4
Padres e hijos

Te lo prometió: estaré de vuelta al mediodía.

Pero son más de las siete y Ciro no ha venido.

Estás otra vez ante la ventana del dormitorio. Pau juega en el arenero, allí abajo, mientras Yonan lo vigila desde su silla: la iconografía de tu nueva vida. En tu mano izquierda —tiembla de manera perceptible, fíjate— sostienes una píldora de color azul que será la tercera del día, todo un récord.

Te dices: tengo derecho a sentirme bien.

Te dices: no soy responsable de lo que ha ocurrido.

Pero la cápsula en tu mano es mucho más que una prueba de lo contrario; es un tribunal completo que te sentencia, sin apelación. Es la cárcel donde ya cumples condena.

—Y una mierda.

Guardas la píldora en su bolsa y vuelves al cuarto de baño para esconderla dentro de la caja de Tampax. Te lavas la cara con agua fría y decides que necesitas algo más para quitarte esa cara de zumbada. Sombra de ojos verde, maquillaje, polvos, lápiz de labios rojo. Lo del pelo no tiene remedio, pero te gusta así, corto y crespo como el de un animal.

Vuelves al dormitorio. El vestido rojo. Los zapatos de plataforma. Hagamos de este cuadro el más surrealista. Que la locura del momento sea insoportable. Que revienten las costuras por algún lado.

Sales al jardín con la silla de paseo de Pau, y dices:

—Me lo llevo a dar un paseo. Tú puedes hacer lo que te dé la gana.

Yonan se levanta. La duda abre un surco de un segundo en su respuesta:

—Yo… iré con vosotros.

De modo que coges a Pau, que apenas sabe para qué sirve aquel artefacto con ruedines, lo atas y lo empujas hacia la puerta de la verja. Yonan busca una distancia adecuada para seguiros, el perfecto guardaespaldas, aunque desarmado, siempre con las manos vacías colgando a ambos lados.

—La alarma —cae en la cuenta el mimético—. Deberíamos…

—Olvídate de la puta alarma. No hay nada que robar ahí dentro. Por mí pueden darle fuego a la casa.

Pero no es verdad, la casa te importa. Es tanto una celda como una tabla de salvación. Siempre se odia aquello que se necesita más.

Y ahí estáis: un simulacro de familia avanzando por el centro de la avenida. El niño, que mira las casas quemadas y persigue el vuelo de las gaviotas y contiene cualquier exclamación, como si supiera. El sonido de tus zapatos sobre el asfalto, una provocación. El falso padre que os hace sombra con sus anchos hombros.

La cabeza de Li Yun voló unos metros, se precipitó y rodó entre los pies de la gente. Hubo un estallido de gritos. Ammán apoyó su mano armada sobre la palma de la otra; chilló: «¡Al suelo!». Pero ya nadie escuchaba, todos corrían.

Ciro no pudo gritar, ni moverse. Como atrapado en un bloque de hielo, se le hacía difícil el simple acto de respirar.

Se oyó un disparo. El hombre de la cara roja soltó su espada y echó a correr. Ammán salió tras él.

Y lo único que Ciro podía hacer: quedarse mirando el bulto negro que era la cabeza de Li Yun, una maraña de pelos sobre el pavimento de la plaza. Las emociones no llegaban. Algo las retenía o desviaba en su interior. Un mecanismo de salvaguarda de su cordura.

Los disparos del comisario, calle arriba, anunciaron el fracaso de su persecución. Pero qué importaba ya. Todo aquello era un drama proyectado sobre un lienzo blanco, una emisión lejana que no podía afectarle. El mundo entero giraba fuera de su alcance.

Entonces alguien, un vecino, un curioso, se agachó para tocar la cabeza de Li Yun, y aquel gesto atravesó el espacio y el dolor y la materia oscura de los sentidos y golpeó en el mismo centro de Ciro.

—¡No! —gritó. Sus pies lo llevaron insensatamente hacia el lugar del cadáver—. ¡Fuera!

Se plantó sobre la cabeza de Li Yun, sus brazos extendidos, abriendo un círculo en el aire para preservarla. Y después ¿qué? El vértigo fulminante, el colapso de todos sus diques.

Puso una rodilla en el suelo. Apartó un mechón del rostro de Li Yun. Tenía los ojos abiertos.

—Ciro. —Era Ammán, que regresaba jadeando, la pistola todavía en su mano.

Ciro alzó el rostro. Sus labios se estiraban en una mueca descontrolada.

—Tenía tu cara —masculló—. Era tu ceeme.

—No es mío. Se lo llevaron hace años de Goliadkin. Te puedo jurar que yo no…

El comisario recibió un puñetazo en la mandíbula, dio un traspiés y estuvo a punto de caer. Ciro amagó con volcarse sobre él, aprovechar el desconcierto para asestar el golpe definitivo, pero en lugar de eso echó a correr en dirección opuesta.

—¡Ciro! —Ammán levantó el arma un instante, hasta que la vergüenza pesó más que la rabia—. A la mierda.

Llegaban otros coches de policía. Si el comisario daba la orden de cazarle, Ciro no tendría ninguna opción. Lo encerrarían. Lo harían desaparecer. Él era consciente de aquello, de que cada paso le hacía más culpable, pero también del impacto que sus palabras habían causado en Ammán, mucho más que el zafio puñetazo.

Tenía tu cara.

Por eso confió y corrió y no volvió la vista atrás. Surcó la acera abriéndose paso entre la gente, esquivando los coches, gimiendo. De qué modo gemía. Aterrado, nuevo, igual que el primer hombre que lloró una muerte; la experiencia amarga e iluminadora del dolor ajeno; los ojos de Li Yun, abiertos desde las tinieblas.

Corría. Y la calle López de Hoyos se curvaba bajo sus pies, un desfiladero de comercios abandonados y bloques con fachadas grises, décadas de humo en los dinteles. A la ciudad le nacían rampas como si su pecho se levantase al respirar.

No tuvo conciencia del tiempo ni de la dirección hasta que llegó al puente sobre la M-30. En aquel punto no se veían máquinas ni empalizadas a medio levantar, pero todas las salidas permanecían bloqueadas o controladas por la policía. En mitad del puente había una barrera y tres furgones azules. Hacia ellos se encaminó Ciro, no sin cierto ademán de arrogancia. Si querían detenerle, esta era su oportunidad.

Pero nadie lo detuvo. Apenas lo miraron al traspasar el acceso para peatones. Cualquiera que se marchase de la ciudad tenía su beneplácito, qué importaba si era delincuente o sospechoso de un crimen. Mientras no recibieran otras órdenes, un ciudadano menos era un problema menos.

La luz del mediodía comenzó a cuajarse sobre los hombros y la cabeza de Ciro, se mezcló con el sudor y se derramó por su espalda mientras caminaba.

Los barrios al otro lado de la M-30 eran tierra de nadie. Que oficialmente siguieran formando parte de la ciudad no aliviaba el daño de contemplarlos. Todo estaba en abandono, todo decía fin; incluso el gesto orgulloso y confiado de sus pocos transeúntes decía fin. La idea de que aún podían luchar por sus derechos como cualquier ciudadano le pareció de pronto tan cándida que estuvo a punto de soltar una carcajada.

En qué había estado pensando todos estos años.

Ciego. Idiota. Y culpable. ¿De verdad has tenido a tu familia encerrada en una casa fuera del verdadero mundo, esperando no sé qué rescate o advenimiento? ¿Y qué más has hecho, Ciro? ¿En qué más asuntos has sido crédulo, necio e irresponsable?

La avenida de los Fuegos se extendía como un brazo más de este gran animal muerto. Ya ni siquiera se veían bidones humeantes de basura frente a las casas. ¿Era posible que se hubiera marchado todo el mundo en menos de dos semanas?

Extenuado, pero aún hirviendo por dentro, Ciro se detuvo ante el bloque de apartamentos donde había vivido su amigo Velasco, y donde murió, hace tan solo unos días, junto con sus hijos.

(Pero el pequeño Álvaro no está muerto, ¿verdad?)

Atravesó el portal, y después el jardín, con mucho cuidado de no mirar hacia el lugar donde las plantas habían quedado aplastadas por el cuerpo.

Subió las escaleras y empujó la puerta del 4.º B con la punta de los dedos. De inmediato percibió el olor a lejía. Alguien —con toda seguridad Gaby, la mujer de Germán— había acometido la desagradable labor de limpieza. Ni rastro de sangre en el salón y en el pasillo. Se asomó al dormitorio; la ventana cerrada, todo en orden. Imaginó el interior del armario ropero también libre de mácula, pero no se arriesgó a comprobarlo. Cabía la remota posibilidad de que el cuerpo de la niña continuase allí, olvidado, medio corrompido. Con los ojos abiertos.

Pasó de largo y se dirigió a la cocina. La pistola STAR que Velasco le ofreció unos días atrás —una vida atrás— continuaba escondida en el mismo rincón de la despensa, detrás de los botes de conserva. Ciro la tenía en sus manos antes incluso de saber para qué la había buscado. En las galerías de su mente aún se oían ecos de su amigo, advirtiéndole, previniéndole. Lo que se espera del hombre de la casa. El significado radical de un arma.

Tardó unos segundos en averiguar cómo se extraía el cargador, y cuando lo hizo la visión de la primera bala le produjo un mareo. Porque el arma es un condicional, una posibilidad que duerme sobre tu mano, pero la bala se explica en un futuro imperfecto: conmigo, alguien morirá.

Permaneció un rato sentado en el suelo, su espalda contra la pared. El agotamiento lo hizo adormilarse, y tuvo un sueño. Era poco más que un niño y vivía con sus padres en el apartamento del centro, encerrados, porque de algún modo los salvajes habían conquistado la ciudad y ya nadie se atrevía a salir. Pero lo que convertía el sueño en una pesadilla era su padre, que tenía el rostro de su padre pero era otra persona, un hombre extraño que se hacía llamar igual y ocupaba su lugar, y por más que lo intentaba Ciro, no lograba convencer a su madre del engaño.

Despertó temblando como si una fiebre pelágica hubiera consumido todo el calor de su cuerpo. Y sin embargo, ¿no había algo tentador en aquella sima de debilidad? Dejarse caer…

—No —se rebeló. Salió de la despensa y abandonó el piso de Velasco, la pistola hundida en su bolsillo delantero.

El sol se había escondido detrás de la ciudad. Si hubiera algún rastro de nube en el cielo, tendría que ser de color violeta. Esta es exactamente la hora en que empiezan a venir las gaviotas con el olor del vertedero pegado a sus plumas.

Ciro recorrió la avenida con pasos graves y mirada lenta.

Llegó hasta su casa sintiéndose un viajero del tiempo, pero sin relojes. Por eso no supo si extrañarse al encontrar la silla vacía del jardín, el puesto donde siempre vigilaba Yonan. ¿Había existido algún Yonan realmente? ¿Es que todo ocurrió muchos años atrás?

Abrió la puerta de casa y el silencio lo estremeció.

—¡Sole! —Avanzó, recorrió los umbrales. Se dirigió mecánicamente a la puerta del sótano—. ¡Sole, soy yo!

Pero el refugio estaba vacío. Ciro buscó señales de algún tipo, un desorden o una rotura que hicieran pensar en huidas y peleas. Nada de eso. La única ausencia era un enigma sin sentido: faltaba el espejo sobre el lavabo. ¿Desde cuándo? Aquel era el refugio de Sole, él apenas lo pisaba; allí dentro se movía inseguro, como un ladrón desmemoriado. Ahora daba vueltas sobre sí mismo para sacudirse las preguntas que le zumbaban en los oídos. ¿Se habría marchado Sole por las buenas? ¿Se trataba de eso? ¿Se había cansado de esperar? ¿O es que aquella tarde había comprendido por fin que ya no le amaba?

Subió corriendo al dormitorio y comprobó que toda la ropa seguía en los cajones. Pero aquello significaba bien poco. Sole no era previsora. Sole se movía por impulsos.

—¿Por qué? —preguntó a la cama de matrimonio. La cabecera tenía un dibujo en el centro que podía ser una pica o un corazón al revés.

Pau lanzó un grito cuando lo vio: el pequeño tiovivo se mantenía indemne y silencioso frente a las puertas del saqueado centro comercial. Un vestigio sombrío para Sole, un milagro a los ojos del niño.

—No funciona, cariño —dijo ella—. ¿Lo ves? Está apagado.

—¡Quiero, sí!

Era la primera vez que escuchaba al niño soltar dos palabras seguidas y Sole se quedó pasmada mientras él salía corriendo hacia el tiovivo. Luego fue detrás, lo ayudó a montar en el caballo blanco y se quedó a su lado.

—Ya te lo he dicho, Pau; está roto.

Pero el niño se sacudía, esperanzado, invocando el trote con sus propios saltos.

Yonan se acercó despacio; estudiaba el artefacto con atención. Lo rodeó hasta dar con el cable de alimentación. Sole observó al mimético agacharse, posiblemente en busca de la toma de corriente. Las luces del tiovivo se encendieron de súbito y Pau lanzó otro grito, pero las figuras no se movieron. Yonan buscaba el panel de control.

—Funciona con monedas. —Sole señaló la cajetilla con ranura—. Y supongo que tú tampoco llevas nada suelto.

—Monedas —repitió el ceeme. Luego entró en el centro comercial, haciendo crujir los cristales del escaparate roto, y desapareció durante un par de minutos. Sole escuchó golpes. Al cabo, Yonan regresó con un puñado de euros—. Aquí tienes.

Sole cogió una de su mano y la introdujo en la máquina.

Con una musiquilla de feria, el tiovivo comenzó a girar. El niño aullaba de emoción, pero a Sole le resultaba difícil mantenerse en el borde de la plataforma.

—No puedo ir aquí, Pau. Espera. —Cogió al niño y lo sentó en el camión de bomberos—. ¿Has visto? Con campana y todo.

A Pau le entusiasmó el cambio. Su madre se apeó del tiovivo y retrocedió unos pasos para contemplarlo mientras daba vueltas, gritando de entusiasmo, resplandeciente, pero sin nada que pueda llamarse una sonrisa en sus labios.

Notó la presencia de Yonan a su lado, aún sosteniendo las monedas.

—Ya nadie roba dinero —dijo Sole, más para sí misma que para el otro.

—¿Qué?

Le miró a los ojos; había un genuino interés en ellos. Y a fin de cuentas, ¿no acababa de probar su inteligencia? ¿Por qué se empeñaba ella en tratarlo como si no fuera una persona? La vergonzante excusa: porque te han dicho que no es una persona.

Pero ellos, quienesquiera que fuesen los expertos en mimética, bien podían estar equivocados. Y bien podían irse al infierno, de paso.

—El dinero no sirve de mucho, fuera de la ciudad —aclaró—. Aquí solo importa tener la nevera llena. Y nosotros no la tenemos, por cierto.

—Dentro no hay nada. —Yonan señaló el centro comercial con el mentón.

—Ya. Si quedaba algo se lo habrán llevado los hawaianos. Dime una cosa. —Afiló su mirada—. ¿Por qué os tienen miedo? Me refiero a vosotros, los ceemes.

—No lo sé.

—Es como si supieran algo de vosotros. Pero ¿qué?

El tiovivo se detuvo lentamente y Sole empleó otra moneda para hacerlo girar de nuevo. Pau no se cansaría jamás.

Luego volvió junto a Yonan y esperó a que él reanudara la conversación, en vano.

—Me gustaría saber en qué piensas todo el tiempo —dijo al fin, sin paciencia—. Porque algo pensarás, ¿no?

—Sí.

—Vale. —Sole tragó saliva—. ¿Y qué piensas de lo que ocurrió ayer? ¿Eres consciente de lo que hicimos? ¿De que mataste a un hombre?

Yonan se tomó unos segundos para responder:

—Sí.

—Yo no te pedí que lo mataras —pero las palabras le salieron tumbadas, penitentes.

—Mi trabajo es intervenir cuando hay una agresión.

—¿Eso parecía, una agresión? —Soltó una risilla al más puro estilo Gus—. No tienes ni puta idea de lo que es el sexo, ¿verdad? No te han programado de cintura para abajo.

Él le dirigió una mirada profunda, como si tuviera que reordenar las claves para interpretarla. Luego dijo:

—Sé lo que es el sexo. Me equivoqué, lo siento.

Representaba una victoria tan mezquina para ella que no pudo soportarlo:

—No te disculpes. Él se lo buscó.

—¿Le amabas?

La pregunta impactó en mitad de su rostro.

—¿Qué? —Intentaba reírse, pero no lo conseguía, y darse cuenta de que no lo conseguía era justo el problema—. ¿Qué coño sabes tú lo que es amar? ¿También te han metido un diccionario de frases hechas en la cabeza?

—Lo siento.

Sole soltó un bufido, removió los pies, se pasó una mano por el pelo. Entonces vio que él examinaba cada uno de sus gestos y se puso rígida.

—¿Qué estás mirando? Pareces idiota.

—Lo siento.

—¡Deja de decir eso! Para oír disculpas ya tengo a Ciro.

Yonan cabeceaba y se esforzaba en captar los matices de aquel rencor. Había un placer en la indagación que no tenía nada que ver con su adiestramiento. Un contacto ilegítimo.

—Al menos sé que sabes hablar —celebró Sole—. Y que piensas todo el tiempo. Pero no me vas decir en qué.

—Deberíamos volver a casa. —La frialdad de él de pronto sonaba impostada, como si disimulara una herida—. Ciro estará preocupado.

—¿Y qué te importa si se preocupa? Ah, claro, es tu jefe. No, ¿cómo lo llamáis? Tu modelo. Él es el que manda.

La ronda del tiovivo llegó a su fin y Sole intentó convencer a su hijo de que ya había tenido suficiente; le llovió una tormenta de chillidos y pataleos.

—La última, Pau. ¿De acuerdo?

Pau aceptó el trato y la máquina comenzó a girar una vez más. Yonan se arrimó de nuevo como si le hubiera quedado una frase en la boca.

—Mi trabajo es protegeros al niño y a ti. Soy bueno en ese trabajo —enfatizó—. No soy bueno en hablar.

Sole repasó las quemaduras en el cuello de Yonan, su mano todavía vendada.

—Lo sé —dijo. Los ojos del mimético tenían un brillo desconocido, una avidez sin historial—. Si no fuese por ti ya estaríamos muertos. Gracias.

Yonan aceptó el reconocimiento con un gesto blando, no del todo cómodo.

Cuando la música del carrusel se extinguió, Sole recogió a Pau y los tres emprendieron el camino de vuelta por la avenida. Esta vez el ceeme abría la marcha por el centro de la calzada; ella empujaba la sillita y le miraba la nuca, los hombros, las piernas. ¿Quién era realmente aquel hombre?

Comenzaba a oscurecer cuando se acercaban a casa y ella lo detuvo:

—Yonan. ¿Qué hiciste con la moto?

El mimético oteó la calle y señaló una de las viviendas quemadas en el lado izquierdo, idéntica a la suya.

—Ahí. ¿Quieres verla?

Ella sacudió la cabeza, pero Yonan avanzó hasta la verja y la esperó allí. A regañadientes, Sole se aproximó lo bastante para vislumbrar un bulto cubierto por una lona junto al muro del jardín: la Vespa de Gus. Pero no fue la visión de la moto lo que hizo chirriar sus dientes. Se trataba de la casa.

La casa de Abel.

—¿No está bien así? —preguntó el mimético.

—De todos los putos sitios, has tenido que… —Sole se interrumpió, sus ojos hechizados por el dintel ennegrecido de la entrada. Donde ardió el ceeme de Abel un par de semanas antes. Donde ardería durante el resto de los siglos, de pie, inmóvil, convertido en un mártir de retablo. Tan dócilmente.

Sintió el corazón correr y trastabillar dentro de su pecho.

—Vamos a casa —apremió.

Porque necesitaba las pastillas.

En realidad necesitaba otra cosa. Pasar una gran página. Tan grande como veintiséis años de vida. ¿Y las fuerzas para hacerlo?

No había ninguna luz encendida dentro de su casa, pero la puerta estaba entornada. Yonan se adelantó.

—Yo entraré.

Sole se quedó bajo el pequeño porche, Pau adormilado en sus brazos, mientras el mimético paseaba su silenciosa figura por el interior, inspeccionando. Entonces a ella le pareció escuchar un sonido cercano, a un costado de la casa. ¿Un llanto?

Anduvo sigilosamente hasta la esquina, sin soltar al niño.

Alguien lloraba.

Supo que era Ciro antes de asomarse y encontrarlo allí, derrumbado, con la espalda contra el muro de la casa y una pistola entre sus manos.

—Ciro.

Él se sobresaltó; la miró como a una aparición. Lágrimas y mocos estragaban su rostro. La expresión de quien lleva horas buscando el valor para cometer un crimen, y ha fracasado.

—Dios, Ciro… —Sole avanzó despacio, luchando contra su propio deseo de llorar, gritar, o cualquier otra forma de estallido que rompiera el momento—. ¿Qué pensabas hacer con eso?

—No estabais —balbuceó su marido—. He venido y no estabais…

El niño se revolvió en los brazos de Sole, miró a su madre con ojos soñolientos.

—Shhh. —Le acarició la cabeza, en realidad la apretó para que no viera a su padre—. No ha ocurrido nada malo. Seguimos aquí.

Pero seguir aquí era lo peor que podía ocurrir, y por eso la voz de Sole sonaba hueca, como a tintineo de bisutería.

—Sí ha ocurrido. —Ciro hablaba y se ahogaba con cada sílaba, formaba palabras ininteligibles—. Sí ha ocurrido.

Yonan acudió de inmediato. Sujetaba una linterna que dirigió contra el rostro de Ciro, obligándole a cubrirse.

—¿Estás herido? —Se inclinó sobre él; entonces vio la pistola y se irguió de nuevo, alerta—. ¿Han atacado?

—No pasa nada, Yonan. —Sole trasladó el niño a sus brazos—. Llévalo arriba, por favor. Ahora entramos.

El mimético vaciló un instante, como si el foco de amenaza todavía estuviera por determinar, hasta que ella lo conminó con un gesto: vete. El niño se dejó llevar sin una protesta; ¿no era, al contrario, alivio lo que reflejaba su rostro al cambiar de brazos? Sole se prohibió siquiera pensarlo.

A solas por fin, se sentó junto a Ciro en el suelo.

—Siento haberte asustado —dijo—. Necesitaba salir. He llevado a Pau al tiovivo del centro comercial. Resulta que aún funciona.

—¿Habéis ido con él?

—Se ha empeñado. Dice que es su trabajo. Protegernos.

—¿Ah, sí? ¿Y qué más dice?

—No mucho. ¿De dónde has sacado eso? —Y señaló el arma, un objeto erróneo en los dedos de su marido.

Pero él no le hacía caso:

—Yonan, el muñeco parlanchín.

Incluso en la penumbra creciente, Sole atisbó la sonrisa de Ciro y detectó su escozor. Algo le había sucedido en la ciudad. Algo que había tumbado su fortaleza mental y le había dejado el alma expuesta a las llamas. Sole miraba en sus ojos hinchados y sabía que, cualquiera que fuese su origen, aquel dolor había venido para quedarse.

—No me lo vas a contar —vaticinó.

—Tenías razón. —La voz de él, apenas un filamento vibrante—. No soy más que un profesor sin trabajo y pretendía salvar el mundo. Pero ni siquiera puedo cuidar de la gente que me rodea.

—Nos cuidas. Yonan está aquí porque tú nos lo has traído.

Ciro la miró. Necesitaba que fuera cierto. Necesitaba un credo a salvo de cabezas cortadas.

—Tendríamos que habernos ido todos con Abel —reconoció al fin.

Ella sintió que el corazón se le apresuraba.

—Pues vámonos. —Estuvo a punto de cogerle de la mano, pero había un arma—. A tomar por culo la avenida y a tomar por culo la ciudad. Nos vamos mañana. Todavía guardas el mapa que te dio Abel, ¿no?

—Sí.

—Pues se lo decimos a Nando, y si él no quiere venir nos buscamos un coche. Y si no hay coche nos vamos en moto, joder. Yo sé dónde hay una.

—¿Los cuatro? —Ciro tosió una carcajada—. Espero que sea una moto grande.

—Una Vespa.

Rieron juntos. Y aunque fue la risa más oscura de sus vidas, encerraba una promesa de luz. Por un instante Sole se olvidó de las pastillas azules. Se olvidó de Gus. Llegó incluso a olvidar cuánto había odiado cada uno de los días de sus últimos diez años.

Entonces se levantaron, apoyándose el uno en el otro, y descubrieron el rostro de Yonan mirándoles a través de la ventana del salón.

—Dios. —Sole se estremeció.

—Me está vigilando. —Ciro parecía hablar ante su propia imagen en el espejo—. Ese hijo de puta no se fía de mí.

—Es la pistola —dijo ella.

Absurdamente, Ciro levantó el arma y la llevó a su propia sien. El mimético negó con la cabeza, desconcertado.

—Basta, Ciro —suplicó Sole—. Vamos arriba.

Él quiso enviarle una última sonrisa a Yonan, pero salió una mueca.

—Sí. Vamos.

Sole lo rodeó por la cintura y caminaron juntos hasta la entrada. Pasaron frente a la puerta del salón, evitando toda mirada hacia la sombra rígida que aún permanecía al lado de la ventana. En su habitación, Ciro se desplomó sobre la cama como si en sus piernas se agolpase el cansancio de mil hombres.

Ella se tumbó a su espalda, tan pegada que respiraba el sudor de su cuello.

—Mañana —dijo Ciro. Y nada más.

En cuanto él se durmió, o más bien desfalleció, Sole se escurrió fuera de la cama y fue a explorar su alijo de píldoras en el cuarto de baño. Tomó dos. Aplicó sus labios al grifo y bebió un largo trago de agua sucia. Entonces sintió las arcadas, el vómito quemando su garganta; apretó los dientes y se obligó a mantenerlo allí. Al borde de las lágrimas, tragó de nuevo y permaneció agarrada al lavabo hasta que los músculos de su estómago se apaciguaron.

La droga detenía el tiempo y a la vez lo precipitaba, hacía que transcurrieran eones en el lapso de un segundo, convertía sus cordilleras de miedo en mares de dunas. Le decía: no debes mirar más que a la línea recta del horizonte. Y el milagro ocurría.

Oyó a Pau revolverse en su cuna. Anestesiada de todos los males, ella fue con él y le acarició el pelo mientras murmuraba las palabras que se habían convertido en su canción de cuna favorita.

Placer. Bronce. Serpiente. Sinfonía. Fuego. Historia. Mañana.

—No quiero ver al delegado de seguridad. Quiero ver a Mayo.

—El alcalde ya no recibe personalmente, comisario.

—A mí me recibirá.

El vestíbulo del ayuntamiento era el cráneo hueco de un gigante, y retumbaba.

—Espere un momento.

El empleado de traje oscuro se llevó su intercomunicador al oído y se apartó unos metros. Ammán levantó la vista hacia las pasarelas metálicas que cruzaban la bóveda de un lado a otro. Cientos de policías y funcionarios sumaban sus pasos al estruendo bajo la luz cenital de una gran vidriera.

—Puede subir. —El recepcionista regresó con la mirada cambiada, inseguro de cuál era la magnitud de su torpeza—. Perdone, en condiciones normales el alcalde no suele…

—Está bien. ¿Cuál es el ascensor?

Fue escoltado por un agente uniformado.

Todo el mundo sabía que Daniel Mayo había trasladado su residencia oficial allí, en teoría para dedicar más tiempo a sus funciones como alcalde, pero de hecho para evitar incómodos y peligrosos desplazamientos por las calles de la ciudad. Había pasado un año entero desde su última aparición pública fuera de aquellos muros.

Lo que Ammán ignoraba, al igual que el resto de los ciudadanos, era que la torre central del ayuntamiento había sido transformada en un hospital para el cuidado exclusivo de Mayo.

Le hicieron identificarse de todos los modos posibles. Le requisaron el arma. Lo dejaron esperando en una sala hasta que la tarde se hizo noche al otro lado de los cristales. Contempló las vistas sobre la estatua de la diosa Cibeles, y más allá, la avenida que se hundía en la bruma de los rascacielos. Tuvo tanto tiempo para preguntarse si hacía lo correcto que terminó por no importarle la respuesta.

—¿Se encuentra bien? —El hombre que acudió a buscarle cargaba espaldas de celador—. No tiene buena cara.

—Estoy bien. Solo un poco cansado.

Accedieron a la planta superior, donde Ammán tuvo que enfundar sus zapatos en bolsas de plástico y colocarse guantes y mascarilla. Después se abrieron las puertas del domicilio de Daniel Mayo.

—El alcalde está enfermo. No debe acercarse a él más de lo imprescindible, ¿de acuerdo?

Ammán asintió, y de pronto necesitó domeñar un escalofrío. Este es el momento en el que sabes exactamente cuál es tu destino, pero la epifanía es inútil, porque lo único que puedes hacer es seguir caminando.

Había una cama articulada en mitad del gran salón. Parafernalia de cuidados intensivos cohabitando con muebles del siglo XX. En la pared, una gran pantalla de televisión emitía partes meteorológicos de lugares remotos: Sumatra, Oslo, Bolivia. Donde deberían encontrarse las ventanas, media docena de espejos multiplicaban obsesivamente los ángulos del interior.

Junto a la cama había un hombre sentado: era Bauzá, el delegado de seguridad.

—Yousuf —saludó al recién llegado, pero se mantuvo quieto en la silla de un modo antinatural—. Me alegro de verte. He oído que has tenido un mal día.

Ammán se acercó. Vio que el delegado llevaba los zapatos y las manos embolsadas, como él, pero no la mascarilla. Una cortina cubría parcialmente la cama, de manera que aún no alcanzaba a ver a su ocupante.

—Señor delegado —dijo—. Nunca nos hemos tuteado y no creo que este sea el mejor momento para empezar. —Hizo un gesto hacia la cama—. ¿Está dormido?

Bauzá se removió en la silla y pareció buscar un punto de referencia en el fondo de la sala.

—Está despierto —dijo al fin—, pero te va a dar lo mismo, Yousuf.

El comisario giró la cabeza hacia los cuatro rincones del enorme salón. Podría haber diez personas agazapadas tras las columnas, o quizá ninguna. Entonces decidió aproximarse a la cama.

—Señor Mayo —pronunció, aunque el aliento se detuvo en sus labios. El aspecto del alcalde era más terrible de lo que podía imaginar—. Soy el comisario Ammán, de la Central.

La cara de Daniel Mayo tenía el color del papel viejo. Excepto sus ojos, dos bolas azules apuntando al infinito. He aquí el hombre que ha preservado a la ciudad del desastre durante los últimos quince años, el líder de millones de almas, consumiéndose sin remedio en su madriguera, lejos de todas las miradas. Su aliento era tan nauseabundo que Ammán se alegró de llevar puesta la mascarilla.

—Te oye, pero no puede hablar —dijo el delegado.

—¿Cuánto tiempo…?

—Cuatro meses, casi cinco. Los médicos dicen que podría entrar en coma cualquier día.

Ammán escrutó aquel cuerpo esquelético, una suerte de momia insomne, hasta que la visión se hizo demasiado insoportable. Se volvió, desprendiéndose la máscara de la boca, para enfrentarse con el delegado.

—Entonces, ¿has sido tú? —inquirió—. ¿Tú has ordenado matar a la muchacha?

—¿Qué? —Bauzá acumuló media docena de expresiones en su rostro—. Ah, la estudiante china. ¿Crees que he sido yo? Eso tiene gracia, Yousuf.

—¿Sí?

—Porque dicen que has sido tú. Te han visto corriendo por la calle con cara de loco después de matar a los dos hermanos. Al chaval con una ballesta y a la chica con una katana. —Cortó el aire con la mano, sonriendo—. No sabía que te iba el rollo samurái.

El comisario se precipitó sobre él. Fue tan rápido que Bauzá ya había encajado dos espléndidos puñetazos antes de alzar las manos para protegerse. Su silla volcó y tuvo que huir a gatas, acosado por Ammán.

—¡Hijos de puta! —escupió el comisario—. ¡Sois vosotros los que estáis locos! ¡Vosotros!

Como si sus palabras tuviesen algún poder de invocación, al instante se materializaron en el salón dos personas. A una Ammán la reconoció de inmediato a pesar de las mascarillas.

Cómo no iba a reconocerse a sí mismo.

—¡Basta! —gritó el mimético, que también se había apropiado de su voz. Llevaba el rostro limpio, pero el color de la sangre todavía asomaba por el cuello de su camisa.

—Por qué la tomas con él, Ammán, si sabes que no es culpa suya —habló quien le acompañaba, un robusto veinteañero de ojos azules—. Y tú, José Luis, deja de arrastrarte. Mi padre no puso a un cuadrúpedo de primer teniente.

—Lo siento —jadeó Bauzá, en busca de su verticalidad.

—Deja de sentirlo y ponte la mascarilla. Eso también va por ti, comisario.

Ammán no se movió, los esperaba con las manos cuajadas en puños. El joven Mayo vestía como si hubiera abandonado precipitadamente una orgía, la camisa por fuera y las zapatillas sin atar. Sudaba. Desprendía tanta vida como parecía faltarle al hombre postrado en la cama.

—Hay cosas que no me entran en la cabeza. —Su sonrisa permanecía oculta tras la gasa—. Por ejemplo: que un policía listo y con futuro decida mandarlo todo a la mierda solo porque no es capaz de apechugar con la parte fea de su trabajo.

—¿Mi trabajo?

—Lo estabas haciendo tan bien… En serio, contábamos contigo para lo que tenemos por delante, y ahora vas y te presentas aquí dando hostias. —El muchacho se plantó demasiado cerca de Ammán, a tiro de puñetazo, pero el comisario no podía apartar la vista del ceeme que venía detrás. Mayo lo advirtió—. Yael también tenía ganas de conocerte, ¿verdad?

El mimético habló con la perfección de un logopeda:

—Tu trabajo es cumplir las órdenes y seguir la cadena de mando, comisario.

—Exacto —rubricó el muchacho, que intentaba adoptar una gravedad discordante con su figura—. Especialmente en estos momentos.

—¿Qué momentos? —El agotamiento de Ammán se intensificaba con la charla. No había venido en busca de palabras sino de la ejecución de un castigo, aunque fuera el suyo.

—¡No lo sabe! —cloqueó Bauzá a sus espaldas—. ¡No tiene ni idea!

Alejo Mayo deambuló hasta la cama de su padre.

—Claro que lo sabe. No hace falta más que tener ojos en la cara. La ciudad está en peligro y mi padre ya no puede ayudarnos. Por eso estamos construyendo el muro. Y por eso hay que hacer limpieza dentro, antes de cerrar las puertas. Se prepara un largo asedio.

—No es verdad —replicó Ammán, a quien de pronto le costaba respirar—. Los hawaianos no son una amenaza para la ciudad. El asedio es una excusa. El peligro está dentro de los muros. En esta habitación.

Pero Alejo Mayo parecía flotar muy lejos; acariciaba el pelo de su padre y murmuraba algo inaudible.

Ammán sintió la mano del mimético cerrarse alrededor de su brazo.

—Ponte la mascarilla —exigió Yael—. Ahora.

—Claro. —Lo que hizo el comisario fue arrojar un salivazo en el ojo izquierdo del ceeme—. Ahí tienes tu mascarilla.

El mimético reaccionó con una embestida, pero Ammán estaba preparado y lo esquivó y zancadilleó. Cuando se incorporaba, Yael se encontró con la bota de Ammán en su mandíbula; se oyó un crujido. La mascarilla del mimético voló lejos.

—¡Eh! —El delegado dio un paso hacia ellos, solo uno—. ¡Quieto, moro de los cojones!

Ammán quiso acercarse a la cama de Mayo, pero su mimético ya se recuperaba, la boca torcida y goteante, para abalanzarse sobre él. Lucharon. Derribaron una lámpara de pie que Yael empuñó como arma. Ammán interceptó el tubo metálico y dio un fuerte tirón, arrebatándoselo.

En la televisión, anticiclones empujan borrascas sobre Finlandia.

—¡Mátalo! —berreó el delegado—. ¡Rómpele la cabeza!

Yousuf Ammán era moro porque su abuelo había venido del sur, muchos años atrás, cuando todavía venían hombres del sur.

Golpeó el costado de Yael, hundiéndole varias costillas.

La aldea de sus ancestros se asentaba en una planicie fértil entre montañas áridas y rojas. Su abuelo le contó que en el centro se alzaba un gran castillo de adobe y desde sus torres se podía divisar todo el valle.

Levantó la base de la lámpara y la precipitó contra las rodillas del mimético. Después, contra su rostro.

Temperaturas en suave ascenso en la costa del Báltico.

Desde que era un niño, Ammán había soñado con aquel castillo de barro. Lo imaginaba rodeado de palmeras, una suerte de vergel separado del tiempo, detenido en un margen de la Tierra. Se imaginaba asomado a lo más alto, sintiendo el aire del desierto en el rostro. El desierto que les acechaba, que gemía día y noche y arañaba centímetros, pero que jamás llegaría a tocarles.

La cara de Yael era de nuevo una explosión roja. Había dejado de parecerse a Ammán. Había dejado de moverse. El comisario soltó la barra. Una marejada de resuellos y pulsos acelerados crepitó por la sala.

Y un silbido de admiración.

—¿Qué se siente? —Mayo sonreía de lado—. Matar a tu propio hermano. Joder.

—No es… —A su pesar, Ammán volvió a mirar el cadáver. Todos sus esfuerzos puestos en no vomitar. Y entonces vio el arma. La pistola reglamentaria que le habían confiscado al entrar en el edificio, ahora asomada por la chaqueta del muerto. A su alcance.

Mayo también la vio, pero estaba demasiado lejos y no intentó nada mientras el comisario se agachaba a por ella. Bauzá, más torpe, hizo mal los cálculos y echó a correr hacia Ammán justo a tiempo para recibir un disparo en mitad de la cara. Bam. El delegado dio una voltereta imposible y se desplomó de bruces.

Dos hombres caídos, dos hombres en pie. Se miraron a través del aire vibrante. Era cuestión de segundos que la sala se llenara de policías. Pero un segundo era todo lo que Ammán necesitaba para cambiar el destino de la ciudad. Le bastaba con mover su dedo índice.

—Hidromiel —dijo inesperadamente Mayo.

—¿Qué?

Pero el joven no lo repitió. En vez de eso, pronunció la siguiente palabra con perfecta claridad:

—Órbita.

El cañón del arma apuntaba a Mayo. Sin embargo, de pronto parecía un objeto tan inofensivo como un reloj en las manos de Ammán.

—Zarpar.

Porque Ammán comenzó a entender lo que estaba sucediendo.

—Cabalgadura.

Ammán observaba los labios del chico moverse y sentía cómo las palabras se iban depositando en su mente, haciendo clac igual que piezas de un rompecabezas.

—Profético.

Quiso llorar. Pero ¿era capaz de llorar? No recordaba haberlo hecho nunca.

—Yanqui.

¿Y el desierto? ¿Y su abuelo? ¿Todo formaba parte de su AIM? ¿Cuántos Ammán existían? O quizá ni siquiera existía un Ammán original. Quizá…

—Umbral.

Las preguntas se evaporaron. El hombre que siempre se había llamado Ammán retrajo el brazo y puso el cañón de la pistola en su sien. Durante el lapso de un parpadeo sintió la mayor tristeza imaginable, una vida de emociones condensada en un átomo furioso. Al menos la furia era cierta, y significaba algo. Luego la bala entró y salió del cerebro de Ammán llevándose todo el dolor, toda su memoria, todos los castillos de adobe.

Se esperan precipitaciones en forma de tormenta sobre la República Checa. Existe riesgo de inundación.

Un temblor descendió por las mejillas del joven Mayo como un alud invisible, hinchó su cuello, estremeció sus hombros. No era tan duro. No flotaba por encima de los hechos como un loco. Y en medio de aquel matadero, sabía que le quedaba un último trabajo.

Se oyeron pasos al fondo de la sala. Era Rebeca, su princesa oscura, que se acercaba con el rostro lunar ocupado por una sonrisa. Tal vez ella sí estaba loca.

—El arma. —Mayo señaló el cuerpo desmigado de Ammán.

La chica fue hasta él y liberó la pistola de los dedos rígidos. No mostró el menor gesto de repugnancia mientras se la tendía, aún llena de sangre, a su novio. Alejo Mayo la cogió y se volvió hacia su padre, que quizá estaba allí o quizá no, pero que aún abría los ojos al mundo desde su lecho.

—Tanto sacrificarte para esto. —Las palabras del hijo tiritan, le descubren, ponen el acento en sus veinte años—. La gente de esta ciudad no se merece la buena vida que tiene, papá. Pero eso se va a acabar.

El muchacho acarició de nuevo la cabeza del enfermo. Silabeó: «Te quiero, papá». Luego le plantó un beso en la frente mientras acercaba el cañón a su oreja cubierta de canas.

Y sin dejar de besarle, disparó.

Obedeciendo al simple hábito, o tal vez en un ejercicio consciente de mortificación, Nando tomó la avenida por el extremo sur y pasó por delante de la casa de Ciro y Sole al volante de su furgoneta. Divisó la figura de un hombre en el jardín delantero, alguien que era esencialmente igual y distinto que su amigo. Cómo odiaba a aquella criatura, no tanto por lo que era como por lo que hacía menguar a Ciro. Le había sucedido igual con Abel: la presencia de Yago lo convirtió de pronto en un hombre escindido, una mitad con ojos vacantes y alma en continuo riesgo de disolución. Pero esta idea de alejamiento, en realidad, se había instalado entre Nando y sus amigos mucho tiempo antes de la llegada de los miméticos. Quizá ni siquiera tenía que ver con la crisis y el desmoronamiento de la ciudad. Quizá no eran más que un grupo de amigos haciéndose mayores.

Pasó de largo y llegó hasta la verja de su casa. El mando de la puerta había dejado de funcionar meses atrás y tuvo que bajarse del coche para usar la llave. Empujaba la puerta metálica cuando le asaltó un mal presentimiento.

Las luces de casa, apagadas.

Te preocupas porque llegas más tarde que de costumbre y te sientes culpable, se dijo.

En el jardín, a lo largo del muro, se arrugaba el esqueleto de un rosal que su padre había plantado y replantado hasta perder la esperanza. Tenía que ver con la tierra. Algo agazapado en lo más profundo, tal vez restos microscópicos de antiguas raíces, impedía que ninguna vida germinase con éxito.

Nando condujo por la rampa y luego deshizo el camino para cerrar la verja, pero en lugar de meter el vehículo en el garaje, se apresuró a subir los escalones de la entrada.

—¡Ya estoy aquí, papá! —saludó al recibidor.

La tarde boqueaba su último resplandor por las ventanas, lo justo para andar sin tropiezos. Nando fue al salón. Llamó a su padre, aunque la ausencia se sentía como un golpe de mazo. Luego fue al estudio de la parte trasera, el refugio favorito de Manuel.

Antes de atravesar la puerta notó el olor.

Mierda.

El gesto de Nando se emborronó en una simbiosis de pánico y náusea. Encendió la luz, y allí estaba.

La mole flácida de su padre colgaba quieta de una sirga atada al gancho de la lámpara. A sus pies, una silla volcada y rociada de excrementos.

Se aferró a los detalles para no hundirse. Ignorando el pulso que le sacudía las sienes, Nando apuntó su mirada sobre los objetos a su alrededor, escuchó lo que contaban, su disposición, estudió la lógica y la semántica de cada huella.

El mosquetón rojo que su padre había empleado para prender la sirga del techo.

Dos libros sobre el apoyabrazos del sofá. ¿No era la Biblia uno de ellos?

Las persianas levantadas y las cortinas abiertas, algo inusual, tal vez el testimonio de un último anhelo de luz.

Una hoja de papel en el rodillo de la Olivetti.

El mensaje escrito en ella.

Nando tragó saliva, cerró los ojos un instante. No podría soportarlo. Ver el cuerpo inerte de su padre, sí, con eso podía. Llevaba años haciéndose a la idea de su muerte. Pero leer mensajes desde el más allá, o mirarle a unos ojos que ya no devolvían la mirada, de ningún modo.

Escudriñó las letras desde lejos, tres filas de hormigas negras, una firma debajo. Ni para redactar su carta de suicidio se olvidó de ser un hombre metódico. Pero ¿importaba lo que había escrito en aquellas tres líneas? ¿Otorgaría el mensaje un sentido distinto a su muerte? ¿Haría menos ofensiva la mierda que se deslizaba por la pernera de su pantalón?

Furioso.

Nando se sintió furioso de un modo desconocido, semidiabólico, y supo que si alzaba la vista al rostro de su padre perdería por completo el control, se pondría a golpearlo igual que a un saco de boxeo, lo haría oscilar hasta que el gancho se desprendiera del techo o sus tripas fueran a unirse al charco pardo del suelo, le gritaría las mayores barbaridades, le culparía de todo.

Por eso dio media vuelta y salió sin más, como alelado. Atravesó la planta baja. Subió al dormitorio. Fue directo al cuarto de baño y vomitó en el inodoro. Se vació, pero aquella nube de calor insoportable permanecía dentro de su pecho. Se metió debajo de la ducha, abrió el agua fría y fue despojándose de la ropa al mismo tiempo que se empapaba.

Cuando salió, desnudo, a su habitación, una calma propiciatoria se había asentado por fin en sus músculos. Era la clase de paz que te permite tomar cualquier decisión, el estado más próximo a la libertad y al desapego absoluto que cualquier hombre puede alcanzar.

Nando buscó en los cajones de su ropero. Tenía algo escondido allí desde hacía tiempo.

Una camisa hawaiana.

Llevaba un rato oyendo el murmullo de los pájaros. No era un canto, sino una especie de rumor agitado y profundo. Sabía que duraría poco, que las gaviotas llegarían con las primeras luces e impondrían su estridente régimen en el cielo de la avenida, así que Ciro se levantó de la cama y fue hasta la ventana para otear la penumbra. Tardó un rato en verlos: estorninos, cientos de ellos, detenidos como púas de una sierra negra sobre el tejado de la casa vecina. Se estremecían, pero no de miedo. Había un gozo en la muchedumbre, una unidad de pulso tan intensa que hacía tremolar a un tiempo cada uno de sus cuerpecillos.

Ciro se volvió para mirar la silueta de su mujer sobre la cama. Su piel oscura, agitanada, su pelo de color granada. Ella nunca dormía de un tirón si no era después de una aplastante borrachera, pero ya no bebía, al menos desde hacía dos años. ¿Cuál era su truco ahora? Vivían en el mismo borde del abismo y era capaz de conciliar el sueño como si en realidad nada le importase. Apenas unas horas antes, cuando él se había encontrado la casa vacía, estuvo tan seguro de que ella le había abandonado que de pronto el cañón de la pistola se había convertido en su única vía de escape.

Te habrías disparado.

Si Sole no hubiera regresado anoche, o lo hubiera hecho solo unos minutos más tarde, habrías apretado el gatillo y todos tus problemas se habrían desplegado en un abanico de gotas rojas sobre la pared. Ninguna novedad: otro tipo mediocre que termina con su vida.

Pero ahora tienes a Sole, otra vez. Tienes a Pau. Y tienes un trabajo que cumplir: velar por ellos. ¿No debería bastar con eso para hacerte sentir mejor?

Este es el vértigo previo a un descubrimiento, una revelación que te transformará, pero que aún no es más que el esbozo de un propósito. Tiene que ver con ella, lo sabes, y por eso no puedes apartar los ojos de su figura tendida, un cuerpo que es como una carcasa impenetrable. Nunca has sabido lo que hay dentro. Qué siente en el fondo. Qué piensa. Sole es tan distinta a ti que ni siquiera puedes calcularlo. Polos opuestos que nunca se atrajeron sino que tropezaron, se engarzaron y convivieron bajo un mismo techo sin hacerse preguntas. Pero no encontrarás mejor momento que este para hacerle esas preguntas. Porque si el fin del mundo se acerca, ¿no tienes alguna cuenta que rendir?

Ciro se sentó en la cama junto a su mujer. Hizo que se despertara.

—Sole. Tengo que contarte algo.

Ella gruñó, lo miró entre parpadeos, dudando si se trataba de su verdadero marido.

—¿Qué pasa?

—Ayer murió una chica. Por mi culpa.

—Ciro…

Sole se incorporó. El olor de su piel casi le cortó la respiración. Pero logró continuar:

—Era una alumna. Me ayudaba a investigar la muerte de Oliver.

—Ciro, no… no sé de qué me estás hablando, pero seguro que no fue culpa tuya.

—Me acosté con ella.

Sole se quedó de piedra, luego empezó a moverse como si le picara todo el cuerpo. Se levantó de la cama. Fue corriendo al cuarto de baño, pero no para ocultar sus lágrimas. Simplemente se sentó en la taza y meó con fuerza. Ciro escuchó a través de la puerta entreabierta y se preguntó si el desprecio no sería mucho más insoportable que la ira o el desgarro.

Ella regresó, descalza, medio desnuda, con una expresión incómoda en el rostro. Dijo:

—Nos vamos hoy. Lo prometiste.

—Sí. —Ciro dejó los labios separados, pero fue incapaz de añadir otra palabra.

De modo que aquello era todo. En su balanza de afectos, cumplir una promesa pesaba más que cualquier traición o crimen del pasado. Ciro se levantó y comenzó a vestirse. Sole salió en busca de Pau, que se removía como si presintiese la gravedad del nuevo día.

Desayunaron como una familia. Eran una familia. Cereales y tostadas, café y cacao. Padre, madre e hijo a la mesa. El hechizo duraba hasta que la silueta de Yonan se hacía visible a través de los cristales. El segundo padre. La distorsión que lo cambiaba todo. ¿O era justo al revés? ¿No debían agradecerle al mimético que aún pudieran considerarse una familia?

—Voy a llamar a Nando antes de que salga. —Ciro abandonó la mesa de la cocina para buscar su móvil. Marcó el número. Esperó—. No hay cobertura. —Las pupilas de Sole fueron a su encuentro desde lo más hondo de su desconfianza—. Iré a buscarle.

Tan pronto como pisó los escalones del jardín, Ciro captó un movimiento con el rabillo del ojo y se volvió hacia la casa vecina. Una masa negra se había desprendido del tejado y ahora se mecía en el aire, crepitante. Ante su mirada atónita, la parvada ascendió con un fragor de miles de alas, dibujó una espiral y se alejó dando quiebros por encima de la avenida. Ciro descubrió entonces a Yonan, que contemplaba el espectáculo con la misma expresión de embeleso.

—Estorninos —le dijo. El ceeme bajó el rostro, turbado como si lo hubieran cogido en una falta—. Así se llaman. Supongo que no se han molestado en meterte ese tipo de cosas en la cabeza.

No pretendía ser cruel, y al notar el desasosiego de Yonan se arrepintió de haberle dirigido la palabra. Aquel era el día en que Sole y él tendrían que decidir qué hacer con el mimético; pero ¿qué opciones tenían? Ni siquiera sabían si los ceemes podían adaptarse a vivir en cualquier sitio o solo estaban programados para defender un hogar. El recuerdo de Yago sobrevoló su ánimo como otra nube de pájaros.

Remontó la avenida espoleado por una sensación de inminencia. Vamos, le decía la voz, apresúrate. Sin darse cuenta estaba corriendo por el asfalto.

Se relajó al llegar a casa de Nando y divisar su furgoneta en la rampa de entrada. Llamó al timbre de la puerta metálica. No se percibía ningún movimiento dentro de la casa.

—¡Nando! —Sin respuesta. Saltó la verja y atravesó el jardín. La puerta principal estaba entornada. La empujó—. ¡Nando, soy Ciro!

Una rata pasó rozando su pie, atravesó a toda prisa el pasillo y se coló por la puerta entornada del estudio.

Entonces llegó el olor. Ciro se tapó la boca y la nariz. Murmuró: no. Pero avanzó. Empujó la puerta. El cuerpo del viejo colgaba del techo tal y como lo había encontrado Nando la noche anterior. Cuatro ratas enormes lamían la porquería derramada a sus pies.

—¡Fuera! —Ciro golpeó el suelo, provocando una estampida que sería momentánea.

Después dio media vuelta y buscó a su amigo por toda la casa. Cada puerta que abría era una promesa macabra, pero no halló más cuerpos ni señales de violencia.

Tuvo que sentarse en el escalón de la entrada para recuperar el aliento. Detenerse, dar un paso fuera de sí y contemplarse desde el otro lado. Examinar el vacío que dejaría su propia ausencia. Releer su historia. Ser capaz de engarzar los mensajes perdidos y de anticiparse al siguiente giro. Le costó muy poco adivinar adónde se había marchado su amigo.

Estoy seguro de que Velasco haría lo mismo por nosotros.

De modo que Nando había decidido convertirse en un héroe. Y probablemente ya estaba muerto.

Ciro se sujetó la cabeza con las manos durante un buen rato. No lloraba. Quizá nunca volvería a llorar después de la noche anterior. Después de haber tenido un cañón dentro de la boca y haber sido incapaz de apretar el gatillo.

Un reloj cantó las diez de la mañana. Muy tarde. Volvió dentro y buscó la llave de la Kangoo en el aparador. Tuvo suerte. Salió de nuevo. Abrió la verja y montó en el vehículo. Arrancó. La aguja del depósito trepó hasta la raya del medio: eso les garantizaba al menos cien kilómetros. Metió marcha atrás y condujo fuera de la rampa, sobre la calzada.

¿Y si se había equivocado? Permaneció con el pie hundido en el freno durante unos instantes. ¿Y si Nando regresaba dentro de un par de horas y se encontraba con que alguien había robado su coche? Pero la sola idea era un sueño, un final de palomitas y aplausos. Míralos: Nando regresa por lo alto de la calle, caminando, con su camisa floreada y el pequeño Álvaro de la mano, ambos ilesos y sonrientes; y entierran juntos al abuelo, tal vez en el patio trasero, y sobre la tumba plantan un manzano; y los dos se instalan en la casa y constituyen como padre e hijo el germen de una nueva avenida, libre de amenazas, libre de fuego. Música de violines. Plano cenital y fundido a negro.

Nada de eso tendría lugar. Todos habían muerto.

Ciro metió la primera marcha.

Sole contó las píldoras que quedaban en la bolsa. Trece. Tenían que ser trece, justo el día en que solo podía permitirse buenos augurios. Calculó que a su ritmo de consumo no le durarían ni una semana. Y después qué.

Después ya no estarían en la puta avenida. Después ya no serían los mismos Ciro y Sole, serían otras personas. Deberían cambiarse el nombre, pensó. También el de Pau. ¿Y Yonan?

Se guardó la bolsita de píldoras en el pantalón y fue hasta la ventana para espiar al mimético, apostado tras la verja como si aquella fuera una jornada más en su rutina de guardián. Examinó su espalda y su nuca, aún enrojecida. Había algo en él que no podía dejar de envidiar, una cualidad virginal que lo convertía en un ser digno de veneración. Y supo qué: carecía de pasado. Los dedos de Yonan tocaban la superficie de los días de un modo que a ella le estaba negado. Su memoria no arrastraba deudas. Su futuro permanecía intacto.

Aunque no del todo, ¿verdad? Había una mancha en el expediente. Un secreto de sangre que él y ella compartirían siempre. De pronto descubrió que estaba cachonda.

—Ni lo pienses —se dijo. Y como era experta en desobedecerse, tuvo que entrar, tomar una píldora, moverse, hacer las maletas, gritar al niño. Pero todo el tiempo la sensación seguía allí. La violencia y el sexo como ramas que brotaban de aquella pureza. Yonan. Yonan, que no era una copia de su marido pero tampoco un ser completo; era otra cosa, una potencialidad, un elixir, un truco de magia que nunca llegaba a su fin.

Sacó todo lo que había en los armarios y lo puso encima de la cama. En realidad no había nada que quisiera llevarse de aquella casa.

—Nada —pronuncias. El egoísmo es una sima de diez kilómetros bajo tus pies y sientes cómo se hunde en ella cuanto te rodea. Tu vida anterior se hunde. Las personas que has amado se hunden. Ciro y Pau, míralos caer hasta el mismo fondo. Y lo único que queda a flote es un deseo sucio—. Basta.

Se sentó entre la ropa tirada y pegó la frente a sus rodillas a la espera de que la droga hiciera efecto. Al cabo de un rato notó una mano en su pelo; era Pau. El pequeño había venido desde su cuarto, quizá alarmado por el repentino silencio de su madre.

Ella se dejó acariciar, inmóvil, mirándolo a los ojos.

Tuvieron el equipaje preparado antes del mediodía. Su pasado reducido a dos maletas y media docena de bultos. No esperaban que nadie acudiera a despedirse y tampoco hicieron ninguna llamada.

—¿Se lo has explicado? —preguntó Sole. Ciro y ella estaban en la cocina, decidiendo la cantidad más sensata de provisiones.

—No —admitió él. A través de la ventana vio a Yonan jugando con el niño. Era un juego mecánico en el que nadie sonreía: el mimético devolvía la pelota que Pau le enviaba una y otra vez.

—Se viene con nosotros. —Sole miró a su marido con las manos en las caderas y el rostro ensombrecido por los mechones rojos de su pelo—. Ciro.

—Claro. Se viene. —Él metió el último bote de conservas en una gran bolsa de deporte y cerró la cremallera—. Con esto tenemos para una semana. Voy a revisar el cuarto de arriba y después cargamos todo.

—¿Se lo digo yo?

Ciro encogió sus hombros.

—Es un robot, hará lo que le mandemos.

—No es un robot —rezongó ella, pero Ciro ya había salido de la cocina, escaleras arriba.

El ático era un no-lugar donde se confinaban ejércitos de libros y cajas de cartón. Ciro echó un vistazo que era más una despedida que una sincera búsqueda. Todos aquellos objetos se quedarían allí; pero no arderían, decidió. Él no quemaría la casa como hizo Abel, como hicieron muchos otros al abandonar la avenida. Gente que confiaba su suerte al poder simbólico del fuego, la purificación, el renacer. Ciro no creía en nada de eso. Su idealismo siempre había sido de naturaleza práctica, conjugaba mejor con una solicitud administrativa que con rituales de cualquier orden. Al menos así había sido hasta que dejó de creer. Hasta que comenzaron a rodar las cabezas.

Al curiosear dentro de una caja su mirada tropezó con el tablero de ajedrez. Era el juego que le había regalado Daniel Mayo el día de su duodécimo cumpleaños. Junto al tablero había una caja de madera oscura. Ciro la abrió y tomó una de las figuras, un peón blanco. La pieza menos valiosa. Pero cada peón tenía un rostro tallado y era diferente de los demás. Notó un escalofrío. Aquel ajedrez había representado algo grande y siniestro para él, como el modo en que un niño mira su propio cuerpo hacerse adulto. ¿Por qué lo había conservado todo este tiempo?

—Papá… —Ciro sintió que se le torcía la cabeza por el peso de los recuerdos. La visita de Daniel Mayo a su casa había supuesto el principio y el fin. La transformación de su padre en un próspero hombre de negocios. Borrón y cuenta nueva. Silencios y separación.

De pronto recordó el mensaje de su padre en el dossier de Goliadkin. ¿Dónde lo había metido? Bajó al salón, buscó entre los papeles mientras oía a Sole moverse por el sótano, quizá escogiendo los juguetes del niño. Por fin encontró el DVD. Lo introdujo en el reproductor del televisor, pulsó el botón de inicio y se arrodilló ante la imagen, esta vez dispuesto a mirar hasta el final.

El rostro de su padre. Su verdadero padre, no el que vino después.

—Hola, Ciro. Si estás viendo este mensaje es que las cosas no han salido todo lo bien que me habría gustado. —Hablaba deprisa, sin inflexiones; un hombre de alma tibia que se esfuerza por no meter la pata—. Significa que algún problema grave te ha hecho tomar la decisión de activar a tu mimético, y que yo ya no estoy ahí para aconsejarte. Bueno —le salió una sonrisa a medias—, naciste hace dos días, supongo que tendremos tiempo para hablar tú y yo, antes de que veas este mensaje. Me han dicho que no debo explicarte nada del…

Doce años, papá. Luego nada.

—… que ellos ya te han dicho todo lo que tienes que saber sobre el cultivo. Así que este es un mensaje personal, de padre a hijo. Creo que lo primero es explicarte por qué no está aquí mamá. Bueno, ya la conocerás, ella es… es maravillosa, pero tiene su propia forma de ver las cosas. No entiende el valor de esta decisión. Hemos hecho un sacrificio muy grande, Ciro. Tener un cultivo no es algo al alcance de cualquiera, y somos una familia humilde. Pero lo hemos hecho porque te queremos, y porque queremos que tengas una oportunidad. Cualquier padre… cualquier padre y cualquier madre darían lo que fuera por proteger a su hijo, incluso sus propias vidas. —Encogió los hombros en un gesto que Ciro recordaba a la perfección, o quizá reconocía de sí mismo—. No es ningún mérito, ¿sabes? Viene de serie. Lo comprobarás cuando tengas niños.

Las palabras de su padre pasaron silbando por un agujero en el pecho de Ciro. Él no había podido contratar un mimético para Pau, ni siquiera planteárselo seriamente. Los precios de Goliadkin se habían disparado en los últimos años, y su sueldo en la universidad…

—El dinero se puede recuperar —prosiguió el hombre de barba recortada—, pero nunca tendré una segunda oportunidad para hacer esto. Sé que cuando me quede un minuto de vida y mire hacia atrás me arrepentiré de muchas cosas, pero nunca de haber tomado esta decisión. Tengo mucha fe en ti, Ciro. Aún no te conozco, pero sé que serás una persona especial. Para mí lo eres ya. Alguien que viene al mundo para dejar huella, y no para pasar desapercibido y trabajar como un buey igual que he hecho yo. Tu madre reza por ti, confía en su dios. Yo no soy creyente, Ciro. Solo creo en la providencia que cada uno se busca. Y también creo que hay hombres capaces de marcar la diferencia, de cambiar las cosas.

Pero luego descubriste que no era yo, ¿verdad, papá? Descubriste que el Gran Hombre ya existía y era Mayo. Te convertiste en un buey con corbata y te olvidaste de nosotros.

—Mi responsabilidad era hacer esto por ti. No quiero que me lo agradezcas, ha sido mi decisión y lo he hecho por amor. Lo que debes preguntarte ahora es cuál es tu responsabilidad. Y eso no puede decírtelo nadie más que tú mismo. Nadie. —Mi padre se reclina en su silla. Un bolígrafo Bic asoma del bolsillo de su camisa. Tiene exactamente los mismos años que yo, y me mira a los ojos.

Sole reparó en el peón de ajedrez que Ciro toqueteaba sin darse cuenta.

—¿Es del que te regaló tu padre?

Él asintió y lo guardó en el bolsillo. No era capaz de hablar con su mujer en aquel momento; demasiados cables de alta tensión rozándose dentro de su cabeza. En cuanto terminaron de cargar la furgoneta, se llevó a Yonan a dar una última ronda por el interior de la casa. Iban de habitación en habitación, bajando persianas, cerrando armarios, enrollando alfombras.

—Necesito saber si has entendido lo que estamos haciendo. —Ciro habló cuando estuvo seguro de que Sole no les oía.

—Nos vamos —asintió el ceeme.

—Eso es. Nos vamos. ¿Representa algún problema para ti, para tu… adiestramiento? ¿Sabes conducir?

—Creo que sí.

Ciro no se lo reprochó. Teniendo en cuenta que todos sus conocimientos eran teóricos, ¿quién aseguraba que realmente podía ponerse al volante de un coche?

—¿Sabes leer un mapa?

—Sí.

—¿Sabes buscar agua y comida?

—¿Buscar…?

—Es igual. Tienes clara cuál es tu misión, ¿no? —Yonan hizo un gesto afirmativo, pero a Ciro no le bastó—: Dilo.

—Mi misión es proteger a los miembros de esta familia.

—Eso es. Y obedecer a Sole cuando yo no estoy. Hacer todo lo que ella te pida.

—Sí.

—Muy bien. Ahora vamos a salir y quiero que me digas dónde está esa moto que habéis encontrado. ¿De acuerdo?

El ceeme demoró su respuesta. Anudaba fidelidades y deberes en su cerebro.

—De acuerdo.

Juntos emergieron al luminoso día. Ella estaba sentada con Pau en la plataforma del vehículo, donde el equipaje aún dejaba espacio para moverse. El niño triscaba por encima de las bolsas, ajeno al significado de aquello. Sole observó a los hombres pasar de largo y cruzar la calle.

—¡Eh! ¿Dónde vais? —llamó, sin éxito. Entonces lo adivinó—. ¿Qué cojones…?

Ciro y su doble llegaron hasta la verja de la casa quemada. La casa de Abel. Yonan señaló el lugar donde había ocultado la Vespa bajo una lona. Sole contuvo la respiración.

—Ahora vuelvo, Pau.

Saltó fuera de la furgoneta, cerró el portón y fue hasta la mediana para ver trajinar a los dos hombres. Se habían colado por la cancela abierta y ahora destapaban la moto. Sole no podía saber si estaban hablando o no. De pronto se oyó el sonido del pequeño motor. El sonido de Gus.

Se estremeció.

Los falsos hermanos examinaron la Vespa: depósito, ruedas, cambio, frenos. Luego Ciro montó y salió a la calzada. Condujo cien metros calle abajo, giró en la rotonda y regresó. Entonces se dio cuenta de que Sole era testigo. Saludó y rodó hasta el lugar donde ella esperaba con los brazos cruzados.

—¿Para qué queremos eso?

Ciro apagó el motor, extendió el caballete de la Vespa y desmontó. Yonan venía caminando.

—¿Has dejado a Pau en el coche?

—Pau está bien. ¿Para qué queremos la moto?

La naturaleza del momento pedía que Ciro envolviera a su mujer con un abrazo. Se moría por hacerlo, sobre todo porque ella había empezado a temblar bajo la sudadera azul, y ni siquiera había oído lo que él tenía que decirle.

—Escucha… —Ciro esperó a que Yonan se reuniera con ellos—. Escuchad. Tengo que volver a la ciudad. —Y antes de que ella abriera la boca—: Tengo que hacerlo, Sole. No sé cuánto tiempo me llevará, pero vosotros no tenéis que esperarme. Si no he vuelto…

—Ni se te ocurra hacerme esto, Ciro.

—Si no he vuelto a las cinco, os marcháis. Tienes el mapa, conoces el camino. Son doscientos noventa kilómetros, si la carretera está limpia deberíais llegar antes de que oscurezca. Con un poco de suerte, Abel y Laura seguirán allí. Os acogerán hasta que yo me reúna con vosotros.

—Con un poco de suerte.

—Odio hacer esto. —Ciro la cogió por los hombros, notó un latigazo de repudio—. Pero si me voy ahora, sabiendo lo que sé…, entonces me odiaré por ser cobarde toda mi vida.

—¿Y qué pretendes hacer? ¿Capturar al malo? —Soltó un bufido—. Definitivamente, se te ha ido la cabeza.

—Es posible. —Los dedos de Ciro aflojaron, la dejó libre—. Te quiero, Sole. Esto lo hago por ti y por lo nuestro…

—No. Al menos ten los cojones de reconocer que lo haces por ti. —Se movía de un lado para otro, sus sandalias chasqueando sobre la acera—. El puto profesor, siempre intentando dar lecciones, siempre tan seguro de lo que es correcto y lo que no.

—Yo no estoy seguro de nada, Sole.

—Ah, no estás seguro. Pues de puta madre, hombre. O sea que solo lo haces por joder.

Una gaviota graznó en lo alto del tejado. Peleaba con otra que acababa de llegar. Ciro pensó que empezaban a comportarse como buitres.

—Lo siento. —Era lo único que tenía para Sole. Las razones quedaban demasiado abajo, inexpresables, en el fondo de la brecha que lo partía.

Sole detuvo su baile. Quizá aquel desnudo lo siento había hecho mella en algún cuadrante de su rabia. Tomó aire.

—No puedes hacer trescientos kilómetros con esta mierda de moto —dijo—. Lo sabes, ¿no?

—Confío en que no haga falta. Mi intención es volver antes de las cinco. Yonan. —Hizo que el mimético diera un paso más cerca y saliera de su perpetua retaguardia—. Intentaré llamaros con el móvil cuando esté volviendo, pero seguramente no funcionará. Si, por la razón que sea, no estoy aquí a las cinco en punto, os marcháis. Es mejor que conduzcas tú, Sole.

—Pensaba llevar a Pau encima.

Ciro arqueó las cejas; no había pensado en que carecían de silla de viaje.

—Puede ir con Yonan —improvisó. La imagen de su hijo sobre el regazo del mimético le ponía los pelos de punta, pero qué otra opción tenían—. No os paréis en ningún momento si no es totalmente necesario, ¿de acuerdo? Puede haber gente peligrosa, además de los hawaianos.

—De acuerdo —convino el ceeme.

Sole barrió a los dos hombres con la mirada.

—Él no vota; es tu clon, joder —protestó. Y de súbito soltó una carcajada—. Me quieres volver majara, ¿no? Si es eso, enhorabuena. Enhorabuena a los dos.

A continuación dio media vuelta y regresó a la furgoneta junto al niño. Ciro los observó, sin moverse. Sabía que si se acercaba para decir adiós a Pau se derrumbaría. Cuando creyó que el niño le estaba mirando por el cristal, alzó la mano y la agitó suavemente. Pau permaneció helado durante unos segundos, luego desapareció en el interior del vehículo sin devolverle el gesto.

Tomó el acceso por el túnel de Costa Rica, donde, según recordaba haberle oído a Nando, los controles policiales eran menos estrictos y no solían formarse atascos. Pero esta mañana algo había cambiado. Los policías hablaban a gritos entre ellos. Una conmoción todavía borrosa los distraía de su tarea y los convertía en hombres tanto más peligrosos.

Ciro cruzó con su Vespa sin que ninguno le diera el alto. Después, un giro de muñeca y salió lanzado. Atravesó el cuerpo abotargado de la ciudad y en pocos minutos se presentó en las puertas del campus universitario. Aquellos guardias no conocían el estrés. Dejaban pasar a cualquiera que hiciera oscilar ante su ventanilla el plástico azul del carnet universitario; a la mayoría de los profesores los conocían por su nombre, incluido Ciro. Sin embargo, esta mañana no hubo saludos ni preguntas; la barrera permanecía levantada y la garita vacía. Pequeños desórdenes que auguraban uno mayor.

Condujo por las calles arboladas hasta el edificio de la biblioteca. Había grupos de estudiantes fumando y mosconeando en los alrededores, lo que devolvía a sus ojos una sensación de normalidad, pero cuando puso el pie en el interior descubrió que la sala de ordenadores permanecía desierta. Ya no bastaba con el intercambio virtual, los muchachos se reunían para contrastar en la cara de los demás la gravedad de sus noticias.

No vio rastro de Mayo ni de su gente. Estuvo tentado de arrimarse a algún grupo y preguntar, o al menos detenerse a escuchar las primicias que subían y bajaban en sus voces adolescentes; entonces decidió que no era lo más prudente. ¿Y si seguían considerándolo un sospechoso? Al salir huyendo el día anterior se había convertido en el perfecto chivo expiatorio. ¿Quién sabía cuántos crímenes habrían hecho cargar sobre sus espaldas?

Se dejó guiar por la intuición y planeó en su moto hasta el terraplén donde Li Yun descubrió al joven Mayo por primera vez: un pinar reseco e infestado de maleza que declinaba sobre la M-30, formando un palco natural desde el que contemplar el trabajo de las máquinas en el asfalto. Allí el muro era ya una realidad de diez metros de altura.

Ciro dejó la Vespa entre unos contenedores y descendió con sigilo por el terreno. No supo qué dirección tomar hasta que divisó las osamentas de unos muebles. Escondió la mano derecha en el bolsillo de su cazadora —su amuleto de la suerte tenía empuñadura y se dejaba acariciar— y se acercó a echar un vistazo. En mitad del pequeño claro se erguía el sillón orejero en el que se había sentado Mayo días atrás, un armazón hundido, de piel rasgada. Nadie alrededor. Ciro tocó la tela del sillón, sintió la textura húmeda del tiempo. Tiempo perdido. ¿De verdad pensaba que iba a ser tan fácil? Pero sí, lo había creído. Porque necesitaba creer que existía una dinámica en los hechos que destruían su vida, un centro de la diana donde tarde o temprano se encontraría con la flecha, un destino preciso.

Se dejó caer en la butaca, y al hacerlo tuvo la impresión de que millones de organismos microscópicos saltaban sobre él. Olía a putrefacción. Y sin embargo, reconoció la sensación de paz que emanaba de aquel trono. Sería una bendición quedarse aquí y no volver a levantarse, le dijo una voz. Hazlo.

Cerró los ojos. Nada más que el sonido de las máquinas y los camiones en la hondonada. Pero en su mente, imágenes que lo ensordecían: Sole y Yonan subiendo a la furgoneta y marchándose con el niño, quizá ahora mismo, sin esperar a las cinco, tal vez compartiendo una sonrisa de travesura… Un tizón de odio comenzó a bajar por su garganta hasta prender en su pecho. Apretó el arma en su bolsillo. Todo había sido un error. Sole nunca le había querido. Hazlo.

Entonces oyó el crujido de una rama. Ciro abrió los ojos y encontró a la muchacha de negro, Rebeca, parada entre los árboles a unos pocos metros de él.

—No te vayas. —Ciro no logró dar a su voz otra entonación que la de una súplica.

La chica se guardó algo que llevaba en las manos —un móvil, Ciro lo vio y supo exactamente para qué lo había usado—, avanzó unos pasos y se quedó mirándole con una expresión que quizá pretendía ser maléfica pero solo llegaba a maternal. De nada servía el piercing brutal de sus labios. De nada servía el disfraz de sacerdotisa.

Desde el abismo oscuro de Ciro, todos los rostros se veían iluminados.

—No puedes estar aquí —dijo Rebeca—. Te han expulsado.

—Ciencias Políticas.

—¿Qué?

—Estudias Ciencias Políticas, ¿no?

—Ya nadie estudia nada, ¿no lo sabías? Va a haber una guerra.

—Una guerra. ¿Contra quién?

—Los salvajes. ¿Es que no te enteras de nada? Por eso estamos construyendo el muro.

—Estamos —repitió Ciro.

Y, conjuradas por aquel plural, unas figuras se destacaron entre los árboles. Jóvenes con manos lánguidas y ojos enormes. La guardia pretoriana de Alejo Mayo.

—No estaréis a salvo dentro del muro —dijo Ciro. Y lo más extraño es que parecía hablar en nombre de los hawaianos, como una especie de emisario o arúspice del reino bárbaro—. Es un error.

La banda de veinteañeros estrechó el cerco sobre él, pero despacio, sin movimientos bruscos, como se intenta cazar a un animal que en cualquier momento puede alzar el vuelo. Se oyó un motor de gran cilindrada aproximándose y deteniéndose en lo alto del terraplén.

—¿Por qué es un error? —quiso saber Rebeca. No solo parecía la más despierta del grupo sino que ahora, al verla de cerca, Ciro la descubrió poseedora de una belleza seráfica.

—Porque el problema está dentro.

Ella sacudió la cabeza.

—El problema era el viejo. Pero ya no.

—¿Qué? —Durante un instante Ciro creyó que hablaba del decano Oliver, hasta que comprendió—: ¿Daniel Mayo ha muerto?

—Más bien lo han matado.

El cuerpo de Ciro se llenó de picores. Tanto calor, la humedad malsana del sillón, el olor a vegetación corrompida.

—Dicen que ha sido un policía que se volvió loco —explicó Rebeca. Sus pupilas temblaban como huevas a punto de eclosionar—. Qué fuerte, ¿eh?

Un policía.

Ciro percibió que alguien estaba a punto de tocar el respaldo de su sillón. Quitó el seguro del arma en el bolsillo.

—¿Y quién lo dice? —Intentaba mostrarse tranquilo. Que no se notara el pulso latiendo en su cuello. El sudor en su frente—. ¿Su hijo?

—Tú no sabes nada de su hijo —replicó ella.

—Sé que le gusta jugar al ajedrez.

La frase hizo encogerse el ceño de Rebeca, apenas un segundo de desconcierto que Ciro aprovechó para levantarse del sillón y darse media vuelta, pistola en mano.

Allí estaba Alejo Mayo. El hombre vacío, Void, aparecido de la nada en mitad del bosque. Sonriente. Y entre ambos, una pistola. Pero Ciro nunca había disparado a nadie, y eso era un titular escrito en su frente. Así que Alejo se quitó un mechón de los ojos, recolocó su sonrisa en una máscara más grave y continuó caminando hacia él. Llevaba ropa negra, tal vez en señal de duelo, tal vez para complacer a su novia.

—Buen jaque, pero no es mate —dijo—. Y ahora me toca mover. —Avanzó hasta detenerse a cincuenta centímetros de la boca del cañón—. ¿Cómo sabes que me gusta el ajedrez?

—Sé más cosas. —El brazo rígido, el dedo en el gatillo a pesar de todo—. Que te gusta cortar cabezas, por ejemplo. Que eres capaz de matar a tu propio padre para ocupar su lugar. Cosas así.

—Padre… Igual no tenemos la misma idea de lo que significa esa palabra, profesor.

Entonces Ciro lo comprendió. No estaba ante el verdadero Alejo Mayo. De ahí su absoluta confianza y despreocupación. Miméticos, siempre tan solícitos para el sacrificio. ¿De cuántos dispondría? ¿Una docena? ¿Un ejército de Alejos, todos aleccionados para torcer los labios exactamente en el mismo ángulo?

—Suelta eso —le exigió Rebeca. Ciro se preguntó si es que ella sentía afecto por cada una de las réplicas de Alejo o solo velaba por su propia seguridad.

Bajó el arma. De pronto nada importaba. La ciudad entera fluía hacia un abismo de dos mil años y resultaba demasiado fácil dejarse llevar.

—Quiero que vengas conmigo —dijo el muchacho—. Tengo que enseñarte algo.

Hizo un gesto y abrió el paso por la pendiente, hacia la carretera. Ciro se balanceó sin saber qué hacer, hasta que vio el semblante preocupado de Rebeca.

—Pero ¿qué haces? —protestó ella—. No te fíes de él, Void.

El hijo del alcalde desanduvo sus pasos, regresó junto a la chica y le dejó un beso en los labios.

—Sé lo que hago, ¿vale? Todo irá bien.

Después reanudó la marcha, camino arriba, seguido por Ciro. La mirada de Rebeca los acompañó como una nube de mosquitos hasta que llegaron a la calzada. Había un deportivo de color gris azulado esperando con las puertas levantadas. El icono de un toro en el pico de su frontal.

—Sube, profesor —dijo Mayo—. Vamos a dar una vuelta.

Y puesto que ya nada importaba, Ciro subió al coche.

Recorrieron la ciudad en el Lamborghini de Alejo Mayo. El sonido del motor, el brillo del metal, la velocidad. Todo un festival de testosterona.

—Mira. —El chico pisó el freno en el carril central de la Castellana, bloqueando el tráfico. Señaló a un centenar de personas que abandonaban los edificios y se reunían en la acera—. Ya empieza.

—¿El qué?

—Se han enterado de la muerte de Daniel Mayo. Están asustados.

Los coches pasaban esquivándoles, aunque ninguno tocaba la bocina. Un estado de perplejidad envolvía la ciudad igual que una bruma densa. El propio Ciro la sentía filtrarse dentro de su cabeza. Alejo pisaba otra vez el acelerador, y él se hundía otra vez en el asiento, y la pistola ya no era más que un recuerdo solidificado en el fondo de su cazadora. Como su cólera. Como la trascendencia de su misión.

Solo si cerraba los ojos con todas sus fuerzas podía ver los rostros de Sole y Pau. Que le devolvían la mirada, pero no hablaban. Se avecinaba un final. Era la escala de aquel final lo que Ciro no alcanzaba aún a reconocer.

Vieron el embrión de las revueltas gestarse en cada esquina y en cada plaza.

Vieron los furgones de policía, sus destellos azules todavía mudos a través de la ciudad.

La gente que entraba y salía de los supermercados con el cuerpo doblado por el peso de las bolsas.

—No tengo suficiente policía para esto —murmuró el chico. Y había un contraste de tal grado entre su juventud y la solemnidad de sus palabras que Ciro no sabía si reír o gritar. Aquellas manos blancas que se cerraban sobre el volante, intuyó, eran la copia de otras que jamás habían cometido un crimen. Dondequiera que estuviese, el auténtico Alejo Mayo no había matado una mosca. Eran ellos, los ceemes. A ellos se les podía adiestrar para que no les temblara el pulso al apretar el gatillo, al sujetar la espada. Guardianes o mercenarios, qué diferencia había.

Giraron alrededor de la diosa Cibeles y enfilaron la rampa de un aparcamiento subterráneo bajo la mole inmensa del ayuntamiento. Las barreras se alzaron automáticamente; ningún paso estaba vedado para Alejo Mayo o sus imágenes encarnadas. De súbito, Ciro concibió una esperanza salvaje: le llevaban hasta el verdadero Alejo. Y la pistola seguía en su bolsillo.

Se deslizaron en espiral hasta el último nivel, donde dormitaba otro deportivo idéntico al suyo, ningún vehículo más entre las columnas. Alejo paró el motor y se apeó de un brinco.

—¿Sabes dónde estamos?

—Sí.

—No. —El muchacho rio—. No lo creo. Vamos, hay que andar un poco.

Tomaron unas escaleras. Ciro calculó que emergerían a la parte trasera del ayuntamiento, pero en mitad del camino se tropezaron con una puerta metálica. Alejo tecleó una clave en el panel de la pared y se escuchó el sonido del pasador. Al otro lado, un corredor largo y frío como el interior de un hueso. Ciro intuyó que ya no estaban debajo del edificio consistorial. Cruzaban por debajo de la calzada en dirección a…

Se paró en seco.

—¿Qué pasa? —Alejo se volvió al sentir el silencio de sus pasos.

—Nada.

Continuaron, el chico siempre por delante, ofreciendo su nuca con una franqueza que era imposible no admirar. Quién podría pensar siquiera en atacarle a traición. Incluso aquella réplica bastarda conservaba el magnetismo del padre; un poder heredado que le daba ventaja sobre el resto de la gente vulgar, mucho más allá de títulos y cargos. La adoración que le profesaban Rebeca y los otros, seres a medio hacer, no era más que una respuesta natural a su resplandor.

Salieron a un sótano caldeado.

—Aquí te va a sobrar la cazadora —advirtió Alejo.

Pero Ciro prefirió sudar. No iba a soltar el arma aunque la idea de usarla se antojaba fantástica, lejana como una hazaña leída y medio olvidada.

Llegaron a una sala acristalada, algo parecido a un centro de control, aunque decadente, reducido a su mínima función. La cabeza de un hombre asomó por encima de los monitores. Abrió la boca antes de pensar:

—No se puede… Tienen que…

—Soy Alejo Mayo. Necesito que me abras la bodega número dos.

Cuando lo tuvieron delante, Ciro vio que el hombre vestía un mono blanco con las iniciales GG. Ninguna sorpresa.

—Sí, señor. —El operario no dudó, se conformó con reconocer el rostro del chico, lo que era un disparate, considerando dónde se encontraban. Manipuló su consola e hizo cambiar el color de varios pilotos. Luego tragó saliva, quizá preguntándose si se estaría metiendo en un lío, y anunció—: Ya está. —Pero de inmediato—: Debería avisar a Yolanda. Es… es el protocolo.

—Pues claro —convino Mayo—. Dile que baje enseguida, tenemos trabajo por delante.

Dejaron al hombre en su garita y siguieron avanzando por el pasaje abovedado. La trama arenosa de aquellos ladrillos hacía pensar en construcciones milenarias, mausoleos profanados por el tinglado de cables y luces del presente. Ciro percibió la mirada muerta de las cámaras de seguridad, un recuerdo de cuando este lugar merecía ser vigilado.

Pasaron de largo un portón metálico con el número 1 y se detuvieron ante el siguiente. Ciro contó tres puertas más como aquella antes de que el túnel se perdiese en un giro.

Había imaginado muchas veces cómo sería el depósito de cultivos de Goliadkin Genética, pero nunca algo parecido a aquello. Ni remotamente.

Al principio no vio nada. El chico abrió la puerta y holló de un paso la oscuridad más absoluta. Ciro lo siguió. Les sobrevino el calor húmedo, un sonido empastado y aquel olor dulzón, lleno de vida, como si se adentraran en un invernadero. Entonces el muchacho dio luz a unos focos en la curvatura del techo.

—Hay quien opina que esto es hermoso —dijo.

Ante sus pies se extendía un vaso de unos treinta metros de largo y diez de ancho. Una piscina rebosante de agua verdosa y algo más. Cuerpos. Centenares de ellos. Jóvenes y niños, hombres y mujeres, desnudos, envueltos cada uno en su membrana traslúcida y alimentados por cordones umbilicales que se perdían en el fondo. Y estaban dormidos, pero se movían. Se empujaban a espasmos, haciendo crepitar el agua en la superficie.

—Dios —dejó escapar Ciro.

—Exacto —asintió el otro, apartándose un mechón sudado—. El cagadero de Dios, es lo que yo pensé. Y hemos venido a tirar de la cadena. —El gesto boquiabierto de Ciro le hizo soltar una risa—. Sí, voy a despertarlos a todos. No pongas esa cara; necesito un ejército, y cuanto antes.

—Hay niños —balbuceó Ciro. Y no quería mirar, pero tampoco podía evitarlo. Los seres gestantes tenían rostros con ojos y bocas que se abrían al infinito acuoso, quién sabe si soñando ver lo que en realidad veían, quién sabe si llamándose unos a otros.

—Pues serán niños soldados.

—Estás loco.

El chico desplomó los hombros.

—No sé por qué dices eso. Soy un tío con planes, nada más. Y ya era la jodida hora de que alguien hiciera planes para esta ciudad. Alcánzame la pértiga, ¿quieres?

Ciro vio la vara metálica que descansaba a sus pies. Tenía un lazo en el extremo, al modo del instrumento que usan en las perreras. Se lo entregó.

—El problema es hacerlo uno por uno. —Alejo desplegó la pértiga hasta que alcanzó una longitud de unos tres metros, luego se acercó al borde de la piscina—. Tengo que decirle a Yolanda… —Quiso atrapar la cabeza de un varón que flotaba panza arriba, sin éxito—. Hay que encontrar una manera de despertarlos a todos a la vez. Porque no son solo estos, ¿sabes? —Acertó con el cuello—. Ya te tengo, cabrón. —Tiró del resorte en el mango para ajustar el lazo. Se volvió hacia Ciro—: ¿Me sujetas? No me gustaría resbalar ahí dentro.

Pero esta vez Ciro no se movió, así que Alejo se acuclilló y tiró con cuidado de su presa para no perder el equilibrio. El cuerpo chocaba con otros, se enredaba momentáneamente.

—Hay diecinueve bodegas como esta —dijo, mientras por fin lograba deslizarlo fuera de la piscina. Se empapó los zapatos en el caldo que chorreaba—. Entre cien y ciento cincuenta cultivos por bodega, echa cuentas. Oye, este se te da un aire. ¿No será un primo tuyo?

El mimético permanecía con los ojos abiertos y grises tras la membrana amniótica. Su edad resultaba indiscernible, y parecía en calma, pero se estremecía. Alejo liberó su cuello del lazo.

—Cómo odio esta parte —rezongó. Luego exploró el vientre del hombre; el cordón artificial que lo mantenía unido al estanque se injertaba en él a través de un ombligo hipertrofiado y cubierto de moho. Retiró la mano de inmediato—. Bah, que se ocupen ellos. Si lo hago mal, me lo cargo, y los necesito a todos. —Se incorporó. Su sonrisa había perdido color, pese a la temperatura del lugar—. De todas formas no quería tu ayuda para esto. No necesito tus músculos, profesor, sino tu cabeza. Y no es una amenaza. —Se empeñó en reír, contra su ánimo—. Ven, quiero enseñarte algo más.

Señaló y echó a andar hacia el fondo de la bodega, donde se distinguía el polígono de una segunda puerta. Ciro se demoró un instante. Tenía que pasar sobre el mimético tendido en el suelo.

—Vamos —azuzó Mayo—. No te va a hacer nada.

Había algo en aquella atmósfera que lo dejaba sin fuerzas, una carga de percepciones que aplastaba sus sentidos. Era como si Ciro hubiera despertado dentro de su propia membrana uterina, boqueando y contemplando el mundo a través de un velo carnoso.

Se dijo: llegaré hasta el final, y entonces acabaré con todo.

Dio una zancada por encima del cuerpo y fue junto al muchacho, que ya tecleaba su contraseña de acceso. Se equivocó. Tecleó de nuevo, resoplando. Ciro se preguntó nebulosamente si los ceemes podían cometer errores de aquel tipo. Entonces la puerta se abrió y un zumbido mecánico salió a su encuentro.

—¿Listo? —dijo Void.

Una cripta. Y en medio de la cripta, una bañera alzada sobre cuatro patas de hierro. Media docena de cables brotan del agua, se enredan y se acoplan a una máquina instalada a su pie. No hay ningún otro lugar al que dirigir la mirada. Ningún otro sonido que el bombeo de la máquina, una cadencia amplificada y convertida en algo vivo por el pulmón de la bóveda.

—Te presento a mi padre —anuncia el chico.

Arrastrando los pies, Ciro llega hasta el borde de la bañera y mira el cuerpo. Le hacen falta un par de segundos, sin embargo, para el reconocimiento. Porque ahí no yace el esperado cadáver del padre, sino el vivo reflejo del hijo.

—La gente cree que tengo montones de miméticos. —Su voz es ahora un susurro de capilla—. Una cohorte de Alejos a mi disposición. Y yo permito que lo crean, es divertido. Pero no. Daniel Mayo era un hombre con pocos recursos cuando yo nací, igual que tu padre. Por eso solo tengo uno. O lo tenía.

Los cables invaden el cuerpo por cada extremidad, también por el cuello y el vientre. Le prestan un calor que ya no habita en él; se sabe por la enorme cicatriz en el pecho. Esto no es un mimético en gestación sino lo que queda de él después de usarlo.

—Él fue quien, de verdad, dio su vida por la mía. Por eso lo llamo padre.

Alejo se lleva una mano al pecho, pasa los dedos por la línea de su propia cicatriz bajo la camisa. Y Ciro recuerda: este niño nació con un corazón que no servía. Fue noticia, veinte años atrás. Luego se supo que pudo salvarse, de algún modo.

—Las máquinas hacen que la sangre le corra por dentro. —Habla sin mirarlo, porque nunca se ha atrevido a hacerlo si no es de soslayo—. Crece, pero no está vivo. Es un tejido humano que lleva mi cara, nada más. Pero me gusta tenerlo. Me recuerda que estoy aquí por un motivo.

Ciro sacude la cabeza.

—Un motivo. ¿Cuál?

—Para eso te necesito, profesor. —La sonrisa ya no es de triunfo, sino de súplica—. Para que me ayudes a entenderlo. Lo mío es hacer cosas. Lo tuyo explicarlas. Esta ciudad necesita alguien que sepa poner orden y alguien que sepa hablar. Oliver era demasiado viejo. Y no paraba de hablarme del pasado. Necesito a alguien que sepa mirar adelante. Alguien que entienda mi misión.

Y aquí está su error: la mención al decano impacta como una bofetada en la conciencia aletargada de Ciro. Ve su cabeza envuelta en plástico, al fondo de un archivador; ve su cadáver en la cámara frigorífica.

En el reino de falsos padres que ambos han construido, la corona de Oliver es quizá la más sagrada de todas.

—No hay ninguna misión —dice Ciro. Y señala al cuerpo desnudo de la bañera—. Mírate.

Los ojos del muchacho se resisten, pero al fin acuden al rostro del yaciente en busca de una respuesta. No es como mirarse en un espejo. Es mucho más insoportable, porque se puede ver a través de la palidez de aquella piel; la desolación que asoma por los párpados a medio abrir; el vacío que hunde el pecho tras la cordillera de sutura.

—No soy… no soy yo. —Las palabras se anudan en su boca. Pero en rigor, ¿cómo puede estar seguro de que aquel pellejo vacío no pertenece al verdadero Alejo Mayo? Al nacer el niño con problemas, ¿no habría sido lo más lógico que sus padres hubieran hecho un intercambio completo con su mimético?

Aquello no tiene ninguna importancia, en realidad.

Cuando vuelve a levantar la vista, Alejo se encuentra con una pistola que le apunta. Pero no a su pecho, no al corazón que late, sino al otro pecho deshabitado y durmiente. Ciro aprieta el gatillo antes de que el joven pueda siquiera gritar. Una. Dos. Tres. Cuatro veces. Cuatro bocas de las que manan cuatro torrentes rojos, aunque mansamente, diluyéndose al instante en el agua tibia, que ya no es traslúcida, sino rosa.

Contraído el rostro de pavor, Alejo se inclina sobre el mimético, introduce sus manos en el vaso para taponar las heridas y lo protege con su cuerpo, aunque Ciro ya no va a seguir disparando, Ciro ni siquiera sabe por qué era necesario hacerlo (destruye la imagen y vencerás al enemigo), pero había que hacerlo, y ahora separa los dedos y deja caer la pistola porque todos han dicho su última línea de diálogo y solo queda presenciar el epílogo mudo.

El muchacho jadea tan deprisa, abrazado al cadáver, que Ciro teme verlo caer dentro el vaso, desmayado. La máquina de bombeo se ha acelerado, algo no cuadra en sus cálculos de presión, pero ya no es sangre lo que traslada a las entrañas del mimético, sino aire, nada más que aire que rompe los bronquios y penetra en los pulmones vírgenes y comienza a brotar en forma de burbujas por la boca del muerto. Es lo más parecido a una palabra de despedida que escuchará Alejo de su hermano gemelo.

La escena es tan sórdida que Ciro sale huyendo.

Abandona la cripta y corre por el borde de la piscina hasta que algo le sujeta la pernera del pantalón, haciéndole tropezar. Es la mano del ceeme que dejaron tendido, ahora con los ojos bien abiertos y clavados en él. Ciro lanza un grito de repulsión, un alarido que debe de arder en los oídos neonatos del mimético, porque este de inmediato se los cubre con sus manos torpes, soltando su presa. La compasión está prohibida aquí. No son personas, se repite Ciro. Y retrocede, se levanta sin dejar de gritar y reanuda su carrera de salvación.

Sale de la bodega. Corre por el túnel. Cruza delante de la garita donde el empleado de Goliadkin lo mira pasar con gesto alarmado, pero inmóvil. (Qué significa un hombre huyendo, de qué me acusarán, soy de hielo.)

Es imposible regresar por donde ha entrado con Alejo, necesitaría sus claves, de modo que Ciro continúa vagando por el sótano hasta dar con un ascensor. Las puertas se abren, justo en ese momento. Y ahí está Yolanda, la mujer que apenas unas semanas atrás le tendió el contrato de activación de su ceeme, tan benévola y profesional. Ahora ella suelta una exclamación y trata de cerrar el ascensor pulsando frenéticamente el panel, aunque ya es inútil, Ciro está dentro, así que cambia de opinión y se escabulle entre las puertas en el último instante. Su movimiento ha sido tan ágil que Ciro descubre un zapato abandonado en la cabina mientras asciende en solitario. Está a punto de soltar una carcajada, pero se contiene. La locura no es una alternativa.

Lo que resta es fácil. Salir del ascensor en la primera planta de Goliadkin Genética, actuar con naturalidad, buscar la salida. Hay dos policías en la puerta principal, pero ni siquiera le miran al pasar. Están atentos a algo que dice la radio. La palabra que llega a los oídos de Ciro es «terroristas».

No quiso mirar su reloj. Sabía que era tarde. Sabía que a pie no lo conseguiría.

Cuando llegó a las inmediaciones del túnel de Costa Rica descubrió lo inevitable: la salida bloqueada, docenas de conductores apeados de sus vehículos y levantando los brazos con desesperación.

—¿Qué ocurre? —le preguntó a uno. Como si no lo supiera.

—No dejan salir a nadie.

Corrección: era el paso de vehículos lo que estaba cerrado. A pie de la M-30 no había obstáculo que impidiera a un hombre cruzar al otro lado, más allá del propio tránsito. El muro avanzaba por el sur y por el norte, le nacía al asfalto como una súbita dentadura negra, pero aún le quedaban días, semanas tal vez, hasta completar el perímetro.

Estaba empapado. Arrojó la cazadora a un lado y buscó unas escaleras para bajar discretamente hasta el nivel de la calzada. Vio que no era el único. Una mujer de unos cincuenta años se arriesgaba en ese preciso momento a cruzar desde el arcén, esquivando los coches. Logró llegar hasta la primera mediana. Después acometió el segundo tramo de la autovía, vaciló en el peor momento, quiso retroceder y un autobús se la llevó por delante. Voló diez metros y permaneció tirada en mitad del carril. Otro coche le pasó por encima. El cuerpo se deshizo. Los conductores apenas se molestaban en evitar el bulto. Pisaban a fondo el acelerador, zumbaban de un acceso a otro de la ciudad en busca de una última oportunidad, un descuido por el que colarse dentro. Otros, los que ya no tenían nada ni nadie valioso dentro de los límites, huían tan lejos de la ciudad como podían.

Como Ciro.

Antes de cruzar, sacó su móvil del bolsillo y lo puso a prueba. Tecleó el número de Sole y durante unos segundos el aparato amagó con establecer conexión. Un espejismo. Poseído por la rabia, Ciro lanzó el teléfono al suelo y vio cómo se partía. Se arrepintió de inmediato.

—Muy bien, idiota. —Devolvió su vista a la transitada calzada. Respiró profundamente—. Vamos allá.

Esperó a que se abriera una brecha entre los coches y salió disparado. Diez metros, un salto sobre la mediana, veinte metros, otro salto. Oyó el bocinazo justo a tiempo para evitar que un Volvo lo arrollara. Vivir y morir, a una distancia de milímetros. Pero hoy tocaba vivir: Ciro relanzó sus pasos y en pocos segundos alcanzó el arcén contrario. Se derrumbó sobre unos matojos y se quedó encogido, gimoteando de pura extenuación, hasta que sus músculos se templaron.

Entonces miró su reloj: las cuatro y cincuenta. Necesitaría media hora para llegar a su casa, daba igual cuánto corriese, daba igual que se dejase el corazón en el intento. Llegaría tarde.

Tarde.

—No —se rebeló. Apoyó sus manos en la tierra sucia y se alzó—. Sole me está esperando. No se irá.

Y emprendió la marcha.

Las calles de los suburbios eran un escenario vacío, una maqueta a escala real de lo que fueron barrios prósperos y densamente poblados. El éxodo comenzó meses antes, tal vez años, pero en las últimas semanas había alcanzado un clímax relampagueante. Ciro se tropezó con un único vecino en todo su trayecto, un treintañero apresurado y hostil, como él mismo, acuciado por una búsqueda o algún preparativo de última hora. La culpa era de los hawaianos. La culpa era de las autoridades que no les protegían de los hawaianos. La culpa era, sobre todo, de nuestra cobardía. Pero qué importaba ya.

Una trenza de nubes ensombreció la tarde y acercó la noche en el ánimo de Ciro. Malos presagios. Dolor en las piernas y una debilidad tan extrema que tropezaba con cada bordillo, con cada loseta mal encajada de las aceras.

Llegó a la avenida media hora después de las cinco. Todos se habían ido. Lo supo tan pronto como percibió el aire saturado de vegetación. La derrota de los hombres, celebrada por flores e insectos. Al anochecer vendrán las ratas, predijo Ciro, y al instante se reprendió por el pensamiento. No podía cargar con más oscuridad.

Corrió los últimos cien metros hasta su casa, una forma de acortar la decepción que ya daba por segura. Todas las persianas bajadas, tal como las había dejado con ayuda de Yonan. El arenero vacío en el jardín. Ni rastro de la furgoneta.

Tuvo la sensación de que habían pasado meses, años enteros, y no solo unas horas desde que durmió en aquella casa por última vez. El tiempo que llevaba sin ver a su mujer y a su hijo adquiría dimensiones astronómicas, inabarcables; la distancia que los separaba bien podía ser un kilómetro o diez millones, qué diferencia había.

Colmado de rabia, se acercó al contenedor donde solían quemar la basura y lo volcó de un empellón. El bidón rodó con estrépito por la acera, esparciendo su vómito de ceniza. Asomaron restos de toda clase, pero los ojos de Ciro siguieron el rodar de un cráneo ennegrecido. Se acercó, se agachó sobre él y lo tomó en su mano. Estaba frío, deforme, consumido, pero sin duda era un cráneo humano. La repentina certeza de que se trataba de alguien próximo a él le hizo soltarlo con un respingo. ¿Quién? ¿Cuándo? Su vista se fue un metro más allá y descubrió lo que parecía la estructura de una prótesis; las piezas del plástico estaban reducidas a pulpa negra, pero las articulaciones y los remaches metálicos permanecían íntegros.

Ciro retrocedió espantado.

Un graznido le hizo volverse. Dos gaviotas lo observaban desde el muro que separaba los patios. Sabemos cosas, decía una. Tú ya no pintas nada aquí, proclamaba la otra. Y se reían.

Tal vez estaban en lo cierto; aquella casa había dejado de pertenecerle, formaba parte del pasado igual que los residuos derramados del contenedor, pero Ciro tenía una última labor que hacer. Avanzó por el camino de entrada. Evitó mirar la silla donde Yonan había hecho guardia. Abrió la puerta principal con su llave. La luz no llegaba a las lámparas —aquello era una novedad—, aunque Ciro sabría cómo arreglárselas en la penumbra. Todo lo que necesitaba era una mochila, buen calzado, algo de comida, agua y quizá un cuchillo. Lo mismo que necesitaría un excursionista antes de ponerse en marcha.