3
Derrumbe

Nando quería mostrarle algo.

Aquella mañana, al abandonar la avenida, detuvo el coche al pie de una torre de apartamentos y se volvió hacia Ciro con la mirada severa de quien concede una última oportunidad.

—Nos llevará quince minutos. Diez si nos damos prisa.

—Nando, estoy fundido, apenas he dormido. —Los ojos de Ciro se hundían en arenas movedizas; cuántas noches más podría resistir así—. Y tengo clase a primera hora.

Aquello había sido una pequeña mentira, y quizá por eso Ciro no tuvo coraje para permanecer en el coche cuando Nando se apeó, camino del portal. Aquel tipo largo y fibroso que vivía con su padre enfermo y que todos los días le llevaba al centro sin hacerle preguntas era, casualmente, el único amigo que le quedaba. Incluso en la obertura del fin del mundo era capaz Ciro de escuchar la voz de su conciencia.

Supo que el edificio estaba abandonado tan pronto como pisaron el vestíbulo. Cristales rotos. Plantas marchitas en las jardineras. Rastros de humedad por el suelo.

—No me gusta entrar en casas vacías —rezongó.

—Vamos arriba del todo, a la planta veintiuno. —Nando se recolocó las gafas y dejó escapar una risilla—. El único problema es que no funciona el ascensor.

—Te estás quedando conmigo.

—Han cortado la electricidad en toda la calle, por eso se ha ido la gente. Pero tengo una buena razón para subir, confía en mí.

En la pared del vestíbulo, un gran espejo horizontal les devolvía su imagen como en una película, quizá alguna de esas centroeuropeas donde el apocalipsis llega de un modo teatral y circunspecto.

—Quince minutos —concedió, aunque le daría todo el tiempo que pidiera. Ciro no estaba dispuesto a verse en el lánguido papel de hombre sensato ni siquiera durante aquel fotograma de espejo.

Los dos comenzaron a subir las escaleras. Apenas les llegaba luz de los rellanos, lo que hacía cada paso vacilante y cada tramo fatigoso. Hicieron el trayecto en un silencio imperfecto, un crescendo de resuellos. En la planta undécima Nando decidió hacer un alto. Buscó una ventana rota para respirar el aire de la mañana. Se formaba una viva corriente con algún otro hueco del pasillo.

—¿No queda nadie? —Ciro señaló la hilera de puertas, algunas abiertas.

Nando alzó sus hombros.

—Solo he estado una vez. Pero juraría que esto está muerto.

La palabra no fue bien elegida y los sumió en una depresión momentánea.

—¿Cuántos días llevas sin dormir? —Nando dio un paso hacia Ciro y por un segundo este temió que fuera a ponerle la mano encima de algún modo maternal—. En casa tengo sedantes suaves, te podrían ayudar. A mi padre le funcionan.

Ciro sacudió la cabeza. Apoyó la espalda contra la pared y se deslizó hasta el suelo.

—He estado pensando en Abel —dijo.

Abel —Nando imprimió cierta resonancia en el nombre, como el título de una tragedia.

—¿Crees que habrá llegado al refugio?

El otro lo pensó durante unos instantes, quizá sopesando las intenciones detrás de la pregunta.

—Sí. Ya has visto el mapa, no está lejos. Pero también es posible que…

—¿Qué?

—Que no sea lo que él esperaba.

—Habría vuelto.

—¿Estás pensando en irte?

—No. —Ciro resopló—. Parece mentira que tengas que preguntármelo.

—Tienes razón. Lo siento.

—En realidad he estado pensando en Abel y Yago. En lo que pasó.

La imagen del mimético envuelto en llamas, un bulto antropomorfo que cae y se estremece. Nando torció el gesto.

—Dios. Es algo que no se me va de la cabeza.

—Anoche… —Ciro se pasó un dedo por encima de las cejas. Sudaba—. Yonan se quemó la espalda al combatir el fuego. No fue grave, pero tuvo que dolerle como mil demonios. Lo único que pudo hacer Sole es darle una crema, aloe vera o algo así. Y jura que el tío no se quejó en ningún momento. —Se removió, incómodo. Sentía cómo la respiración de Nando acusaba las pausas del relato—. Dice que los hawaianos se largaron como si hubieran visto un fantasma. Hasta se olvidaron uno de sus machetes en el jardín. Es una… Yo activé al mimético precisamente para esto, ¿no? Pero es una sensación rara. El mimético… Yonan se ha jugado su vida para protegerles. Y cuando me he cruzado con él… Estaba sentado en la butaca del salón, como siempre, vigilando por la ventana. Nos hemos mirado y no he sabido qué decirle. ¿Gracias por haber salvado la vida de mi familia? Es un disparate. No podemos tratarle como a una persona normal, es lo primero que te dicen en Goliadkin.

—¿Habéis llamado a la policía?

Aquello cogió a Ciro por sorpresa. Bufó.

—Es lo primero que me ha preguntado Germán hace un rato. Si he hecho la puñetera llamada a la policía.

—Bueno, Germán se preocupa por todo el mundo después de cada ataque.

—Yo también me preocupo por todo el mundo.

Permanecieron en silencio. Había una inercia peligrosa, un cargamento de reproches sin clasificar. Y por detrás, el eco vehemente de Ciro en las asambleas: tenemos que denunciar todos los ataques, debemos hacerles saber que seguimos aquí, que somos parte de la ciudad. Y sobre todo, nadie debe hacer la guerra por su cuenta. Era un canto común. Un himno. Pero aquella mañana, lo que Ciro había detectado en Germán no era solo preocupación sino también un profundo desencanto. Has hecho trampas, decían sus ojos. Igual que Abel.

Barrió el aire con las manos. Se puso en pie.

—Qué coño, ¿seguimos? Si me quedo quieto dos minutos más me volveré loco.

Al llegar al penúltimo rellano se encontraron caminando sobre un lecho de sangre seca. Al alcance de su vista, una puerta destrozada a hachazos. Los dos evitaron cualquier gesto que les comprometiera.

—Ya casi estamos. —Nando acometió el último tramo de escaleras—. ¿Tienes vértigo?

—¿Ahora me lo preguntas?

Rieron sin aliento. Nando empujó la puerta metálica y el sol les estalló en los ojos. Una docena de hamacas circundaba la piscina vacía.

—Por aquí. —Nando le condujo hasta el lado norte de la azotea—. ¿Los ves?

Ciro se agarró a la barandilla para mirar en la dirección señalada. Más allá de los tejados y los renglones de asfalto se abría una explanada de tierra donde quizá se proyectó construir un gran centro comercial. En su lugar se alzaba una veintena de jaimas de cien colores, un remedo de troupe circense ahora somnolienta y pacífica, pero impregnada de energía.

El campamento de los hawaianos.

—Calculo que habrá cuatrocientos. Quinientos, como máximo. —Nando hablaba en susurros, lo que era ridículo, pero consiguió hacer estremecer a Ciro—. No es cierto que se agrupen por millares, al menos no siempre. Creo que, en parte, eso es lo que pretenden con las camisas de flores, resulta casi imposible contarlos y siempre parecen más de los que son.

—¿Cuánto tiempo llevan ahí?

—Al menos una semana. Y no suelen permanecer más de diez días en cada asentamiento, así que tenemos poco tiempo.

Ciro le miró a los ojos.

—Nando…

—No, no es una locura. Estoy convencido de que podríamos…, de que sería relativamente fácil para dos personas vestidas igual que ellos infiltrarse en el campamento. —Respiró. Cogió impulso—. El pequeño Álvaro está ahí, en algún sitio. Creo que…, creo que es nuestro deber intentarlo, Ciro. Estoy seguro de que Velasco haría lo mismo por nosotros.

El enunciado les dejó a ambos noqueados. De pronto el vértigo se había trasladado a su interior y Ciro no encontraba dónde asirse. El recuerdo de Velasco tendido en medio del jardín de su casa, su rostro lívido, su brazo amputado. La certeza de que él estaría en aquella azotea planificando el rescate de Pau si las circunstancias fueran a la inversa.

—Joder, lo dices en serio —asumió al fin—. Pero ¿cómo sabes que Álvaro está ahí? ¿Le has visto?

—He visto niños. Y sé dónde los tienen. —Apuntó al centro del campamento, aunque Ciro ya trazaba sus propios mapas mentales, muy alejados—. A esta hora apenas hay movimiento, ¿lo ves? Sería la ocasión perfecta.

Ciro sacudió lentamente la cabeza. ¿En qué momento la realidad había soltado su último amarre a la cordura? ¿Cómo habían podido llegar a esta situación en la que cometer un acto suicida se presentaba como la opción más cabal y honorable para un hombre?

—No lo sé —dijo—. Supongo que podemos intentarlo, sí.

—¿Supones?

—Tengo que pensármelo, ¿vale? —Se apartó del mirador y renqueó hasta una de las hamacas junto a la piscina. El maldito temblor de piernas—. Ya sabes que estoy metido en un asunto serio de la universidad. Algo que puede afectarnos a todos. No puedo dejarlo a medias. Y está Sole. Pau.

Una gaviota agrisada se posó en la barandilla opuesta y les evaluó durante unos instantes. Luego planeó hasta el borde de la piscina para beber. Ciro mantenía su vista fija en el ave porque no podría soportar la decepción en el rostro de su amigo.

—No me lo esperaba. —La voz de Nando no llegó abatida sino rabiosa, lo que representaba una sorpresa, casi un alivio—. Estás poniendo excusas.

—¿Mi familia es una excusa?

—Te estoy pidiendo un par de horas de tu tiempo para buscar al hijo de nuestro mejor amigo. Después podrás continuar tu cruzada en la universidad. Y a tu familia no le pasará nada, tienen a Yonan, ¿no? Me acabas de contar lo bien que se ocupa de ellos.

Una violenta emoción transfiguraba las facciones de Nando, el hombre sereno, el que conjuraba cualquier disputa con una sola frase, el mediador. ¿Era sadismo lo que aleteaba en el fondo de su bondad? ¿Había llegado el día en que todos debíamos pagar por los pecados del mundo?

—Estás perdiendo los papeles, Nando. —Ciro se incorporó para nivelar sus miradas—. No me vengas con que solo me estás pidiendo dos horas de mi tiempo. Lo que quieres es que nos juguemos la vida. Y lo peor es que no tienes ni puñetera idea de cómo hacerlo. Ponernos una camisa de flores y entrar caminando, a ver si por casualidad nos encontramos con el niño. Eso sí que es un plan cojonudo. No puede fallar, vamos.

Nando osciló sobre sus pies, mecido por un viento inexistente.

—Está bien, olvídalo —dijo. Luego echó a andar hacia la puerta de las escaleras.

Ciro se mordió el labio inferior. Deseaba gritar, volcar en la espalda de su amigo los insultos más sucios, o todo lo contrario, admitir que tenía razón, que él no era más que un profesor cobarde con delirios de grandeza; escúchame, compréndeme, perdóname. Pero cualquier palabra llegaría tarde. En la mecánica esencial de sus cuerpos, la ruptura ya se había producido.

Sentado en una silla plegable en medio del jardín, Yonan contempla la avenida. Lleva el torso desnudo y una venda en el hombro derecho. El fuego ha dejado una calva de color púrpura en la parte posterior de su cráneo, y no hay duda de que la herida le sigue torturando, aunque ¿cómo saberlo con certeza? Desde la ventana del dormitorio Sole no alcanza a verle la cara, pero la conoce lo suficiente, ha desentrañado su apariencia neutra y le ha asignado un grado de emoción a cada mínimo gesto. Yonan no es una carcasa vacía, de eso está convencida. Es mucho más que músculos y huesos programados para cumplir una tarea. Persona o clon, es un ser dotado de individualidad, nada equivalente a una copia estúpida de Ciro.

Sole abrió la ventana y pensó en llamarle, sin un propósito todavía claro, cuando de pronto divisó una motocicleta que le resultaba familiar aproximándose por lo alto de la calle.

—Gus —reconoció.

La taza de café resbaló un par de milímetros entre sus dedos, a punto de caer. Una descarga había sacudido todo su cuerpo: la inminencia de un encuentro violento. Yonan había oído el sonido de la moto y ya se incorporaba para mirar. ¿Cómo podía ella explicarle quién era Gus? La idea le dibujó en el rostro una mueca de pánico.

—¡Yonan! —llamó desde lo alto. El mimético volvió la cabeza—. ¡Necesito que cuides de Pau! ¡Ahora!

Era la primera vez que recibía una orden semejante, pero no hubo dudas ni tiempo de procesamiento. Yonan salió escopetado hacia el interior de la casa. Sus pasos resonaron por las escaleras al mismo tiempo que la moto de pequeña cilindrada se detenía frente a la casa. Gus nunca se andaba con cuidado y Sole le odió por eso. Sabía que en el fondo deseaba tropezarse con Ciro cara a cara. Que cada uno ocupase su lugar. Propiciar una tensión viril que los redimiera a ambos. Le hizo una señal desde la ventana: espera ahí.

En ese instante Yonan irrumpió en el dormitorio. Ella dijo:

—Tengo que hacer unas cosas en el sótano. —¿Importaba que su voz sonara tan falsa, articulada como una mentira de hojalata? El mimético estaba allí para obedecer, no para ser persuadido—. Quédate aquí con Pau hasta que te avise, ¿de acuerdo? —Adulto y niño intercambiaron una mirada de tanteo, lo que habría resultado cómico si en este instante Sole no estuviera imaginándose a Gus, ese cabrón mucho más desobediente, cojeando a través del jardín para ponerla en un aprieto—. No tienes que hacer nada, ¿vale? Solo quédate con él un rato. Aquí. Sin salir.

Hablarle al estilo indio no mejoraba la comprensión, claro; era solo un recordatorio de la jerarquía. Quieto, perrito. Ahora, la patita.

—¡Eo! —sonó desde el recibidor. Por suerte, Sole ya había cerrado la puerta del dormitorio y trotaba por las escaleras con deliberado estrépito.

—Calla —siseó, apuntando a la puerta del sótano—. Abajo, vamos.

—¿Está papá en casa? —Ella negó con la cabeza y lo empujó hacia delante, haciéndole tropezar—. Eh, ¿tú también me quieres matar? Vaya semana llevo.

Lo cierto era que Gus tenía un aspecto hundido, inesperadamente sucio. Sole lo advirtió tan pronto como estuvieron al otro lado de la puerta blindada, pero no consiguió que sus primeras palabras fueran de preocupación:

—¿Tienes las píldoras?

—Espera, no me gusta esconderme. ¿Qué te parece si nos dejamos de hostias, te montas en la moto conmigo y nos vamos a tomar por culo de aquí? Lo digo en serio, vámonos. Tú y yo. —Un destello en sus ojos, una emoción que penduleaba entre el deseo sincero y la desesperación más corrosiva—. Como a los quince años.

—¿De verdad piensas que quiero hacer algo así? ¿Que me iría contigo?

Como respuesta, la mano de él se deslizó por dentro del pantalón corto de ella y buscó su sexo. Sonrió.

—¿Conoces la historia del perro de Pavlov? —dijo.

—No quiero que me cuentes ninguna historia ni que me lleves en tu moto a ningún sitio. Quiero que me comas.

Descendieron los ocho peldaños hasta el centro del pequeño refugio. Él parecía más lento de lo habitual con su prótesis, pero compensaba su torpeza con una triple dosis de rabia: llevó a Sole al sofá, la hizo ponerse a cuatro patas, su cara contra los almohadones. Le desabrochó el pantalón y se lo bajó hasta la mitad de sus muslos. El blanco de su piel oscilaba en la penumbra.

—Necesito ver —gruñó él. Buscó el interruptor de la lámpara de pie—. Mucho mejor.

Existían formas de rendirse y vencer. Humillaciones que conducían al éxtasis. Y había una parte de Sole, la fuerte, la adicta, que cuando Gus buscaba el jugo entre sus piernas decidía dárselo todo, sin contemplaciones. Su cuerpo desembarcaba sobre la lengua y los labios de él, puro placer, absoluto presente oscilando en la punta de sus terminaciones nerviosas.

Pavlov, sí. Su cerebro había llegado a identificar el alivio de las píldoras con el peaje previo del encuentro sexual y Sole se excitaba de un modo mecánico, condicionado, por completo desconectado de la figura de Gus o de los sentimientos que pudiera reservarle.

Pero había más. Un gozo que provenía del acto de desafío y de venganza. Aun sin saberlo, todo esto tenía que ver con Ciro. En la semántica inversa del sexo, correrse en la boca de Gus era violentamente no hacerlo en la de su marido.

Sole gritó.

—Más, dame más —farfulló él.

Sole le dio más y gritó más.

Gritó de manera que era imposible saber si disfrutaba o pedía auxilio.

—Qué hija de puta eres. —Gus reía ahora con nerviosismo—. ¿Quieres que te oiga?

Al instante ella se mordió los labios, pero las consecuencias ya estaban allí. Pasos ante la puerta del sótano. Latidos al borde de un desenlace.

—Mierda, te lo he dicho. —Gus se sentó al pie del sofá, secándose la humedad de la barbilla.

—Chisss.

—Qué coño, ya nos ha oído. ¿Eres idiota?

—Tú sí que eres idiota. No es quien tú crees.

—¿Qué?

—No es Ciro.

—¿Q…?

La puerta se abrió, golpeando contra la pared. Gus profirió una suerte de alarido festivo y allí estaba Ciro. No es Ciro. Yonan, su torso desnudo, sus ojos clavados en la disposición de los cuerpos sobre el sofá como si leyera un movimiento de ajedrez: Sole con los pantalones por los tobillos, aún jadeando, y aquel hombre sin identificar, junto a ella, sonriendo.

Lo que Sole no dijo entonces punteó un silencio trágico.

No dijo: tranquilo, Yonan.

No dijo: es un amigo mío.

No dijo: vete.

Así que el mimético hizo lo que tenía enseñado hacer en casos de amenaza. Destrepó los últimos escalones y fue directo al encuentro de Gus.

—Eh, jefe. —El amante se incorporó para recibirle—. Ya iba siendo hora de que nos… —Tuvo que agacharse para esquivar el primer puñetazo de Yonan—. ¡Eh!

No había una técnica definida en los golpes de Yonan, poco más que una voluntad en el caudal de su fuerza. Arrojaba sus manos, se impulsaba hacia delante. En realidad, el mimético no hubiera sido un rival para cualquier auténtico luchador. Su poder emanaba de lo que no era.

Sole se arrebujó en el sofá.

—Dios mío. —Una veta de fascinación en su miedo.

Yonan braceaba y Gus se le escurría una y otra vez, a pesar de su cojera. El deportista de veinte años, todavía agazapado en el cuerpo tullido de cuarenta. También sabía golpear. Aprovechando la inercia del ataque, Gus hincó su puño en el costado de Yonan. El mimético se dobló, sin respiración, y tuvo que apoyarse en el suelo.

—Para ser profesor no te gusta mucho hablar. —Gus se apartó un puñado de pelos flacos de la frente. Su equilibrio era defectuoso—. Mi nombre es Gus, por cierto. Y soy el tío que se folla a tu mujer mientras tú predicas en el desierto.

—¡No! —exclamó Sole. Y colgada en el aire, sin sujeto ni predicado, se trataba de una negación tan borrosa y terminante que hizo enarcar una ceja a Gus: ¿No follan? ¿No es su mujer? ¿No predica en el desierto? ¿Simplemente «¡No!»?

Descubrió el error fatal un instante después, cuando Yonan se encaró otra vez con él.

La sequedad en sus ojos.

El pulso tan frío como si fuera a arrancar una mala hierba, nada más.

Sole ya se lo había advertido.

—Hostia, ¡lo ha hecho! —celebró su perspicacia, casi aplaudiendo—. ¡Ha activado al puto clon! ¡Ja, ja!

Pero ella no le prestaba la menor atención. Buscaba la mirada de Yonan. Necesitaba encontrar una señal de emoción en su rostro, cualquier mella en la superficie de su máscara que confirmase la realidad de aquel drama. Y entonces, la vio.

En el mismo instante en que Gus dejaba de reír, quizá asaltado por una premonición, las miradas del mimético y de la mujer convergieron el tiempo justo para intercambiar una idea meteórica, apenas enunciada, el titular incompleto de una noticia.

Me importa.

A continuación, los hechos trágicos.

Gus no logró esquivar la siguiente embestida: Yonan se le vino encima con todo su peso y se estrellaron contra la pared. Gritaron ellos y gritó Sole. El espejo que había colgado muy cerca se desprendió, cayó sobre la pequeña pila de un lavabo y reventó. Aturdido, Gus quedó en el suelo mientras Yonan se erguía. El mimético miró a su alrededor y asió lo primero que encontró, un fragmento de cristal.

—No —gimió Sole, pero el filo ya se hundía en el estómago de Gus. Hubo un estallido de color rojo—. ¡Yonan!

El mimético se giró. Punteado en sangre, su rostro era otra vez un muro de carne tibia. ¿Cómo había podido creer que latía algo humano allí dentro?

—Ah… —Gus aprovechó el desconcierto de su propia ejecución para gatear fuera del alcance de Yonan. Se sujetaba un nudo de intestinos con la mano izquierda. Su pierna de plástico virada en un ángulo imposible, ya reducida a la condición de peso inútil.

Sole y Yonan lo contemplaron igual que un prodigio mientras él comenzaba a trepar las escaleras. Al llegar a la mitad, yació unos instantes de costado.

—He bebido el zumo —gimió, forzando una sonrisa—. Soy inmortal.

Continuó reptando. Por debajo de sus piernas, una paleta de rojos iba derramándose sobre los escalones. El cuerpo se le vaciaba y sin embargo Sole llegó a creer por unos segundos que su proclamación era cierta: Gus no moriría, estaba dotado de una propiedad irreal que le hacía inmortal, y se levantaría al alcanzar el último escalón y saldría dando saltitos por la puerta, no sin dedicarles un guiño o un corte de mangas a modo de despedida.

Por supuesto, nada de eso ocurrió. Gustavo Ortiz Sahagún dejó de moverse un par de escalones por debajo del umbral, sus ojos repentinamente hinchados y secos. El hombre que había venido a rescatarla en su moto oxidada. Su primer amor. Su camello.

—Dios —dijo entonces Sole. De pronto se vio desnuda y se apresuró a subirse los pantalones—. Lo has matado.

Pasó corriendo junto al estupefacto asesino y subió las escaleras. La untuosidad de la sangre en sus pies descalzos. El olor del último aliento todavía en el aire. Y Gus muerto, con la cabeza ladeada, la punta de su lengua asomada en una burla postrera.

Se inclinó, porque alguien debía hacerlo, inclinarse y comprobar que el muerto es un muerto, poner los dedos en su cuello, quizá cerrarle los párpados. No fue capaz.

—Es horrible —pronunció, y su propia voz le sonó tan distante y maquinal que durante un momento dudó si no sería la de Yonan.

La responsabilidad de lo ocurrido se apretó como una bola sobre su esófago, impidiéndole respirar. Era el propio mandato de soltar un grito, el deber de romperse en un lamento o un alarido de espanto, lo que la ahogaba. Las derivaciones de un cadáver. El nombre de ese cadáver y el cordón umbilical de emociones que todavía los unía.

—¿Estás bien? —preguntó Yonan, temiendo quizá su desplome desde lo alto.

Sole asintió. Desde aquella nube que la mantenía lejos del dolor, contempló cómo su mano se acercaba al cuerpo inerte de Gus y emprendía una labor que no tenía nada que ver con cerrar párpados ni buscar pulsos. Eran las píldoras azules. Las necesitaba. Hurgó en los bolsillos traseros de su pantalón, los más accesibles, dada la disposición del cadáver. Ni rastro. Introdujo la mano bajo el cuerpo, en busca de los bolsillos delanteros, hasta que el contacto con las vísceras calientes la obligó a retirarse.

Al ver su mano empapada volvió la cabeza para vomitar, pero no logró emitir otra cosa que bilis y secos estertores. Yonan se acercó un paso más.

—Soledad.

—No me llames así —replicó ella, limpiándose la boca—. No quiero que hables más si no te lo pido, ¿vale?

Luego se sirvió de aquella rabia para meter sus brazos bajo el cadáver y darle la vuelta. El agujero en su vientre quedó expuesto como una madriguera viscosa. Sin perder un instante, se dedicó a explorar los bolsillos. Palpaba tan cerca de su entrepierna que casi esperaba la mueca o el comentario obsceno del muerto. Al fin sus dedos dieron con un bulto, lo sacó y comprobó que era la bolsita con sus píldoras.

Una cadena de movimientos automáticos: romper la bolsita, introducirse dos píldoras en la boca, otra más, tragar.

No se detuvo a pensar en el aspecto que ofrecía, volcada sobre un cuerpo abierto, la boca embadurnada de sangre, los ojos cerrados en la anticipación del placer.

Al cabo de un minuto profundo como un océano, Sole se incorporó, osciló sobre sus pies y subió el último tramo de escaleras. Se detuvo en la puerta.

—Tienes que meterlo en una bolsa y deshacerte de él —mandó, su voz arenosa—. Limpiarlo todo. No puede quedar ni una gota para cuando vuelva Ciro.

Después se fue.

Parado en medio de un gran charco de sangre, Yonan contaba los latidos en el corte de su mano y se esforzaba por respirar a intervalos regulares. Existían patrones de conducta para el caos.

Mientras atravesaba el control de acceso al campus, Ciro encendió su móvil y descubrió que el rector le había dejado un mensaje. Supo que sus días en la universidad habían llegado a su fin en cuanto sintió la espesura de aquella voz:

—Ciro, soy Javier. Si haces el favor de pasarte por rectoría a las once en punto, tenemos algo importante que despachar. Gracias.

Una sensación de deriva le acompañó durante las horas siguientes. Se encerró en el departamento, dispuesto a llevarse cualquier documento de valor, pero descubrió que se le habían adelantado. Las estanterías vacías; cercos de polvo donde antes había ordenadores. Incluso habían encontrado y hecho desaparecer la agenda de Oliver, que Ciro guardaba escondida bajo el pie de una lámpara. ¿Importaba aquello? En realidad, todo lo que necesitaba saber era un nombre, y ya lo tenía bien grabado en la memoria.

El desasosiego provenía de otro lugar. Regresar a casa. Explicarle a Sole que ya ni siquiera tendrían comida gratis. Inventarse un nuevo programa, un nuevo modo de vivir.

Se tendió en la moqueta y escuchó el silencio del departamento como un faraón en su tumba. Recorrió los diez años pasados entre aquellos muros, los rostros luminosos de los colegas, las palabras forjadoras de Juan Oliver. En el comienzo todos compartían una misma fe. Y cuanto más evidente resultaba el desmoronamiento, más creían. El futuro era un libro de historia aún sin escribir, y aquel era el lugar donde se entregaban las herramientas para hacerlo. Así debería haber sido.

Se apretó los ojos y los encontró húmedos.

—Idiota —se avergonzó.

Sentado en el suelo, buscó su teléfono y marcó el número de Li Yun. Un robot le dijo que se encontraba fuera de cobertura.

Fuera.

Todo se reduciría finalmente a eso: estar dentro o estar fuera.

El despacho del rector se hallaba al final de un corredor con ventanas a la M-30. Ciro se detuvo en una de ellas para observar las máquinas que se movían entre la polvareda. Las primeras toneladas de hormigón dibujaban ya la curva de una muralla. La Edad Media, renaciendo de su sepultura. De pronto Ciro se imaginó a Daniel Mayo como un rey postrado en su cama, moribundo y ajeno a los planes tiránicos de su hijo. La visión no era descabellada.

Después, la reunión con Javier Herrera discurrió igual que una mala función de teatro, cada frase tan previsible como la anterior. El único consuelo de Ciro fue observar los cambios de transpiración en la piel mantecosa del rector: primero una fina película, después una brillante precipitación sobre la curva de sus mofletes. Y sus manos, enloquecidas, llevándole siempre la contraria.

Por supuesto, el rector disponía de razones económicas a las que aferrarse para despedir a Ciro. Hacía años que existían razones, económicas y de cualquier clase, para cerrar la universidad entera. Pero qué mal mentía el muy débil; los márgenes de lo que no decía eran tan amplios que se podría encajar otro alfabeto en ellos. Echaban a Ciro porque era el último de una especie extinguida. Echaban a Ciro porque Historia no podía ser una carrera, ni una asignatura, ni siquiera un tema de estudio. La Historia debía ser quemada y triturada para levantar muros sobre ella.

Y sin embargo, no, no echaban a Ciro por nada de eso.

Lo echaban porque quería ponerle el cascabel al gato. Y el gato se había enterado.

Había transcurrido la mitad de la entrevista cuando Ciro se fijó en el teléfono móvil que descansaba sobre la mesa. Estaba encendido, lo había estado todo el tiempo. Alguien escuchando sus palabras, pero invisible. Void.

Cuando Herrera no tuvo nada más que mentir, se incorporó de su silla y le tendió su mano porcina. Ciro valoró escupir en ella. Valoró las consecuencias de mandarle a la mierda, de coger el teléfono sobre la mesa y gritar: «Sé que estás ahí, Alejo, y voy a por ti». Pero quién es Ciro. Qué especie de justiciero o mártir. Eso todavía está por resolver.

Lo que este Ciro hace, lo que es coherente con su miedo y con su heroísmo todavía larvario, es dejar una mirada muerta en los ojos del rector antes de dar media vuelta para marcharse. De qué serviría cualquier otro gesto, cualquier discurso en este despacho ocupado por dos fantasmas, uno que dice lo que no piensa, y otro que ya no importa lo que diga o piense, porque está cruzando la puerta para no volver.

Había una chica sentada en el banco de madera del pasillo. Era Rebeca, la princesa gótica, la lugarteniente fea del diablo, con la espalda recta como si no tuviera el menor problema en mostrar que estaba allí apostada, cumpliendo una misión. Ciro pasó por delante, turbado, odiándose por no ser capaz siquiera de sostener la mirada y por aquel repentino trote de su corazón. ¿No eran ellos quienes debían temerle? ¿No era suyo el conocimiento que podía acabar con el futuro reinado de un sociópata llamado Alejo Mayo?

Tú y cuántos más, canturreó una voz en su cabeza.

Porque su papel se reducía al de chivato acusador, un mero comunicante de intuiciones y sospechas que ningún juez o policía cabal tomaría en serio, y aún menos un comisario con la voluntad ensogada como Ammán.

Así que avanzó por el corredor, incapaz de reconocer el sonido de sus propios pasos, como si su peso hubiese sido alterado tras la conversación. Como si su cuerpo tuviera que aprender un nuevo modo de relacionarse con los objetos. Se despegaba de ellos. Flotaba por encima de sus últimos diez años, y el vértigo de un solo centímetro podía ser atroz.

La misantropía de Deshi, concentrada en una sílaba:

—¡Quién! —hizo temblar la rejilla del portero automático.

—Hola, soy Ciro, el profesor. —Esperó—. ¿No está Li Yun?

—No.

Eran las dos y media. El barrio se replegaba hacia sus fuegos y sartenes. Incluso los mendigos tenían dónde esconderse.

—Sube —dijo Deshi al fin, y obró el milagro de franquearle el paso desde su guarida.

El hermano de Li Yun vestía un chándal tan gastado como si lo pasara a diario por lejía. Ciro se imaginó una larga lista de obsesiones higiénicas, en absoluto incompatibles con el desorden y la suciedad de la casa. Pautas torcidas de un cerebro genial.

—¿Has acabado con él? —le preguntó, tan pronto como cerró la puerta.

—Acabado ¿con quién?

—Con el poli, hombre. Si te hubieras cargado al hijo del alcalde ya lo sabría.

—No pienso matar a nadie. ¿Dónde está Li Yun?

—Trabajando.

Se sintió estúpido por no haberse preguntado jamás en qué trabajaría la chica. Alguien debía pagar este piso, después de todo, y Deshi no parecía capacitado para el mundo de los trabajos reales.

—Ayuda a un viejo inválido. Un viejo con mucha pasta. Puedo darte la dirección, a ella no le importará.

Ciro encontró su reflejo en un cristal lleno de frases garabateadas. Tras las rejas de caligrafía le espiaban unos ojos desesperados.

—Sí, dámela.

El Compositor —así fue como lo llamaron en todo momento, como si un nombre común pudiera aplastar el relieve de su persona— tenía un piso en lo más caro de la calle Serrano. En su portal, el conserje rumano se plantó ante Ciro con los brazos cruzados y no se movió hasta que Li Yun se presentó para dar explicaciones. Juntos montaron en el ascensor, una cabina de madera y puertas acristaladas que se afanaba, chirriante, en seguir perteneciendo a otra época.

—Necesito el trabajo y son pocas horas —explicó Li Yun, aunque Ciro no hacía preguntas, se conformaba con respirar el mismo aire que ella—. Vengo cinco días a la semana. Le hago recados, limpio la casa y poco más. Es un enfermo crónico, nunca sale de casa.

—Empieza a ser una plaga. Gente que nunca sale de casa. —Ciro sonrió para desactivar su comentario, pero Li Yun no hizo ningún gesto, solo observaba el hundimiento del edificio al otro lado del cristal. Al llegar a la quinta planta, la cabina se detuvo con una sacudida.

—Tenéis algo en común. —Usó una llave propia para entrar en el piso—. Él fue profesor de música. Aunque ahora ya no enseña, solo compone.

Fue profesor; exactamente eso tenían en común, pensó Ciro, pero no había venido para dar lástima.

Dentro olía a hierbas y a cera para el suelo, y a pesar del silencio, una resonancia de vida cargaba el espacio entre los muros. Cada una de las puertas del pasillo se abría a una habitación vacía, pero no desierta; existía una tensión en el orden y en la belleza de los muebles, un halo vibrante que los hacía parecer solo momentáneamente abandonados.

El Compositor dormía su siesta en el salón, tendido sobre el gran sofá. En aquella penumbra de persianas a medio bajar, el rostro del hombre flotaba como una luna de ojos cerrados y mandíbula caída. Había una silla de ruedas esperando a su lado, pero no era el anciano que había dado a entender Deshi, sino un cincuentón de canas prietas. Alguien que fue atractivo incluso en los primeros años de su enfermedad.

—Vamos a la cocina —susurró Li Yun, y le condujo unos metros más adelante por el pasillo.

Aquella cocina no se parecía en nada a la de su casa, y ni remotamente podría emparentarse con la freidora industrial donde había sudado los últimos meses en la universidad. El lugar respondía a un modelo de familia que ya no existía, a cierta confianza en el estado de las cosas. Lo decían las geometrías florales de las paredes. Lo decían las superficies de madera y los electrodomésticos panzudos. Uno podía sentirse a salvo allí dentro.

—Me muero de hambre —confesó Ciro, aunque no era tanto un apetito como un apremio, la necesidad de un acto aún sin bautizar.

La nevera estaba completamente vacía.

—Una mujer le trae la comida hecha —explicó Li Yun— y luego se lo lleva todo, ni siquiera me deja fregar los platos. Es un poco siniestro; como si quisiera conservar la casa intacta, tal como era antes.

—¿Antes?

—Cuando era niño.

—¿No tiene ninguna familia?

Li Yun fue hasta el extremo de la encimera y dobló un trapo de cuadros que había quedado tirado. Había una liturgia inconsciente en cada uno de sus gestos.

—No sé mucho de él, en realidad. Solo que se odia con toda su alma.

—¿Por qué?

Li Yun se encogió de hombros. Su silueta finísima se recortaba ahora sobre el balcón, irreal. Se le ocurrió que parecía una persona distinta en función del lugar que pisara, aunque sus ojos conservaban la misma densidad, un punto negro de expectativas que a él le correspondía satisfacer.

—Tiene alguna clase de enfermedad degenerativa —le contó ella—. Le han hecho varios trasplantes, pero no han servido. Cuando él nació no existían los miméticos, así que ha tenido que comprar los de otra gente.

—Comprarlos.

—Sí. Hay quien los está entregando a cambio de dinero. Jóvenes ricos que han caído en desgracia. Quizá por eso se siente culpable. —Li Yun hablaba en susurros tan mínimos que Ciro se preguntó si en algún instante separaba los labios, si ambos no estarían comunicándose telepáticamente—. El único momento en que parece perdonarse es cuando toca el piano.

Jóvenes ricos que han caído en desgracia.

Ciro buscó apoyo en la pared. El frío de los azulejos hizo revivir su espina dorsal.

—No me has preguntado por qué he venido —dijo.

Ella lo contempló en silencio, quizá odiándole por tratarla otra vez como a una alumna: ¿alguien no ha entendido la lección?

—Y mejor que no lo hagas, porque no tengo ni idea —reconoció él—. Debería estar volviendo a casa, con mi mujer y mi hijo.

—No habrás hablado con el policía, ¿verdad?

Ciro sacudió la cabeza.

—¿Qué tenemos? —Mostró sus palmas vacías—. Unas grabaciones de Alejo con sus amigos.

—Y con un mimético del comisario.

—Eso no demuestra nada, Li Yun. Nos falta lo principal, la conexión de Mayo con la muerte de Oliver y Elialde.

—Oliver era su tutor. Y Luis Elialde era el único alumno que le hacía sombra en la facultad. Todos lo tenían por el más inteligente, guapo y enrollado.

—Lo que convierte a todos en igual de sospechosos. Nada señala a Mayo.

—Pero tú sabes que fue él.

Ciro emitió un quejido de exasperación.

—Sí, lo sé. Y también sé que nadie le parará los pies. Y que él es el verdadero responsable de ese muro que se está levantando ahí fuera. Lo que todavía no soy capaz de imaginar es lo que hará con todos nosotros cuando nos tenga encerrados.

—Bueno, todavía podemos elegir en qué lado estar.

—Sí. Elegir la camisa de nuestro verdugo.

Rieron, a su pesar.

Y en ese instante comienza a sonar el piano. Es una melodía circular, una escalera de notas que asciende desde lo más oscuro, muy despacio, en busca de luz. Li Yun y Ciro se miran sin hacer ningún ruido. La música es un bálsamo que les recorre por dentro, vaciándolos de cualquier otra cosa, deshaciendo todos los nudos.

Ciro avanza hacia la chica.

Desde algún rincón de la casa, el Compositor les envuelve con otra elipse de corcheas.

Ahora Li Yun da un paso adelante y sus labios se encuentran.

Es un beso que no les sorprende, porque ya ha sido soñado. Lo que no esperaban es el modo en que todo el calor de sus cuerpos se conecta y se funde en una sola corriente a través de aquel beso. Ciro siente la erección más apremiante que haya tenido nunca; quiere follar con Li Yun como si fuera su única posibilidad de sobrevivir, de mantenerse entero y dotado de sentido en un mundo cuyas paredes se desmoronan.

El piano dice: este es el momento, no habrá más.

Ciro toma la cintura de la chica y sus manos quieren tener boca para gritar. Se besan, se besan, se besan. Y el aliento de ella sabe a juventud, pero también hay un reconocimiento que a él le coge por sorpresa. Li Yun sabe a Sole.

—Shhh. —Ella se pone un dedo en los labios: no hagas ruido, no digas lo que estás pensando.

Se quita la camiseta, y es imposible no inclinarse hacia esos pezones oscuros, que se levantan, prestos al roce de su lengua. Ella se desabrocha los pantalones para que él pueda meter su mano allí abajo. El tacto del vello es un placer inesperado, una evocación que proviene de muy lejos. Dinastías resumidas en este pliegue húmedo.

Después todo ocurre en un compás de nueve octavos.

Ciro y Li Yun se arrodillan, sin soltarse. Ella se tumba sobre las baldosas y se quita la ropa; luego él. Y no es algo tan distinto al amor, una polla que se bandea en el aire y encuentra su camino, carne envainada en carne, una llamarada húmeda. Aquí es donde se pierden los límites de los sentidos, y los amantes enloquecen, pero no hacen ruido. Se dan todo el gozo del que disponen sus cuerpos, se follan con rabia y ojos deslumbrados, hasta la frase final, senza tempo: ella se corre y él se corre y ella se corre más.

Quedarse jadeando, tendidos en el suelo y sin pensar en nada, es lo más fácil que han hecho en sus vidas. No mirarse desde arriba, no ahogarse de culpa, aunque solo sea este rato, mientras la luz que entra por el balcón se vuelve cobriza y en la otra punta de la casa arranca un vals muy lento.

Cuando, pasado el tiempo necesario, Ciro salió de puntillas por el corredor, pudo asomarse al salón y ver la espalda del Compositor curvada sobre el piano, no en éxtasis, sino doblada en la febril labor de un cirujano. Sanándose. Salvándose. Salvándolos.

La única línea de autobús que todavía se aventuraba más allá de la M-30 le dejaba a un par de kilómetros de casa, pero qué otra cosa podía hacer. Había pasado la hora de su cita habitual con Nando y no tenía dinero para pagarse un taxi, suponiendo que encontrase a alguien dispuesto a llevarle hasta la avenida de los Fuegos.

Caminó a través de calles y plazas despobladas. Toda la vida del barrio se apiñaba en los dos o tres bloques donde aún llegaba la electricidad. Percibió las miradas lanzadas desde sus ventanas. Le temían por el simple hecho de estar allí, paseando, y él también podría sucumbir al miedo si le daba por pensar que el campamento de los hawaianos no quedaba lejos, apenas a seis manzanas. Pero le protegía su propia cobardía: lo que de verdad le angustiaba era llegar a casa.

Sobre un cielo ya casi anochecido, divisó la columna de humo que ascendía del bidón frente a su casa. Reconoció al instante la figura de Yonan, quieto al lado, absorto en las llamas.

—Hijo de puta —musitó, aunque no podía explicar bien su enfado. Alguna escuela de pensamiento microscópica, dentro de su cabeza, debía de considerar muy trascendente y restringido el acto de quemar la basura.

Cuando llegó hasta él, sin embargo, no fue capaz siquiera de abrir la boca; el hedor de lo que ardía en el bidón resultaba insoportable. Entonces el mimético le miró con un rostro lleno de manchas y surcos de sudor, igual que su camisa. La mano derecha vendada.

—Hola —murmuró, fatigado por tareas que Ciro no podía siquiera imaginar.

—¿Qué ha…? —Un relámpago de pánico—. ¿Han atacado otra vez?

—No. No…

Si Ciro hubiese permanecido un segundo más allí lo habría visto. El cambio sustancial en el semblante de Yonan, más allá de las manchas y el cansancio. La emoción presente en su voz. El paisaje atisbado por la brecha del muro.

Pero Ciro ya se apresuraba hacia la casa, convulsionado y torpe como si llevara el corazón de otro animal. Entró llamando a su mujer, aunque fue Pau el primero en recibirle.

—¡Papá! —Traía los brazos estirados y los labios manchados de yogur. Una estampa tan perfecta de hogar que, en vez de sentir alivio, Ciro estuvo a punto de romperse por dentro en mil añicos.

Por lo que había sucedido hoy.

Por el futuro recién inaugurado.

—¿Cómo está mi campeón? —pronunció su línea de diálogo. Pero no era ficción lo que sentía por el niño, de eso estaba seguro, porque dolía como un cepo alojado en mitad de su pecho. Lo cogió en brazos y se alimentó de él, otra vez, su única fuente de fe.

Sole salió de la cocina con una expresión de paz tan improbable que Ciro tuvo la súbita certeza de verla ebria.

—No te hemos esperado a cenar, lo siento —dijo. Y en su voz no se percibían trazos de alcohol ni impostura alguna. ¿Podía ser real aquel instante de ternura? ¿Podrían enjaularse en él para siempre?

No. Claro que no. Existía una nube de confesiones que tarde o temprano descargaría sobre sus cabezas. Una tormenta merecida. Pero, al menos durante aquella noche, Ciro y Sole se confinaron en el refugio de sus labios cerrados.

Acostaron al niño y permanecieron un buen rato en el salón, con la televisión encendida pero sin voz, mirando de vez en cuando por la ventana que daba al lado inofensivo del jardín, jamás al otro, donde Yonan hacía su guardia. Donde todavía humeaban los rescoldos de un cuerpo humano en el fondo del bidón.

Sole cogió la mano de su marido y él la apretó suavemente. Pero qué significaba aquello.

Lo único que se pedían era un momento de descanso.

Uno hace lo que sea necesario para dar de comer a su familia. A veces cosas que no le gustan.

Ciro abrió los ojos. Las palabras del comisario habían regresado a su mente con un campanilleo de acertijo resuelto. La clave, en realidad, no se hallaba tanto en las palabras mismas como en el modo en que Ammán le había mirado al pronunciarlas.

—Quiere rebelarse —exclamó Ciro, incorporándose en la cama.

Una constatación: la luz que entraba por la ventana era idéntica a la luz de cualquier otro día. Desprovista de mensajes y adjetivos dramáticos. Vulgar. Porque tal vez aquel día no tenía nada de especial, se dijo Ciro. Quizá, desde una perspectiva lo suficientemente elevada, no tuvieran sentido conceptos tales como el principio y el fin, el antes y el después.

Porque fluimos.

Como el sonido del grifo en el cuarto de baño. Sole era capaz de pasar horas allí metida, aunque el color del agua ya no invitaba a quedarse desnuda bajo la ducha. En la habitación de al lado, Pau dormía. Siempre dormía.

Así que Ciro se levantó y se vistió como si empezara una jornada más de trabajo. Preparó el desayuno para los tres, se sentó y devoró su parte mientras esperaba a Sole. Ella apareció con el rostro aún hinchado por el sueño, en camiseta y pantalones cortos. Murmuró un saludo y fue directa a la nevera. Apuró la botella de agua de un trago.

—Solo quedan dos bidones —advirtió, mientras sacaba uno del armario y se ponía a rellenar. Un despliegue de gestos para demostrar que nada había cambiado.

Luego se sentó frente a Ciro. Le dijo gracias, y por un instante él creyó que se refería a algo más que al desayuno. Pero aquello era bastante. Se aferrarían a los pequeños detalles. Hablaron de cosas que necesitaban para la casa. Bombillas, pilas, pintura para reparar la fachada. Entretanto, otras listas se desplegaban dentro de sus cabezas. Las de verdad.

Entonces Ciro vio cómo ella mudaba de expresión durante unos segundos. Su mirada se había quedado quieta en algún punto por detrás de él, pero de inmediato se apartó y trató de rondar con naturalidad por los restos del desayuno.

Había alguien en la ventana.

Ciro no necesitó girar la cabeza para comprobarlo; podía ver la silueta reflejada en el cristal del horno, frente a él. El torso de un hombre asomado a la ventana de la cocina.

El reflejo de un reflejo.

Yonan.

Hubo un silencio tácito. Los dos esperaron a que el mimético desapareciera para reanudar la conversación. El tono de Sole acusó entonces una grieta, algo así como una amenaza de ruina:

—Acabaremos siendo los últimos locos en el barrio.

—Sole…

—Ya nadie quiere quedarse, Ciro. A nadie le importa la avenida. Solo a ti.

—Eso no es verdad. Está Nando, están Germán y Gaby…

—Germán y Gaby se largan. Ayer los vi pasar en una de esas furgonetas de alquiler. ¿Te crees que van a dejarse morir aquí, como unos mártires?

—Pero eso no puede ser, ellos llevan la escuela.

—Una escuela sin niños.

—No. Me lo habrían dicho.

—Nunca estás aquí, Ciro. Nadie puede hablar contigo.

Sole se levantó y salió rumbo a las escaleras. Se oían los pasitos de Pau por el techo. El desconcierto de Ciro le impidió moverse durante unos instantes. No podía creer que Germán estuviera pensando en abandonar la avenida, y sin embargo…

Dejó los platos y vasos sin recoger y se encaminó hacia la salida. Rescató su monedero del primer cajón del aparador y el teléfono móvil de la plataforma donde se recargaba. Le costaba respirar allí dentro; el recibidor de su propia casa, convertido de pronto en un lugar inhóspito, una pendiente helada donde era imposible permanecer.

—Me voy —habló a las escaleras.

—¿Hoy vendrás tarde?

Le prometió que no, que volvería antes del mediodía, porque él también necesitaba un marco y unas coordenadas para sus próximas acciones, cualesquiera que fuesen. Abrió la puerta y se marchó.

Afuera, el encuentro con Yonan se hizo inevitable. El mimético hacía guardia ante la cancela, erguido, de algún modo recuperado de su agotamiento a pesar de la noche de vigilia, a pesar de la piel todavía quemada en su cuello y la mano vendada. Se miraron un instante, lo justo para que Ciro envidiase aquellos ojos serenos, primordiales, sin aparente sombra de duda.

—Puedes desayunar lo que ha quedado en la cocina —le ofreció.

Yonan asintió. Ciro cayó en la cuenta de que el mimético llevaba puestos unos pantalones y una camiseta suyos. No es que le importara —a fin de cuentas no podía comprarle ropa— pero sintió un aguijonazo de odio hacia Sole por haberlo consentido sin su permiso.

Se dijo: odias todo lo que contribuye a hacer de Yonan una versión rejuvenecida de ti.

Remontó a pie la avenida. Quería presentarse sin avisar en el número 72, donde se alzaba el chalet de ladrillo cara vista habitado por Germán y su familia, pero apenas iniciada la marcha, algo pasó. Una gaviota. Cruzó rasante, tan cerca de su nariz que le arrojó el olor de sus plumas, para después ganar altura y acomodarse sobre un tejado. Al principio Ciro no reconoció la casa, aún sumido en sus cábalas, pero de golpe los nombres de las personas que habían vivido allí despertaron y se agitaron en su mente como un enjambre de culpas. Ahora todos se habían marchado. La casa, una colonia de dúplex de lujo que nunca había llegado a ocuparse por completo, le devolvía una mirada hosca de ventanas ennegrecidas. Muchos de aquellos vecinos habían confiado en Germán, en Velasco y en él para mantener a salvo la comunidad. Pero Velasco había muerto. Muerto. Y como si no bastara el peso de aquella palabra, en lo más alto del tejado la gaviota lanzó un grito invocador de fantasmas: Germán, medio desnudo y armado con su palo de críquet en mitad del jardín tropical, un gigante que danza y grita para espantar a los pájaros del cadáver de su amigo. La imagen del muñón sangrante; el brazo desaparecido de Velasco que representaba el futuro de la avenida. Porque de qué servían las ideas y los planes sin unas manos para ejecutarlos.

En cuanto a ellos, los ideólogos, si las suposiciones de Sole eran ciertas, el único plan que trazaba ya el cerebro de Germán era el de su deserción, mientras que Ciro…

Ciro vadeaba un océano.

Siguió caminando, porque eso es lo que se esperaba de él, que se dirigiera a casa de Germán y lo convenciera para quedarse en la avenida. Aún hay esperanza, le diría. Conseguiré algo mejor que un camión de basura o un coche patrulla: conseguiré salvar a la ciudad entera del tirano que la quiere someter. Atravesaré el Atlántico a nado.

Entonces descubrió otra casa quemada, al lado opuesto de la calle. De nuevo los nombres y los rostros, presentes y aullantes en el vacío de los muros. Gente a la que habían defraudado. La mera supervivencia convertida en utopía.

Con un estremecimiento, alzó la cabeza y miró —miró por primera vez— lo que ante él se alineaba: una avenida de árboles talados y casas derruidas o enmudecidas para siempre. Un cementerio, o algo peor. Dresde, 1945. La fotografía de la desolación.

Volvió la vista a la acera por la que había venido. Incluso los Benavides, con quienes compartían la valla del jardín, parecían haberse marchado para no volver. Sin hacer ruido, sin decir adiós, sin molestarse siquiera en cerrar la puerta de casa.

Acabaremos siendo los últimos locos en el barrio.

Comprendió que no tenía ningún sentido persuadir a Germán. Germán se marcharía también, y quizá eso fuese lo mejor para él y los suyos.

Se quedó unos minutos parado en mitad de la calzada, absorbiendo la visión, hasta que el motor de un coche le hizo volverse. Reconoció la furgoneta de Nando y lamentó no tener un dios al que dar las gracias por el pequeño gesto. Nando no se irá, se dijo; él nunca abandonará este lugar. Pero era un deseo que ascendía temblando de su egoísmo.

La Kangoo se detuvo junto a él. Nando apoyaba un brazo en su ventanilla, un gesto de fatiga tan temprana que no anunciaba nada bueno.

—¿Qué, vienes? —preguntó, y en el intervalo de aquellas dos palabras Ciro lo supo: su amigo no se dirigía a su casa para recogerle, como cualquier mañana, sino que pensaba girar en la siguiente rotonda y marcharse solo. Lo supo por el modo en que le miraba al mentón, en lugar de a los ojos. Por el pie que no terminaba de relajarse sobre el acelerador.

—Sí. Gracias, Nando —asintió, porque le necesitaba a pesar de todo, y rodeó el coche para subir.

Condujeron en silencio a través de las calles vacías. Seis o siete coches, diez a lo sumo, convergieron con ellos en la vía de acceso al centro, todos impulsados por un mismo latir sonámbulo.

La policía había desplegado un control de acceso, lo que ralentizó su paso y les obligó a escuchar con mayor detenimiento sus respiraciones. La propuesta de Nando, alzada entre ellos como una alambrada.

—¿Qué tal está tu padre? —habló Ciro. Tal vez no fuera un héroe, pero tenía derecho a preocuparse. Y sus sentimientos hacia el viejo eran honestos; le espantaba la rapidez con que aquel hombretón se había consumido.

—No muy bien, la verdad. —Nando tuvo que hacer un esfuerzo para quedarse ahí.

—Vaya, lo siento.

Intentó contemplarse a sí mismo desde el lugar de su amigo. ¿Tan mal había hecho las cosas? ¿Era un traidor por no inmolarse en un disparatado e imposible rescate? ¿Se trataba de Yonan?

Se detuvo a pensarlo un instante. El privilegio del mimético siempre había estado allí, como una dislocación en mitad del grupo de amigos, una falla que ponía a Ciro y Abel ligeramente por encima del resto. Porque ellos tenían ceemes. Ellos pertenecían a la clase de personas que podían sufrir una enfermedad mortal y superarla, gracias a su mimético. Podían perder un ojo y recuperarlo. O un brazo. Por más que demostrasen su solidaridad en las juntas de vecinos, por toda el alma y el empeño que gastasen en su amistad, el disponer de un seguro privado de tal magnitud los hacía inevitablemente distintos, como miembros de alguna rara aristocracia.

Los hechos eran estos: Abel decidió activar su mimético con el único propósito de seguir acudiendo al trabajo cada día sin miedo a que algo terrible sucediese a su familia. No era una idea disparatada, ni siquiera suya; desde finales del año pasado decenas de modelos habían tomado esa decisión, casi todos vecinos de los barrios exteriores, temerosos de los hawaianos y alentados por la propia empresa cultivadora, Goliadkin, ya incapaz de soportar los gastos de mantenimiento. Las cosas no habían ido bien para Abel y su familia, sin embargo. Algo ocurrió, un fundamento que ninguno de sus amigos pudo identificar se vino abajo dentro de aquel hogar y el colapso les llevó a salir precipitadamente de la avenida, hacia la búsqueda tal vez de un nuevo comienzo en el que Yago —siempre la misma y griega, siniestra, humillante como un hierro de ganadería marcado al comienzo de cada nombre— debía ser dejado atrás.

Más que eso: sacrificado.

Quemado.

Y a pesar del horror, tan solo unos días después Ciro había repetido los pasos de su amigo. ¿Se había comportado como un necio? ¿Confabulaba de manera inconsciente por su propia desgracia? ¿Era en definitiva un loco, como decía Sole?

Lo que ahora rastreaba en el perfil de Nando era al menos un poco de calor, una diminuta llama de indulgencia a la que arrimar su amistad. No la vio.

—Déjame aquí —pidió de forma abrupta cuando atravesaban un cruce aún lejos del aparcamiento—. Tengo que hacer algo antes de ir a la universidad.

Nando señalizó y detuvo la furgoneta en una esquina. Quizá él también buscaba alguna traza de arrepentimiento en sus ojos, algo parecido a una última oportunidad. Pero Ciro ya tocaba la calzada con un pie.

—Escucha, Ciro, no… —Balanceó la cabeza, parpadeó, fracasó—. Nada.

Porque nada era lo mismo que todo. Un absoluto inabarcable de cosas por decir.

—Hoy también regresaré por mi cuenta. —Ciro dio una palmada en la portezuela a modo de despedida—. No me esperes.

Después se alejó por la acera infestada de zombies. Ríos de ciudadanos que no hacían preguntas. Se desplazaban a sus lugares de trabajo. Compraban en los supermercados, sin fijarse en los estantes cada vez más vacíos. Soñaban una vida a salvo dentro de los muros de la ciudad.

Un coche patrulla pasó zumbando en la misma dirección que caminaba Ciro. La comisaría estaba muy cerca.

Lo que Deshi ignoraba acerca de su hermana era que, después de cada discusión, se encerraba en el cuarto de baño para llorar.

—Tranquila, un día mandaré todo a tomar por culo y te dejaré en paz —decía él, y apartaba su propia basura a patadas—. Pero por si acaso mantente lejos de mí.

Li Yun le insultaba con crueldad. A veces, cuando lo encontraba dormido en mitad del salón o en la bañera, lo abofeteaba con todas sus fuerzas o le tapaba la nariz hasta que despertaba. Deshi en respuesta le dejaba excrementos enormes encima de su almohada. Y no era posible encontrar a dos hermanos que se amaran más.

Si luego a ella le daba por llorar un rato, de hecho, no era por las discusiones, sino por una aflicción mucho más íntima e irreconocible, algo que tenía que ver con sus padres, aunque no de un modo sentimental. Echaba de menos lo que su presencia había significado en aquella casa; cómo papá y mamá hacían que los segundos saltaran de la esfera del reloj y se alineasen en dirección a un objetivo claro. A su lado, Li Yun veía un futuro, un camino a seguir. Sin ellos, ¿adónde podía mirar?

Sonó el timbre de la puerta. Li Yun enderezó la espalda, aún sentada en el inodoro.

—Lo que faltaba, joder —oyó rezongar a su hermano, para luego preguntar—: ¿Quién?

Una voz resonó en el descansillo y durante un segundo Li Yun creyó reconocer a Ciro. Pero no era más que un deseo.

Los pasos precipitados de Deshi regresaron por el pasillo. Forcejeó con la puerta del cuarto de baño.

—Tienes que salir, Li Yun. Es la policía.

—¿Qué?

—Es el puto comisario Ammán. Mira en qué lío nos ha metido tu amigo.

Una corriente de pánico hizo brincar hasta la última célula de Li Yun. Se puso en pie y salió del baño.

—¿Le abro? —Deshi llevaba una camiseta de tirantes y apestaba a sudor, pero sus saltitos hacían pensar más en un niño que en un luchador.

—Querrá hacerme alguna pregunta —dijo Li Yun—. No pasa nada.

—No pienso dejarte a solas con él.

—Tú estate callado, ¿me has oído?

Fueron hasta la puerta y ella abrió justo cuando Ammán volvía a pulsar el timbre.

—¿Li Yun Wen? —El comisario estaba solo. Tenía aspecto de haber dormido poco a pesar del inmaculado traje. Una bolsa de plástico colgaba de su mano derecha.

—Sí.

—Me gustaría hablar con usted. —Ladeó la cabeza hacia el interior de la casa—. Solo serán cinco minutos.

—¿De qué se trata? —La mano de Li Yun se resistía a soltar el picaporte. Deshi bailoteando por detrás.

—Por favor.

Y qué podía hacer ella. Dejó que el comisario entrara y lo acompañaron hasta el salón. Había restos de comida debajo de cada mueble. El olor mareaba incluso con la ventana abierta.

—Lo siento —dijo, aunque no era verdad. Una parte de Li Yun celebró que su hermano hubiera convertido aquello en una pocilga. El remilgo con que Ammán evaluaba dónde poner el pie, oh, sí—. Tuvimos una fiesta y todavía…

—¿Es usted amiga o conoce a Ciro Márquez?

—Es mi profesor de Historia Moderna en la facultad.

—Era.

—¿Era? —Luchó para mantener el control de sus facciones. ¿Era?

—Su número casi nunca está disponible, así que esta mañana he llamado a la facultad y se me ha informado de que Ciro Márquez fue despedido ayer mismo.

Li Yun se apartó de la frente un mechón inexistente. Con el rabillo del ojo veía a su hermano en la puerta del salón, haciendo aspavientos.

—Qué raro —opinó fríamente—. Podían haber esperado a que terminaran las clases.

La intensidad en la mirada de Ammán tenía algo de camelo. No era un engaño sino más bien un extravío, un pensamiento fijo más allá de lo que decían sus palabras. Li Yun se obsesionó con sus manchas de vitíligo como si conformasen un código más sincero, un lenguaje privado entre su piel y el fondo de su alma. Él se movió, tal vez para no ser descifrado.

—Tengo que preguntarle si se ha visto o ha mantenido contacto con el profesor Márquez estos últimos dos días, dentro o fuera de la universidad —dijo.

Mantener contacto era una expresión hermosa. Li Yun la paladeó un momento antes de negarla:

—No. Creo que mi última clase con él fue hace diez o doce días.

—¿Estás segura de eso?

El cambio al tuteo la puso en guardia. Había una cuneta en la conversación de aquel hombre, un margen lleno de intenciones a punto de saltar. ¿Qué buscaba?

—Supongo que ya han probado a mirar en su casa —se escabulló.

—Es irrelevante dónde se encuentre ahora mismo. En realidad —apartó una revista de artes marciales del sillón más cercano, comprobó que estaba limpio y se sentó—, he venido porque quería que tuviéramos una pequeña charla, tú y yo.

—Una charla. Sobre qué.

—Sobre nuestro amigo.

—Es mi profesor, no mi amigo, ya se lo he dicho.

—Ya se lo ha dicho —intervino Deshi desde más atrás, su cara congestionada como el punto de una exclamación.

Ammán le dedicó una mirada borrosa. Luego volvió a ella:

—No soy un detective privado, no me interesa lo que hayáis hecho el profesor y tú juntos. Lo que me interesa es la resolución de dos homicidios en la universidad.

—Sé muy poco sobre eso.

—Muy poco puede ser bastante.

Li Yun buscó su mejor expresión de aburrimiento.

—Entonces voy a mear primero —repuso. Dio media vuelta y salió por el pasillo sin esperar respuesta.

Deshi se quedó plantado en la puerta, boqueando, sus manos separadas del cuerpo como las de un pistolero. Dijo:

—Tengo entendido que es obligatorio enseñar la identificación de policía cuando se entra en una casa.

Ammán enarcó las cejas.

—¿Quieres ver mi identificación? —Se inclinó hacia la bolsa de plástico que había dejado junto a la butaca—. Claro, no hay problema.

Encerrada en el cuarto de baño, Li Yun marcó un número en su teléfono móvil y apretó los ojos.

Por favor, por favor, por favor…

Dos tonos de llamada. Y Ciro:

—¿Li Yun?

—Dios, lo has cogido. —Rozaba el teléfono con los labios—. Escucha, ha venido el comisario.

—¿Qué? No te oigo bien.

—Ammán está aquí, en mi casa. Quiere que le cuente lo que sé de los asesinatos. Me ha preguntado por ti.

—Joder. Con razón me han dicho que le espere aquí sentado.

—¿Qué?

El mundo alrededor de Ciro: una gran sala de espera con sillas de plástico fijadas a una estructura metálica. Sin ventanas. En la pared, paneles con notas informativas de toda clase, derechos y deberes en tipografía de ochenta puntos. Por toda compañía, una mujer de aspecto derrotado que sacudía la cabeza y murmuraba para sí en el otro extremo de la sala.

—Estoy en la comisaría —aclaró Ciro—. Quería hablar con él y me han pedido que espere.

—¿Y qué le digo? Él sabe que hemos estado hablando.

—Dile que eran asuntos académicos, que no sabes nada de lo otro.

—¿Es verdad que te han despedido de la universidad?

Ciro se pasó la mano por el pelo. Sentía la rigidez de los primeros mechones blancos.

—Hacemos una cosa —resolvió—. Dile que estoy de camino y que yo le explicaré todo.

—Entonces sabrá que te he llamado.

—Eso ya no importa mucho, ¿no cr…?

Y entonces, detrás de su nuca:

—Ciro.

Se volvió y casi soltó el teléfono de su mano. Se encontraba cara a cara con el comisario Ammán.

—Disculpa la espera. —Y le hizo una señal para que le acompañase—. ¿Has desayunado?

Ciro lo agarró del brazo. Indagó con avidez en aquel rostro.

—¿Qué haces…? —Se zafó el comisario.

Porque era el comisario.

—No… —Ciro se pegó el teléfono a la boca—. Li Yun, tienes que salir de ahí ahora mismo.

A tres kilómetros de distancia:

—¿Qué?

—No es el comisario. No es él.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo tengo justo delante.

Ammán y Ciro compartieron una mirada que de pronto los recortaba y desgajaba del resto del mundo. Pero no del todo.

—Tienes que salir de ahí sin que te vea —habló Ciro, pero la conexión se disgregaba en balbuceos electrónicos—. Li Yun, ¿me has oído? Tienes que irte, es muy peligroso. ¿Li Yun?

—… no… jar a mi herma… lir?

Y después el teléfono enmudeció. Fin de la llamada.

En la sala de espera de la comisaría, la inminencia de un acto violento se aborrascó entre los dos hombres.

—¿Qué ocurre? —requirió Ammán.

—Si le hacen daño te juro que…

Pero se obligó a callar. En realidad no había tiempo para eso. Rodeó al comisario y salió corriendo.

—¡Eh!

Alguien quiso detenerle en la puerta, manos que se le arrojaban desde uniformes oscuros, pero Ciro las sorteó, emergió al aparcamiento de la comisaría y huyó sobre largas zancadas de loco.

Él sabe que hemos estado hablando.

Pero él no era Ammán, él era un siervo de Void, y esta nueva ecuación daba como resultado un cuello en peligro.

Cruzaba la primera calle cuando el vehículo del comisario se apareció ante él, con un viraje. Ammán le gritó:

—¡Sube, vamos!

No había intenciones ocultas, Ciro pudo leerlo en su rostro. Irían juntos al encuentro de la chica. Rescate era la palabra, pero no dejaría que se hiciese dueña de sus nervios. Saltó al coche del comisario y volaron calle arriba.

Li Yun intentó recuperar la llamada una y otra vez, en vano.

—No me hagas esto. —Si le hablaba al móvil, a Dios o a su mala suerte, no tenía verdadera importancia—. Joder.

Pero el mensaje había llegado, trepidante y seco: tenía que salir de allí. Y podía hacerlo, ahora mismo. Nada le resultaría más fácil que abrir la pequeña ventana del cuarto de baño y escapar por el patio interior. El propietario del bajo había levantado allí una caseta para trastos, de modo que la caída sobre su tejado no supondría más de dos o tres metros.

Nada más fácil… si no estuviera su hermano. No podía dejar a Deshi con aquel tipo.

Juró diez o doce veces seguidas, como un mantra, mientras buscaba cualquier objeto que pudiera servirle de arma. Las tijeras del pelo eran estrechas y alargadas, demasiado livianas para intimidar a nadie, pero calculó que sabría utilizarlas como un punzón, llegado el caso. Rescató una sudadera del cesto de la ropa sucia y se la puso. Sujetó las tijeras en la palma de su mano de manera que quedaban ocultas bajo la manga. Todo el cuerpo le temblaba y necesitó unos segundos más antes de abrir la puerta y abandonar su escondite.

Su plan era una mierda. Le pediría a Deshi que saliese para hablar con él un momento, y luego le diría: corre. Corre. Una palabra que suena a graznido cuando se trata de salvar la vida. Pero cuáles eran sus opciones.

—Ya estoy aquí…

Compareció en el salón, esperando encontrar al comisario en la butaca donde lo había dejado, pero quien ocupaba el lugar era su hermano.

Deshi, completamente inmóvil.

Deshi, con diez centímetros de flecha asomando por su ojo derecho.

Ella ni siquiera pudo gritar. Su boca chasqueó y quedó abierta como una fractura.

Nada más que un hilo de sangre caía del ojo reventado. El semblante de Deshi, con la cabeza apoyada suavemente en el respaldo, se había congelado en un gesto de incipiente sorpresa.

Li Yun reaccionó al sentir un movimiento a su espalda. Se giró y allí estaba Ammán, el falso Ammán, sosteniendo una pistola ballesta entre sus manos como quien sujeta un periódico en la parada del autobús.

—Has tardado —dijo él.

Y ella echó a correr.

Salió por el pasillo, rumbo a la puerta del piso. La encontró cerrada con llave.

—No —casi sin aliento. ¿Cuánto tiempo le había dado al bastardo para que pudiera asesinar cómodamente a su hermano, encontrar la llave y cerrar la puerta?

Al volverse: la figura de Ammán apuntándole con el arma desde mitad del pasillo. Tomándose su tiempo.

El tiempo que tarda un dedo en contraerse. Una goma en destensarse. Una flecha de acero en volar cinco metros.

Li Yun se agachó en el instante preciso y escuchó el impacto del dardo en la madera. Luego siguió la única estrategia del acorralado: cargó contra su enemigo. Y lo hizo aullando, una estampida pálida, las tijeras escurriéndose de la manga y cayendo al suelo, inalcanzables. El mimético se hizo a un lado. Li Yun se dejó ir hasta el otro extremo del pasillo. Sin mirar atrás —no necesitaba ver cómo él recargaba su arma—, entró de nuevo en el cuarto de baño y se encerró con pestillo. Su cuerpo menudo se movía a saltos, como si devolviera al mundo una energía absorbida durante años. Fue a la ventana, se impulsó en la tapa del inodoro e introdujo su torso por el estrecho hueco. De algo estaba segura: el hombre no podría seguirla por allí.

Una patada hizo saltar el cerrojo en el momento en que Li Yun saltaba al vacío. Había salido con la cabeza por delante y en la caída no pudo girarse por completo, de modo que se estrelló de espaldas contra el techo de plástico de la caseta, hundiéndolo. Rebotó y cayó de rodillas sobre el cemento. Aturdida, sin respiración, salvada.

El hombre que no era Ammán sacó la cabeza por la ventana. Luego desapareció y volvió a asomar con el brazo armado por delante. Trató de apuntar al cuerpo de Li Yun, pero entonces ella alzó los ojos y lo vio y rodó hasta quedar fuera de su ángulo.

La espalda contra el muro, Li Yun se concedió unos segundos para pensar. Y ese fue su error, detenerse, porque ahí se rompió.

—Ah… —Un llanto que no tenía volumen, ni voz, pero hacía que se doblara de dolor, las manos en el vientre.

El horror es esto: Li Yun se derrumba pensando en su hermano muerto.

Y la maravilla es esta: en el salón de su casa, tres pisos por encima, Deshi se despierta ahora pensando en ella.

Vivo.

Tranquilo.

Pero sentía que algo no iba bien. Algo relacionado con Li Yun. Pero qué, no era capaz de recordarlo. Una nube de sopor le oscurecía los sentidos. ¿Se había quedado dormido en la butaca? Luchando contra el hormigueo de sus músculos se puso en pie y avanzó hasta el centro del caótico salón.

—¿Li? —pronunció.

Oyó un ruido y volvió la cabeza, pero solo encontró su imagen en uno de los espejos surcados de letras. No tenía mal aspecto, en camiseta de tirantes. Sus bíceps iban ganando definición gracias al ejercicio continuo. Sí, papá estaría orgulloso de él. Entonces vio algo extraño en su rostro.

—Qué…

Se llevó los dedos al ojo derecho y tocó la pluma que asomaba de la flecha de acero, sin comprender. El significado se escondía, como el resto del proyectil, dentro de su cabeza.

Y de pronto lo recordó. Li Yun. El comisario. La pistola ballesta en la bolsa de plástico. El disparo.

—¡Li! —gritó, al tiempo que se agrandaban las pisadas del falso Ammán por el pasillo.

Deshi salió a su encuentro, y chocaron.

El mimético parpadeó varias veces, más confundido que aterrado, como si repasara una cuenta mal hecha. Un cuerpo frente al otro y las manos de Deshi dibujando una caricatura de golpe en el aire, un borrón de kárate que sirvió al menos para hacer caer el arma del otro. Forcejeos. Sus pies enredados y ambos en el suelo; el mimético panza arriba, Deshi a horcajadas sobre él.

Quiso estrangularlo. Rodeó su cuello y apretó con tanta fuerza que la cara del falso Ammán se volvió púrpura en tres segundos. El castigo por asesinar a un comisario no era una noción real en su cabeza. Nada importaba más allá de este momento; debía matarlo. Y lo habría conseguido de no ser porque el otro agarró el extremo de la flecha clavada y tiró con sus últimas fuerzas, arrancándola del hueso.

Deshi —lo que quedaba de él, para el caso— se desaguó entonces en una tromba de sesos y sangre sobre el rostro del mimético. No hubo dolor. Simplemente las luces se apagaron en su sala de mandos, un final por desahucio; su cuerpo perdió unidad y se desplomó como un manojo de miembros sobre el policía, que se revolvió, bautizado, movido por una recién descubierta sensación de asco.

Sin perder un instante, el clon se puso en pie y fue a recuperar su ballesta. La encontró inservible, desencajado el arco de sus fijaciones. De modo que soltó la flecha pegajosa que aún llevaba en su mano y exploró el mundo de objetos a su alrededor. En el salón no había otra cosa que basura y libros tirados, pero entonces entró en la habitación de Deshi. La guarida del ninja.

Entretanto, Li Yun atravesaba renqueante la vivienda de la planta baja sin encontrar a nadie. Se asomó al rellano de las escaleras y aguzó el oído. Luego salió, y fue al reanudar la carrera cuando se dio cuenta de que algo se había roto en su interior. Su cadera ardía con cada paso. Ni siquiera podía caminar deprisa, pero hizo acopio de fuerzas y llegó hasta la salida del edificio.

La luz tóxica del mediodía le advertía: no encontrarás amigos aquí fuera.

Y ella lo sabía. Estaba sola. Pero huía, porque existía una deriva en los acontecimientos que la arrastraba hacia fuera, lejos de su casa, lejos del sillón donde había visto a su hermano muerto.

El callejón no sintió su tragedia. Li Yun se tambaleaba por la acera sucia mientras unos hombres discutían en la parte trasera del mercado. Problemas de abastecimiento, aquello sí era importante. La muchacha oriental con la sudadera rasgada y los pies descalzos no contaba siquiera como presencia real.

Invisible, pero demasiado dolorida para creerse un fantasma, Li Yun llegó a la plaza y caminó entre las casetas y el público sin atreverse a pedir auxilio. La sola idea era ridícula. Veía los rostros de aquella gente y los calculaba a una distancia de años luz. Vidas salvaguardadas por la rutina y el no saber. Ahorradores de miradas.

Un coche se detuvo entonces en la esquina de la plaza.

De él se apearon dos hombres. Los ojos de Li Yun se fueron sobre ellos a través de la multitud, sin saber por qué, sin reconocerlos aún, pero atraída por su postura, por el grado intenso de su gesto. ¿No le estaban haciendo señales?

Ciro.

Ciro y el auténtico comisario Ammán.

Y la luz que cambia súbitamente en sus rostros, un viraje del alivio al espanto.

—¡Corre! —grita Ciro, remolineando los brazos.

Ammán empuña algo que emite destellos tristes. ¿Una pistola?

El cuadro del instante gira a toda velocidad y de pronto Li Yun ya no sabe dónde están su enemigo, su miedo, su refugio, su huida, así que da media vuelta. Pero ahí lo tiene, esperándola.

Un hombre con la cara bañada en sangre que la ha seguido desde el portal. Lleva una espada en las manos, y lo asombroso es que Li Yun llega a reconocer la katana de su hermano, su hoja levemente curva, la empuñadura negra, pero ahí termina su discernimiento.

Porque el hombre levanta el arma hacia un lado y la descarga contra el cuello de ella en un barrido certero.

Li Yun se siente volar. Durante una fracción de segundo está contemplando la plaza desde una altura imposible, planea como una gaviota por encima de las cabezas, los tejados verdes de los puestos, el luminoso del metro, incluso por encima de Ciro, que la mira pasar con la boca abierta. Es una impresión pura, desprovista de emociones o significados, un último registro de los sentidos que inesperadamente toca la esencia de estar vivo.

Después, nada.