fuerzas hacia el campo a sus espaldas.
—No la toméis toda de golpe —dijo a las cigarras. Y se rio sola, sorprendida, entregada.
La espera acabó mientras el niño aún dormía. El sonido de un motor hizo a Sole ponerse en pie y, en efecto, allí llegaba Yonan al volante de un pequeño Toyota color manzana. Era un vehículo tan ridículo que solo podía augurar buena suerte.
—Lo siento —se disculpó, después de trazar un giro y detenerse frente a ellos—, he tenido que ir más lejos de lo que pensaba.
Sole dejó que Yonan continuase al volante. Nadie, viéndole conducir, hubiera adivinado que era su primera vez. Al contrario, lograba que el coche se deslizase con la suavidad de un conductor experto, apenas serpenteando para esquivar los vehículos abandonados. Ella no tardó en cerrar los ojos.
La despertaron los lloros de Pau y el gorgoteo de la gasolina entrando en el depósito, muy cerca de su oreja. Miró por la ventanilla y ahí estaba Yonan, con el bidón en alto. Había sangre en sus manos.
—¿Qué ha pasado? —Sole abrió la puerta, miró alrededor. Se veían varios coches detenidos en una estación de servicio, y una columna de humo procedente de algún lugar tras ellos.
—Nada, ya nos vamos.
Tan pronto como se vació el bidón, Yonan cerró la tapa del depósito y subió apresuradamente al coche. Salieron zumbando. El ceeme no dio explicaciones y Sole no quiso pedírselas.
Sabes que esto no es lo mejor para Pau. Sabes que estás siendo débil y que regresar a la avenida representa una derrota. Ciro lo llamaría deserción. Pero tú no hablas como él, ni siquiera entiendes el lenguaje de sus principios. Quizá tu problema haya sido precisamente ese; nunca has sido capaz de nombrar el objeto perdido de tu felicidad. Has buscado a ciegas, dándote golpes, con una rabia que se volvía siempre contra ti.
Como hoy, el día de tu regreso a la avenida. Estás tan convencida de que caeréis en una emboscada de hawaianos que no te has parado a pensar en el después, en el mañana, en el futuro de Pau. Has llegado a asumir la trampa como un final justo para tu historial de derivas, y por eso ahora brota una expresión de vértigo en tu rostro, cuando rebasáis la última rotonda y descubres que la avenida está limpia, vacía y silenciosa como el día en que la abandonasteis.
—Parece que todo está tranquilo —dice Yonan.
Pero es un silencio fosco, como el que se abre después de una mala noticia. Cuando el coche se detiene frente al número 54, contempláis una fachada totalmente negra. Vuestra casa, quemada.
—No… no es posible… —Te ahogas en tu propia compasión.
—Quizá pueda arreglarse.
El mimético es quien primero se apea. Camina hasta la verja, que está entornada, y cruza el jardín para echar un mejor vistazo a la casa. Ves dos gaviotas que se acercan planeando y toman posiciones en el tejado vecino. Pau entreabre los ojos en el asiento trasero y te pregunta si habéis llegado a casa. No puedes responder. El atardecer se os viene encima y hay ratas por todas partes: en la calzada, en el camino de entrada, en el arenero. La sola idea de poner un pie fuera del coche resulta repugnante, pero entonces Yonan desaparece en el interior del umbral quemado y tú saltas del asiento. Gritas:
—¡No entres!
El recuerdo de Yago, otra vez. Pero Yonan vuelve a salir al cabo de unos segundos y hace una señal de aceptación con las palmas hacia el cielo.
—No está tan mal —anuncia.
Lo que sucede a continuación es una película muda, acciones que tienen lugar ante tus ojos como una experiencia parcial, quizá robada, un registro parasitario de los sentidos de otra persona. Entras en casa con Pau de la mano y una mochila al hombro. Te sientas en el sofá milagrosamente intacto del salón tiznado de negro y observas los movimientos de Yonan arriba y abajo por toda la casa, empeñado en evaluar daños, abrir ventanas, retirar lo inservible. La peor parte se la han llevado la cocina y el dormitorio de matrimonio, el resto de la casa está habitable, te informa el ceeme; tan solo hará falta una buena limpieza y sustituir unos cuantos muebles. Luego él baja al sótano y dejas de sentir sus pasos durante un rato. Tanto que, si cierras los ojos y no haces caso del picor de ceniza que castiga tu olfato, podrías olvidarte de todo lo ocurrido en las últimas semanas y de que algún mimético ha pisado nunca esta casa; podrías convencerte, con un mínimo esfuerzo, de que este es otro de tantos días en que esperas el regreso de Ciro de la universidad, ligeramente mosqueada con él, siempre un reproche listo en la recámara, pero en el fondo amando aquella espera, igual que el náufrago ama a su isla, igual que el adicto ama a su camello, igual que el buitre ama a la muerte. Porque esperar es tu condición. Esperar lo que nunca puede llegar.
De pronto un rectángulo de luz se enciende ante tus ojos, sobresaltándote. Es la televisión. Y palpitando como ángeles en mitad de la penumbra, tres figuras sobre un titular. En el centro el nuevo alcalde, Alejo Mayo; a su derecha, una muchacha tan joven como él, vestida de negro; ¿y de qué te suena el rostro porcino del viejo parado a su izquierda? Entonces lo recuerdas: es el rector de la universidad donde trabajaba Ciro. No escuchas nada de lo que están diciendo, pero basta asomarse al vacío gris de los ojos de Mayo para saberlo: la ciudad está condenada. Todo arderá. Y tal vez eso sea lo mejor, piensas de pronto. Quizá sea necesario convertirlo todo en rescoldos fríos para poder empezar de nuevo. Es un pensamiento que Ciro habría rechazado de plano. O tal vez aquel era otro Ciro. Tal vez el Ciro de los últimos días fue quien pegó fuego a esta casa, te dices. Lo imaginas escupiendo en el suelo de la avenida, colérico: Sole tenía razón, los cínicos tenían razón. Y sientes un escalofrío de confirmación al mismo tiempo que el cuadro eléctrico de la casa vuelve a fallar y el televisor se apaga definitivamente.
—Creo que podré solucionarlo —dice Yonan, de regreso, y hace con los hombros un gesto que viene en el repertorio genético compartido con Ciro y Pau. Pero tú ya no te dejas engañar.
Esperas a que el mimético vuelva a marcharse, ocupado en quién sabe qué tarea de reconstrucción, para estrechar con fuerza a Pau y decirle cuánto le quieres. Se trata de esa clase de abrazos. Y Pau te responde, porque es un niño intuitivo. Entonces descubres lo que él aprieta en sus deditos, desde hace cuántas horas: un peón blanco.
—¿Dónde lo has encontrado? —Apenas un hilo de voz.
Y la respuesta que esperas:
—En el bosque.
Sujetas el pedazo de madera ante tus ojos. Tiene un rostro tallado en miniatura que podría ser el tuyo, o el de tu peor enemigo.
Ahora presta atención, Sole: este es el minuto en que debes decidirlo todo. Porque llega un murmullo desde el exterior, cada vez más fuerte. Reconoces el oleaje de voces, que ya no te suenan tan salvajes.
—¡Están ahí! —Yonan ha entrado a toda prisa del jardín y está tratando de cerrar inútilmente la puerta quemada—. ¡Al sótano, vamos! ¡Abajo! ¿No me oyes…?
Se encuentra tan alterado que tarda unos segundos en darse cuenta: vosotros también habéis empezado a cantar. Pau y tú, mientras le abotonas la camisa de colores que acabas de sacar de la mochila, entonáis juntos vuestra rara canción de cuna. La misma que termina con la palabra
Mañana.