2
Yonan

«Por un mañana seguro», decía la tarjeta.

Pero no había sintagma más escurridizo que el mañana. El mañana de la ciudad. El mañana de la avenida. El mañana de su familia.

—Goliadkin, buenos días.

—Hola. Mi nombre es Ciro Márquez, número de póliza 8935.

—¿En qué puedo ayudarle, Ciro?

La telefonista entendió con alarmante rapidez lo que él quería. Leyó sus silencios y balbuceos como si formaran parte de un lenguaje preciso y fácil de descodificar. El lenguaje de las últimas oportunidades.

Acordaron una cita el martes a las doce y media.

—¿Tengo que llevar algo? —preguntó él con torpeza.

—No tiene que traer nada, Ciro.

Después de colgar pasó por el despacho de Juan Oliver. No había ninguna equis de cinta policial extendida entre sus jambas; ni siquiera estaba cerrado. Ciro empujó la puerta y tan pronto como puso un pie dentro supo lo que se iba a encontrar. Cajones vacíos. Archivadores huecos. Olor a desinfectante.

Todas sus emociones se concentraron en un nodo colérico a la altura de los ojos.

—Hijo de puta —le dedicó a Ammán, el comisario de manos vitiligosas y voz serena, el embustero elegante.

Resolver el asesinato del decano podría haber sido tan sencillo como encontrar su agenda o dar con un nombre rodeado por un círculo en el trozo de papel adecuado. Ahora no quedaba nada, ni un cuaderno que hojear, ni una huella que fotografiar. Ciro utilizó el teléfono del despacho —lo único que habían dejado sobre la pulida superficie del escritorio— para llamar a la policía y preguntar por el comisario. Le respondieron con evasivas.

—Por favor, dígale que me gustaría hablar con él. —Y se aseguró de que anotaban su nombre—. Es importante.

Mientras descendía las escaleras, rumbo a su clase de las once, una súbita tentación de abandono jugueteó con los resortes de su voluntad como un bebé de manos gruesas y destructoras. Olvidarse de todo. Huir. Aún luchaba contra aquellos dedos cuando entró en el aula de Historia Moderna y se encontró a una sola alumna, la muchacha oriental experta en convertir preguntas en bumeranes. Los pasos de Ciro sobre la palestra resonaron por la sala vacía. Comprobó el reloj colgado encima de la pizarra.

—Doce minutos y los alumnos dan por suspendida la clase. —Miró las coletas negras de la chica y por alguna razón le hicieron recordar su nombre—. Gracias, Li Yun.

—No se han ido. —Sus labios estrechos y cortos parecían inhábiles para cualquier emoción; pero aquello solo era una idea apresurada que Ciro muy pronto desecharía—. Es que no ha venido nadie más.

Ciro se sentó en el borde de la mesa del profesor. Un cansancio tibio se propagó por sus músculos. Se preguntó si aquel hemiciclo de mesas vacías era la señal de algo. Una nueva etapa. O una extinción.

—No sé de qué me sorprendo. —Sonrió, aunque sentía el peso de una columna de granito sobre su cabeza.

—Dicen que eres sospechoso.

—¿Sospechoso?

La chica asintió. Seguía inmóvil en su silla, con las manos entrelazadas sobre su cuaderno como si todavía aguardase al comienzo de la lección. Pero fue Ciro quien aprendió un par de cosas interesantes, solo con mirarla: primero, que su implicación en la muerte de Oliver ya era objeto de murmuración en todo el campus; segundo, que su calidad de sospechoso era precisamente lo que mantenía a Li Yun clavada a esa silla.

Silencio. Había un poder de investidura en aquellos ojos, decían: tú eres Alguien.

—Yo encontré el cuerpo, eso es cierto. Una parte. Y me unía una relación de amistad con el decano. Por eso me ha interrogado la policía. —Se frotó el rostro, por si en él se estaba formando alguna expresión nebulosa—. Pero tú no me crees capaz de cortarle la cabeza a nadie, ¿no?

La broma no alcanzaba a serlo, porque existían realmente un cuerpo decapitado y un asesino, no muy lejos de allí. Tal vez entre los alumnos ya habían comenzado a llamarlo psicópata.

—Y ahora ¿qué piensas hacer? —dijo Li Yun.

—Bueno… ya te he dicho que éramos amigos.

—¿Vas a buscar al culpable?

—Debo ayudar a encontrarlo, ¿no crees? —La pregunta iba dirigida a Li Yun, pero Li Yun solo era un espejo—. Incluso si no fuera mi amigo, y yo no fuera sospechoso, sería mi deber como ciudadano impedir que un crimen así quedase impune. Proteger a los demás de la amenaza que supone un homicida en libertad.

Una capa de decepción tintó la mirada de la chica. Dijo:

—Yo pensaba en algo más… elemental, como la venganza.

—Ibas a decir otra cosa.

—Iba a decir algo más humano. Más personal.

En aquel momento Ciro supo que contaba con una aliada. Que Li Yun le ayudaría en lo que hiciera falta siempre que reconociese el odio que le quemaba por dentro. Siempre que se dejara de principios y le hablara de dolores. Como si aquella joven de piel lechosa llevara todo el curso —tan paciente, tan aplicada— esperando este giro dramático de los acontecimientos.

Un rato después tuvo que presentarse en la cocina del gran comedor. Fuera de sus trincheras mentales, aquel día no se diferenciaba de cualquier otro en el calendario monocromo de la universidad. Se puso el delantal y el gorro, frió patatas, cortó pepinos, horneó empanadas. El jefe de cocina era un tipo pequeño con coleta que no hablaba más de lo imprescindible; podría saberlo todo acerca de Ciro o no saber nada, ni siquiera su nombre.

—Hay que sacar la carne para mañana. —Daba sus órdenes de forma impersonal, como fenómenos meteorológicos.

El arcón congelador se encontraba en la parte trasera de la cocina. Levantó la pesada tapa y se puso los guantes. Cinco kilos de chuletas. Diez de carne picada. Pollo. Magro. Trasladó lo necesario al frigorífico del otro extremo, hasta que el sudor comenzó a picarle por debajo del gorro.

Fue al terminar, en el movimiento para cerrar la cámara, cuando descubrió la punta de un zapato asomando del hielo.

Estaba allí.

Quien hubiera sido responsable de su muerte se había tomado la molestia de colocarlo bien escondido en el fondo del arcón, por debajo de cientos de kilos de carne.

Ciro miró hacia la puerta de la cocina. Los otros podían aparecer en cualquier momento, pero el apetito de respuestas pesaba tanto en sus ojos que casi le hizo volcar dentro de la cámara abierta. Jadeando nubes blancas, comenzó a apartar bolsas y bolsas en busca del tronco humano. La tela de la chaqueta, al toparse con ella, se le antojó del mismo color que un cofre enterrado. Y en su bolsillo, lo más parecido a un tesoro: la agenda de Juan Oliver.

Iba a extraerla cuando su mirada se fue hacia la mano lívida que asomaba un poco más abajo. Una convulsión estuvo a punto de poner su estómago en erupción.

—¿Ves cómo no era una buena idea? —murmuró al fin. Porque lanzar un reproche al cadáver era lo más parecido a velarlo que se le ocurrió—. Viejo cabezota.

Y a continuación, una carcajada enferma. Viejo cabezota.

Antes de volverse majara en aquella repentina morgue, Ciro se guardó la agenda en el bolsillo del pantalón y salió dando tumbos para avisar al jefe de cocina.

Sole no se molestó en contar los golpes. Supo que era su marido quien llamaba a la puerta del sótano antes de que comenzara, porque no había modo de confundir aquellos pasos por el parquet del recibidor. Todo lo que constituía Ciro tenía un reflejo matemático en sus pisadas, en los gramos de indecisión por cada centímetro cuadrado.

—¡Soy yo! —se anunció, repitiendo la contraseña acordada: un golpe, tres golpes, un golpe, tres golpes.

Ella subió los escalones y abrió la puerta blindada. Aunque había estado llorando durante horas, él fue incapaz de leerlo en sus ojos. Solo se preocupó al no ver al niño correr a su encuentro:

—¿Y Pau?

—Está durmiendo. No ha hecho otra cosa en todo el día.

Ciro lo rescató de su madriguera entre los cojines del sofá y lo subió en brazos hasta su dormitorio. Luego Sole y él cenaron en la cocina. La luz del techo hizo amago de extinguirse mientras él servía el agua.

—Antes nos hemos quedado a oscuras, ahí abajo —dijo Sole—. Solo ha sido un rato, pero casi me pongo histérica.

—Ya sabes que hay linternas. Aunque sería prudente tener un generador de gasolina. Mañana le preguntaré a Ve…, a Germán, por si sabe dónde conseguirlo.

Velasco había sido el conseguidor. Su muerte era lo más parecido a un corte de energía en el cerebro de la avenida que cabía imaginar.

—Un generador —repitió ella, dando un barniz crepuscular a la palabra—. Un generador no va a impedir que vengan a cortarnos el cuello cualquier noche.

El olor a beicon frito cargaba la atmósfera entre los dos de cierta cualidad fracasada. ¿Cuánto tiempo podrían alimentarse con las sobras del comedor universitario? Ciro tuvo que soltar los cubiertos para que no se notara el temblor de sus manos.

—Escucha —empezó—. Sé que quieres irte de aquí.

—No lo soporto más, Ciro.

—Lo sé.

—Es como esperar en la cola del matadero.

—He decidido activar el mimético.

—¿Qué?

Ella estaba segura de haberle entendido. La duda que hacía girar sus alarmas era si su marido se estaba derrumbando. Una desesperación sumada a otra desesperación no iluminaba el futuro.

—Creo que es lo mejor —prosiguió Ciro—. Él os protegerá mientras estoy en la universidad. Me han dicho que es un procedimiento muy rápido. Podríamos tenerlo aquí esta misma semana. Y no nos cuesta nada. La empresa está deseando deshacerse de ellos, su mantenimiento es caro.

Sole se levantó para buscar la botella de vino blanco en la nevera. Era el único alcohol que se permitían tomar, siempre el uno frente al otro.

—Mira cómo terminó Abel —dijo antes de beber.

—Abel decidió marcharse. No tuvo nada que ver con Yago.

—Fue horrible lo que hicieron con él.

Ninguno de los dos pudo continuar con la cena. Se limitaron a ignorarla.

—No son personas, Sole. Es fundamental que lo tengas claro desde el principio.

—¿Por qué esta casa es tan importante para ti?

—No es solo la casa. Es mi trabajo… Y lo que ha ocurrido con Oliver.

—Tú no eres policía, Ciro. Deja que ellos se ocupen.

—Igual que se ocupan de protegernos aquí, ¿no?

—Exacto. Aquí es donde están los verdaderos problemas, es como si te negaras a verlo.

—Ayer estuve en el funeral de mi mejor amigo y de su hija de siete años. Y vi sus cuerpos después del ataque. Te aseguro que no es algo fácil de olvidar.

—Entonces, ¿por qué coño quieres que sigamos aquí encerrados, esperando que nos toque a nosotros? —Soltó un bufido y comenzó a recoger los platos.

—Lo que está pasando en la universidad es importante, Sole. Puede cambiar el futuro de la ciudad. Y yo tengo el privilegio de intervenir.

—¡El privilegio…! ¿Estás mal de la cabeza? ¿Quién te has creído que eres? Enseñas en una clase vacía, trabajas de cocinero y ni siquiera te pagan. ¡Vivimos de la comida que robas!

—No la robo, joder, lo hago por… —Apretó los puños, herido—. ¿Cómo puedes ser tan estúpida?

—Anda y vete a la mierda.

Sole salió de la cocina y trotó al piso de arriba. Se oyó el portazo del cuarto de baño. Pocos segundos después, Ciro sintió el zumbido del calentador de agua. En su circo mental de rencores y deseos, él era un hombre ebrio de orgullo capaz de subir las escaleras detrás de su mujer, sacarla de la ducha de un tirón y follársela en el suelo con ciegas embestidas. Un hombre capaz de abandonar luego aquella casa y no volver jamás.

Pero ese hombre no existía fuera de la arena de sus pensamientos.

Lo que hizo el verdadero Ciro fue quedarse sentado un rato en la silla de la cocina, bebiendo vino. Buscó en su bolsillo la agenda de Oliver y se puso a hojearla con detenimiento.

La letra del decano se tumbaba hacia la derecha como vencida por un alisio de preocupaciones. Y en cada página, el caos: clases, temarios, libros, conferencias, nombres…

Nombres. Pero ninguno más destacado que los otros, a primera vista. Conocía a muchos de aquellos alumnos. A los demás podría ponerles rostro con solo revisar el archivo de la facultad; demasiado sencillo.

Entonces advirtió que uno de los nombres se repetía aquí y allá, en horarios dispares. Tardó en verlo porque ni siquiera era un nombre de persona.

Void.

Vacío.

Tenía que ser él. El único a quien Oliver había consignado en clave. El único innombrable.

El súbito llanto de Pau en el dormitorio lo estremeció. Voló escaleras arriba. El niño se había caído de la cama y contemplaba la habitación en penumbra con la estupefacción de un filósofo loco.

—Ya está, ya está —lo tranquilizó, devolviéndolo al colchón. Se tumbó a su lado y le acarició el flequillo húmedo hasta que volvió a adormilarse. No era buena señal que el niño durmiera tantas horas. Ciro se imaginó a su pediatra mirándoles por encima de las gafas y hablándoles de depresión. De miedos. De ansiolíticos para bebés. Pero su pediatra no haría tal cosa porque hacía tres semanas que habían cerrado el Centro de Salud del barrio.

Cuando Sole salió del cuarto de baño, media hora después, encontró a padre e hijo compartiendo un mismo aliento sobre la cama, profundamente dormidos.

Las oficinas de Goliadkin Genética ocupaban un antiguo palacio en la intersección de dos arterias céntricas, con el ayuntamiento y el Banco Nacional como escoltas de hormigón. Dos ángeles sentados en lo más alto sostenían un escudo de nobleza irreconocible mientras, a pie de calle, una tramoya de andamios y puntales mantenía los vanos en su sitio pero no evitaba que todo el mundo contuviera la respiración al cruzarlos.

Lo que asustaba a Ciro, sin embargo, era que se le viniera encima algún problema burocrático: una línea punteada sobre un papel, una vieja multa sin pagar, un requisito bancario de última hora. ¿No bastaría su implicación en el crimen de Oliver para vetarle cualquier derecho? Subió la gran escalera con la fatiga anticipada de la derrota, seguro de que perdía el tiempo, de que se reirían en su cara.

Y sin embargo, había una mujer esperándole.

—¿Ciro? Soy Yolanda. —Se estrecharon la mano. Luego ella le guio por un pasillo de puertas selladas y paredes despellejadas. El mérito estaba en que tapices, lámparas y mármoles habían sido usurpados con tanta discreción que el edificio no parecía víctima de un saqueo. Ciro tuvo que combatir la sensación de estar atravesando un sueño.

Yolanda tendría apenas treinta años, pero vestía como una mujer mayor, alguien necesitado de subrayar su grado continuamente.

—¿Conoces el funcionamiento de nuestra agencia, Ciro? —Le sonrió mientras se sentaban en medio de un despacho con vistas a la diosa Cibeles. Solo entonces se le ocurrió a Ciro que aquella mujer podría ser la directora de Goliadkin Genética, y no una simple recepcionista.

—Lo he visto de cerca. Un amigo activó su mimético para… tareas de protección.

—Ah, muy bien. —Yolanda sabía cuáles eran las preguntas que debía y las que no debía hacer. ¿Qué tal resultó la experiencia de tu amigo? pertenecía al segundo grupo.

Había una carpeta verde encima de la mesa. La probable directora la abrió y Ciro sintió cómo un insecto le corría por la nuca al atisbar las tres fotografías de la primera página: una suya, otra de Sole y la última de Pau, jugando en el jardín. ¿Quién las había tomado? ¿Cuándo?

—En realidad es más sencillo de lo que parece —dijo ella.

—Me gustaría que fuera lo más rápido posible. —Ciro se alarmó ante el aleteo nervioso de su propia voz—. Tenemos… Se ha dado una situación de emergencia en el barrio. Un problema de seguridad.

—Sí, es algo muy común, desgraciadamente. Por eso hemos sintetizado el proceso al máximo. Gracias a las nuevas técnicas de AIM conseguimos tener al mimético adiestrado y listo para entregar en cuarenta y ocho horas.

—No sé lo que es AIM —reconoció Ciro.

—Adiestramiento por Impulsos Microeléctricos. Tenemos un sistema nuevo capaz de cargar toda la programación en el cerebro del cultivo en menos de diez minutos. En realidad, lo único que demora el proceso es el parto.

—¿El parto?

—Lo llamamos así. —La mujer sonrió. Sus pendientes eran caracolas de plata que no por casualidad evocaban la forma de dos letras G—. También llamamos úteros a las cápsulas donde se nutren y crecen a lo largo de los años. Para ellos la activación supone un cambio mucho más drástico que para un bebé de nueve meses. Para serte franca, hemos perdido a algunos cultivos en el parto. Y no por negligencia, ni fallo técnico. Según parece, algunos no son capaces de superar el shock, simplemente. Un dos coma siete por ciento de los casos, nada más. Pero tengo que advertirte.

—Está bien.

—También es mi obligación explicarte que una vez activado el ceeme, pasa a tu propiedad y queda absolutamente desvinculado de la agencia. —Vio la señal de interrogación en el rostro de Ciro—: Cultivo Mimético, ceeme. Nos encantan las siglas, perdona. ¿Hay algo más que quieras preguntarme?

—Bueno… —El sudor en las palmas de sus manos—. Sé que hay una contraseña para… en fin…

—La Consigna —asintió ella, inexpresiva; había un trabajo invisible en los músculos de su cara—. Es un seguro para la familia que decidimos incorporar hace un año, a raíz de ciertos problemas. Viene explicado al detalle en la cláusula adicional. En realidad es muy simple.

Ciro aceptó su palabra y ella le tendió el primer papel para firmar. No siguieron muchos. El contrato era tan unívoco como la compra de un electrodoméstico, y se resumía en que Goliadkin Genética se desentendía por completo del destino del ser cuasihumano al que llamaban cultivo. De lo que este pudiera hacer o sufrir de ahora en adelante. No había garantías ni derecho a devolución, pero tampoco un precio que pagar. Parecía justo.

—¿Quiere ver a su cultivo? —ofreció la mujer, al terminar.

Ciro reprimió un grito de pánico. En su lugar, soltó:

—¿Los tienen aquí?

—No, el depósito está en otro lugar, pero recibimos ecografías periódicamente. Estas son las últimas.

A barlovento de su miedo, los dedos de Ciro salieron al encuentro de las fotografías y las izaron ante sus ojos. Tardó en reconocerse.

—Impresiona un poco, ¿verdad? —dijo ella.

Él ni siquiera pudo contestar. Un rostro abotargado y gris le devolvía sus rasgos desde las tinieblas acuosas del papel. Ciro apartó su vista antes de que el otro abriera los párpados y le diera un susto de muerte.

—¿Hemos terminado? —urgió, devolviendo las imágenes.

Yolanda, la treintañera vestida de señora que quizá sí o quizá no dirigiese Goliadkin Genética, le respondió que en efecto habían terminado. Y al hacerlo sus cejas se alzaron, no más de un milímetro, pero delatando una perceptible pérdida de lastre.

Fue en el último momento, al incorporarse, cuando ella encontró un disco en el fondo del dossier.

—Espera. Parece que tu padre te dejó un mensaje.

—¿Cómo?

—Es una práctica habitual cuando alguien contrata un cultivo para su hijo. O lo era, hace unos años. A muchos padres les gustaba dejar un mensaje, por si ellos no estaban en el momento en que el modelo decidía activar a su cultivo. El modelo eres tú, en este caso —especificó, tendiéndole el disco—. En el contrato también apareces con el acrónimo PMG: Proveedor de Material Gene…

—¿Es un vídeo? —Ciro dio un paso hacia atrás.

—Es lo habitual.

—No lo quiero.

—Mi obligación es entregártelo, Ciro. Luego tú puedes hacer con él lo que quieras, claro, cuando estés fuera del edificio. Son las normas.

No había querido pensar en su padre desde que murió, dos años atrás. Darse cuenta de este hecho le trasladó un sabor punzante y desagradable a la boca; se imaginó que así olería el aliento de las gaviotas del vertedero.

—Está bien. —Tomó el disco y lo metió en un sobre junto con su copia del contrato—. ¿Me avisarán, entonces?

—Te llamaremos en cuanto esté listo, Ciro.

—Es mejor que usen mi número de la facultad, la cobertura de mi móvil no es…

—Lo tenemos en cuenta.

El peso que ella se había quitado de encima —¿respiraría igual con cada mimético entregado?— emplomaba ahora los músculos de Ciro en su camino hacia la puerta. Era la carga de un remordimiento, todavía sin objeto, como un duelo anticipado por los errores del futuro.

La mano de Yolanda estaba más caliente al despedirse. Toda ella emitía una humanidad perfecta, focalizada, aprendida. Ciro le aseguró que conocía el camino de salida y tomó la escalinata de mármol, zanqueando. Pensó en qué ocurriría si tropezase ahora y se partiera el cráneo. ¿Revocarían el contrato que acababa de firmar y usarían el cráneo de su ceeme para curarle, como era su función original, o le dejarían morir y procederían a entregar a Sole una copia íntegra de su marido?

Iba tan ciego de ansiedad que tropezó con una pareja que conversaba en el vestíbulo.

—Perdón.

Aquel hombre tenía los ojos carcomidos de desesperación y Ciro adivinó que se trataba de otro cliente como él. De la mujer que le atendía solo alcanzó a ver un perfil semioculto por la melena negra, y sin embargo…

Salió a la calle. El impacto del sol le hizo tambalear.

—¿Taxi? —ofreció una voz desde el borde de la calzada.

Pero ningún taxi querría llevarle a su casa, lo sabía de sobra. Y ninguna boca de metro se abría ya en la avenida de los Fuegos. Consultó el reloj y echó a andar hacia el lugar convenido con Nando, sin tolerar un solo pensamiento que no fuera dónde poner sus pies o cuándo cruzar una calle. Eliminando rostros de su cabeza.

Rostros como el de su mimético, cuya gestación de más de treinta años está a punto de concluir, aunque él todavía no lo sabe, y flota dormido en su magma artificial, soñando qué, pesadillas de larva.

Rostros como el de su padre, agazapado en el disco que llevaba en el bolsillo, quizá sonriente y aún joven; más que joven, resucitado.

Rostros como el de la mujer del vestíbulo, tan extraordinariamente parecido al de Yolanda, la directora… ¿y a cuántas otras empleadas de Goliadkin Genética?

No pensar.

No pensar.

No pensar.

La cláusula adicional explicaba el funcionamiento de la Consigna. Era tan sencillo que un niño de tres años podría entenderlo. Aunque Ciro ni siquiera necesitaba leerlo: lo había visto.

Siete palabras murmuradas al oído.

Tenían que ser siete. Tenían que ser murmuradas tan cerca que se pudiera sentir el aliento. Como un secreto.

Siete palabras elegidas por un programa informático para eludir cualquier significado sintáctico y semántico. Estadísticamente imposibles de escuchar al azar.

Siete palabras que solo tendrían sentido para el cerebro programado de un único cultivo mimético. Y que activarían un resorte.

Un protocolo de destrucción.

La palabra es suicidio.

Suicidio.

(Pero en los miméticos no se llama así. No se quiere llamar así. No es prudente. No es sano. No son personas.)

La Consigna sería entregada en un papel impreso por el personal de Goliadkin Genética junto con el cultivo mimético. Se aconsejaba la memorización del texto y la eliminación de todo registro escrito. La agencia no guardaría copias de las consignas en ningún archivo, en ningún fichero, en ninguna memoria.

El cliente renuncia a cualquier derecho de reclamación.

Ciro contemplaba la agenda encima de su mesa: un simple cuadernillo con tapas de piel negras, un objeto nimio a la deriva de los acontecimientos y al mismo tiempo un dramático punto de encrucijada.

—Policía —contestaron al otro lado, pero Ciro colgó el teléfono.

El impulso de hurgar en los bolsillos de un cadáver y guardarse su botín había convertido a Ciro en imprevisto transeúnte de la ilegalidad. Si ahora llamaba al comisario tendría que inventarse una historia para explicar por qué no entregó la agenda en el primer momento. Aunque aquel no era el verdadero problema. El problema era convencerse a sí mismo de que podía confiar en Ammán.

Miró de nuevo la agenda y —estaba seguro— Void le sonrió desde detrás de sus tapas negras. Encuéntrame, decía. Si te atreves.

Frente a la ventana del despacho se secaban las copas de dos pinos viejos, inmóviles; más allá, la parte trasera del edificio de la biblioteca no daba cuenta del bullicio que tenía lugar entre sus muros, donde cada día se juntaban cientos de alumnos, no siempre con la intención de estudiar o siquiera abrir sus libros. Ciro podía imaginarlos ahora mismo, derramados en grupos por el césped de la entrada principal, charlando, fumando, haraganeando como si el futuro todavía les fuera debido.

Si tan solo pudiera escuchar sus conversaciones.

Si pudiera deslizarse entre ellos, como uno más, y preguntarles…

El teléfono comenzó a sonar entre sus dedos. Era Ammán, lo supo de inmediato. Había localizado su llamada y quería saber qué tenía que contarle.

Ciro devolvió el teléfono a su soporte y esperó a que dejase de sonar. Luego se levantó, guardó la agenda en su bolsillo y salió del despacho. No llevaba más abrigo que una camisa con las mangas vueltas, pero el aire estancado del departamento se le pegaba a la piel como melaza. Quizá estaba enfermo. Llevaba días sin dormir, apenas hilando cabezadas y atento a cada respiración de Sole a su lado, sintiendo la inminencia de un cambio, un sobresalto que podría ser trágico o indescriptiblemente bueno: el sonido de pisadas en el vestíbulo o su mujer dándose la vuelta, buscándole, besándole.

Encontró a Li Yun sentada en el suelo del pasillo, frente a la puerta del departamento, su espalda contra la pared, los ojos cerrados.

—Li Yun —le tocó el hombro—, ¿qué haces aquí?

Ella se quitó los auriculares ocultos bajo su melena lisa. Ni rastro de sus coletas de colegiala.

—No has venido a clase —dijo.

Ciro había olvidado por completo sus clases. Pero las había olvidado de un modo transitivo, realojando en su hueco imágenes nuevas: la cabeza plastificada de Oliver, abriendo de pronto su boca para pedirle ayuda; las manos vitiligosas de Ammán sobre el volante, conduciéndole al otro extremo de la verdad; la última vez que peleó con su padre, boxeo de miradas y sarcasmos.

Además, Li Yun era la única alumna que parecía echarle en falta. Y no estaba aquí por la lección de historia.

—¿Quieres ayudarme? —la tanteó Ciro. Ella se incorporó y quedó firme ante él—. No tienes ninguna obligación.

—Ya lo sé. Por eso lo quiero hacer.

Sus palabras produjeron en Ciro un seísmo de embriaguez. No se merecía estar orgulloso de su alumna —él no se engañaba respecto a su fracaso como profesor—, pero un torrente de gratitud difusa estuvo a punto de manar por sus ojos.

Lo que hizo fue asentir y ofrecerle un café de máquina. Se fueron con dos vasos de plástico hasta el fondo de un largo corredor, donde Ciro entreabrió la puerta que daba a la escalera de incendios. Salieron a la plataforma metálica y les recibió un intenso olor a estación seca, necesitada de insectos.

—¿Has oído alguna vez el nombre de Void? —le preguntó, antes de contarle dónde lo había encontrado.

Li Yun no era una chica popular, eso ya lo sabía. Sus amistades no se amoldaban al concepto geométrico de círculo. Puntos aislados, intersecciones de aula, tangentes de pasillo. La mayoría de esos amigos no conocían su nombre. Y por supuesto, ella no había oído jamás hablar de Void.

—Puedo preguntar en la red —dijo inmediatamente. Sus ojos negros emitían destellos muy cerca de los de Ciro.

—¿En la red?

—La intranet de la biblioteca. Se conecta todo el mundo para chatear. Y Void suena a nick.

Un nick; ¿cómo no lo había pensado antes? Apenas dos años desde que la red mundial colapsó y Ciro ya había borrado de su cabeza toda memoria de códigos y jergas. Pero recordaba el anonimato. La sensación de caminar por un inmenso subconsciente de verdades sin represalias. El lugar donde un asesino podría asomar la patita y algo más.

Decidieron que ella debía entrar sola. Si el hombre vacío se encontraba en aquella sala podría reconocer a Ciro, y entonces cualquier intento de aproximación resultaría inútil.

—Te esperaré en el aparcamiento —determinó él, antes de separarse frente al edificio de la biblioteca—. Ten cuidado.

Ella giró la mirada y acometió silenciosamente la escalinata en sus zapatillas blancas. Las terminales de ordenador se alineaban en largas mesas de patas metálicas; el solo brillo de sus pantallas parecía suficiente para congregar a la mayor parte de los alumnos presentes, como si la idea de sentarse a estudiar de veras o tomar un libro de los estantes se les antojara ridícula, la parodia de un rito antiguo. Li Yun atisbó un sitio libre en el centro de la sala y se abrió paso tratando de no rozar a nadie, de no mirar a nadie. Se sentó ante el teclado, accedió al listado de foros e inventó un nick para conectarse. Sintiendo el pulso en la yema de los dedos, deslizó su primer mensaje en el chat más concurrido.

Ariadna: ¿Alguien sabe dónde puedo encontrar a Void? Es importante.

Durante un minuto aguardó en vano. El flujo de la conversación se llevó su pregunta a toda velocidad. Ella volvió a teclear.

Ariadna: Busco a Void. De verdad, tíos, es muy importante.

MamyCristy: ¿Para qué le buscas?

Tuvo que reprimir la tensión de la euforia en su rostro. Demasiados ojos en torno a ella.

Ariadna: Tengo información. Algo muy fuerte que le afecta.

MamyCristy: ¿Qué información?

Ariadna: Es personal.

MamyCristy: ¿Quién eres?

Li apartó las manos como si las teclas pudieran morder. Aquella pregunta no estaba bien. Quién eres rompía todas las reglas del juego. Implicaba una amenaza. Implicaba también que iba en la buena dirección.

Ariadna: Se lo diré a él. ¿Está aquí?

Pasaron unos instantes. Nuevos lingotes de conversación aplastaron los suyos. Aparentemente nadie había tomado en serio a Li-Ariadna. Miró de reojo al chico sentado a su derecha. Llevaba una pulsera de cuero con pinchos, pero por lo demás tenía aspecto de empollón. Creyó ver que participaba en un chat distinto. Cuando regresó la vista a su pantalla, Li Yun sintió que el corazón le dejaba de latir.

Void: Hola, Ariadna.

Todos sus músculos cristalizados. Pero tenía que continuar.

Ariadna: Hola, Void.

Void: ¿Dónde te sientas?

El nacimiento del sudor era una repentina tortura en cada centímetro de su piel. Respiró hondo, aunque apenas separando sus labios, e improvisó:

Ariadna: Tengo que contarte algo. Nos vemos en la puerta de la cafetería dentro de quince minutos.

La siguiente respuesta tardó en asomar. Ella tuvo la absurda percepción de que el ritmo de todos los comentarios había decaído súbitamente, como si la sala entera contuviese el aliento. Al cabo:

Void: ¿Eres Rebeca?

Ariadna: No. No me conoces. Te veo en la cafetería.

Void: No.

Ariadna: ¿Por qué?

Void: Ahora ya sé quién eres.

Ariadna: No me conoces, ya te lo he dicho.

Void: Piensas que no, pero sí. Y te estoy viendo.

Void: 8-)

Era un farol. Agazapado en algún punto de la sala, el canalla buscaba la reacción que pudiera delatarla: una mano que cubre instintivamente la boca, una cabeza hecha peonza, un semblante fracturado de terror. Pero Li Yun se mantuvo de una pieza, su mirada en la pantalla, la agitación de su pecho apenas perceptible bajo la camiseta.

Abandonó el chat de inmediato, pero continuó tecleando a modo de simulación. Sintió un movimiento a su espalda y no pudo resistir un discreto vistazo. Un muchacho rubio se levantaba y comenzaba a recoger sus cosas metódicamente. Más agitación: alguien que toma la salida desde el fondo de la sala, una pareja que busca sitio para sentarse, otro que de pronto empuja su silla y sale precipitadamente de la biblioteca. ¿Quién…?

La frustración hizo gruñir a Li Yun; imposible escoger a uno entre aquel desfile de presuntos. Y sin embargo, se esforzó por atrapar el mayor número de perfiles, como en un monumental y caótico archivo de retina.

Dejó correr otro par de minutos antes de levantarse y marcharse de allí, sin prisa, sin presa.

Ciro la esperaba en el aparcamiento de la facultad, tal como habían previsto, bajo un sol que fumigaba las sombras. La vio llegar con una expresión febril, conjurada.

—Estaba ahí —dijo Li Yun; casi chilló—. Estaba ahí, mierda, y no lo he pillado. Le he dicho que tenía algo importante que contarle y que se lo diría en la cafetería, pero no irá, estoy segura.

—Puede que él sí vaya. —Ciro oteaba por encima de los coches a su alrededor. Percibió el temblor en las piernas delgadas de ella y deseó estrecharla en sus brazos—. Pero a mí ya no me parece tan buena idea. Me parece que ahora somos nosotros los que estamos en desventaja.

—¿Por qué? ¿Crees que sabe quién soy?

—No. Pero ahora sabe que le buscan y se puede imaginar por qué. Ha matado a dos personas. Y es un hijo de puta listo. Nos calaría antes que nosotros a él.

—Yo también sé fingir.

Ciro sacudió la cabeza mientras descubría algo sobre sí mismo: que necesitaba soltar un buen grito. Gritaría hasta perder la chaveta si no fuera por aquella veinteañera de rasgos chinos que todavía le tenía por un hombre sensato y seguro de sus principios.

—Lo que hemos averiguado —dijo, amarrándose por dentro— es que Void es real y no está solo. Tiene amigos que lo encubren.

—MamyCristy, Rebeca. Podría intentar averiguar algo sobre ellas.

—No. No quiero que hagas nada más, Li Yun. Ha sido una equivocación meterte en esto.

—No me dan miedo.

Por alguna razón sin identificar, tan modesta proclamación desató la anarquía bajo la piel de Ciro. Su garganta se secó de golpe, pero comenzó a sudar. Sintió una erección.

—Estamos dando palos de ciego —pronunció con los ojos cerrados, un asceta cobijado en su rezo—. Ese Void no será tan torpe de delatarse. No tiene sentido. Y lo que tú debes hacer es centrarte en tus clases.

—Para eso tendría que tener clases.

Comprendió que la muchacha no pensaba rendirse. Antes lo entregaría a él por cómplice, por pusilánime, por descubrirse como el gran hipócrita capaz de arrojar sobre los demás ideas en las que no cree. Tal vez era la núbil determinación de la muchacha lo que le había excitado, después de todo. O tal vez la tórrida certeza de que había llegado la hora de actuar, de jugársela de verdad, había conseguido ensanchar sus venas más que una decena de años de prédica vehemente en aulas esquilmadas y asambleas de vecinos. Pensó que Sole lo entendería mejor que nadie, si encontrara las palabras para decírselo. Si ella aún quisiera escucharle.

—El viernes iré a dar la clase. Es mejor que no nos veamos hasta entonces.

La chica apretó en sus labios conclusiones que él prefería no conocer, asintió con la barbilla y dio media vuelta para alejarse por el aparcamiento. Sus pies diminutos ya no parecían soportar ningún miedo.

Aquella noche Ciro tampoco durmió. Durante la cena, ante una Sole hecha silencio, y en los empantanados minutos que compartieron despiertos sobre la cama, él engarzó la frase perfecta dentro de su boca, pero en demasiadas versiones, con diez acentos distintos, diez texturas y densidades, sin encontrar el modo de soltarla. Voy a atrapar al asesino de Oliver, le diría. Voy a salvar al mundo, oiría ella. El dialecto de su matrimonio cada vez exigía intérpretes mejor intencionados.

Apenas hablaron del mimético, como un asunto lejano o poco realista, aunque esperaban su llegada para el día siguiente. Ella lo llamó perro guardián, y como tal pensaba tratarlo. Ciro pensó que había tantas cosas que desconocían acerca del mimético que ni siquiera tenía sentido preocuparse. La experiencia se construiría a sí misma. Necesitaba achicar todos los miedos de su cabeza para alojar inquietudes nuevas. Planes.

Cuando la noche se hizo rotunda y Sole comenzó a removerse bajo las corrientes ocultas de sus sueños, Ciro abandonó la cama y fue a la habitación de su hijo. El pequeño Pau dormía ovillado en su cuna, con el dedo pulgar en la boca y la melena esculpida en sudor. Ya era demasiado grande para aquel lecho de barrotes —Sole y él lo habían discutido mil veces, cuando a ella todavía le importaba—, pero proporcionaba cierto consuelo verlo allí acurrucado: no hacía pensar en cárceles sino en santuarios.

Acercó su nariz al cuello del niño solo para embriagarse con su olor. Había sorprendido a Sole haciéndolo muchas veces; ahora era su único vicio compartido. Después corrió las cortinas de la ventana para tapar la luz de la farola próxima.

Bajó a la cocina y sacó una botella de agua mineral de la nevera. A lo largo del invierno un sabor extraño había invadido el agua corriente, no más que un deje a herrumbre y moho, pero desde entonces tenían miedo de probarla. La suerte había querido que el hipermercado de la avenida fuera abandonado con el almacén repleto de agua embotellada; un tesoro que la asamblea se ocupó de repartir con acelerada justicia entre las últimas familias. Ciro calculó que todavía les quedaría media docena de bidones en el sótano. ¿Y después? Una cosa era llevarse las sobras del comedor universitario y otra muy distinta saquear sus reservas de agua mineral.

Bebió un trago corto y volvió a dejar la botella en su hueco de la nevera. Decidió que aplazaría la decisión sobre el agua hasta que les quedaran menos de diez litros. Entonces se le escapó una carcajada y tuvo que taparse la boca para no expulsar algo más, tal vez un alarido. Todo lo resolvía aplazando las decisiones al futuro. Pero ese futuro no existía. Era de mentiras. Igual que el refugio del sótano.

Al pasar frente a la puerta blindada sintió tanta vergüenza de sí mismo que las piernas le temblaron como a Li Yun en el aparcamiento. Resultaba todavía más patético cuando comprendía que el objeto de aquel engaño era él mismo. Una puerta que se dejaría tumbar por dos o tres individuos armados con una palanca metálica, tan fácil como desencajar el marco de la endeble pared en que estaba anclado. Y Sole lo sabía, no era idiota. Pero quizá ella completaba su parte del juego mintiéndole a Ciro, contándole que el niño y ella pasaban los días en el sótano, cuando en realidad solo se refugiaban allí para esperarle, a última hora de la tarde. Porque se trataba del bienestar de Ciro, por encima de todo. De que pudiera marcharse a sermonear a sus alumnos con la conciencia tranquila, ¿no?

Se dijo: cállate.

Avanzó a oscuras por el vestíbulo y desconectó la alarma de la pared antes de que comenzase a aullar. Otra máscara. Otro truco de ilusionismo.

La única protección que se había demostrado eficaz contra los hawaianos eran los miméticos. Nadie estaba seguro de la razón. Simplemente ocurría. Se mantenían tan lejos de ellos como podían. Los temían. Pero incluso aquel cálculo era inservible, nada de lo aprendido en el pasado podía proyectarse al mañana. El mapa de la historia había sido desplegado por completo y ahora un dios loco se encargaba de doblarlo otra vez, sin hacer caso alguno a los pliegues.

Ciro encontró el sobre de Goliadkin Genética en el aparador donde lo había dejado el martes al llegar a casa. Lo cogió con un movimiento raudo, como si aquel y no otro hubiera sido el objetivo de su paseo nocturno, aun sin saberlo. Entró en el salón. Se agachó ante el televisor y deslizó el DVD por la hendidura. Apretó el botón PLAY y se quedó mirando la pantalla con la respiración a flor de boca.

Apareció el rostro de su padre.

Un hombre de cuarenta años, copia al carbón de su hijo salvo por la barba recortada y la intensa aridez en sus facciones. Un hombre que sonreía trabajosamente ante una pared de color tierra. Ciro reconoció el único dormitorio de la casa donde fue niño.

—Hola, Ciro. —La voz quería ser neutra, teledirigida, pero no lo conseguía—. Si estás viendo este mensaje es que las cosas no han salido todo lo bien que…

Tuvo que apagarlo. Una sucesión de detonaciones frías había reemplazado el pulso vivo de su corazón. En la pantalla negra flotaba ahora la silueta de su propio rostro, una sombra inestable en la oscuridad amniótica del salón. Un salón que podría pertenecer a cualquier casa. Una casa normal. Tan consistentemente normal que necesitaría de una familia de la misma condición. Por eso ellos nunca habían encajado en la avenida, no importa cuánta pasión ni qué estrategias desplegara Ciro. No había anclaje.

Porque fue el viejo quien pagó esta casa. El hombre de la barba recortada había dado a su único hijo todo lo que estaba en su mano darle: genética y dinero. Y una genética de recambio, también. Su cultivo mimético a modo de seguro vitalicio en los almacenes de Goliadkin. Jamás se paró a pensar en el foso que tales privilegios podían cavar entre su hijo y, pongamos por ejemplo, una futura esposa de origen más humilde.

Sole siempre se había sentido de visita entre aquellos muros. No hallaba el modo de conquistar los espacios, de domar el eco de las habitaciones. Confiaron en que el niño lo cambiaría todo. Y en cierta medida lo hizo: con él ganaron batallas al silencio. Pero entonces el mundo entero se resquebrajó y la avenida quedó colgando al borde de un punto final.

Tic, tac, tic, tac. Ciro permaneció un rato escuchando el segundero de un reloj que debía ocupar alguna repisa en la estantería, aunque no sabía dónde. Sole era la que colocaba en hora los relojes, la que pasaba las hojas del calendario y contaba los pañales gastados. En algún archivador de su memoria, Sole llevaba el escrutinio de los días y esperaba el momento justo para proclamar vencedores o vencidos.

Ciro decidió quedarse en casa para esperar la llegada del mimético. Se ocupó del niño en cuanto lo oyó moverse y dejó que Sole durmiera hasta tarde. Preparó un desayuno de tostadas y leche con cereales. Cuando Nando pasó a recogerle en su furgoneta, a las ocho y media, Ciro salió a darle explicaciones con el pequeño de la mano.

—¿Estás seguro de lo que haces? —La pregunta se clavó entre el esternón y las dudas de Ciro: quién podía estar seguro de nada.

—Sabes que va en contra de lo que siempre he pensado. No ha sido una decisión fácil.

Hasta ahí llegaba su confesión, al menos por ahora. Nando lo entendió y se limitó a desearle suerte, la decepción cosida al rostro. Pisó el acelerador.

Ciro echó una mirada hacia la ciudad y maldijo el azul prehistórico de su cielo. En otro tiempo significaba descanso, agosto, respiro. Ahora hablaba de extinciones. Medio millón de personas donde vivieron cinco. Chimeneas y antenas secas como bosques de sarmientos. Conductores que no necesitan hacer caso a los semáforos, porque se ven venir de lejos. Pero todavía: hospitales, escuelas, supermercados. Lo suficiente para creer que aún es posible.

En honor a la verdad, Ciro todavía es uno de los que creen.

Sole bajó las escaleras al cabo de un rato, aturdida. Los encontró en el salón.

—¿No vas a trabajar hoy?

—Hoy traen al ceeme. —Ciro enseñaba a Pau el funcionamiento de una pizarra parlante mientras el niño permanecía sentado en el orinal. Si hacías un trazo con forma de Z, el aparato decía zeta.

—¿No tiene nombre? ¿Tenemos que llamarle ceeme?

—Yonan. Su nombre es Yonan. —Ciro dibujó una Y en la pizarra y esta la reconoció al instante. Todas las veces parecía que Pau iba a repetir la palabra con sus labios, pero no.

—Pues espero que Yonan sea un perrito bueno y coma poco. Aquí no nos sobra el pienso.

—Me ocuparé de eso. Lo importante es que ahora estaréis seguros en casa.

Pau decidió dar por concluida su sesión de orinal y salió corriendo a por sus juguetes. Sole y Ciro contemplaron el recipiente.

—Nada —resopló él.

Transcurrió la mañana sin noticias de Goliadkin Genética. Comieron en silencio, la mirada de Pau saltando de su padre a su madre. Los rasgos del niño habían empezado a afilarse, en clara progresión hacia los de Sole, pero sus ojos lucían una serenidad que les era propia, descastada. Uno casi podía escuchar el murmullo de la conversación que tenía lugar dentro de su cráneo, como un diálogo secreto e inacabable con las palabras que rebotaban en el interior de sus labios. Ciro estaba convencido de que los estudiaba. Papá y mamá, una aproximación crítica.

También les quería. Sobre eso Ciro no podía permitirse la menor duda.

Después de fregar los platos, él comenzó a ordenar maniáticamente la casa, en especial el cuarto de invitados.

—¿Por qué haces eso? —le reprochó Sole al regresar de una discreta incursión en el baño. Le quedaban solo tres píldoras azules: pronto debería llamar a Gus—. Ni que fueran a venir tus suegros. Aunque sería un poco difícil.

Los padres de Sole murieron seis años antes, cuando la gripe se llevaba a los ancianos por millares. Nunca poseyeron nada —Sole descubrió muy tarde que habitaban una casa prestada—, excepto un profundo sentido de la dignidad. Por eso ella siempre los respetó, a pesar de todo, y se encargó de que su marido los tratara del mismo modo.

—Tienes razón, es absurdo.

Ciro no sabía cómo aplacar sus nervios. Salió al jardín, vació y llenó sus pulmones hasta que un alboroto le hizo girarse: dos gaviotas se peleaban por el cadáver de una inmensa rata en el arenero.

—¡Fuera! —Corrió a espantarlas. Una voló al instante, levantando una polvareda, pero la otra se empeñaba en sujetar la carroña con garras y pico. Ciro asestó un puntapié a su vientre emplumado y la mandó por los aires. El animal cayó unos metros más allá, frente a la ventana del salón, graznó a modo de blasfemia y reemprendió el vuelo, más hambrienta que herida.

Ciro contempló la rata despanzurrada junto al cubo y la palita de Pau. Tuvo que contener una arcada.

—¿Qué es? —Sole sujetaba al niño en la puerta de casa—. ¿Qué ha pasado?

—Una rata. No dejes que la vea.

—Joder. Ahí es donde juega Pau.

—Ya lo sé, Sole.

Fue a la cocina en busca de una bolsa de basura y del recogedor. Después regresó al arenero y empleó el recogedor para meter la rata en la bolsa. Hizo lo mismo con la arena sucia de sangre y tripas. La posibilidad de que el animal hubiera hecho una madriguera bajo aquella tierra le estremeció. Se aseguró con sus propias manos de que no era así, de que ninguna camada de ratoncillos chillones se ocultaba en el perímetro de juegos de su hijo. Luego salió a arrojar la bolsa en el bidón metálico frente a la entrada, y en ese momento vio venir el coche.

Ahí están, se dijo sin aliento.

Ni siquiera tuvo que hacer un gesto a Sole; ella había escuchado el motor y ya cruzaba el jardín. Codo con codo —y eso era lo más pegados que habían estado en mucho tiempo— observaron al Citroën azul marino acercándose por la avenida, cada vez más despacio, hasta detenerse a un metro de sus pies. No era la clase de vehículo medicalizado que Ciro esperaba, sino una adusta berlina como las que se alquilan para recoger a alguien en el aeropuerto. Y en efecto, el joven de corbata y traje barato que se apeó no parecía otra cosa que un chófer. Dejó de comprobar los datos de su albarán tan pronto como vio a Ciro.

—No me lo diga —sonrió, aproximándose—, usted es Ciro Márquez.

Estrecharon la mano. Sole retrocedió lejos de su alcance.

—Sí, soy yo.

—Mi nombre es Rubén, de Goliadkin, disculpen por el retraso. La entrega anterior ha sido más complicada de lo normal. —Se rascó la mandíbula en el lugar donde tenía una pequeña cicatriz, mientras miraba de soslayo a Sole—. Pero no se preocupen: en diez minutos terminamos.

Aquello sonó a jerigonza en los oídos de Ciro. ¿Terminamos? ¿Diez minutos? Su perspicacia fracasaba al mismo tiempo que sus pupilas en el intento de atravesar los reflejos de las ventanillas. Un individuo de rostro inalcanzable permanecía quieto en el asiento trasero.

—Me temo que no estamos informados de los detalles —admitió, abatido por lo poco que había durado la cercanía física de su mujer. Necesitaba más que nunca una cintura que rodear—. Quiero decir, el procedimiento de…

—De activación —completó el chófer—. Es muy sencillo. Solo tienen que… —Echó un vistazo a sus papeles—. ¿Hay un niño?

—Sí, Pau. —Ciro volvió la mirada hacia la casa con cierto sobresalto. Durante unos segundos había olvidado por completo a su hijo—. Sole…

—Voy a buscarlo. —Y dio media vuelta.

—No, es mejor que esperen todos dentro de la casa. —Rubén movía las manos como un director de cine. Uno recién salido de la academia—. Yo entraré con el ceeme, ¿de acuerdo? Es importante que les vea en la casa por primera vez. Tiene que hacer ciertas eh…, asociaciones. La familia, la casa. —Y repitió, con gesto de súbita jaqueca—: Es importante.

Ciro y Sole obedecieron. Otra vez juntos, desanduvieron el camino del jardín en medio de una tormenta de sensaciones. Entraron en el recibidor, donde el pequeño Pau les aguardaba proverbialmente desnudo, solo camiseta y ojos. Desde fuera, Rubén les indicó que cerrasen la puerta. Ciro lo hizo a regañadientes.

—No me gusta —dijo Sole. Ciro olió el sudor de su piel como una señal de alarma y deseó girar la llave de la puerta para mantenerles a salvo de aquellos hombres. Que nadie perturbe este fragilísimo orden, que ninguna arista se clave en el círculo palpitante de esta familia.

Sole comenzó a canturrear, abrazada al niño. Si Ciro hubiera prestado atención se habría dado cuenta de que su hijo estaba temblando. Tal vez a causa del incidente con las gaviotas. Tal vez porque era una criatura intuitiva.

Espió por la mirilla.

—¿Qué pasa? —se impacientaba su mujer—. ¿Vienen?

—Están en el coche. Hablando, creo.

—Puede que sea una estafa. Tiene toda la pinta de estafador. ¿Te ha enseñado alguna acreditación?

—¿Qué falta hace? Por Dios, Sole.

Ella no entendió a qué se refería hasta un poco más tarde, cuando tuvo delante a Yonan.

De momento, el ceeme apenas era una silueta —nebulosa, deformada por la lente— que se apeaba del coche y tomaba el camino hacia la casa tras los pasos del chófer. Un palmo más alto que este, vestía camisa blanca y pantalones caqui. Parecía llevar el pelo rapado.

Y su forma de caminar…

—Me cago en su puta madre —se le escapó a Ciro.

—¿Qué? —Sole dejó al niño para deslizarse hasta la ventana del salón. Desde allí no disponía de un buen ángulo, pero logró ver a la pareja que atravesaba el jardín y comprendió—. Joder, se mueve igual que tú. ¿Cómo lo hacen?

Todavía hablaban del ceeme como una imitación. Mientras siguiera al otro lado del cristal aún podían estudiarlo como un producto de la tecnología. Un retrato en 3D o una verdad a medias.

Pero entonces el timbre sonó y Ciro abrió.

—Hola, Ciro —saludó Rubén en primer lugar, siguiendo quizá alguna pauta—. Hola, Soledad.

—Sole —corrigió ella, desde el vano del salón.

—Sole. —Rubén se dirigió entonces al niño, que mantenía sus ojos fijos en el hombre de camisa blanca—. Y tú debes de ser Pau. ¿Cuántos años tienes, Pau?

—Dos años —intervino Ciro, tan ausente como su hijo.

Porque todas las miradas y ansiedades confluían en el rostro de Yonan.

Un rostro que, en realidad, no era idéntico al de Ciro, sino que acuñaba una nueva clase de hermandad: la del gemelo nacido un cierto número de años más tarde, su semejanza intacta pero demorada. La corpulencia de Yonan, bien es cierto, rebasaba la de Ciro; sus facciones se sostenían con un lustre juvenil y su mirada oscilaba de un lado a otro como anestesiada, pero en esencia Ciro y él eran la misma persona.

Y darse cuenta de esto, de que tenían delante a una persona y no a un robot ni a un ser semihumano, fue lo que amartilló un silencio seco en sus gargantas. Con qué palabras se recibe a un esclavo.

—Bien, les presento a Yonan —prosiguió el maestro de ceremonias—. Él tampoco es muy hablador, al menos por el momento. Pero lo entiende todo, ¿verdad, Yonan?

El mimético asintió, cohibido o simplemente aletargado. Examinaba la casa y a sus habitantes como arabescos de un gran tapiz, una superposición de capas, geometrías, grados de color. Nada de lo que se pronunciaba a su alrededor parecía atañerle.

—Sería el momento de llevarle a conocer la casa —dijo Rubén—. Es bueno que le hablen, que se haga a la voz de ustedes y a sus códigos.

Le tocó a Ciro abrir el paso de tan insólita comitiva. Recorrieron la planta baja sin detenerse más que unos segundos en cada umbral. Aquí el salón. Aquí la cocina. El cuarto de huéspedes.

—Los ceemes no necesitan una habitación —apuntó el emisario—. De hecho se recomienda que no la tengan. No es bueno que haya un espacio en la casa que consideren propio.

—En algún sitio tendrá que dormir. —Sole cerraba el desfile con Pau en brazos.

—No necesitan dormir más de una hora al día, y puede ser en cualquier lado. Un sillón, por ejemplo. —Notó la indignación quemar el rostro de ella—. Miren, su función primordial es la vigilancia. Yonan ha sido adiestrado para proteger a su familia las veinticuatro horas del día, incluso poniendo en riesgo su vida. Es un soldado, un vigilante. Eviten tratarlo como si fuera un miembro de su familia o un amigo de visita, porque eso lo confundirá. —Consultó su reloj—. Lo siento pero ahora tengo que marcharme. Además, es mejor que todo el proceso de aclimatación lo hagan ustedes. Supongo que les han informado de que Goliadkin ya no se hace responsable del ceeme ni de su operatividad.

—Fueron muy claros en ese punto. —Ciro quiso ser mordaz pero le faltaba aliento. La figura impasible de Yonan absorbía toda su energía como un tótem.

—De acuerdo, entonces. Si es tan amable…

El último trámite debían efectuarlo en privado, así que Ciro le acompañó a la salida mientras Sole se quedaba a solas con el mimético y el niño, insegura de si debía continuar escaleras arriba. Yonan desprendía un olor casi imperceptible, como a polvo de canela, lo que la hizo respirar más deprisa, su sentidos cogidos por sorpresa.

Mientras, en la puerta:

—Aquí está la Consigna. —Rubén sacó una tarjeta del interior de su americana, pero no se la entregó de inmediato—. ¿Sabe cómo funciona?

—Sí.

—Es aconsejable que la memorice y luego la destruya, para evitar accidentes. Le corresponde a usted decidir si su mujer o alguna otra persona es de confianza para conocer la Consigna.

—Mi mujer es de confianza —se defendió Ciro, aunque era innecesario.

La tarjeta estaba hecha de plástico rojo y llevaba una banda adhesiva que ocultaba lo escrito en uno de sus lados. Carecía de cualquier marca o distintivo de Goliadkin. Ciro la miró unos segundos y luego la guardó en su bolsillo, a falta de una idea mejor.

—¿No hubo ningún problema en su…, su nacimiento? —Se resistía a dejarle marchar—. Dicen que a veces ocurren.

—Según la ficha, todo fue perfecto. ¿Le importa firmar aquí?

Ciro cogió el bolígrafo. Sus manos parecían moverse a cámara lenta, muy lejos del resto de su cuerpo.

—¿Qué más tenemos que saber de él? —preguntó, encabalgando sílabas—. ¿Qué es lo que…, lo que sabe hacer y lo que no?

—Sabe cuidar de sí mismo y de su aseo. Lo único que tienen que facilitarle es la comida. —Señaló el recibo—. Por favor.

—¿Cuándo empezará a hablar?

—Pronto. Depende de muchos factores. Al principio usará expresiones de ustedes. Hay gente a la que eso le incomoda, pero solo es una primera fase. Luego desarrollan su propia forma de hablar.

—Claro.

Pero nada estaba claro. La claridad se encontraba en el polo opuesto de la región que transitaba ahora mismo Ciro, hundiendo los pies, ciego.

Al marcharse, Rubén eludió un segundo apretón de manos como si de pronto toda la situación alrededor de aquella casa le repugnase. Se alejó por el camino de losetas, cabizbajo, intentando hacer alguna llamada urgente desde su móvil. La última vez que Ciro pudo ver su rostro, maniobrando en mitad de la calle, el representante de Goliadkin Genética mascullaba y sacudía la cabeza.

Sole lo llamó desde el interior de la casa.

—¿Qué ocurre? —Ciro encontró a su familia en el mismo lugar donde la había dejado. Yonan parpadeó al verle regresar como si alguna protoemoción se despertase en su cabeza.

—Me pone nerviosa —murmuró ella—. Y al niño también.

Aunque era una apreciación inexacta. Pau le daba tirones porque quería arrimarse al ceeme; en sus ojos no había otra cosa que fascinación.

—Bien…, Yonan. —Ciro se obligó a pronunciar el nombre, un modo de incautar su voluntad—. Vamos a ver la planta de arriba de la casa, aunque en principio debes mantenerte siempre aquí abajo, ¿de acuerdo?

Por primera vez escucharon la voz mullida y benévola del mimético:

—Sí.

Los tres se quedaron vibrando unos segundos bajo la onda explosiva de una sola sílaba. Quizá hasta ese momento no habían asumido que aquel hombre adulto plantado en su rellano estaba allí para quedarse, para vivir entre ellos, comer en sus platos y defecar en sus inodoros. La sensación de intrusión se hizo de súbito tan abrumadora que Ciro tuvo que ponerse en movimiento para disiparla.

—Ven conmigo —ordenó, subiendo los primeros peldaños.

Le mostró la planta superior y el ático, fríamente, sin detenerse. Luego bajaron y le franqueó el paso al sótano, donde —se lo explicó en letras mayúsculas— nunca debía bajar sin el permiso de Sole, salvo en caso de emergencia.

—¿Emergencia? —repitió Yonan. Cada palabra era un alumbramiento en su boca.

—Un fuego, por ejemplo. O cualquier situación en la que… mi familia se encuentre amenazada.

Ciro detenía el aliento siempre antes de pronunciarlo: mi familia. Era necesario para calcular trayectorias, impactos y retrocesos del alma.

—Se supone que venía bien preparado. —Una sonrisa torció los labios de Sole—. Y ni siquiera se ha traído unos calzones de recambio.

A Ciro le costó verle el lado cómico: la imagen del mimético paseándose por la casa con su ropa traspasaba una frontera simbólica que no estaba dispuesto a ceder. Tendría que conseguirle un chándal, un mono de trabajo, cualquier cosa que lo pusiera en su lugar. Por debajo.

En ese momento Yonan enarcó las cejas, asombrado por algo que ocurría a espaldas de ellos. Ciro y Sole se volvieron para descubrir a Pau orinándose sobre la moqueta del recibidor; una meada larga, estereofónica, principesca.

Memorizó las siete palabras mucho más rápido de lo que esperaba. Inconexas y desprovistas de cualquier cadencia, resplandecían sin embargo al calor de un mismo propósito: acabar con una vida. Siete palabras como siete balas guardadas en la recámara de su memoria.

Sole acostaba al niño cuando Ciro entró en el dormitorio y le entregó la tarjeta por encima de la cuna.

—Luego tírala a la basura. La quemaré con todo lo demás.

—¿Y si se nos olvida?

Él aseguró que no se les olvidaría. Miraron al niño. El fantasma de un abrazo enfrió el aire entre los dos y Ciro salió huyendo. Acodada en la cuna, Sole leyó la Consigna bajo el haz de un aplique con forma de insecto. La memorizó y a continuación recitó con los ojos cerrados, como una plegaria. Cada pocos segundos Pau se removía, esquivando el sueño; entonces ella dotaba a las palabras de melodía y fabricaba la canción de cuna más extraña del mundo.

Placer. Bronce. Serpiente. Sinfonía. Fuego. Historia. Mañana.

A medianoche —como cada medianoche— Ciro abandonó su cama para deambular por la planta baja. No podía dormir. No quería dormir. Necesitaba el filo del insomnio para torturarse mejor, para recortar sus obsesiones con total precisión. Lo que durante el día no era más que un suave aturdimiento, una leve aunque mortificante dificultad para respirar, adquiría en las vigilias una nitidez redentora, analizable, vital. Odiarse exigía un método, y Ciro tenía el suyo.

Hoy se encontró dos ojos esperándole en el salón: Yonan.

Estaba sentado junto a la ventana y le miraba, inmóvil, a través de la espejeante oscuridad.

—Eh… —Durante un segundo valoró la posibilidad de iniciar una conversación con el mimético. Se enmendó a tiempo—. Muy bien —afirmó con la barbilla; un sargento pasando revista—. Bien.

Se sintió imbécil. Objeto de burla como si alguien hubiera pintado un bigote sobre su fotografía y él fuera esa fotografía, en lugar de la persona retratada. Incapaz de soportar la mirada opaca de su ceeme, dio media vuelta, improvisó un trago de agua en la cocina y regresó al dormitorio. Supo que Sole estaba despierta porque no emitía ningún sonido; el uno atento a las evoluciones del otro. En la habitación próxima, Pau contemplaba las franjas de la persiana en el techo y quizá emborronaba sobre aquellas líneas las primeras preguntas de su vida.

La noche transcurrió con lentitud de planeta.

—Llevan toda la semana así. —Nando levantó el pie del acelerador. Se detuvieron mansamente detrás del último vehículo—. Me da mala espina.

Dos furgones de policía estrangulaban el acceso por Ramón y Cajal. Hacían parar a uno de cada diez coches y revisaban sus papeles durante varios minutos. Luego lo dejaban marchar, y la caravana avanzaba cien metros.

Nando sacudió la cabeza.

—Acabarán provocando ellos mismos las revueltas.

—No. Fíjate en sus caras. —Ciro señaló al conductor de su derecha, un treintañero de papada rosácea—. No están furiosos. Ni siquiera molestos. Les encanta ver a la policía trabajar. Les da sensación de seguridad.

Seguridad.

Aquella mañana Nando solo le había hecho una pregunta, un precavido cómo va todo que Ciro había respondido bien, todo bien, como si sus ojeras no transmitieran un caudal más oscuro de información.

Los miméticos representaban un paso más hacia el fracaso del sistema. Igual que los bidones para quemar basura delante de cada casa. Tales habían sido el discurso y la cruzada de Ciro en cada una de sus intervenciones en las asambleas. Por esa razón, y porque sus veinte años de amistad acumulaban un saco de intuiciones, Nando no hizo más preguntas y Ciro evitó tentarle con su mirada.

—¿A la hora de siempre? —se despidió Nando, una vez que habían dejado el vehículo en el aparcamiento y recorrido juntos la distancia hasta la plaza habitual.

—Sí. —Deserción era la palabra que le atormentaba, el leviatán contra el que aún luchaba, aunque con nuevos métodos. No había manera de explicárselo a Nando en veinte minutos—. Igual que siempre.

Se llevó una decepción al ver que nadie esperaba frente a la puerta del departamento. Esperó un rato en su despacho. El mapa de Europa que colgaba de una pared se le antojó de pronto un racimo de venas temblorosas, el interior eviscerado de algún animal. A las diez y cuarto bajó al aula donde debería impartir su clase de Historia. Vacía. Una tristeza que no estaba dispuesto a reconocer se apretó como mugre bajo los zócalos de su ánimo. Recorrió la facultad buscando la melena lisa y negra de Li Yun entre los grupos de estudiantes. Sus piernas largas. El óvalo de su rostro. La luz de su determinación.

—¿Dónde estás? —murmuró al fin, como una descarga.

Necesitaba a la chica.

Sin ella, de pronto, sus músculos no tenían dónde apoyarse. Se arrastraba por ahí sin espina dorsal.

Guiado por la inercia, acudió a ocupar su puesto en el comedor. El jefe de la coleta grasienta llevaba días sin aparecer y quien hoy organizaba el baile de pucheros era un veinteañero llamado Klaus. Había más cambios. Al cabo de una hora de trabajo tras el mostrador, Ciro se dio cuenta de que el número de raciones servidas menguaba cada semana. Entonces levantó la vista hacia el fondo del comedor y lo vio. Faltaban alumnos. La universidad se despoblaba.

Klaus le dijo que se espabilase, quedaba todo por recoger.

Se encontró con Li Yun al terminar su turno. Él salía de la cocina, empapado por el calor malsano de los fuegos y con una bolsa en cada mano, cuando la muchacha le alcanzó casi a la carrera.

—Profesor.

—Li Yun, esperaba verte en la clase de las diez —confesó a medias, porque esperaba verla desde que abrió los ojos por la mañana.

—He estado siguiendo a Rebeca. —Cuando jadeaba, sus finos labios enrojecían y brillaban—. Rebeca, ¿te acuerdas? Void la mencionó en el chat, debe de ser una amiga suya. Y resulta que solo hay una Rebeca en la universidad. Está matriculada en Políticas, aunque parece que lleva meses sin acudir a clase.

—No le habrás dicho nada. —Ciro señaló el ascensor cercano y se encaminaron hacia él.

—Claro que no. La he seguido de lejos y he grabado a todos sus amigos. —Le mostró su teléfono móvil—. Void tiene que estar aquí.

Ciro se preguntó cómo lograrían reconocerlo entre todos los rostros, pero no dijo nada. Subieron al departamento y encontraron el modo de conectar el teléfono a una pantalla. Li Yun trajo una silla del despacho próximo y se sentó junto a él. La naturaleza del espectáculo que se disponían a ver todavía no estaba definida. ¿Ejercían de investigadores o de simples mirones? Tan cerca de su hombro que podría inclinarse y lamerlo, Ciro ya no era capaz de sostener por más tiempo la ilusión profesor-alumna.

Li Yun y él saltaban a un abismo cogidos de la mano.

—Esta es Rebeca.

Una muchacha con aspecto de princesa gótica salía de la cafetería del campus. Al instante se veía rodeada por otros estudiantes. Sonrisas que empiezan en una boca y terminan en otra, complicidades inaudibles. Li Yun detenía la reproducción cada vez que el rostro de un chico ocupaba la pantalla.

—No lo sé. —Ciro se encogía de hombros; semejante forma de perder el tiempo. Y sin embargo—: No, no es él.

Porque en el fondo esperaba reconocerlo. Esperaba cierta mirada, cierta textura de pólvora en la piel de aquel muchacho. Algo que lo distinguiera.

Pertenece al grupo de personas que siempre se salen con la suya, había dicho Oliver.

Rebeca, por el contrario, era una perdedora. Se veía en el modo de gobernar sus imperfecciones. En cómo los defectos de su cuerpo se convertían en armas contra el mundo. Ropa negra ceñida. Piercing y maquillaje. Un horror abriendo fuego bajo el sol de junio.

Pero aquella perdedora buscaba corifeos y los encontraba, porque siempre hay alguien dispuesto a humillarse a cambio de un nombre, de un apodo, de una membresía. Rebeca dictaba y ellos obedecían. Todo envuelto en risas y en aquí estamos nosotros, ¿algún problema?

La banda atravesó los campos de fútbol, luego pasó por debajo de la autovía elevada y se instaló en el césped frente a las pistas de atletismo para fumar y señalar. El cuidado de Li Yun por permanecer invisible se traducía en minutos de planos inútiles, demasiado lejanos o poblados de ramas. Para entonces Ciro estaba bastante seguro de que ninguno de los chicos de aquel grupo era su objetivo.

—Li Yun… —comenzó, haciendo crujir su silla.

—Espera. Hay más.

La chica adelantó la película hasta que los alumnos reanudaron su paseo, rumbo a la facultad de Ciencias Políticas. Allí enrolaron a cuatro jóvenes que haraganeaban en las escaleras de entrada y continuaron hasta una arboleda en declive, al otro lado de la calle; un terreno asilvestrado con vistas a la M-30 donde perder el tiempo adquiría una épica crepuscular.

El grupo llegó a un pequeño calvero amueblado con un tresillo a medio descomponer: la salita de espera del fin del mundo. Sentado en el enmohecido sillón orejero dormitaba un joven en camisa y pantalones cortos.

Es Void, se dijo de inmediato. Porque mirar aquel rostro detenido y pálido producía la misma impresión que asomarse a un pozo helado. Sin embargo calló —¿cómo podría explicar algo así a Li Yun?— y dejó que ella pasara la grabación al doble de velocidad. La imagen se sacudía y era imposible cazar buenos primeros planos.

—Joder. —Li Yun mordió la palabra demasiado tarde; aún quería comportarse como si fuera la mejor alumna—. Perdona por la grabación, tuve que esconderme detrás de los contenedores. Pero quiero que te fijes… —Clicó para adelantar, detener, retroceder—. Estos dos son mis candidatos, ¿los ves? El alto y el del polo azul.

Ciro examinó los rostros que su dedo apuntaba. Acné y rasgos en crecimiento desmedido, como su odio. Pero incapaces de matar. Porque era tan sencillo como eso: ¿soy capaz de imaginar a este chico cortando la cabeza a un ser humano? No, no y no.

¿No?

El joven del sillón abrió los ojos cuando sus amigos se acercaron. Resultó que no estaba dormido, sino escuchando algo por unos diminutos auriculares. Ellos entrechocaron sus manos, ellas fueron a besarle. Cuando se puso en pie todos hormiguearon de excitación como si fuera a dar un discurso, pero solo se estiró y lanzó la consabida batería de pullas. Tenía el pelo castaño claro y las facciones emplomadas de alguien llamado a ser reverenciado. O que ya lo es. De hecho, ¿no había visto Ciro aquel rostro en otra parte?

—Esto fue ayer —explicó Li Yun—. Se quedaron ahí hasta las ocho y media, más o menos, luego cada uno se fue por su lado. Pero esta mañana he grabado a más gente.

—Espera, no pases aún.

El punto de vista de la cámara oscilaba, a veces se oscurecía por completo, saltaba de uno a otro. De pronto Ciro se dio cuenta de que el muchacho de pelo castaño lo miraba directamente.

—Te ha visto —dijo.

—Imposible. Estaba muy lejos.

Te ha visto.

Los ojos agudos del muchacho penetraron en la cámara y en el cerebro de Ciro a través de la distancia y de las horas. Fueron apenas tres segundos de invasión, un saqueo veloz. Luego volvió la mirada hacia sus compañeros y continuó lánguidamente con las bromas.

—Es él. —Y lo señaló haciendo toc-toc en la pantalla.

—¿Él?

—Le vi de lejos en una ocasión, con Oliver. Caminaban juntos por la facultad. No pude distinguirle bien la cara, pero llevaba esa camisa. —Todo lo cual era verdad, aunque no explicaba su íntima certeza—. Estoy convencido.

—Es imposible. —La decepción, al asedio de Li Yun.

—¿Por qué?

—¿De verdad no sabes quién es?

—¿Le conoces?

—Es Alejo Mayo, todo el mundo le conoce. El hijo del alcalde.

Se quedó boquiabierto, frío, vapuleado. Se sentía el último invitado a la fiesta sorpresa más grande de la historia. ¿Cómo podía haber estado tan ciego? El hijo del hombre más famoso de la ciudad, el Excelentísimo Daniel Mayo. Los recuerdos llegaron con titulares de prensa: el niño había nacido con problemas de corazón, fue noticia durante semanas porque estuvo a punto de morir. ¿Y después? A juzgar por lo que decían sus ojos, el pequeño Alejo se había recuperado a la perfección.

Este individuo llegará muy alto.

Y ahora resultaba que todo el mundo lo sabía excepto él. Pero ¿qué sabían?

—Sigo sin entender por qué te parece imposible —se encastilló—. Ser el hijo del alcalde es lo que le convierte en el asesino perfecto. —Los ojos de Li Yun no le trasladaban ningún calor—. Es intocable. Se cree Dios.

—Ya, pero cómo iba…, y por qué iba Mayo a hacer algo…

En ese instante sonó el teléfono sobre la mesa; dieron un respingo y se quedaron mirándolo. En el desierto enmoquetado del departamento no había duda de quién era el destinatario de aquella llamada.

—¿Sí? —contestó Ciro.

Y la única voz que cabía esperar:

—Soy el comisario Ammán, busco a Ciro Márquez.

Respiró.

Más adelante, cuando todo ya se había ido al infierno, Ciro se consolaría pensando que el comisario Ammán había desprendido ante sus ojos el aura de un hombre íntegro, y que probablemente lo fue durante gran parte de su vida. Mientras le dejaron.

—Comisario, me alegro de oírle. Tengo que hablar con usted.

Mirar.

A eso se reducía la actividad de Yonan.

De pie ante la ventana, parado en el jardín o sentado en las escaleras, se pasaba el día mirando a Sole y a Pau como si ambos interpretaran para él una pieza de teatro minimalista. No lo hacía de manera obscena ni invasiva, sino al estilo de una mascota que permanece siempre en la órbita de su amo.

Tras unas horas de silencio vigilado, sin embargo, Sole ya había agotado la paciencia de que disponía para el mimético.

—Mantente más lejos, por favor —le ordenó mientras cuidaba de Pau en el arenero. Yonan retrocedió hasta la puerta de la casa y se sentó en el peldaño, sin dejar de mirarles. Ella bufó—. Gracias. Muchas gracias.

El niño se acostumbró muy pronto porque, en realidad, nunca llegó a contemplar al ceeme como un extraño. El parecido con su padre mantuvo cautivos a sus ojos durante un buen rato; pero se trataba de una fascinación confortable. Incluso un niño sin familia como Pau sabe reconocer a su tío favorito cuando lo ve.

A la hora de cenar, Sole sintió lástima del grandullón y le preparó un bocadillo. Se lo llevó, junto con un vaso de zumo, hasta la cancela exterior donde se había apostado para su labor de centinela.

—Es jamón. —La repentina duda forzó una sonrisa: ¿comen los miméticos bocatas de jamón?—. Y zumo de manzana. Te gustará.

Yonan no vaciló. A juzgar por la rapidez con que cogió el bocadillo y se puso a devorarlo, Sole constató que el adoctrinamiento de Goliadkin no había pasado por alto el capítulo de la alimentación. Otra cosa eran las reglas de educación; dar las gracias, masticar con la boca cerrada. Jesús.

Cayó en la cuenta de que estaba mirándole comer con arrobo de madre. Se estremeció.

—Cuando acabes el zumo lo echas ahí. —Señaló el bidón metálico sobre la acera, autoritaria—. Es nuestra basura.

Yonan miró y asintió, sus dos carrillos llenos. Sole pensó que se parecía al Ciro de veintipocos años, aunque sabía que su edad era exacta. Les separaba el desgaste de una vida fuera de la cubeta. ¿No era para enloquecer? Una gestación de casi cuarenta años. Abrir los ojos y ser un esclavo.

—¿No te gusta hablar? —le preguntó, por impulso, cuando ya se marchaba—. Porque sabes hablar, te he oído.

El mimético abrió los ojos como si quisiera gritar por ellos. Su boca pertenecía a otro animal, a un engullidor imbécil. Sole se apiadó de él y borró la pregunta con un gesto. Regresó dentro de la casa, donde Pau se comportaba como un niño insólitamente bueno dando cuenta de su cena. Se llevaba la cuchara a la boca muy despacio, sin derramar una gota. Bebía cuando tenía sed. Alargaba la mano y se arrancaba un trozo de pan. Y no lo hacía para demostrar nada a su madre. Es que necesitaba hacerse mayor cuanto antes. Era imprescindible.

Cuando regresaron a la avenida, ya al ocaso, Ciro no dejó que Nando le llevara hasta la puerta de su casa. Quería caminar. Recapitular. El aire de la avenida olía a basura quemada, pero también a magnolios en flor, los pocos que quedaban intactos. Venía por la acera cuando el peso de una mirada le hizo alzar la cabeza. Allí estaba su doble casi perfecto, su hermanoide, asomado a la cancela de su casa. Esperándole.

—Hola, Yonan —pronunció, con el temor de verse respondido por su propia voz. Pero el mimético abrió la verja, en lugar de la boca—. ¿Todo bien? —Marcó sus palabras con el gesto universal de O.K., que Yonan imitó de forma mecánica. Es para mondarse de risa, pensó Ciro; si no fuera por este incómodo nudo en la garganta.

Entró y buscó a su mujer por toda la planta baja. La cocina recogida; el salón desierto. La llamó, sintiendo un foco de ansiedad prender en su tejido nervioso:

—¿Sole?

—Aquí. —La voz llegó desde el sótano.

Tiró de la puerta blindada y bajó los escalones. Sole se incorporaba del sofá, con cuidado de no despertar a Pau. Una lámpara de pie despejaba a medias las tinieblas del refugio.

—¿Qué haces aquí abajo?

—¿Por qué te extraña tanto? —Preguntas alzadas contra la posibilidad de un beso. Algo de Ciro se derrumbó por dentro.

—Pero, Sole…, para eso he traído a Yonan. Para que no tengas que pasar el día aquí encerrada.

Ella apagó el aire acondicionado y el silencio se redobló entre las cuatro paredes.

—Me hace sentir muy rara. Joder, Ciro, es igual que tú.

—¿Te ha hecho algo?

—No. Solo mira. Ah, también come bocadillos de jamón. Y no le he visto ir al baño en todo el día. ¿Crees que meará en el jardín?

La rabia entre ellos avanzaba como un glaciar, arrastrando sedimentos de emociones mucho más complejas.

—He traído cuscús —dijo planamente—. Si queda algo de pollo podemos prepararlo con pollo.

—No queda pollo. Y odio el cuscús, pero eso ya lo sabías.

Sole cogió a Pau en brazos y se fue escaleras arriba. No cruzaron más palabras en lo que quedaba de día. Porque él no iba a contarle sus pesquisas en la universidad y ella tampoco pensaba hablarle del síndrome de abstinencia que comenzaba a sufrir después de tantos días sin la visita de Gus.

El globo de las cosas que no se podían comunicar se había hecho tan grande que muy pronto les dejaría sin espacio para moverse bajo aquel techo.

Le producía un sordo estupor el modo en que la vida universitaria proseguía con total normalidad. Parado en medio del vestíbulo de la facultad —un espacio sin alma, un plano de granito pautado por columnas de color cerebro—, decidió que debía juzgarles igual que se juzga a un hormiguero, o quizá a una colmena trasegada por pequeños seres de seis patas, a quienes la muerte de un puñado de congéneres ni siquiera hace apretar el paso, porque no les afecta; nada que no amenace la continuidad del Todo les incumbe.

Pero contemplar a los hombres como insectos era justo lo que hacían los hawaianos. Representaba el final de cualquier esperanza. Y por eso Ciro seguía allí, a las doce y veinte, aguardando al hombre que encarnaba el último puente con la civilización y la esperanza.

El comisario Ammán se retrasaba.

Inquieto ante el paso de cualquier profesor, Ciro daba la espalda al vestíbulo y fingía mirar con atención el panel de anuncios. Era poco probable que ningún alumno lo reconociera; profesor de Historia Moderna, ¿cabe imaginar una especialidad más inútil? El pasado remoto carecía del menor peso en el ahora, y el pasado reciente constituía un tabú tan impronunciable como el futuro.

No era labor de las hormigas obreras reflexionar sobre el tiempo.

Recibió un mensaje de Li Yun en el teléfono móvil:

TENGO QUE VERTE. MÁS GRABACIONES.

Antes de poder contestarle, vio por el rabillo del ojo la figura sinuosa del comisario adentrándose por el vestíbulo. Venía solo. Sus andares hacían que su traje claro se agitase como el velamen de un barco humano. Ciro se guardó el móvil y le hizo una señal. Ammán consiguió que su disculpa sonara como algo arrojado contra Ciro:

—Siento el retraso. Cada día hay más idiotas en esta ciudad dispuestos a hacernos perder el tiempo.

Ciro sondeó el calado de confianza en aquellos ojos negros y llegó a un par de rápidas conclusiones.

—No quiero quitarle su tiempo —dijo, mientras guiaba al comisario hacia los ascensores—, pero se puede imaginar que estoy preocupado.

—No tiene que preocuparse. —Ammán parpadeaba como si quisiera llevar la mente a otro lugar—. Usted ya está libre de sospecha.

—Me alegra saberlo, aunque no era eso lo que me inquietaba. El asunto es…

—¿Qué tal si salimos a dar un paseo? —Ammán ancló sus pies y apuntó hacia las puertas acristaladas—. No soporto las charlas de despacho.

De manera que salieron. Una red de nubes sujetaba el mediodía en lo más alto, pero no había promesa de cambio en el aire, detenido y seco. Caminaron por el perímetro del edificio, frente a las canchas de deporte.

—¿Entonces…? —La intuición de Ammán se movía igual que un galápago. Algo ajeno a esta conversación lo lastraba por dentro.

—Lo que me inquieta es que estamos igual, comisario. —Ciro se explicó a regañadientes—. El asesino de dos personas sigue libre y no se ha tomado ninguna medida de seguridad en el campus. De hecho, la mayoría de los alumnos ni siquiera están informados.

—¿Cree que la comunidad universitaria está en peligro?

Ciro enarcó las cejas. Iba a preguntar si le estaba tomando el pelo cuando divisó a Li Yun apeándose del autobús junto a un grupo de estudiantes. Ella inició un saludo y de inmediato lo atajó. El gesto exclamativo de Ciro: ni siquiera te acerques.

Mientras ellos hablaban, Li Yun dio un rodeo por la zona deportiva con intención de tropezárselos de frente al final de la calle. No pretendía incomodar a Ciro, tan solo echar un buen vistazo al tipo alto con aspecto de poli. Tenía que verlo de cerca porque algo en él…

Salió a la acera y ahí venían, directos a su encuentro. El hombre del traje anadeaba al caminar y escuchaba las palabras de Ciro con una mueca fatigada. Un hijo del Magreb, pensó Li Yun. Y ya no pensó más, porque entonces lo reconoció.

Ciro la vio venir hacia ellos, y captó el momento exacto en que le mudaba el rostro.

La coreografía de un secreto: Li Yun señala su teléfono móvil al cruzarse con ellos. Sus pupilas sobre Ammán. Él, aquí. Ammán, en las grabaciones.

Ciro asiente imperceptiblemente. Ella les rebasa y desaparece a sus espaldas. Todo en menos de dos segundos.

Y tras aquellos dos segundos, un nuevo mapa de la batalla. Tropas que cambian de color. Emboscadas.

—¿Qué? —El comisario se había detenido para examinar a Ciro, que había abandonado en el aire una idea.

—Ah, eh…, no sé lo que estaba diciendo.

Los ojos de Ammán le atacaron desde un nuevo ángulo. Por fin había comprendido que Ciro tenía algo importante que contarle, pero demasiado tarde, cuando el profesor ya se replegaba.

—¿Has oído algo? —lanzó a ciegas, tuteándole—. ¿Algún rumor entre los colegas, o los chavales? Cualquier cosa podría sernos útil.

Ciro sacudió la cabeza solo para ganar tiempo. Las mentiras debían modelarse con cuidado.

—Dicen que es alguien de fuera —inventó meticulosamente.

—¿De fuera de la universidad?

—De fuera de Madrid. Algún fanático o un terrorista que quiere sembrar el pánico. No me diga que es casualidad que haya tantos controles.

Ammán digirió aquello sin mover un músculo. Pero ahí estaba el alivio, apenas un amago de sonrisa que asomaba por la secante de sus labios.

—El control de los accesos no es competencia de mi departamento —dijo, reanudando su garbeo—. Pero un ataque terrorista no está descartado. Me temo que todas las opciones están abiertas por ahora.

Era un disparate. Terroristas que asesinan a un viejo profesor cuya desaparición no importa a nadie. ¿De verdad se lo había tragado, o Ammán estaba jugando con él? Lo acompañó hasta el lugar donde había dejado su coche.

—Gracias por venir, comisario —zanjó, tal vez con demasiado apremio.

—Por teléfono parecías alterado. —Ammán desbloqueó las puertas del coche, pero no hizo amago de subir. Su instinto se desperezaba—. Escucha, no quiero darte la impresión equivocada. El asunto nos preocupa. No queremos que haya más muertes. Pero el primer paso es contar con la confianza de la gente que trabaja aquí dentro, como tú. Si te reservas información estás haciendo un flaco favor a la investigación.

—No me reservo información, ¿por qué iba a hacerlo? —El lenguaje corporal de Ciro facturaba un mensaje de sereno desconcierto. Fingían sus labios, su piel, su respiración, su voz, todos obedientemente.

Excepto sus dedos. Que no eran sus dedos, sino un enjambre de nervios alrededor de un teléfono móvil. Y Ammán lo vio.

—¿Ya ha vuelto la cobertura? —Hizo un gesto con la barbilla.

—A ratos —negó Ciro—. Y cada día es peor.

Pero la máscara ya no se sostenía. Ammán pudo ver el engaño igual que veía la nariz en medio de su rostro. Afirmó sin hablar. Abrió la portezuela del coche mientras tendía una mirada en círculo. En busca de alguien: el compinche al otro lado del teléfono. Ciro tuvo que hacer un esfuerzo para no imitarle.

—Cada día peor, ya lo creo —dijo al cabo. Sacó una tarjeta del bolsillo interior de su americana y se la tendió a Ciro—. Pero aquí tienes mi móvil, por si necesitas encontrarme rápido y hay suerte con los satélites.

Ciro le dio las gracias. Dijo que llegaba tarde a su clase y se marchó con prisa calculada por donde habían venido. Se fue pensando en lo que había visto en los ojos de Ammán en el último segundo, que no era exactamente sospecha. Al menos, no el tipo de sospecha que te invita a odiar, sino todo lo contrario. El anhelo de participar en el secreto, de conspirar contra lo que sabes más prudente.

Hacía tanto calor que Ciro se preguntó si no estaría perdiendo la cabeza.

Sales del metro y te encuentras en medio de un mercadillo. Hay puestos de jabones de todos los colores junto a caballetes con enormes bandejas de cecina. La grasa como esencia de todo lo que puedes comprar. Grasa también en las frentes de los hombres y de las mujeres del barrio que ya no tienen trabajo y que forman coágulos de resignación a cualquier hora. Una ruleta de olores punzantes cuando te mueves entre las casetas. Pero también collares de ámbar, artesanía africana, libros de segunda mano, y empujones, y risas. Y hay una caseta, la que está frente a la vieja sucursal bancaria, donde sirven vasos de rioja por veinte céntimos. La placa en el costado gris de aquel edificio dice: PLAZA DE PROSPERIDAD.

Era un lugar que Ciro no pisaba desde que tenía diez años. Cuando su padre aún no había sido tocado por la diosa fortuna y se contaba cada moneda que entraba en casa, la joven familia tenía su madriguera en una calle muy cercana, un apartamento con vistas al patio y nada más que un dormitorio para los tres. Comprendió que desde niño había compartido la misma obsesión que su padre por escapar y buscarse un hogar que representara exactamente lo opuesto. Y ahora lo tenía: en la avenida de los Cedros, donde la gente no armaba ruido porque ya no había gente, tan solo gaviotas y hogueras al anochecer.

Buscó a Li Yun entre la patulea. La muchacha había prometido esperarle allí y Ciro no fue capaz de odiarla porque la idea había sido de él. Más o menos. La cuestión era que ya no podían arriesgarse a ser vistos en el campus. La cuestión era, en realidad, que Ciro no tenía prisa por regresar a la casa donde su mujer y su hijo esperaban acompañados por un tipo con una versión hinchada y rosácea de su propia cara.

Pero adivina qué: existía un vínculo preciso entre el lugar que pisaba y el lugar al que tenía miedo de regresar. La clase de vínculo que hay entre el signo que abre una interrogación y el signo que la cierra, entre la última escama de la cola y el ojo en la cabeza de la serpiente. Papá invirtió todos sus ahorros en contratar un cultivo mimético para su primogénito, y aquello los ancló a otros diez años de pobreza. Porque Ciro debía ser preservado, Ciro merecía un futuro mejor. Luego papá se labró su propio futuro mejor y el joven Ciro padeció el vértigo de un ascenso familiar no programado, un cambio de planes que le dejaba sin margen para el heroísmo, siquiera para demostrar que él se haría merecedor de tal sacrificio.

Parado en medio del torrente humano, se persuadió de que no era nostalgia por aquella miseria original lo que le enfriaba el estómago y le impelía a salir de allí a toda prisa. Temblaba pensando que una mano pudiera surgir de la muchedumbre para agarrarle del brazo, entre amistosa y vindicante: ¿Tú no eres el pequeño Ciro? Dime, ¿no es cierto que tu padre hizo una fortuna gracias a sus amistades en el gobierno? Ah, dale saludos de mi parte, ¿quieres? No sabes cuánto nos acordamos de él en la junta del barrio.

A punto estuvo de chillar cuando unos dedos reales se posaron en su hombro. Recuperó el aliento al ver el rostro de Li Yun.

—¿Te he asustado? —Con un esmalte de crueldad en sus ojos; el tipo de regocijo del que uno no es consciente—. Ven, es por aquí.

Siguió el trazado de sus sandalias a través de la plaza. De los tobillos de Li Yun nacía un cuerpo alto y estrecho como un tallo, apenas hembrado, aunque deseable de un modo febril. La melena tocando sus hombros; tan negra que abolía la sola idea del color. La oscilación de sus manos al caminar, los dedos libres, las uñas plateadas. Y por debajo, como un aceite diseñado para motores infalibles, esa fluida determinación en cada paso, en cada expresión, en cada pensamiento.

Llegaron a un portal varado en una travesía desprovista de toda épica, aunque dotada de contenedores para la basura. Ciro contempló los polígonos metálicos de color verde como si su función representara un profundo misterio cabalístico; pura envidia. Li Yun tocó un botón en el portero automático y esperó una voz:

—¿Quién? —Un hombre joven.

—Soy yo. Vengo con el profesor.

La puerta se abrió a su paso con un carraspeo eléctrico. En la atmósfera goteante del rellano Ciro se preguntó a quién pertenecería aquella voz. La muchacha no le había explicado si vivía con sus padres o en otra compañía, y de pronto la idea de reunirse con algún novio lánguido en pantalones cortos se le antojó insufrible.

Y estaba el modo en que le había anunciado: el profesor. Le pareció un trato obstinado y falso. Qué profesor subiría las escaleras del apartamento de una alumna a esas horas. Qué profesor, repasando el contoneo de su cintura.

Podría incluso jugar con una fantasía de lupanar si no fuera porque, en realidad, la naturaleza de su encuentro con Li Yun era mucho más sórdida. Tramaban alrededor de un asesino cruel y envalentonado; más que eso, intocable. El intocable hijo del alcalde.

Se detuvieron ante la última puerta del tercer rellano, una hoja huérfana de nombre y de santos, privada incluso de la mugrienta personalidad de un felpudo. Li Yun sacó unas llaves de su pequeño bolso y la abrió. Debió de intuir alguna retractación en el ánimo de Ciro porque le arrojó una mirada severa: Ya no hay marcha atrás, profesor.

—Es mi hermano Deshi —explicó al pisar el recibidor. Una gran torre de periódicos viejos se apoyaba contra la pared como un centinela borracho—. Es un activista.

Activista de qué, tendría que preguntar Ciro, pero en cuanto asomaron al salón la respuesta llegó como un diagnóstico alarmante. El joven llamado Deshi les aguardaba de pie entre envases de bebidas azucaradas, espejos llenos de frases garabateadas con rotulador y maquinaria de fitness de fabricación casera. No llevaba otra ropa que unos pantaloncillos de boxeador y miraba a los recién llegados con ojos lechosos y conjurados de kamikaze.

—Hola —dijo Ciro.

—Recuerda, el enemigo solo tiene imágenes e ilusiones que esconden su verdadero motivo. Destruye la imagen y vencerás al enemigo.

Operación Dragón, 1973. Qué fácil. —Li Yun tenía maneras de escamotear una sonrisa y, al mismo tiempo, dejarla visible para quien estuviera autorizado. Ciro percibió la emoción entre los dos hermanos como un caudal subterráneo—. Este es Ciro. Tenemos que revisar unos vídeos.

El joven dio un paso hacia ellos.

—¿Es cierto? —En su mirada un apetito que daba miedo satisfacer—. ¿Es el hijo de Mayo?

—Deshi es de fiar, tranquilo. —Li Yun interpretó la mueca atrincherada de Ciro—. Y de todos modos no tiene a quien contar sus secretos, porque nunca sale de casa. Mi hermano odia a la gente.

—Solo existen dos clases de ciudadano, el revolucionario y el hipócrita. —Deshi se levantó el flequillo y luego tensó los músculos como si alguien fuera a hacerle una foto.

Li Yun condujo a Ciro a una estrecha habitación presidida por un gran cartel de Daniel Mayo. Correspondía a las últimas elecciones, nueve años atrás, y el alcalde mostraba una sonrisa ligeramente ensombrecida. Las arrugas bajo sus ojos decían lo contrario que el eslogan: se acabaron las ideas.

—Nuestros padres murieron en las revueltas —explicó la chica—. Eran seguidores de Mayo. Creían ciegamente en él, hasta que cambió.

Pero no hubo muertos en las revueltas. Llegaron después, cuando una ola de suicidios se propagó por la ciudad. Se habló de una plaga de tristeza. Aunque se habló poco. Por aquella época dejaron de emitirse informativos y la muerte volvió a ser recluida en la mazmorra de los secretos familiares.

—Casi todos los que vivieron el milagro económico creían ciegamente en Mayo. —Ciro se vio obligado a tragar saliva—. Mi padre trabajó para él. Incluso fueron amigos durante un tiempo.

—¿De verdad?

Ciro se sentó en el borde de la cama. Un perfume suave lo envolvió. Dijo:

—Cuando cumplí doce años el alcalde vino a mi casa. Creo que no he visto a mi padre más feliz en toda su vida, parecía su fiesta. Era su fiesta. Recuerdo cuál fue el regalo de Mayo, pero no recuerdo que se dirigiese a mí en ningún momento, ni para felicitarme. Supongo que mi padre no le dejaría ni respirar.

—¿Cuál fue?

—Un ajedrez. Un tablero enorme, con las piezas talladas a mano, todas distintas.

—¿Todas distintas?

—Quiero decir que cada peón, cada figura tenía su toque especial, su personalidad, pero se entendía cuál era su función. Hasta entonces el ajedrez siempre me había parecido un juego aburridísimo.

—Y a partir de ese día se convirtió en tu juego favorito, ¿no? Mayo tenía ese don.

Daniel Mayo había tenido ese don, desde luego. Solo alguien con un carisma único podía convencer a una población desesperada y hambrienta para que depositara su confianza en semejantes ideas de visionario. Todo lo que salía de sus labios sonaba virgen, prometedor, extravagantemente sensato. Y sus palabras se convirtieron en hechos. La ciudad renació. El pulso volvió a sus calles y a sus comercios. El milagro se hizo realidad con la ayuda de todos y la fe en un líder de labios gruesos y frente alta.

Pero entonces: siete, ocho, nueve años. Los planes de Mayo dejaron de encantar. Sus ideas eran versiones de ideas anteriores. Su mirada ya no apuntaba a los cimientos del futuro sino a las grietas del presente. Algunas promesas vencidas por el miedo. Las revueltas. Las epidemias. Los suicidios. El muro.

Li Yun sacudió la cabeza.

—Dicen que está enfermo. Que hace tiempo que alguien toma las decisiones por él.

Ninguno de los dos quiso poner aliento al nombre que rondaba sus labios: Alejo.

—¿Y qué clase de militancia tiene tu hermano? ¿Es de las Juventudes?

—No lo has entendido. —Amagando una sonrisa: el turno de corregir al profesor—. Lo que quiere Deshi es matar a Mayo. Dice que un magnicidio es la única solución en estos casos, lo único que puede hacer despertar al pueblo.

Ciro no supo qué responder. Tal vez había algo más que un loco en calzoncillos en la habitación de al lado. Un loco para combatir a otro loco. Deserción vs. Martirio. Desapego vs. Transfiguración.

Así que murmuró una excusa acerca del poco tiempo de que disponía, y se pusieron manos a la obra.

En la pantalla de una vieja tableta repasaron las imágenes que Li Yun había captado la tarde anterior. No les costó llegar al punto en el que un despreocupado Alejo Mayo se encontraba con el comisario, no lejos de la entrada principal al campus.

—No es él. —Dejó escapar un resuello de alivio. Luego hizo repetir la escena del encuentro y amplió la imagen al máximo. Había una pequeña diferencia en el modo en que se repartían las manchas de vitíligo por su rostro. Apenas una isla blanca desplazada sobre su mejilla, una insignificancia que lo significaba todo. Entonces se preguntó por qué su cuerpo había recibido aquello como una buena noticia—. No es el verdadero Ammán, sino un mimético.

Li Yun abrió la boca. Ciro se frotó los ojos con el pulpejo de sus manos, súbitamente exhausto.

—Pero qué diferencia hay —admitió—. Si Alejo Mayo tiene un cultivo de Ammán, significa que lo tiene bien cogido por las pelotas.

Aunque existía una diferencia, por supuesto, y Ciro lo sabía.

Quien vive sometido contra su voluntad solo sueña con el momento de la liberación.

Algo más tarde de las ocho Sole bajó al sótano para buscar un cajón de ropa y se encontró una rata enorme como un gato agonizando sobre la alfombra. Gritó hasta que Yonan asomó por lo alto de las escaleras.

—Ocúpate de esto, por favor. —Retrocedía un paso con cada espasmo del animal—. Tírala al contenedor y quémala.

Se trataba de la primera orden clara que dictaba al mimético y se preguntó si la obedecería o si acaso estaba incumpliendo algún párrafo crucial de su contrato al pronunciarla. Quizá Yonan barajó la misma duda, pero apenas cinco segundos, los que tardó en descender las escaleras para resolver el problema. No lo hizo de un modo delicado.

Ante el espanto de Sole, Yonan empleó su pie derecho para aplastar el cuello de la rata, haciendo saltar un chorro de tripas sobre el tejido sintético de la alfombra.

—¡Dios! —exclamó ella—. ¿Cómo se te ocurre…? —Necesitó taparse la boca y la nariz—. Ya puedes limpiar toda esa porquería.

Mientras un Yonan visiblemente abochornado se ponía a buscar instrumental de limpieza, Sole rescató a Pau de su parque de juegos y lo sacó al jardín delantero. Al dejar al niño en el suelo ella se quedó mirando sus propios dedos temblorosos.

—Mierda, Gus. ¿Dónde coño te has metido?

Gus le había explicado mil veces que aquellas píldoras no generaban adicción, pero era mentira. De lo contrario, ¿por qué llevaba Sole una semana sintiendo cómo un tren de mercancías recorría su tejido nervioso de punta a punta, sin control, cada vez más deprisa? A su paso temblaban dedos, párpados, rodillas y dientes como piezas de un destartalado andén humano.

Hasta sus pupilas temblaban. Se encogían y dilataban sin razón. Ni con gafas oscuras soportaba el dolor de alzar la vista al cielo. Daba igual, no había nada que ver allí arriba. Azul tendido como una lona de este a oeste, gaviotas, calor. Las tardes con Yonan no habían variado el escenario ni la sensación de habitar una ciudad fantasma, una réplica o un fotograma congelado de cuando aún tenía vida.

El mimético salió con la rata muerta en una bolsa y la arrojó al bidón metálico que se alzaba frente a la puerta, repitiendo sin saberlo el gesto de Ciro unos días antes. Sole apretó los puños; el tren de mercancías dio media vuelta y se dirigió trepidando a otro extremo de su cuerpo.

—¿Te hace daño hablar? —le preguntó descarnadamente. Yonan se volvió y permaneció mudo. Era exacto a Ciro hasta en el grado de marrón de sus ojos—. ¿Te queman las cuerdas vocales cuando las usas o algo así? —El pequeño Pau levantó la cabeza, miró a su madre y luego al mimético—. Porque entiendes lo que digo, eso está claro.

Yonan asintió. Sus manos colgaban a ambos lados del cuerpo como una declaración de servidumbre, algo que encorajinó aún más a Sole.

—¿Te han programado para hacer todo lo que te mande? Ah, perdona, que no eres un robot. ¿Te han… adiestrado para obedecerme siempre? Si te pido que vayas a comprarme tabaco, ¿irás?

Yonan deslizó la mirada por el segmento de avenida que se veía desde la cancela. No estaba claro si rehuía a Sole o buscaba el modo de cumplir su encargo. En su confusión no había sin embargo ningún conflicto, y en esto era esencialmente distinto a Ciro. El mimético no se culpaba. Se mantenía entero incluso cuando daba palos de ciego.

—Es broma —aclaró Sole—. Pero estaría bien que hablases. Esto es aburrido de la hostia, supongo que ya te has dado cuenta. —Sonrió a Pau, que parecía mucho más interesado en ellos dos que en sus cochecitos—. ¿Ves? A él también le gusta verme hablando con alguien, no sola, para variar. A Pau le caes bien, ¿sabes? —Yonan estiraba el cuello, atisbando más allá de los muros vecinos—. ¿Me oyes, Harpo?

Una explosión partió la avenida en dos, y a punto estuvo de partir también sus tímpanos. Sole sintió una bola de aire caliente golpearla en la mejilla izquierda, y trastabilló. Cuando se giró vio las llamas brotando del bloque de apartamentos más cercano.

—¡Dios!

Yonan se había encogido del sobresalto, como ella, pero ya se erguía con las manos aferradas a la cancela. No miraba al fuego, sin embargo. Sole recogió a Pau del suelo y lo apretó en sus brazos hasta que ambos dejaron de tiritar. El niño hundía la cara en su huesudo pecho.

—¿Son ellos? —preguntó al mimético—. ¿Qué pasa?

La respuesta llegó en forma de cánticos. Ellos. Un colorido centenar remontando con calma la avenida. Yonan jamás los había visto, pero reconoció el peligro en la sigma de su deambular, en la humedad extasiada de sus ojos contemplando el fuego. Se volvió hacia Sole y apuntó al interior de la casa.

—No pienso encerrarme ahí abajo —rechazó ella. Con el aliento contenido miró hacia la calle y calculó que disponían de dos minutos antes de que los primeros alcanzasen su puerta. Distinguió botellas inflamables en las manos de algunos—. Quemarán la casa, ¿estás ciego? Tenemos que salir de aquí.

Hizo un amago de abrir la cancela con la mano libre, pero Yonan se lo impidió. Le bastó con plantar su mole ante la puerta. Ahí concluía el tiempo que Sole había tardado en entender su condición de prisionera.

—¡Aparta! —Trató de desplazarlo con el hombro, en vano—. ¡Hijo de puta, vas a conseguir que nos maten a los tres!

—¡Dentro! —gruñó con dolor el mimético, y la contundencia de aquella voz herrumbrosa, apenas familiar, hizo retroceder a Sole.

Al borde de la histeria, echó a correr al interior de la casa con el niño en brazos. Yonan los siguió hasta la puerta de la casa, pero no la cruzó.

—¡Abajo! —ordenó él. Cogió el tirador y cerró desde fuera.

—¿Qué coño hace? —Sole permaneció inmóvil en el recibidor. Pau había comenzado a hipar de un modo alarmante; no sería la primera vez que el pánico estrechaba su tráquea hasta hacerle perder el sentido. Sole llenó de besos su frente—. No pasa nada, mi amor. Todo está bien.

Y era mentira porque todo estaba mal, el peor monstruo de la pesadilla más oscura estaba a punto de atraparles, pero ocurrió que ningún músculo del cuerpo de Sole la empujaba a seguir huyendo. No habría más huidas porque —perpleja, comprendió— ya había resuelto morir allí arriba, dando la cara, antes que regresar al sótano para acabar como ratas acorraladas. Aprendió que existían modos dignos y modos indignos de ser ejecutada, y aquella súbita revelación la acercó a Ciro de una manera que no había esperado. Lo que resultaba penosamente irónico; cuando Ciro encontrase sus cuerpos mutilados sobre el parquet del recibidor, horas después, maldeciría a su imprudente y estúpida mujer hasta quedarse sin aliento.

Aunque quizá no ha llegado aún el momento de morir, se dijo. Tal vez haya una oportunidad. Porque tenemos a Yonan.

Regresó a la puerta principal y acercó el ojo a la mirilla.

Los primeros hawaianos bordoneaban por la calzada, risueños, anestesiados de impunidad, armados con machetes. Yonan se mantenía rígido sobre las losetas del camino de entrada, las manos en la cintura y los pies separados como quien estudia por dónde acometer un importante trabajo físico. El martirio, por ejemplo.

Entonces comenzaron a desfilar por docenas, el núcleo vivo de la miríada. No conocían orden ni objetivo que seguir, nada más que un apetito intenso y despersonalizado comandaba su cacería. Aunque Sole sabía qué les gustaba por encima de todo: llevarse a los niños.

Pau dejó de hipar. Como si supiera de la trascendencia de los próximos segundos, se sumió de pronto en un silencio pétreo y extasiado, su corazón pegado al de Sole.

Afuera, un hombre de camisa chillona advirtió la presencia de Yonan y lo señaló con el dedo.

—No —gimió ella, tras la puerta.

El hawaiano era joven y atlético, y saltó la cancela con facilidad. Le siguieron otros dos. Sole no sabía si sonreían o canturreaban, tan solo distinguía el serpenteo húmedo de sus labios. Avanzaron hacia Yonan sin darse prisa.

—Haz que se vayan. —Sole rogaba a Dios, o quizá al ángel con el rostro robado de su marido que permanecía de pie entre los invasores y la casa.

Se fijó en que los cuatro hombres iban descalzos, y la noción de aquellos pies en contacto con la tierra, aunque fuese una tierra reseca y encementada como aquella, la trasladó de golpe a una escena prehistórica. Había una pureza en la inminente lucha cuerpo a cuerpo, una fuerza que perdimos cientos de años atrás y que los hawaianos habían sabido recuperar.

Pureza también en el filo de sus machetes. En sus posibilidades sobre un cuerpo.

Yonan esperó a que el primero llegase a su altura. Cuando vio que no se detenía, sino que avivaba el paso con intención de rodearle o de alcanzar la puerta de casa, el mimético se proyectó en un par de zancadas y lo asió por la muñeca. El otro ni siquiera tuvo oportunidad de levantar el arma. Sus ojos se encontraron en un momento de escándalo; siguieron gruñidos de sorpresa —¿es que nunca había encontrado resistencia?— y, consecutivamente, de reconocimiento y horror.

Quiso decir algo a sus correligionarios, avisarles del descubrimiento, pero entonces Yonan plegó con violencia su brazo y un estrépito de huesos declaró el punto final de su voluntad. Aullando de dolor, el joven cayó de rodillas con el antebrazo palpitando a ojos vista. El cuchillo quedó tendido en el suelo, pero Yonan ni siquiera amagó con agacharse.

Y quizá fue ese gesto, que se volviera para encararles con la radiante confianza de sus manos vacías, lo que de manera súbita les hizo comprender la naturaleza de su rival. Hubo una conmoción; la violencia del ataque flotaba ahora en un punto muerto. Ganando altura, reasignando víctimas.

Esto Sole ya lo sabía: los hawaianos tienen pánico a los ceemes. Dice el rumor que no toleran siquiera mirarles a la cara. Que para ellos es como ver caminar a una sombra desgajada de su cuerpo, un imposible que anula su cordura y los convierte en seres prerracionales, criaturas doblegadas por la superstición más profunda.

Y en aquel momento ella lo entendió. Entendió el sobrecogimiento en los rostros de aquellos muchachos y compartió su espanto ante la imagen de Yonan. Porque, ¿qué era Yonan, realmente? Una huella de Ciro. Su sombra andante. Un demonio.

El demonio que estaba a punto de salvar su vida y la de su hijo.

A través del ojo de pez que les separaba, Sole vio cómo Yonan encaminaba sus pasos hacia los invasores, ahora espantados. Retrocedían. Semblantes desmayados sobre camisas fulgurantes. No gritaban solo porque les faltaba el aliento. La frontera de rejas que habían violado con tanta facilidad ahora les ofrecía una mueca de barrotes prietos, insalvables, infinitamente más altos.

De no ser por el cóctel molotov, Yonan les habría dado alcance y quién sabe qué habría sido de ellos. Sole casi pudo oír el ruido de sus cuellos al quebrarse por cuatro sitios. Vio en su mente cómo las tripas les salían a borbotones por la boca y el recto, aplastados bajo la mole de Yonan igual que la rata del sótano. Pero nada de eso ocurrió, porque entonces una botella fue arrojada desde la multitud, trazó una parábola sobre las rejas, muy por encima de la cabeza de Yonan, y acabó estrellándose contra el frontal de la casa. Un mechón de fuego brotó del muro.

—Ah…

La visión de las llamas transfiguró al mimético. Olvidó por completo la fuga de los asaltantes, que ya trepaban la cancela, sin olvidarse de echar una mano al lisiado, y corrió de regreso hacia la casa.

Sole no podía ver cuál había sido el efecto del ataque desde dentro, pero abandonar la casa aún no era una opción. No mientras la miríada siguiese fluyendo por delante de su jardín, ahora recelosa e inerme ante la presencia del clon, pero sin dejar de tararear su particular himno de la alegría.

Los miméticos eran adiestrados como protectores. Se suponía que estaban dispuestos a dar la vida por sus dueños y que jamás se amilanaban ante ningún ataque. Lo decían los papeles que Ciro había firmado casi sin mirar y que Sole ya no necesitaba leer porque lo había comprobado con sus propios ojos. Pero decían más cosas que ella ignoraba. Por ejemplo, que los miméticos también estaban entrenados para la extinción de fuegos.

Yonan batió el terreno de un rápido vistazo y se decidió por el arenero. Había un cubo pequeño que Pau utilizaba para sus castillos. Lo sopesó durante un segundo, lo desechó. Vio el cubo de la fregona en un lateral de la casa. Date prisa. Date prisa.

Con el cubo lleno de arena, Yonan se plantó ante la fachada en llamas y tomó impulso para vaciarlo. Desde el recibidor, Sole percibió el rumor de la arena contra la pared. Luego vio a Yonan regresar hacia el arenero para llenarlo de nuevo. Llevaba algo en la espalda…

—Oh, Dios. —Sole se aferró al picaporte. Tendría que salir.

Porque la camisa blanca de Yonan estaba ardiendo. Algún terrón de arena le había rebotado, impregnado de la sustancia inflamable, y ahora consumía el tejido sin que Yonan lo advirtiese o sin que el dolor le impidiese continuar con su trabajo. Llenó el cubo, regresó a la pared y arrojó los siete u ocho kilos de tierra. Entonces su propio incendio le alcanzó la mejilla y reaccionó, arrancándose la camisa.

—Soy imbécil. —Sole se apartó de la puerta y enfiló las escaleras hacia el segundo piso. Pau había encontrado un sosiego cercano a la inconsciencia en sus brazos—. Soy idiota.

Dejó al niño en su dormitorio, prometiéndole tan solo un minuto, y cruzó el pasillo a su habitación, donde el humo negro lamía el cristal de la ventana. Arrancó el cobertor de la cama, se introdujo con él en el cuarto de baño y lo empapó bajo el grifo de la bañera. Multiplicado su peso, chorreante, lo cargó hasta la ventana. Tomó una profunda inspiración y abrió. El golpe de calor estuvo a punto de hacerle tambalear —el fuego palpitaba allí mismo, agazapado bajo el alféizar— pero resistió. Comprometiendo todos los músculos de su menudo cuerpo, desplegó el cobertor mojado por la ventana como quien se dispone a tender, sin soltarlo por completo. De modo inevitable, el islote de fuego expiró ahogado bajo el peso de la tela. Una última nube ardiente fue boqueada y Sole tuvo que soltar la manta. Se desplomó dentro de la habitación, sin aliento.

Al pie del muro, Yonan contempló el vuelo pesado del cobertor, una espiral humeante hasta el suelo. Sus ojos regresaron de un salto a la ventana.

—¿Soledad? —llamó tortuosamente.

Como no hubo respuesta, el mimético se apresuró hacia la puerta de la casa. Estaba cerrada. Golpeó con los puños, volvió a gorjear su nombre. No se trataba de pánico, si acaso de un miedo estructurado, una prioridad señalada con letras de neón en el orden aprendido de sus emociones.

Entonces Sole abrió la puerta. Tenía la cara empapada de sudor negro pero gesticuló suavemente para calmarle.

—Estoy bien, estoy bien. —Advirtió que el otro buscaba por detrás de su hombro—. Pau está arriba, en su habitación, tranquilo.

El rostro del mimético eludió cualquier dibujo o expresión definida, pero hubo un trabajo en hacerlo, una clase de reserva premeditada. Se dio la vuelta para vigilar la cancela. Afuera, los últimos integrantes de la miríada abandonaban la avenida por una de las calles perpendiculares. El ataque se saldaba con una gran columna de humo y un número de víctimas todavía por descubrir.

—Tu cuello. —Sole observó la quemadura que le ascendía por el omóplato derecho hasta el cuero cabelludo, un mapa de color escarlata que era imposible mirar sin achicar los ojos—. Estás abrasado.

Yonan negó débilmente, pero el dolor no podía ignorarse por más tiempo. Dos lagrimones asomaron por el cielo de sus mejillas.

—Entra. Tengo algo para las quemaduras. —Sole le dio un pequeño tirón del brazo, porque él no pensaba moverse—. Vamos. Esos hijos de puta ya se van, olvídate de ellos.

Pero para olvidarlos era necesario dejar de verlos. Dejar de oírlos.

Las gaviotas conocían el juego, sus reglas, su desenlace. Se agrupaban más allá del centro comercial, sobre los tejados, y esperaban sin rozarse unas con otras, casi sin mirarse. Hasta las bestias más idiotas saben cuándo es conveniente no montar un escándalo.