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Avenida de los Fuegos

La verdad está en los reflejos.

De existir alguna certeza, piensa Ciro, esta no puede encontrarse en las cosas ni en los hechos mismos, sino en su reflejo.

No en el fuego que asciende de un bidón metálico frente a la casa, sino en su reflejo sobre las ventanas y sobre la carrocería del coche que hay aparcado en la rampa de entrada. Su reflejo también en las gafas negras de Velasco.

De existir algún mensaje, es allí donde debes buscarlo.

Velasco, Nando y Ciro habían formado un silencioso comité de despedida frente a la cancela del número 61. Era temprano, apenas las siete y media de un lunes, pero el vértigo de la nueva semana ya les picaba por toda la piel.

—No va a gustarle vernos aquí —comenzó Nando, cuando la puerta de la casa se abrió y asomó la figura ancha de Abel.

Se conocían desde la escuela. Algunos de sus padres habían sido amigos antes que ellos. Ahora Abel tenía la frente despejada y llevaba una niña de cada mano. Al descubrirles allí parados los escrutó como si dudara de su consistencia real; luego hundió la barbilla en el pecho y se dirigió hacia el coche con sus hijas.

—Es un error, Abel —exclamó Velasco. Y aunque el otro no le concedía ni una mirada, añadió—: Estas son nuestras casas. Nuestra vida.

Detrás de Abel salió su mujer, Laura. A ella nunca le había gustado la avenida, ni siquiera en los buenos tiempos. Arrastraba una maleta menos abultada de lo que cabría esperar. Hizo como si no los viera y se fue directa al coche. El último en abandonar la casa fue un hombre que parecía el hermano menor de Abel. Sus mismas facciones, pero adosadas a un cráneo menos ralo y a un cuerpo todavía esbelto. Lo que más sorprendía de su figura, sin embargo, eran las manos vacías.

Una gaviota pasó riendo por encima de la casa y el falso hermano la siguió con los ojos.

Las dos niñas lloriqueaban mientras se dejaban abrochar los cinturones en la parte trasera del vehículo, un Lexus de tamaño familiar. Laura se sentó en el lado del acompañante, su rostro indiscernible tras el parabrisas. Abel cerró el maletero de un golpe y regresó al interior de la casa.

El hombre que se parecía a Abel y que se movía como Abel echó a andar cavilosamente hacia los tres amigos. Se detuvo a medio camino. Tenía un aspecto alicaído, sin afeitar, vestido con una camiseta sucia y unos pantalones holgados.

—Hola, Yago —saludó Nando. Porque Nando era la clase de personas que siempre saludaba.

El otro arrugó un instante las cejas, al borde de una réplica; luego recuperó su expresión de vaga alerta. Velasco gruñó por lo bajo:

—¿Qué estás haciendo? —preguntó dirigiéndose a Nando—. ¿Es que no sabes lo que va a pasar?

Nando buscó ayuda en Ciro, y la palidez de sus mejillas fue peor que cualquier explicación.

El sol asomaba como un estandarte al final de la avenida, pero su calor no les alcanzaba. Nadie hacía el menor ruido, salvo las gaviotas, yendo y viniendo del vertedero.

Vieron reaparecer la espalda de Abel en la puerta de la casa; caminaba encorvado, vertiendo el líquido de un bidón de plástico por el suelo, por las paredes, por los muebles del recibidor.

Cuando se vació, Abel bajó los escalones del porche y lo arrojó a un lado. Fue hasta el coche, abrió la puerta del conductor y empujó con el hombro derecho para hacerlo rodar unos metros. Luego franqueó la cancela de la casa. Demasiado cerca de sus amigos para ignorarlos, enderezó su corpachón y se encaró con Velasco.

—No son más que casas —dijo con voz astrosa. El sudor le corría por las cejas. Sus manos olían a gasolina—. Métetelo en la cabeza, Velasco. Esto ya no es vida. Mira a tu alrededor. Aquí no hay más que cenizas. Si fuerais listos, os vendríais conmigo.

Sin esperar respuesta, se abrió paso entre ellos y fue hasta el lugar donde ardían los restos de basura dentro de un bidón metálico agujereado. Después de varias tentativas, logró extraer el palo de una fregona con un extremo llameante. Los tres amigos retrocedieron. Abel atravesó el jardín, casi empujando a su inexacto hermano, y se plantó en el mismo umbral de la casa.

Todos contuvieron el aliento. También Abel.

Con una brazada rabiosa, arrojó la antorcha al interior y de inmediato se alejó unos pasos.

Las llamas prendieron con un suspiro azulado, apenas visibles desde donde ellos miraban. Luego el fuego adquirió grandes músculos rojos y comenzó a destrozarlo todo. El humo buscó mil formas de escaparse entre las paredes y fue a trenzarse en una gran columna negra sobre el tejado.

Nadie esperaba oír sirenas.

Ciro volvió la cabeza hacia su propia casa, al otro lado de la calle. ¿No era aquella la silueta de su mujer, observándoles desde la ventana del dormitorio?

Dentro del coche, Laura se cubrió el rostro con las manos y mandó a sus hijas que hicieran lo mismo. Abel tenía que resolver un último asunto antes de reunirse con ellas. Se acercó al individuo que parecía su hermano, puso una mano en su hombro y le susurró algo al oído.

Apenas una frase. No más de siete u ocho palabras que disolvieron toda expresión en aquel rostro.

Inmóvil, el joven observó cómo Abel escapaba al trote y se subía al coche donde esperaba su familia. El motor del viejo Lexus lanzó un gemido de impotencia con el primer giro de llave, causando una pequeña conmoción entre los pasajeros, pero bastó otro intento para hacerlo arrancar.

Los ojos de Abel buscaron un último contacto con los de Ciro. El gesto decía: si hay alguien que puede comprenderme eres tú, amigo. Pero Ciro se acobardó, o quizá fue algo más noble como la fidelidad o el compromiso lo que le hizo permanecer clavado junto a los otros.

Un silencio infectado acompañó su despedida bajo la gran nube negra. Laura y las niñas continuaban con los ojos tapados, llorando. El coche se deslizó sobre el asfalto y marchó hacia el norte, cada vez más deprisa por el centro de la avenida. Era verdad lo que había dicho Abel: no pocos de los chalets y pequeños bloques de pisos, a ambos lados de la calle, se veían reducidos a ruinas. En cuanto al resto, parecían también deshabitados hasta la hora del anochecer, cuando los vecinos salían para quemar la basura en bidones delante de cada jardín. Era tanto un remedio desesperado como una advertencia: aquí todavía vive gente, manteneos lejos.

—¿Y ahora? —preguntó Nando. Porque él siempre hacía las preguntas que todos temían hacer.

El hombre a quien llamaban Yago, y que no era hermano de nadie, había anclado la mirada en sus pies como si rezara o intentase resolver un complicado acertijo. Quizá se trataba de ambas cosas.

Los tres amigos siguieron quietos, hipnotizados por el fuego y por lo que estaba a punto de ocurrir.

Con la cabeza hundida y los músculos laxos, el individuo llamado Yago echó a andar hacia la casa en llamas. Atravesó el reseco césped, subió el primer peldaño del porche, luego el segundo.

—Dios mío —dijo Ciro. Eso fue antes de doblarse y comenzar a vomitar.

El hombre que era un espejo imperfecto de Abel traspasó el umbral y se dejó envolver por las llamas. Aguantó unos segundos de pie, luego se giró hacia ellos y cayó de rodillas. El fuego se cebó en su ropa avivado por la grasa de su cuerpo. El rostro se le encogía y desdibujaba, un óvalo negro con dos canicas blancas. Al fin se derrumbó y quedó reducido a un bulto crepitante sobre el suelo.

No gritó ni una sola vez.

Desde la ventana del número 54, Sole no alcanzaba a ver lo que sucedía en el interior de la casa en llamas, pero bastó la reacción de Ciro y los demás para dejarla sin aliento. Su marido vomitaba agarrado a la cancela. Velasco sacudía rabiosamente la cabeza y Nando se la protegía con las manos, como si el firmamento entero estuviera a punto de colapsar.

—Qué más hace falta —murmuró, temblando—. ¿Qué más necesitas, Ciro?

El dormitorio olía a mierda. El pequeño Pau corría de un lado para otro con sus pañales sucios y ella llevaba un rato sin encontrar la energía necesaria para ir tras él. Renqueando, se apartó de la ventana y se dejó caer sobre la cama deshecha. Necesitaba dormir. El problema era que no se atrevía a cerrar los ojos, porque la sesión privada de sus párpados daba aún más miedo.

—Tengo veintiséis años —dijo a las grietas de la pintura en el techo—. Veintiséis putos años.

Luego escuchó el motor de otro coche y volvió a mirar por la ventana. La Renault Kangoo de Nando bajaba la calle. De lunes a viernes, era él quien se encargaba de llevar a Ciro hasta el centro. Se preguntaba por qué aquel tío siempre le había puesto los nervios de punta. No tenía nada que ver con su homosexualidad. Ni con el hecho de que viviera entregado al cuidado de su viejo. De pronto se vio a sí misma reflejada en los cristales de la lámpara y lo supo: lo que hacía diferente a Nando, en cierto modo superior a todos y por eso detestable, era que todavía conservaba intacta su capacidad de asombro. A Nando le escandalizaban cosas que los demás habían aprendido a ignorar tiempo atrás. Al contrario que Ciro, su sentido de lo justo y de lo hermoso se alimentaba de gestos y no de grandes ideas. Su manera de sufrir era tan patética y heroica que no se podía soportar. Para mayor ultraje, era el único de los amigos que tenía coche.

Cuando la furgoneta viró y desapareció de su vista, Sole se precipitó a por su teléfono móvil sobre la mesilla. Marcó un número, pero la máquina le informó de que no disponía de cobertura. Viejas noticias: desde la caída del último repetidor, toda la zona había quedado en sombra, al límite de la más absoluta incomunicación. Se frotó su corta pelambrera de color granada. Miró a su hijo.

—Vuelvo en un minuto, ¿vale, tesoro? Te prometo que luego te limpio ese culete.

El niño gorjeó «cu-ete», todo ojos y piel rosada. Ella superó el impacto de aquella carita, luego salió de la habitación y cerró la puerta.

No era la primera vez que se jugaba la vida por una llamada. Subió a la buhardilla. Asomarse por el tragaluz era el paso menos comprometido; bastaba con poner un pie en la estantería, justo en el hueco entre Verne y Vonnegut, e impulsarse hacia arriba. Lo disparatadamente arriesgado venía después: sacar las piernas fuera y trepar por aquel ángulo tieso del tejado, buscando apoyo aquí y allá sobre piezas sueltas o bailoteantes de la cubierta. Pero Sole sabía hacerlo. Tenía el tesón y el cuerpo flaco de una araña, y con ambos escaló hasta lo más alto. Jadeando, se sentó a horcajadas en el pico del tejado. Una gaviota se quedó mirándola, después huyó. Sole marcó el número.

—No puedes hacerme esto.

Estiró el brazo en todas direcciones, en busca de cobertura. Nada. A veces la pantalla capturaba una barra parpadeante, pero de inmediato se escabullía y no había modo de recuperarla. Cerró los ojos. Rezó. Marcó el número. Marcó el número. Marcó el número.

No advirtió que las cenizas le venían encima hasta que rompió a toser y quedó envuelta en una picajosa oscuridad. La nube negra había atravesado la calle, panzuda y furiosa como un pajarraco lisiado. Con un respingo, Sole comprendió que debía salir de allí a toda prisa si no quería perder el conocimiento. Se movió febril, a tientas. Sabía de memoria la coreografía del descenso, pero ejecutarla a ciegas y sin aliento resultaba demasiado parecido a una pesadilla.

Resbaló. Su pie derecho perdió agarre y Sole se deslizó a toda velocidad sobre el tobogán de pizarra hasta que su mano atinó a sujetarse en el hueco del tragaluz. Con toda la furia de su autodesprecio se impulsó hacia dentro y aterrizó de costado sobre el suelo de la buhardilla. Agradeció el dolor del golpe. Se incorporó y cerró a toda prisa la ventana, aunque el humo ya flotaba manso por los pasillos. Como un rayo, pero un rayo torpe que rebota contra las paredes y se enreda en los peldaños, Sole regresó al dormitorio donde había dejado solo a su hijo.

Pau estaba llorando. Las ventanas habían fundido a negro.

—Ya, ya, ya, ya.

Cogió al niño y bajó las escaleras. Buscó la bolsa de los pañales en la desordenada cocina, luego en el salón; cada hipido del crío era un latigazo en su sistema nervioso. Mientras revolvía en un sitio y en otro comenzó a obsesionarse con la idea de que los asaltantes podrían estar rodeando la casa ahora mismo, convocados y amparados por la nube gris.

—A la mierda, vamos abajo.

La puerta que conducía al sótano era maciza, cerraba con ruido de losa. Sole giró la llave desde dentro, sin soltar al niño, y destrepó el último tramo de escaleras.

El refugio no tenía más de diez metros cuadrados, pero daba techo a una vivienda en miniatura: cocina, ducha, mesa, sofá, televisor, juguetes, estanterías. Todo excepto las camas. Se habían resistido a colocarlas como si la diferencia entre dormir o no dormir allí abajo equivaliese a la frontera entre ser o no ser libres. Entre domesticar el miedo o dejarse devorar por él.

Sacó los últimos pañales limpios del fondo de un cajón y tendió a su hijo sobre la alfombra. Ciro había tenido el cuidado de dotar al sótano de una iluminación cálida y benéfica, pero no había forma de engañarse, aquello era un escondite, un búnker. Un puñetero agujero en la tierra. Y estaba el hecho de que muchos de aquellos muebles no eran suyos. Ciro y ella los habían rescatado de otras casas abandonadas del vecindario, con la ayuda de Velasco. Demasiados grados y matices en la palabra saqueo.

En cuanto a Pau, había cumplido dos años y tenía unas piernas fuertes como las de un potro. Por eso Sole adivinó lo que iba a ocurrir en cuanto soltó el primer cierre del pañal y los tobillos del niño se escurrieron de sus manos. Un torbellino de patadas. Una descarga de excremento líquido en todas direcciones. Ella notó el sabor en sus labios. Pero lo peor no fue eso; Pau aprovechó la untuosidad de su piel para zafarse, incorporarse y salir trotando.

—¡No! —gritó Sole. Lo vio trepar al sofá, restregarse por toda su superficie—. ¡Hijo de la gran…! —Lloró.

Entonces la vio. Una píldora azul escondida entre los cojines del sofá. ¿En qué momento la había dejado allí? Era incapaz de recordarlo, pero qué importaba. Sole se lanzó a por ella y la tragó sin detenerse siquiera a quitar la pelusa adherida. Cerró los ojos. Tal vez las cosas podían ir peor, después de todo.

El día que Ciro y ella se casaron, cuatro años antes, la avenida de los Cedros todavía conservaba su nombre y sus prodigiosas hileras de árboles. Los camiones de la basura se detenían ante su puerta cada noche a las once y diez minutos, estruendosos pero pacíficos. Los policías mostraban una expresión blanda y aburrida cuando patrullaban despacio, muy despacio, siempre con las ventanillas bajadas.

Ninguno de los dos mencionó lo ocurrido en casa de Abel. Dejaron la furgoneta en la tercera planta de un aparcamiento subterráneo del distrito oeste y emergieron a una soleada plaza de cemento. Caminaron mudos hasta el puesto de flores que se había convertido en su punto de despedida habitual.

—Te veo a las seis —dijo Nando.

Ciro asintió y cada uno se marchó por su lado, sin apresurarse. El simple acto de moverse por el centro de la ciudad constituía un privilegio, aunque de algún orden decadente: avanzar sin miedo en cualquier dirección, dejarse rozar por personas que no están pensando en cómo hacerte daño, quizá porque no piensan en nada.

El guardia que controlaba el acceso al campus lo saludó desde la cabina. Al otro lado, pequeños grupos de estudiantes se cruzaban ante los ojos de Ciro como peces brillantes en un acuario. Criaturas protegidas. Futuro. Y sin embargo, tener que abrirse paso por la asfixiante sensación de que todo es un espejismo a punto de disiparse. De que este junio no dará paso al verano sino a un cataclísmico invierno.

Sucedió unos minutos después: había cogido una tiza para escribir el enunciado en la pizarra —«Cisma en el Alma, Toynbee»— cuando fue asaltado por la certeza de que aquel sería su último examen. Se volvió hacia el puñado de veinteañeros que tomaban nota, escuálidos mentales, náufragos aislados en un archipiélago de mesas.

—¿Por qué estáis aquí? —dijo en voz alta.

Vio sus expresiones fluctuar entre la sorpresa, el desprecio y la pura náusea. Una chica de ojos rasgados enderezó la espalda, tal vez oteando la respuesta correcta.

—¿Por qué estás tú aquí? —devolvió.

Poco después del mediodía, Ciro se presentó en la cocina de la facultad para echar una mano. Era un trabajo grasiento y maquinal, un estrepitoso vaivén de bandejas que se avergonzaba de ejecutar con delantal y gorro blanco delante de sus alumnos; pero tenía sus compensaciones. Comía gratis y casi siempre podía llevarse un par de buenas raciones a casa: fruta, pescado, leche. ¿Y quién podría juzgarle? La mayoría de los profesores no habían cobrado desde otoño. Algunos optaban por suspender las clases. Otros usaban su imaginación. Ciro llevaba semanas tratando de explicarle a Sole que ya no podían seguir comprando pañales; o bien Pau aprendía a usar el orinal, o bien tendría que usar pañales lavables a partir de ahora.

Claro que últimamente no le resultaba fácil hablar con Sole.

—Ciro. —La voz del decano sonó tan pegada a su nuca que le sobresaltó.

Juan Oliver era un hombre menos frágil de lo que su aspecto daba a entender, tan pequeño, insectil, sus ojos siempre abultados y venosos por detrás del cristal de sus gafas; pero Ciro lo había visto cargar torres de libros con la desproporción de una hormiga y lo había visto mirar de arriba abajo a muchachotes de dos metros. Por eso se asustó al encontrarse con aquel rostro descolorido.

—Juan, ¿qué pasa?

—¿Podemos hablar?

Ciro le acompañó a la despensa donde se apilaban montañas de imperecederos. Un ratoncillo bajó en picado por la pata de una mesa y corrió a esconderse. Aquella era toda su audiencia.

—Tienes mala cara. —Ciro rompió el plástico de un palé para sacar un botellín de agua—. Anda, hidrátate un poco.

—¿Qué soy, un abuelito? —Oliver protestó con la mirada pero echó un trago. Al menos el agua imprimió algo de rubor a sus mejillas—. Llevo seis… siete días sin dormir —calculó, apoyándose en la pared. Su traje marrón tenía arrugas hasta en las solapas—. Sé quién fue, Ciro.

—¿Quién fue? —repitió el otro, parpadeando.

El decano se limitó a esperar que los significados permearan el córtex de Ciro. El pasado marzo, un alumno de tercero de Historia llamado Luis Elialde fue hallado muerto en los vestuarios del polideportivo. Era un muchacho atlético e inteligente que despertaba la simpatía de todos. Su cabeza y su cuerpo se encontraron en taquillas diferentes.

Cuando vio la expresión adecuada en el rostro de su interlocutor, Oliver prosiguió:

—No te lo voy a decir, así que ahórrate el interrogatorio. Es una mierda que he pisado yo solo, y me la tengo que limpiar yo solo.

—¿Cómo lo sabes? —insistió Ciro, pero el decano barrió sus palabras con la mano.

—Cállate. La cuestión es: nosotros no somos policías. Nuestra misión es mejorar esas mentes, no encerrarlas.

—¿No vas a denunciarle?

Un cocinero irrumpió en el almacén. Los tres se miraron unos segundos con perplejidad, luego el tipo cogió una enorme lata de aceite y se marchó. Oliver dio otro trago a su botella para no responder.

—¿Y cuál es tu idea? —Ciro sacudía la cabeza—. ¿Obligarle a escribir cien veces en la pizarra «no está bien decapitar a mis compañeros de facultad»?

El decano resopló.

—Me resulta difícil explicártelo sin desvelar demasiado… Digamos que llevarlo ante la policía sería perder el tiempo, una vía muerta. Digamos que este individuo no puede ir a la cárcel. Es imposible porque, en fin, pertenece al grupo de personas que siempre se salen con la suya. Y no importa cuánto nos indigne, es un hecho que ni tú ni yo podemos cambiar. Este individuo llegará muy alto. Y está desorientado.

—Y lo que quieres es convencerle de que hay que ser bueno para que se porte bien con el resto de los mortales cuando esté arriba.

Oliver alzó los hombros.

—Cuando tú lo dices suena tan ridículo —admitió.

—¿Y no has venido para esto? ¿Para que te diga lo que ya sabes? Que te estás equivocando. Que son molinos. Y que te juegas mucho.

—Lo sé, no estoy ciego. No quiero que me acusen de complicidad en un asesinato, ni que me expulsen de la universidad. Pero tengo que intentarlo, Ciro. Me ha pedido que sea su tutor y voy a aceptar.

—El tutor de un asesino.

—De un futuro líder.

La vista de Ciro se tropezó con su propia figura sobre una plancha metálica. Se arrancó ferozmente el gorro de la cabeza.

—¿Y qué quieres de mí, Juan? —masculló. Aquel estaba siendo el peor lunes imaginable—. ¿Para qué me lo cuentas si no piensas escucharme?

—Porque podrías tener razón. Podría salirme mal.

Dejó la botella para buscar algo en el interior de su chaqueta. Un sobre.

—No. —Ciro dio un paso atrás.

—¿No?

—Has dicho que la mierda está en tu zapato y que quieres limpiártela tú solito. Muy bien, adelante. Hazlo a tu manera. Pero yo no lo apruebo, y no voy a darte una coartada.

—No es ninguna coartada, idiota; solo tienes que coger este papel, metértelo en el bolsillo y olvidarte de él.

—Eso se llama nadar y guardar la ropa, decano.

—No, se llama pedirle el último favor a un amigo.

Ciro se cruzó de brazos. A menos de cincuenta centímetros, el sobre temblaba entre los dedos índice y pulgar de la mano de Oliver.

—Tienes un hijo, Ciro —dijo de modo abrupto el decano.

—¿Qué tiene que ver mi hijo con nada?

—Todo. Lo tiene todo que ver. —Bajó la mano. Estudió ceñudamente a Ciro: un doctor con malas noticias—. Sigues creyendo en el invento. El sistema se desmorona delante de tus ojos pero tus… iba a decir tus principios, pero son tus orejeras de burro las que te impiden verlo. Tu fe en las estructuras. En la policía, por el amor de Dios, Ciro…

—Veo lo que hay fuera del invento, como tú lo llamas, y no es más que caos. El horror con camisa hawaiana.

Rumor de platos y voces al otro lado de la puerta. Aquí dentro, dos hombres que fueron mentor y aprendiz, después amigos, y que ahora solo se miran aturdidos.

—Necesitamos personas que lo hagan posible, Ciro. Personas con el poder para reconducir las cosas.

—El buen tirano. —Bufó—. Qué decepción oírte hablar así. Precisamente a ti.

—No estoy desertando —se revolvió el decano. Las gotas de saliva habían formado unas manchas blancas en las comisuras de sus labios—. Estoy haciendo justo lo contrario: pringarme, mancharme las manos para intentar arreglar este desastre. Pero tú eres demasiado ingenuo para verlo. O algo peor.

Quiso guardarse de nuevo el sobre en la chaqueta, pero erró, como si aquel movimiento no estuviera ensayado ni remotamente previsto, y el papel cayó al suelo. Cuando se agachó para recogerlo brotaron dos espantosos crujidos de sus rodillas.

—Juan… —comenzó Ciro. Pero cómo explicarle lo descorazonador que sería darle la razón, lo inviable de cualquier futuro que descansase sobre el gimoteante nudo de huesos en que se había convertido Oliver.

Porque en otro tiempo sí, la suya fue una de las cabezas más deslumbrantes del país. Asesoró a dos presidentes. Fue rector. Por aquel entonces sus ojos, desnudos de venas, interpretaban una marcha de verdades cuyo paso no podías dejar de seguir. Su voz ensordecía a los malos y enardecía a los buenos.

Pero ahora.

Ahora Ciro contempló a su maestro marcharse por la puerta con ademán teatral, y toda aquella admiración del pasado no bastó para hacerle mover un solo pie tras él.

Lo único que quería era regresar a casa.

Él había dicho: el horror con camisa hawaiana.

Cuando giraron para salir de la M-30, algo llamó la atención de Nando a un lado de la calzada y pisó el freno. Un grupo de peones permanecían sentados alrededor de una excavadora, como aguardando instrucciones.

—¿Crees que es…? —titubeó.

Ciro se inclinó para mirar.

—¿El muro? —dijo—. No. Será alguna conducción de gas, o cableado subterráneo.

No había ninguna convicción en sus palabras, pero Nando asintió con un cabeceo de feligrés y reanudó la marcha.

La ciudad se transfiguraba mansamente en cuanto abandonabas el anillo de la M-30. El tráfico adelgazaba hasta casi desaparecer, pero lo hacía de modo discreto, sin señales ni barreras. Como si la periferia viviese en una estación distinta que el centro; un desplazado y perpetuo verano de calles semivacías y persianas bajadas.

Luego estaban los signos inequívocos. Las marquesinas devastadas. Los restos de los coches calcinados. Las pintadas en los muros.

La última rotonda se elevaba sobre un repecho y desde allí Nando y Ciro tuvieron una perspectiva casi completa de la avenida de los Cedros. Un hilo de humo blanco todavía marcaba el lugar donde se alzaban los restos de la casa de Abel. El abandonado edificio de oficinas devolvía los reflejos del atardecer y los primeros vecinos comenzaban a sacar la basura para quemarla frente a sus casas.

—Todo en orden —suspiró Nando, de esa concienzuda manera en que cada tarde suspiraba las mismas tres palabras cuando regresaban a la avenida. Y Ciro, como cada tarde, tuvo que apretar la mandíbula porque odiaba aquella liturgia culpabilizadora de su amigo. Todo en orden. Como si ambos no hubieran pasado diez horas sino diez meses lejos de allí. Como si regresaran al frente desde alguna privilegiada retaguardia, dispuestos a encontrarse con los despojos de una masacre o con nada más que un páramo de trincheras vacías donde antes se hallara su hogar.

Las distancias. El tiempo y el espacio. Dos ejes que se dislocaron dolorosamente para los habitantes del extrarradio el mismo día en que las líneas telefónicas fueron cortadas. El sabotaje tuvo lugar quince meses atrás; decían que por obra de los hawaianos, pero Ciro no estaba tan seguro. Las incursiones de las miríadas por aquella zona podían contarse con los dedos de una mano. Por una razón que quizá nadie entendía, los hawaianos no habían demostrado un interés apreciable por la avenida.

Aún.

La placa que colgaba de un poste al comienzo de la calle había sido pintada y corregida por algún chaval: «Avenida de los Fuegos», proclamaba.

Nando detuvo el coche frente a la casa de Ciro y Sole. El blanco de la fachada se tornaba color carne al declinar el sol, lo que hacía pensar en un enorme rostro de párpados entornados y puerta bostezante. Por su boca salió un niño que no llevaba más que una camiseta de tirantes.

—¡Pa-pá! —Pau corrió dando saltitos hacia Ciro, que lo alzó y estrechó con fuerza. Trinchera o retaguardia, él sentía que regresaba de un lugar lejano.

Sole apareció detrás, poco más vestida que el niño. Despidió a Nando con la mano mientras este se alejaba conduciendo calle abajo. Luego inventó una de sus raras sonrisas de bienvenida para Ciro, tan llenas de matices que era imprescindible preguntar.

—¿Qué tal ha ido el día?

—Nos estamos quedando sin pañales —dijo ella. Le besó en la mejilla—. Lo demás bien. ¿Y tú?

Ciro gruñó y siguió apretando a su hijo, que era como el saquito donde guardaba las únicas cosas de las que estaba verdaderamente seguro. Después se agachó para recoger lo que había traído de la universidad.

—Canelones, zumo de tomate, harina… —recitó, guardándose lo mejor para el final—: y un helado de chocolate que hay que meter en el congelador antes de que se convierta en zumo.

Cenaron los tres en la cocina. Sole estaba demasiado cansada para intentar acostar a Pau, y a Ciro le gustaba sentirlo cerca después de un día entero sin verlo, así que dejaron que correteara por allí hasta caer dormido. El matrimonio dedicó un larguísimo silencio a la marcha de Abel y su familia. Luego Ciro se frotó las mejillas, pinchándose con los brotes de su barba, y dijo:

—¿Te acuerdas de Juan Oliver, el decano?

Las ojeras de Sole funcionaban de modo paradójico. Cuanto más exhausta, más niña parecía. Su piel morena y su delgadez aludían a patios abiertos y juegos de tiza. La maraña de su pelo no era desesperación sino resultado de una travesura, igual que su color. Pero había una sabiduría trastocada en sus ojos. Un álbum de recuerdos futuros.

—Sí. ¿Qué pasa con él?

Y Ciro se lo contó. El asesinato de Luis Elialde. Lo que el decano había averiguado. Lo que pensaba hacer. El dilema.

—¿Qué había en la carta? —Sole apuraba el chocolate que había quedado en el vaso de Pau.

—No lo sé —reconoció él, agotado—. El nombre del chico, supongo.

—¿Y no sientes curiosidad?

Ciro se encogió de hombros. Esquivó los ojos de su mujer hasta que, rendido, se dejó atrapar y descubrió que en ellos no había otra cosa que oceánica comprensión. Cada mañana Ciro se levantaba dando por perdido el amor de Sole, y cada noche se encontraba con la revelación de que ese amor continuaba allí. Aunque intocable. En una vitrina.

Afuera había oscurecido.

—Voy a sacar la basura —dijo él, levantándose.

Cogió la bolsa de basura y una lata de líquido inflamable, salió por la puerta trasera y rodeó la casa hasta el bidón metálico que se erguía sobre la acera. Desde lo alto de la avenida llegaba una brisa con aliento de pantano.

Se encontró con Manuel, su vecino de al lado, involucrado en el mismo ritual.

—Mañana hay junta. —El rostro del tipo cambiaba de color bajo el resplandor de su hoguera—. ¿Vas a ir?

Ciro respondió que iría. Luego arrojó la basura a su bidón, la roció y le prendió fuego con una cerilla. Un encogimiento de tripas acompañó al recuerdo de Abel murmurando oscuras palabras al oído de su doble. Tuvo que apartar la mirada de las llamas.

Una nube de polillas se convulsionaba sobre la única farola encendida de la calle. Los murciélagos hacían pasadas veloces, dándose un festín. A Ciro le pareció que tanto los insectos como sus depredadores eran de un tamaño descomunal, jamás visto. Como las ratas; algunas noches las divisaba desde la ventana del dormitorio, cientos de ellas, desfilando en columnas gibosas por el borde de las aceras. Conquistadoras.

De vuelta al interior de la casa, aseguró la puerta principal con doble cerrojo y se dispuso a activar la alarma, pero entonces oyó la televisión. Fue al salón, vio a Sole recostada en el sofá y se desplomó en el extremo libre. Sus diminutos pies descalzos quedaban a un par de milímetros de la mano de Ciro; después de unos segundos de vacilación, él tomó uno de aquellos pies y comenzó a masajearlo.

En la pantalla, un hombre de traje azul empujaba frentes de nubes por encima de un mapa europeo, siempre lejos de ellos.

—¿No han vuelto los otros canales? —preguntó él.

Sole tocó el mando a distancia y la pantalla cambió a negro. Negro. Negro. Negro. Recorrió el espacio desierto de todas las frecuencias hasta regresar al primer canal.

Desde enero lo único que podían ver eran viejos programas enlatados y partes meteorológicos.

—Creo que me voy a dormir. —Sole retiró el pie de su regazo para levantarse, y en ese mismo instante Ciro supo que ella guardaba un secreto. Quizá fue el tono de su voz, quizá la curvatura de sus labios—. Hoy ha sido un día de mierda.

—Yo también.

Apagaron la tele. Ciro se rezagó para conectar la alarma y después subió las escaleras detrás de su mujer.

Hubo una temporada en que ella se quedaba a dormir en la habitación del niño. Luego el miedo y las pesadillas la impelieron de vuelta a su lado. Se acostaban juntos, pero no se rozaban. Compartían el calor bajo las sábanas, y eso parecía suficiente.

Para Sole.

Porque a media noche, cuando sus ojos ya se habían hecho a la penumbra y estaba seguro de que ella dormía, Ciro exploraba el arco del costado de su mujer y se abrasaba recordando cómo era acariciarlo. Incluso hoy, ahora mismo, en la resaca emocional de una pérdida, una traición y un secreto, no hay un pensamiento que haga tanto daño a Ciro como la sospecha de que nunca más volverá a ocupar aquel cuerpo.

Los gritos tenían una cadencia festiva. No eran exactamente cánticos. Voces que hacían olas, unas sobre otras, erosionando cualquier rastro de individualidad y dando vida a un cuerpo mucho mayor, una gigantesca oruga humana que se abría paso, bailando y devorándolo todo. Así sonaban las miríadas.

Ciro saltó de la cama para asomarse por la ventana. Aún no había amanecido, pero clareaba.

—¿Están cerca? —Sole se incorporó de golpe.

—No los veo. Creo que están al comienzo de la avenida. —Buscó su teléfono y marcó el número de la policía.

—Es inútil, no hay… —fue a advertirle ella, pero vio que el rostro de su marido se encendía.

—Le llamo del número 54 de la avenida de los Cedros. Estamos viendo disturbios en la calle… No estoy seguro, puede que… Sí, parece un grupo bastante grande… Ciro Márquez Alba… Eso es… Oiga, esto es urgente, puede haber heridos… ¿Me oye?… Joder.

—Voy a por Pau. —Sole salió de la habitación.

Ciro extrajo unos prismáticos de su mesilla y escudriñó las figuras que se movían en el crepúsculo. Vio una hoguera en mitad de la avenida. Y alrededor, los colores hormigueantes de muchas camisas floreadas.

—Son ellos.

—Vamos abajo —urgió Sole, con el niño en brazos.

—¿Abajo? Ni hablar. No es seguro.

—¿No es seguro? ¿Ahora me dices que no es seguro? Me paso todos los putos días encerrada ahí con el niño, y ahora me dices…

—Podemos ir hasta la casa de Nando. Cabemos todos en su coche.

—¿Y si ya se ha ido? ¿O no quiere llevarnos?

—Nando nos llev… Espera.

De pronto reconoció la figura de Velasco saliendo por la puerta de su edificio, un achaparrado bloque de apartamentos unos cien metros calle arriba. Llevaba una escopeta.

—¿Qué coño haces, Fran? —dijo como si el otro pudiera oírle.

—¿Qué pasa? —El niño aumentaba de peso en los brazos de Sole.

—Velasco se está buscando problemas.

Se retiró los prismáticos para dar una dimensión más cruda a los hechos. Su amigo salió a la avenida y se quedó plantado en medio como un vaquero, mirando hacia los tumultos. En el tímido amanecer su figura apenas se percibía sólida, no completamente real, y Ciro confió en que aquello podría salvarle.

Plantar cara a los hawaianos era peor que suicidarse. Todo el mundo sabía eso.

—Yo voy abajo —resopló Sole—, tú haz lo que quieras.

—Se están marchando.

—¿Qué?

Ella se acercó para mirar. Cargó a Pau sobre su cadera y tendió la mano hacia los prismáticos. Pero su marido aguardó. Los hawaianos emprendían la retirada de la avenida, sí, pero no se marchaban con las manos vacías. Ciro distinguió a una niña en pijama, tal vez Marta, la hija de los Valdivia, arrastrada por la multitud. No le cedió los prismáticos a Sole hasta que la melena dorada de la niña desapareció de la vista.

—Se van —resumió, y lo hizo con tanta frialdad que sintió una punzada en la garganta—. Solo era una incursión. Saben que todavía no es territorio suyo.

—No será porque la policía se lo impide. —Sole observó el repliegue con fascinado alivio. Y sin embargo, la cólera y la frustración regresaban en estampida—. Estamos locos quedándonos aquí. Deberíamos conseguir un coche y largarnos, como tu amigo Abel. El único tío con cerebro por aquí.

—No nos vamos a ir.

—Eres igual que Velasco.

—No podemos irnos, Sole. Aquí tenemos nuestra casa, mi trabajo. Allí fuera no tenemos nada.

—¿Tu trabajo? —Soltó un gemido—. ¿Te refieres a cocinero? Ah, no, que tampoco te pagan por eso.

Él la miró a los ojos. Trataba de averiguar si todavía quedaba un puente de fe entre sus dos universos distantes.

—Escucha, Sole. Esta noche hay junta. Veremos lo que dice el resto de la gente, ¿de acuerdo? Veremos qué opciones tenemos.

—Opciones…

—Gaby dijo que hablaría con el secretario del concejal, tal vez tenga algo bueno que contarnos. Esta calle sigue formando parte del distrito, no pueden dejarnos tirados.

—Mi única opción es quedarme aquí encerrada todo el día, en un agujero que ahora dices que no es seguro. Esas son todas mis opciones.

—Sole…

Pero ella ya no estaba a su lado, se deslizaba malhumorada por las escaleras como el agua de un cubo volcado.

Ciro cerró el puño y estuvo a punto de estamparlo contra la pared. En lugar de eso, cogió otra vez el teléfono móvil y se puso a llamar furiosamente a la policía. Tendrían que escucharle.

Por lo que él sabía, Ciro Márquez Alba aún era un ciudadano con derechos.

Había una ambulancia detenida frente a la casa de los Valdivia. Contemplada desde la furgoneta de Nando, la escena tenía un aire de simulacro: el giro silencioso de las luces rojas sobre el vehículo; los enfermeros haciendo ochos por el césped como abejas en chalecos reflectantes; el grupo de vecinos que se arrimaba más y más con la esperanza de escandalizarse.

Ciro vio a Velasco merodeando y le hizo una señal para que se acercara al coche.

—Los padres están arriba, muertos —les informó, apoyando los codos en la ventanilla. Ciro atisbó la culata de una pistola en el bolsillo de su sudadera y tuvo que hacer un esfuerzo para no envidiarle.

—¿Y las niñas? —preguntó.

Velasco sacudió la cabeza.

—Se las han llevado. La mayor ha debido de oponer resistencia, su cuarto está lleno de sangre.

Nando se tapó la boca, un gesto demasiado sentimental para Velasco.

—Sabíamos que esto iba a pasar, Nando —lo reprendió—. En realidad, han tardado más tiempo de lo que yo esperaba.

Ciro miraba hacia la casa por encima del hombro de su amigo, pero solo podía pensar en Sole y en Pau.

—¿Crees que volverán hoy? —preguntó.

—No. Se han ido al otro lado de la M-40. Tienen un campamento allí, o eso se rumorea.

—Es una cacería —dijo Nando, interpretando algún texto mental—. Nos acechan y esperan a que nos separemos de la manada para atacar.

—Qué manada ni hostias. Que te den por el culo, joder.

Cuando eran niños, Nando y Velasco formaban el verdadero núcleo de la pandilla. Su amistad fue inaugural, protogaláctica, forjadora. Ahora no se soportaban.

—Nos vemos esta noche —solventó Ciro, y azuzó a Nando para que siguiera conduciendo.

Al abandonar la avenida se cruzaron con un coche de policía. Los dos agentes que viajaban dentro le parecieron a Ciro extraordinariamente pálidos, seres albinos o redivivos. Nando levantó una mano del volante, a modo de saludo, lo que se antojó a Ciro un gesto tan erróneo como desesperado. Incluso horas después del ataque, no tenían más remedio que celebrar la llegada de la policía como una victoria de orden casi ontológico. Seguimos formando parte. Seguimos dentro. Existimos.

En la facultad, Ciro buscó a Oliver durante toda la mañana. Le dijeron que andaba por allí, de reunión en reunión, pero no llegó a tropezarse con él y no pudo dejar de sospechar que el decano lo evitaba conscientemente. Al terminar su clase de las tres, Ciro se encerró en su despacho y trató de llamar a Sole. No había cobertura. Tampoco funcionaba el ordenador de su mesa. Toda la urdimbre tecnológica de la ciudad se iba cayendo día a día en un lagrimeo de fallos que nadie era capaz de atajar. Los alumnos habían regresado a la Edad del Cuaderno y el Bolígrafo. En el aparcamiento de la universidad, un muchacho ofrecía paquetes de A-4 de contrabando; los llevaba en el maletero de su Hyundai y hacía descuento a las chicas guapas. Primavera, a pesar de todo.

El despacho de Ciro, que no era un despacho auténtico sino una fracción de espacio entre pared y estantería al fondo de una sala de archivo, se había convertido en el último reducto habitado del Departamento de Historia Moderna. Un silencio verde oscuro llenaba el vacío dejado por los profesores. Nada impedía a Ciro coger sus cosas e instalarse en la desierta mesa de cualquier colega, nadie iba a volver, pero alguna clase de superstición íntima le disuadía de hacerlo. Quédate en tu lugar, decía esa voz fanática, ni se te ocurra moverte; como si el de su cuerpo no fuera el único peso soportado por aquella silla en particular, sino con él todo el peso del edificio, del campus, de la ciudad. Épicamente, el futuro de una civilización se dilucidaba en los límites de aquel exacto metro cuadrado de moqueta. Y por eso Ciro los respetaba, y permanecía quieto, y sudaba, y se quedaba sin aire; nunca sentía tan próximo el vacío de la muerte como en los tiempos libres entre clases.

Abrió un cajón y se encontró con una tarjeta que llevaba tiempo escondida, pero no olvidada. Un pequeño rectángulo de cartulina blanca con unas letras doradas que decían:

GOLIADKIN GENÉTICA

Por un mañana seguro

Y en la esquina inferior derecha, un número de teléfono. Cuando se dio cuenta de que lo estaba memorizando, soltó la tarjeta y cerró el cajón de un manotazo. Aún faltaba una hora para encontrarse con Nando en la plaza, pero recogió sus papeles y abandonó el departamento como si hubiese sonado una sirena.

Atravesaba la puerta exterior del campus cuando le pareció divisar a Oliver, no muy lejos, caminando por el césped en compañía de alguien. ¿Un alumno?

—¡Juan! —lo llamó, todavía inseguro—. ¡Juan!

En ese momento la pareja fue alcanzada por un efervescente grupo de estudiantes que la hizo desaparecer. Ciro rastreó con su mirada hasta que volvió a localizarlos, decano y alumno, ascendiendo la escalinata de la facultad de Ciencias Políticas. La figura escueta y parlanchina de Oliver contrastaba con la espalda neolítica del muchacho. Resultaba imposible saber si el joven le prestaba alguna atención.

A continuación entraron en el edificio y eso fue todo. Ciro notó las paredes de su garganta repentinamente ásperas, encaladas por un mal presentimiento. Tragó saliva y continuó su camino.

Aquello no podía llamarse jardín, pero era lo que tenían. Veinte metros rodeados de cemento, verjas y malla verde para mantenerse fuera de la vista de los vecinos. Sole sorbía una lata de Sprite en la silla plegable, apenas vigilando las evoluciones de Pau sobre el rectángulo de arena apelmazada que se había convertido en su rincón de juegos favorito. A veces las gaviotas se acercaban al niño más de la cuenta y Sole tenía que soltar un grito o patear el suelo para ahuyentarlas. Pero esa tarde no había gaviotas, solo llegaba hedor del vertedero, y cuando Ciro fue a darle un beso, la cara de ella no revelaba otro sufrimiento que el de combatir el sueño durante horas.

—Espero que traigas pañales en esa bolsa —sermoneó, aunque sin verdadero interés. El calor de sus mejillas demostraba que se sentía en paz con el mundo.

Lo que era un disparate.

—¿Estás bien? —preguntó Ciro.

Ella mugió, indiferente, y se agachó para dejar la lata al pie de la silla. Ciro espió la caída de sus pechos por el escote de la camiseta.

—Traigo la cena. —Alzó la bolsa de plástico en su mano—. En cuanto al tema pañales, tendremos que ponernos serios con el uso del orinal.

—Yupi. Más diversión.

Pero ahí terminó el castigo. No más reproches, maxilares apretados ni sarcasmos. El día después al asesinato de la familia Valdivia, Sole se movía con una languidez pletórica que hacía pensar en domingos de verano y resacas de fiesta.

Ciro estaba seguro de que su mujer ya no bebía. Aunque de vez en cuando, de un modo no del todo consciente, se concedía una excusa para inspeccionar los armarios del sótano y del ático en busca de la botella ausente: la pieza que parecía faltar en el puzle emocional de Sole. Nunca la encontraba.

Cenaron temprano para que Ciro pudiera acudir a la junta de vecinos. Sole se quedó acostada en el sofá con el pequeño Pau, los dos adormilados y bellos como figuras de un retablo. Él cerró la puerta con llave y se prometió estar de vuelta antes de las diez.

Se prometió más cosas: nunca abandonarlos, nunca renunciar a darles el mejor de los futuros. Y aceptar siempre lo que ella quisiera darle a cambio, sin exigencias ni ruegos.

—Dicen que las máquinas han empezado a construir el muro por el sur.

—¿Quién lo dice? ¿Alguien lo ha visto?

Alguien. Nadie. Con sus propios ojos. De oídas.

—¿Nos dejan fuera? Es imposible… ¿Y la policía? ¿Y las ambulancias? ¿Y el teléfono? ¿Y…?

Entre los números 120 y 128 de la avenida, una plaza de cemento servía de atrio mayor a un complejo de tres bloques: el centro comercial, las oficinas de una agencia de seguros y la Junta Municipal del Distrito donde se reunían. Todos aquellos edificios habían sido abandonados meses atrás, pero la electricidad aún corría por sus entrañas, manteniéndolos vivos. Bajo la parpadeante cruz de una farmacia, el grupo de vecinos intercambiaba rumores a la espera de Velasco, Ciro y Germán.

Los tres formaban una junta directiva que nadie tenía la ocurrencia de sustituir. Ellos encarnaban la avenida de un modo que iba mucho más allá de asambleas vecinales. Ellos dotaban a los ladrillos y al asfalto de ideología. Ellos creían.

Insólitamente, Velasco fue el último en comparecer aquella noche. Llevaba un walkie-talkie en la mano y unas ojeras que parecían hechas al carboncillo.

—¿Cuánto tiempo hace que no duermes? —Germán lo cogió del brazo mientras todos ocupaban las butacas del salón de actos.

—Estoy bien —protestó Velasco, un filo de paranoia en sus ojos—. ¿A qué viene esto?

—Es importante que nos vean tranquilos, hoy más que ningún día.

Germán era un monumento al autocontrol. Ciento diez kilos de serenidad práctica. Su mujer y él habían montado una escuela improvisada en su casa para que los niños no tuvieran que abandonar el barrio cada día. Comenzaron con sus hijos y dos niños más. Ahora sumaban catorce, de todas las edades. Germán y Gaby se lo tomaban tan en serio que ya nadie se acordaba de cuál era su oficio antes de llevar la escuela.

—Estoy bien —repitió—. Vamos a empezar.

Nadie quiso hablar de lo ocurrido en la casa de los Valdivia. De los hawaianos. Se atuvieron a un orden del día rutinario y estudiadamente tedioso, porque el tedio y la rutina constituían el único bálsamo disponible contra la desesperación. Repasaron el estado de las reclamaciones cursadas ante el ayuntamiento: presencia policial, bomberos, restablecimiento de las comunicaciones, reapertura de la estación de metro, transporte protegido para los niños, recogida de basuras. En ese punto, uno de los vecinos se levantó para proclamar lo ridículo de seguir pidiendo la recogida de basuras; había reivindicaciones mucho más acuciantes y se las arreglaban perfectamente bien sin los camiones de basura. Ciro pidió el micro:

—No se trata de que nos arreglemos bien sin ellos. —El cansancio daba una inflexión áspera a su voz—. Es crucial que mantengamos las reivindicaciones básicas en primer lugar. Si empezamos renunciando a la recogida de basuras luego vendrá todo lo demás. Están deseando que demostremos ser autosuficientes, ¿no lo entendéis? Ese es su juego. En el momento en que dejemos de exigir nuestros derechos como ciudadanos dejaremos de ser considerados ciudadanos.

—Y eso implica también pagar nuestros impuestos —intervino Germán, sentado al borde del estrado. Él no necesitaba micrófono para hacer que todas las cabezas se volvieran—. Gaby ha hablado con el secretario del concejal y su mensaje ha sido inequívoco: no podemos exigir que nos recojan la basura si no pagamos nuestra tasa de basuras.

—Pero esto es… ¡de imbéciles! —Una mujer saltó de su asiento en la última fila—. ¡Tenemos a esos salvajes a unos pasos de la puerta de casa! ¿No es más importante exigir patrullas de policía? ¡Nada de esto habría pasado!

—Son carroñeros —dijo otro—. No volverán si ven que seguimos enteros, que no nos asustamos.

—¿Y la forma de no asustarnos es pagar impuestos?

—…

La discusión se enroscó sobre sus contradicciones durante una hora completa. Ciro desactivaba las protestas que le acometían desde la platea y examinaba las intenciones que bullían por debajo; así adivinó que al menos tres familias estaban preparándose discretamente para abandonar la avenida. No es que el dato le sorprendiese; de hecho, después del ataque de los hawaianos, Ciro temía una estampida a gran escala. El simple hecho de que medio centenar de personas continuasen allí esa noche, debatiendo con mayor o menor encono las propuestas, representaba una victoria de tal calado que hasta podrían fantasear con un futuro.

Velasco era el único que no apartaba sus ojos del puro presente, el de los minutos y segundos que palpitaban en su reloj desde que había dejado solos a sus hijos. Incapaz de esperar al final de la asamblea, se escabulló por un lateral y salió al vestíbulo para utilizar su walkie-talkie.

—Álvaro —llamó—. Álvaro, ¿estás ahí?

—Sí, papá —la voz caldosa de un niño.

—¿Todo bien en casa?

—Sí.

—¿Y tu hermana?

—Le he puesto Phineas y Ferb porque no se quería ir a la cama.

—No es buena idea, Álvaro. Apaga la tele ahora mismo. Deja las luces del salón encendidas, pero nada de tele, ¿me oyes? Id a vuestro cuarto.

—Vale. ¿Vendrás pronto?

—Sí, voy enseguida. ¿Por qué no le cuentas un cuento a tu hermana?

—No me hace caso.

—Bueno, pues quedaos jugando. Pero no os asoméis a la ventana, ¿vale?

—Vale.

—Cambio y corto.

—Cambio y corto.

Álvaro tenía nueve años y la llamada de su padre le había sorprendido de pie sobre la cama de matrimonio, contemplándose en el espejo con un enorme cinturón para el walkie ceñido al pijama.

—¡Dice papá que apagues la tele! —ordenó a su hermana. Pero el sonido de los dibujos animados no menguaba al otro extremo del apartamento—. ¡Que la apagues, Diana!

Después de practicar unas cuantas poses duras, Álvaro dio un bufido y saltó de la cama.

—Te vas a enterar…

Cruzó el pasillo y se quedó clavado en la puerta del salón. Los colores del televisor teñían un sofá vacío.

—¡Diana! —Buscó detrás del mostrador de la cocina. Fue al cuarto de baño, encendió la luz—. ¿Dónde te has metido? Te la vas a cargar.

Desanduvo el pasillo hasta la entrada y entonces sintió que su estómago se reducía al tamaño de una nuez: la puerta del rellano permanecía abierta de par en par.

Implicaciones de un vano. Lo que no está. Lo que podría haber entrado.

Álvaro manoteó su walkie para liberarlo del cinturón y se le cayó al suelo. Lo recogió, parecía intacto; pero no apretó el botón de llamada. ¿Qué le iba a decir a su padre? ¿Que había dejado sola a su hermana durante demasiado rato y ahora había desaparecido?

Con el walkie en la mano, aunque mudo, salió al oscuro rellano y pulsó el interruptor de la luz. Una hilera de cinco puertas cerradas. Al fondo, el ascensor y las escaleras. Ni rastro de Diana.

Avanzó despacio, reservando el grito para cuando fuera inevitable. Repitiéndose: es un juego, voy a ganarlo y Diana aprenderá una lección. No tengo miedo. No tengo miedo. No tengo miedo.

Al pasar frente a cada puerta se le desordenaba el paso, cada pie quería correr más que el otro. Todos los vecinos del bloque se fueron hace tiempo, dejando sus casas limpias y cerradas como cajas fuertes, pero Álvaro sentía la presión al otro lado de cada hoja blindada como una rebelión de sombras a punto de eclosionar. Sombras que le devorarían. Sombras vestidas de colores tropicales.

—Diana —llamó, pero tan débil que la segunda sílaba no alcanzó siquiera sus oídos.

Se asomó por el hueco de las escaleras y distinguió el brillo del granito dos pisos por debajo. Ningún ruido, ningún movimiento. ¿O sí?

¡Claro, ahí estaba! Unos pasos de gominola. Diana huyendo sobre sus pies descalzos, escaleras abajo. Incluso creyó escuchar sus risas ahogadas.

—¡Diana, vuelve aquí! —Ahora el miedo le salía en coléricas llamaradas—. ¡No tiene gracia! ¡Diana!

Había un jardín interior, no mucho más que un fárrago de palmeras enanas y bambú que el propio Velasco se encargaba de regar desde la marcha del portero. Entre ellos pasaba un sendero de tablones apenas alumbrado con balizas. Tantos relieves donde esconderse que Álvaro se quedó inmóvil en el primer paso, estremecido de impotencia.

—¡Como te pille aquí papá te la vas a cargar, Diana! ¡Y está a punto de llegar!

—¿Cómo lo sabes? —se delató una vocecilla desde el vértice opuesto.

—Porque acabo de hablar con él por el walkie. —El triunfo al alcance de su mano—. Ahí te quedas, me da igual. Yo no pienso ganarme ningún castigo.

Soltó un desdeñoso «adiós» y emprendió el regreso hacia las escaleras, aunque a modo de representación. Tan pronto dobló la primera esquina se quedó agazapado, atento a los movimientos de su hermana.

Desde su escondite entre las plantas, Diana escudriñaba el portal por donde había desaparecido su hermano y contaba los segundos. Diez, once, doce. Al llegar a cincuenta culebreó por detrás de las palmeras y logró alcanzar el vestíbulo de entrada sin ser descubierta. Llevaba los pies húmedos de tierra y tuvo que apretarse la nariz para atajar un estornudo. En la terquedad de sus siete años se había propuesto entreabrir la puerta principal, echar un vistazo al nocturno abismo de la avenida, y solo entonces volver a casa. Ella no era como su hermano; no se acobardaba, no necesitaba a papá a todas horas, era capaz de inventarse una libertad incluso entre los muros de aquel edificio. Tampoco se parecía físicamente a su hermano; ella era más fuerte, su espalda y sus brazos crecían a lo ancho, contra las costuras de sus vestidos. En sus ojos llameaba el genio vivo del padre; en los de Álvaro, más grandes y oscuros, se consumía el recuerdo agónico de una madre.

Ocurrió que dos hombres estaban esperando a Diana en el umbral de la puerta.

Ella gritó. Salió corriendo. Atravesó el jardín en diagonal, haciéndose cortes con las hojas de las palmeras. Iba a pisar el primer tramo de escaleras cuando los brazos de Álvaro surgieron de la penumbra para detenerla.

—¡Para!

—¡Suéltame, que vienen! —Diana golpeó y arañó a su hermano, que apenas podía sujetarla.

—No… Estate quieta… Es papá.

—¡No!

—Sí, me ha llamado al walkie, está entrando.

—¡No es él, idiota!

En ese instante se hizo la luz en el rellano y las figuras de Velasco y Ciro irrumpieron con paso precipitado. Habían oído los gritos: miedo que alimenta a otros miedos. Y en el encuentro, demasiado alivio para broncas y castigos.

—Vamos arriba —se limitó a mascullar Velasco, apretando la mano de cada hijo.

Había insistido en que Ciro le acompañase a casa después de la asamblea, aunque solo fuera un minuto, porque tenía algo importante para él. Cuando los niños quedaron acostados y el silencio se hizo sólido en el apartamento, Velasco le condujo hasta la galería de la cocina, abrió un armario metálico y buscó detrás de las pilas de conservas un objeto envuelto en un trapo.

Ciro supo que era una pistola antes de verla, y lo supo porque la había deseado. Pero tan pronto como Velasco le tendió el arma —una vieja STAR de 9 milímetros— sacudió la cabeza.

—Será mejor que no.

—No me jodas. ¿Tengo que explicarte en qué situación estamos?

—Fran… —Ciro no encontraba qué hacer con sus manos. Era tarde y se arrepentía de no haber regresado directamente a casa.

—Ya. Piensas que esto es rendirse, ¿no? Que si cojo un arma estoy renunciando a ser protegido por la ley y todo ese rollo. Pero qué ley, Ciro. De qué puta ley habláis.

—Yo no me meto con lo que hagas en tu casa.

—¿Ah, no? Pues yo sí me meto con lo que hagas tú, porque algún día puede que necesite tu ayuda y sin un arma no me servirás para nada.

—Te lo agradezco, Fran. Pero no.

Abel se había marchado y aquello había sido el comienzo del fin, la encrucijada en la que cada uno había tomado su propio camino, también los que permanecieron en la avenida. Este era el pensamiento que se interponía en sus miradas como una telaraña.

Velasco lo acompañó a la calle y entonces dijo:

—¿Qué tal le va a Sole?

El modo en que se obligó a hacer la pregunta en el último instante, como un deber, y el hecho de que no preguntase por su hijo sino únicamente por Sole hicieron que Ciro se crispara.

—¿Por qué lo dices? ¿Qué pasa con Sole?

—Nada. Solo… te pregunto si se las arregla bien tantas horas sola, con el crío.

—Se las arregla.

—Claro. Lo siento. Dale recuerdos.

Regresó caminando por la mediana de la avenida. Cada veinte metros, el tocón de un cedro lo erigía en fugaz estatua de un héroe anónimo. La noche tenía el color y la textura del aceite usado. Los bidones de basura humeaban frente a las últimas casas habitadas; apenas contó seis hasta llegar a la suya.

No vio a Oliver en lo que quedaba de semana. Su despacho en el departamento permanecía cerrado a todas horas y sin señal de movimiento. El viernes, después de terminar su faena en la cocina, Ciro se plantó ante aquella puerta sellada y pegó la nariz al cristal para escudriñar el interior: ángulos dormidos bajo la luz oblicua de la ventana, un enunciado de muebles sin exclamaciones ni interrogantes. Salvo quizá aquella pila de libros semiderrumbada sobre la repisa. No significaba nada. Y sin embargo.

Ciro echó una mirada hacia el fondo del pasillo, asegurándose, y luego se puso a pelear con la manija de la puerta. No cedió, pero la holgura del mecanismo le dio esperanzas. Sacó su carnet de identidad de la cartera y lo deslizó por la ranura hasta tocar la lengüeta del pestillo —¡clac!—; la puerta se abrió mansamente.

Se adentró despacio, como en una capilla.

Colocó en orden los libros de la repisa y estudió los papeles que había sobre el escritorio: exámenes, trabajos. Y asomando por debajo, la esquina de un sobre. Lo reconoció de inmediato. Pero no dio un respingo hasta que lo tuvo en sus manos y descubrió que estaba manchado de sangre. No más que un borrón pardo por la parte de atrás, aunque inconfundible.

Abrió la solapa y buscó en el interior. Nada. El mensaje que Oliver había querido transmitirle ya no estaba allí.

Se sentó en la silla, respiró, cerró los ojos.

Cuando volvió a mirar, las formas y los colores del despacho se tendieron ante él como el escenario de una representación inminente. Había una tensión. Había un gran «Oh» pocas líneas más abajo.

El archivador metálico.

Su primer cajón llevaba una etiqueta: ALUMNOS. Se podía leer desde detrás de la mesa.

También se podía advertir que no estaba bien cerrado. Apenas un centímetro desplazado, lo suficiente para proyectar un escalón de sombra.

Ciro se levantó muy despacio. Fue hasta el archivador. Llevó sus dedos al tirador y abrió el cajón por completo, haciendo crujir los rieles.

Lo primero que pensó al mirar dentro fue: la cabeza de Oliver.

Al instante se dijo que no. Que aquella masa de pelo blanco apelmazada dentro de un plástico era solo un objeto obsceno que alguien había querido retirar de la vista. Un amasijo de trapos. Un horrible trofeo de caza.

Pero cuando lo cogió con sus manos —el peso, ¡el peso!— se encontró con que el bulto tenía ojos. Tenía incluso gafas, rotas y aplastadas contra la nariz como si las hubieran colocado allí después de muerto, a modo de caricatura.

La cabeza de Oliver. Oh…

Antes del espanto, antes de la ira, antes incluso de dejar caer el fardo para llevarse las manos a la boca, Ciro tuvo tiempo de sobrevolar un glaciar entero de decepción y derrota por el interior de su piel. Ellos habían vencido. Todo estaba perdido.

Luego gritó, se agarró su propia cabeza con las manos mientras contemplaba la de su amigo en el suelo, retrocedió un paso, y otro, hasta dar con la puerta. Buscó su teléfono móvil en el bolsillo. La cobertura era irregular, pero el verdadero problema se hallaba en sus dedos: no había modo de detener su temblor y dirigirlos sobre cada número.

—Policía —le respondieron al fin.

Y entonces él se lo contó. Ni siquiera se detuvo a pensar en las consecuencias, en lo que era prudente o lo que podría ocurrirle. Sole llamaba a aquello falta de personalidad. Sole lo acusaba de vivir dentro de una armadura medieval, mirando el mundo a través de la estrecha rendija de sus obsesiones, incapaz de realizar otro movimiento que no fuera hacia delante.

Pero ahora Sole no estaba allí.

Porque Sole está en el salón de su casa, a cuatro patas.

Tiene las palmas de las manos sobre el parquet y las rodillas plantadas a ambos lados del rostro de un hombre. Su nombre es Gus. Nadie de la avenida conoce a Gus aparte de ella. Gus emplea su lengua y sus dedos para sacarle a Sole todo su zumo, como le gusta llamarlo, y bebérselo a tragos. Ella gime y se estremece mientras siente cómo bombean los músculos de su vientre. Le gusta tanto que echaría hasta las tripas en la boca de ese tío, pero no grita. Pau duerme en la habitación de arriba.

Cuando se ve reflejada en la pantalla oscura del televisor no se siente culpable. Piensa: todo acto es mera continuidad de los millones de actos previos.

Gus se presentó a las tres y media. Ella llevaba un rato mirando por la ventana, pero sin abrirla, sitiada por el aire corrupto del vertedero. Aquella mañana los dioses electromagnéticos habían sido propicios y no fue necesario encaramarse al tejado para ganar cobertura. Gus había respondido al primer timbre, como si interrumpiera otra conversación:

—Qué.

—Gus, soy yo.

—Sole. —Un cálculo rápido—. Media hora.

Y a la media hora él aparecía en su Vespa y la dejaba tumbada en la acera con el propósito de que pareciera chatarra. Quién iba a robar aquello. Luego entraba cojeando en el jardín y saludaba con la mano hacia la ventana. Ella corría a abrirle.

Las píldoras cambiaban de color: cuando las probó por primera vez eran de marrón café, luego fueron blancas durante una larga temporada, y por fin se habían instalado en el azul. Su efecto era siempre el mismo, sin embargo. Ablandaban los perfiles del mundo, congelaban el dolor en las regiones altas y cubrían de fino oro las playas de los sentidos.

—Tienes que hacerlas durar más —la abroncó en la puerta, pero sonriendo—. No son chucherías, ¿sabes?

Ella cogió la bolsita y se la guardó, nunca consumía en su presencia. Gus había perdido pelo y estaba más delgado que cuando salían juntos, siglos atrás, pero seguía teniendo esa forma de mirarla, como si hubiera descubierto algo en ella que era mejor no hacer público, quedárselo solo para sí. Por supuesto, el asunto de la pierna representaba una incómoda novedad. Gus había perdido el pie izquierdo en un accidente y jamás permitía que ella viese su prótesis, ni la cicatriz que le trepaba como una escalerilla de grapas hasta la ingle. Sole sospechaba que algo marchaba mal también en sus genitales, porque jamás se dejaba tocar.

—Quiero mi zumo —decía, huía, ordenaba.

Entonces iban al salón y ella se quitaba la ropa. Él se tumbaba en el suelo, su camisa apenas desabrochada, y ella se colocaba exactamente encima de su boca. Y él la acariciaba, y ella se corría, y él se la bebía. Y cuando parecía que ya no quedaba más, Gus le metía un dedo en el culo, bien adentro, y entonces ella se licuaba por última vez, protestando.

Había una rabia en todo aquello que Sole no quería diseccionar, porque podría estar dirigida contra Ciro. Era más fácil pensar en sí misma como una yonqui. Porque no se trata de lealtades, sino de estímulos condicionados: el perrito que babea en cuanto escucha su campana.

—Venga, dilo —le exigió ella, cuando ya se incorporaban—. ¿Por qué nunca quieres follar? —Se arriesgó a palpar su entrepierna—. La tienes dura.

—¿Y entregarte mi energía vital? —Sonrió. Tenía la mandíbula, el cuello y el pelo de la nuca completamente empapados—. Ni lo sueñes.

Aquellas visitas nunca se alargaban más de lo que sus venas tardaban en volver a su diámetro. Mientras ella se vestía, Gus se lavaba las manos y la cara. Luego se tomaba cualquier refresco de la nevera y emprendía la marcha. Nada de charlas de cortesía, nada de rememorar viejos tiempos. Ambos lo necesitaban así; era la única profilaxis para que aquello no les infectase.

Por eso constituyó una alarmante señal de flaqueza el que, camino de la puerta, Gus hiciese un alto para preguntar:

—¿Cómo le va al marqués?

—Ciro es profesor. Le va mal.

—Qué bobo. Se gastó toda la pasta en la casita y ahora el barrio se ha quedado fuera.

—No está fuera. ¿Por qué dices eso?

—¿No sabes lo del muro? Ya han empezado.

—Es mentira. Y no me gusta que le insultes.

Gus se encogió de hombros. Su cabeceo desdeñoso provenía de la remota infancia, cuando el más alfeñique del patio tenía que ser también el más hijo de puta.

—Ni siquiera sabe que existo, ¿no? ¿Qué daño le hacen mis insultos?

El niño empezó a llorar en la planta superior. Y aquella manera en que Gus exageraba su cojera, ganando tiempo, elucubrando… Sole empezó a sentirse mal.

—Hay algo que puede vender —sugirió él—, si necesitáis pasta.

—Olvídalo.

—¿No te jode que se guarde un mimético solo para él? Su salud está asegurada, pero a vosotros que os den.

—Vale ya.

—Si yo hubiera tenido un mimético no andaría con esta mierda de plástico. Tengo derecho a odiarle un poco, ¿no?

—No existes. No puedes odiarle. Chao-chao.

Gus abrió la boca para decir algo heroicamente inapropiado: escapa conmigo, te mereces otra vida, sé que tú también lo has pensado. Pero no era tan cretino, ni tan romántico; simplemente estaba un poco deprimido. Se dio cuenta a tiempo y reanudó su tambaleante paso hacia la puerta sin esperar que ella lo acompañase, porque nunca lo hacía.

Afuera, mientras rescataba su moto varada de la acera, distinguió la figura de un hombre que le miraba desde un portal de la avenida. Gus saludó con la mano; el otro desapareció en el interior.

Arrancó el motor al tercer intento y se quedó un rato inhalando el humo de gasoil. Hay algo aquí, pensó, de pronto estremecido. Había algo acechante en la atmósfera de aquel barrio, como una gran equis marcada en la siguiente hoja del calendario. Tal vez era hora de tomar una decisión. Había olvidado a Sole en una ocasión y podía volver a hacerlo. Se aferraría a su sistema de vida en el centro de la ciudad y no se buscaría más problemas; existían otras fuentes de energía y vicio más allá del coño de Sole.

Montó sobre su Vespa y mosconeó lejos de allí. Pasó por delante de casas saqueadas, quemadas, algunas tan idénticas a la de Sole que sintió un fogonazo de culpa. Tuvo que acelerar. Tomó un cruce a la derecha, sorteando dos coches abandonados. ¿No yacía un cuerpo sobre el volante de uno de ellos? Comprendió que había tomado la calle equivocada cuando ya no merecía la pena retroceder. Un poco más adelante debería encontrar la salida a la M-30; le obligaría a dar un pequeño rodeo, pero al menos dejaría de callejear por aquel purgatorio de cemento.

Luchaba contra una representación mental de la muerte cuando un niño atravesó la calzada justo por delante de su moto. Giró de golpe el manillar y perdió el control. Se fue al suelo.

El niño le miraba desde la otra acera, intacto.

—Ah… —Gus sangraba por la mano que había parado su caída, pero eso era todo. La Vespa tosió y enmudeció, volcada unos metros más allá—. ¿Es que no tienes ojos? ¿Ni oídos? Cristo…

Se incorporó lentamente. El pie ortopédico seguía en su lugar, pero dolía, palpitaba del modo desquiciante en que lo hacen los miembros invisibles.

—¿Te has quedado mudo? ¿Eres retrasado? —Quería castigar al crío, hacerle llorar al menos, pero la expresión del chico no mutaba. Gus advirtió que llevaba unas bermudas floreadas y se quedó paralizado—. ¿Y tus padres?

Siguió la mirada del chico hasta el terraplén que se levantaba a sus espaldas. En lo alto de la pendiente había dos hombres sentados, fumando. Vestían camisas hawaianas. Entre ambos se alzaba un enorme machete clavado en la tierra.

Gus bajó el rostro y caminó hacia su moto haciendo un titánico esfuerzo por no cojear. No mostrar el menor signo de debilidad, ni de miedo.

—Eh —le llamó el chico.

Gus lo ignoró y montó en su Vespa. Trató de arrancarla, en vano. En lo alto del terraplén, uno de los hombres se puso en pie. Hizo señas hacia el otro lado, donde no alcanzaba la vista de Gus. Todo el mundo sabe que los hawaianos se agrupan en miríadas.

—Eh, espera. —El chico se le acercaba. Era imposible reconocer los matices de su voz, adivinar siquiera un estado de ánimo.

Gus se relamió mientras giraba de nuevo la llave. El sabor de Sole todavía estaba allí, en su boca, y de pronto lo llenó de optimismo: la moto arrancaría, se marcharía volando sin ningún problema, todo quedaría en un susto, una lección aprendida.

Sentía el jugo de la vida inundando su cuerpo y era invencible.

Ciro permaneció en la Comisaría Central hasta que empezó a oscurecer. Para cuando le dejaron usar su teléfono ya era demasiado tarde, la cobertura había caído.

—Si hemos terminado, necesito que alguien me acerque a casa —se dirigió sin esperanza a las dos agentes de policía que llevaban una hora taladrándole con el mismo cuestionario, accediendo a nuevos niveles freáticos de impaciencia y agotamiento pero sin obtener ninguna respuesta diferente.

Aunque a Ciro no le molestaban las preguntas; aceptaba incluso su condición de primer sospechoso, puesto que él había dado la voz de alarma. Pero ahora miraba por la ventana del fondo y se preguntaba si el día se extinguiría sin que nadie asumiera las verdaderas implicaciones del suceso —un asesinato, un secreto, un culpable prominente— y se decidiera a investigar más allá de aquellas cuatro paredes.

Las dos mujeres policía se rascaban de vez en cuando el cuero cabelludo y de pronto Ciro se imaginó la comisaría infestada de piojos. Comenzó a sentir picores.

—Es suficiente. —La voz de un hombre le hizo volverse. El comisario Ammán tenía rasgos oscuros y vestía un traje claro. Merodeaba por los dinteles como un cirujano fuera de servicio—. Yo le llevaré a casa.

Hizo un gesto a Ciro y atravesaron juntos la comisaría para tomar el ascensor. Los agentes se hacían los encontradizos por el pasillo: buen fin de semana, jefe. Él correspondía con una sonrisa labrada como una zanja alrededor de su autoridad.

No pronunció palabra hasta que abandonaron el aparcamiento de la comisaría en su coche particular. Solo entonces creyó apreciar Ciro un aflojamiento en las facciones del hombre; incluso el compás de su respiración pareció aplacarse conforme se alejaban del recinto. Por fin dijo, mirando al frente:

—Así que es profesor de Historia Moderna. Pensaba que eso ya se había acabado.

—¿La Historia, o la carrera? —Ciro sonrió para sí mismo—. Lo cierto es que soy el último profesor de la facultad, después de… Oliver.

—Tengo entendido que hay un problema con los sueldos.

—Sí, lo hay. —De pronto se puso en guardia—. Pero lo que ha ocurrido no tiene nada que ver con eso. Quiero decir que… no ha sido un asunto de dinero, de ninguna manera.

Ammán asintió, ajeno, mientras giraba el volante. Una mancha blanca se propagaba desde lo alto de sus nudillos por el dorso de sus manos. Ciro se fijó con mayor atención y descubrió islas de vitíligo también en la mandíbula del comisario. Este interceptó su mirada. Pronunció:

—Uno hace lo que sea necesario para dar de comer a su familia. A veces cosas que no le gustan.

Ciro se defendió con un carraspeo de conformidad, pero ¿qué había sido aquello? ¿Lo estaba tanteando? ¿Se trataba acaso de una confesión?

Embocaron la avenida cuando el reloj del salpicadero marcaba las 22.01. Un matrimonio les observó pasar a través de las llamas de su bidón de basura.

—Deberían mudarse al centro —advirtió Ammán, pero de ese modo suave en que nada salido de sus labios parecía una advertencia.

—¿Por qué? ¿El muro?

—No sé nada de ningún muro. Pero este lugar…

—Todavía formamos parte de la ciudad.

—Lo sé. —Miró a Ciro—. He leído todas sus reclamaciones. Es importante que lo sepan. Tenemos en cuenta cada una de ellas.

—El otro día sufrimos un ataque. Nos sentiríamos más tranquilos si viéramos un coche patrulla de vez en cuando.

—Estoy al tanto. Tres homicidios y un rapto. Mi obligación es decirle que empleamos todos los medios disponibles para su protección. Pero la situación es anémica. Los crímenes aumentan y nuestros medios se recortan. Usted no es el único que lleva sin cobrar desde enero.

Se aproximaron al número 54 y el comisario tocó el freno hasta parar. El interior del coche vibraba como la piel de un gran felino. Ciro divisó la luz del salón encendida al otro lado del jardín. La silueta de Sole iba y venía, tal vez jugando con Pau, tal vez tratando de llamar a su marido por teléfono.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó, antes de poner un pie fuera—. Me refiero a Oliver.

—La investigación seguirá su curso. Ni siquiera hemos encontrado el resto del cuerpo. Ahora trate de descansar y olvidarse de todo hasta el lunes.

Porque yo al menos intentaré hacerlo, añadían sus ojos negros. Ciro se apeó y rodeó el coche para ganar la acera. Se inclinó una última vez hacia la ventanilla del conductor.

—No vamos a mudarnos. La avenida de los Cedros es parte de la ciudad.

Ammán midió las palabras y midió al hombre. Luego hizo un ademán de despedida y maniobró para regresar por donde había venido. En el cielo nocturno, Andrómeda se precipitaba lentamente contra sus cabezas.

Entró y encontró a Sole parada en mitad del recibidor, como si se hubiera lanzado hacia la puerta al escuchar las llaves pero hubiera cambiado de opinión en el último instante. Su rostro ardía.

—¿Qué ha pasado?

—Me han tenido unas horas declarando en comisaría.

—Eso ya lo sé, ha estado Nando contándomelo. Deberías llamarle para disculparte o algo, he sido muy borde con él, pero me estaba poniendo de mala hostia. —Regresó al salón, donde Pau gimoteaba en su prisión de colorines—. El tío se empeña en ayudar, pero ya sabes que no puedo con él…

—¿Qué te ha contado?

Sole se derrumbó en el sofá. No podía caber tanta fatiga en un cuerpo tan delgado.

—Dice que estuvo esperándote en la plaza, luego fue a la universidad a buscarte y no le dejaron entrar.

—Él ya sabe que no puede entrar. No entiendo para qué…

—Ya, pero el guardia de la puerta le contó que te había visto salir con la policía. ¿Qué coño has hecho?

—Han matado a Juan.

—¿Al decano?

—Me encontré su cabeza en un cajón.

La boca de Sole dejó correr el aire. Ciro fue a rescatar a Pau de su parque de viaje. Padre e hijo se abrazaron. Olor a habitación sin ventilar.

—Sabes que no le gusta que lo encierres aquí, y a mí tampoco. Tiene más de dos años.

Mientras Ciro se llevaba al niño escaleras arriba, Sole no supo hacer otra cosa que permanecer perpleja, quizá buscando una fórmula emocional que le permitiera compadecer a su marido y culparle al mismo tiempo. Porque eso es lo que siempre haces, le dijo el resquicio de conciencia adonde no llegaban las píldoras; le culpas a él porque cargar con tu parte sería demasiado insoportable. La droga le hablaba a las claras, pero no la juzgaba. Su indulgencia era vasta y azul como un océano.

Arriba, Ciro llenó la bañera, se desnudó y se metió con el pequeño Pau. Entre los dos construyeron ciudades de espuma y se imaginaron que vivían en ellas hasta que la piel de sus dedos comenzó a arrugarse. Pero el niño nunca reía.

—Los oigo.

—¿Qué?

—Están viniendo.

Nando fue a mirar por la ventana enrejada del salón.

—No hay nadie, papá.

—Pues están ahí, los oigo. Parece mentira que estés tan sordo.

Nando y su padre vivían en una casa gemela a la de Ciro y Sole, trescientos metros calle arriba. Veían películas hasta altas horas de la madrugada, casi siempre clásicos de Hollywood. El padre se llamaba Manuel, y todavía era el doble de corpulento que su hijo a pesar de que el cáncer llevaba años vaciándole por dentro.

Apagó la tele con el mando y quedaron a oscuras.

—Papá…

—Shhh.

Pero lo único que Nando escuchaba era la respiración cenagosa de su padre en el sillón. Aborrecible como una llamada obscena de la Muerte.

—Voy a salir a ver. —Se dirigió a la puerta de la casa, solo por huir de aquel sonido.

—¡No!

—No pasa nada, me asomo un segundo y cierro.

—Te verán. Vendrán y tirarán la puerta abajo. O prenderán fuego a la casa para que salgamos.

Lo que Nando pensó, pero no dijo, es que daba exactamente igual apagar las luces y quedarse callados. Si era cierto que los hawaianos merodeaban ahí fuera, ya habrían visto el bidón de basura humeando delante de la casa y mil otros signos que delataban su presencia. Y de todas formas, ¿quién sabía por qué criterio se conducían? No había estrategia posible para defenderse de ellos, nadie entendía sus mecanismos de pausa y ataque. Las miríadas eran organismos colosales animados por el simple apetito del momento; dónde su cabeza, dónde su conciencia, a qué alma suplicar piedad.

Abrió la puerta y escudriñó el mapa familiar de su jardín hasta la avenida. La farola más cercana apenas lograba matizar los bordes de las sombras, pero una tajante ausencia de movimiento definía la noche.

—No hay nadie —murmuró. Dio unos pasos sobre el camino de losetas, ganando ángulo por encima de la verja—. Nada.

Entonces surgieron de la oscuridad.

El primero venía andando por la acera, saltarín, y pasó tan cerca de Nando que hubiera podido pellizcarle la nariz con solo estirar la mano. Llevaba una camisa abierta y unos vaqueros recortados. Y sonreía.

Todos sonreían.

Por el centro de la calzada avanzaba el grupo principal, una pleamar de torsos floreados conquistando la playa nocturna de la avenida. Era como si la fiesta más multitudinaria de la historia acabase de terminar al otro lado de la calle y los miles de participantes emprendiesen el regreso silencioso, sus rostros hinchados de cansancio y de gula, pero aún cargados de electricidad.

Porque tal vez otra fiesta les aguardaba.

Nando sintió cómo las miradas pasaban sobre él sin detenerse, y durante un disparatado lapso estuvo seguro de que si seguía aguantando la respiración lograría permanecer invisible, igual que un niño. Hasta que la llamada de su padre desde la puerta le hizo espabilar, también igual que a un niño:

—Vuelve aquí, Nando. —Sonó uniforme y suave: el tono que uno emplearía para avisarle a otro de que tiene una gran araña en la espalda.

Nando retrocedió tres pasos sin volverse, su vista embargada por el torrente de personas que fluía frente a la cancela, rozándola, amenazando con desbordarla; luego se giró y completó el trayecto tan despacio como le permitieron sus temblequeantes extremidades.

Voló el último metro al interior de su casa, y a continuación padre e hijo cerraron la puerta con un solo movimiento.

Abrazado al viejo, Nando se dio cuenta de que continuaba sin poder respirar, y se asustó, hasta que el escozor en sus propios ojos le hizo comprender que estaba llorando. Quizá lo había hecho todo el tiempo.

—Shhh. —Manuel le cogió de la nuca—. Shhh.

—Lo siento…

—No digas eso.

—Ha sido una imprudencia…

—Están pasando de largo. Dios sabrá por qué, pero no les interesamos.

Era cierto. Nando siguió la mirada de su padre a través de la ventana más próxima. La miríada se deslizaba con impulsos sinuosos, una kilométrica oruga multicolor, sin que ninguno de sus integrantes fijase su atención en la casa. Se iban. Pero el murmullo que levantaban sus pasos era tan mortificante que ahora Nando arrimó su oído a la garganta enferma de su padre, allí encontró consuelo.

De pronto se le ocurrió:

—Van hacia la casa de Velasco.

—Pasarán. —Manuel notó los músculos de su hijo endurecerse, beligerantes, y lo estrechó con más fuerza—. Hay que confiar en su suerte, Nando. No podemos hacer otra cosa.

Se retiraron lentamente, apoyado el uno en el otro, hasta el cuarto de atrás. Desde su ventana no podían ver la avenida, lo que era bueno. En las paredes se sentía el peso de millones de páginas encuadernadas. Sobre la mesa del rincón, una jorobada Olivetti se erguía como el fénix renacido de las cenizas digitales.

Tantearon los límites del sofá cama y se desplomaron en él.

—Ya nunca rezas —dijo Nando. Por el modo en que saltó de sus labios, a quemarropa, debía de ser un reproche amartillado durante meses.

—Te has dado cuenta. —Manuel se removió; le dolía el cuerpo en tantos puntos que solo podía ir rotándolos, repartiendo treguas—. Bueno, eso no debe entristecerte. Las pocas certezas que me quedan pesan mucho más que todas las que he perdido.

—¿Y cuáles son las que te quedan?

Sus ojos se encontraron en la penumbra. El hombre mayor sonrió, quizá.

—Las que veo en tu cara. Con esas me vale.

Después, los dos se concedieron una prórroga de silencio que duró toda la madrugada.

Soñaba con barcos.

Y era raro, porque Velasco jamás había subido a un barco y mucho menos a un velero de tanta clase como aquel, un cúter baqueteado y lento pero aún espléndido sobre el mar en calma. Le acompañaba alguien cuyo rostro no acababa de definirse: a veces era Clarisa, su esposa muerta, y otras veces una mujer sin nombre, un arquetipo de mujer, de todas las mujeres posibles. Ella miraba la línea recta del horizonte y le preguntaba si aquel límite demostraba la redondez de la Tierra. Él se reía, porque era la misma pregunta que había hecho a su padre siendo un niño. Y hablaban y reían y en algún momento se rozaban, y él trataba de cogerle la mano porque era el gesto necesario antes de inclinarse sobre ella y besarla. Pero las manos huían, no se dejaban atrapar, y eso lo desesperaba. De su rabia surgieron nubes rápidas y las velas se agitaron sobre sus cabezas.

—¿Por qué…? —comenzó a protestar, pero no pudo.

Porque de pronto estaba despierto.

Regresó como si alguien le hubiera sacudido con fuerza, pero cuando abrió los ojos todo el mundo a su alrededor guardaba un metro de distancia: todo el mundo era una docena de hombres y mujeres con camisas de colores que ocupaban el salón de su casa. Fue capaz de comprender lo que eso significaba antes incluso de advertir que ya le habían cortado el brazo derecho.

Lo vio en el suelo, sobre la moqueta. Los dedos aún se movían.

Entonces el dolor prendió como una mecha desde su codo chorreante hasta el centro de su cerebro, donde estalló. Gritó hasta que su voz se redujo a un maullido y estuvo a punto de perder el conocimiento. Pero no: se apoyó en la mano izquierda y se levantó del sillón, porque le bastaba con retener dos palabras en el horizonte de su consciencia.

Diana. Álvaro.

Los hawaianos dejaron que se pusiera en pie y emprendiera el tambaleante camino del pasillo como si no les importase lo más mínimo. Una distraída animación flotaba en sus miradas, no más intensa en los ojos del individuo que sostenía el machete ensangrentado; aquello no era un espectáculo, ni un ritual, ni una batalla. Les complacía en el mismo grado que comer un bocadillo a media tarde o beber agua tras un paseo bajo el sol. Algunos de ellos canturreaban, nada reconocible, apenas un murmullo que se contagiaban unos a otros como miembros de una manada.

Velasco se apretaba el muñón con su única mano pero no evitaba que se le fuera la vida a borbotones. Cada paso eran mil kilómetros. Y sin embargo continuó, abriéndose paso entre los aletargados invasores, hasta el dormitorio de los niños.

La luz encendida, la habitación atestada.

—¡Fuera! —Se esforzó en captar su atención—. ¡Fuera de aquí!

No tuvo que empujar a nadie; le hicieron un corredor que ignoraba las dos camas —revueltas, vacías— y desembocaba en el armario blanco de la pared. El escondite de sus hijos.

Velasco desfiló entre los asaltantes con la torcida dignidad de un reo. Se hizo un silencio incompleto. Alguien bostezaba. Dentro del armario, sollozos tapados por una mano hermana.

Llegado a este punto, Velasco se detuvo para tomar una profunda bocanada y enviar oxígeno a sus neuronas. Tenía que pensar qué iba a suceder ahora. Cuál era su margen de influencia en la cadena de hechos desatados.

Porque disponía de un as debajo de la manga. Más exactamente, bajo la pernera del pantalón.

(Pero mira a tu alrededor, Fran. Debe de haber veinte personas en esta habitación, no menos de cien en toda la casa, Dios sabe cuántos más en la calle. Estás al borde del desmayo y te falta la mano derecha; la que sabe apuntar y apretar el gatillo.)

En aquellos rostros —llegó la hora de estudiarlos, por primera y quizá única vez— no había crueldad ni odio. Ni siquiera locura. El regocijo que ablandaba sus facciones era tan esencialmente humano como la más virtuosa y refinada de las compasiones. Existía una voluntad, un cauce subterráneo del que todos participaban, pero esa fuerza no los borraba por completo, no eran robots programados sino seres libres, imperdonablemente conscientes de sus actos.

Por eso Velasco se dirigió a una de las mujeres que le observaba, de pie entre una mayoría de hombres, todos jóvenes.

—Por favor —suplicó, con la garganta seca—. Llevadme solo a mí. Son muy pequeños.

No advirtió que ella tenía un punzón en su mano hasta que sintió el aguijonazo en el costado izquierdo. Apenas dos centímetros dentro de su carne, una muesca insignificante al lado de lo que se escapaba por su muñón abierto, pero un estigma que sellaba el significado de todas las cosas.

Porque decía que no había esperanza.

Decía que sus hijos y él iban a morir.

La mujer apretó los labios y entonó el canturreo que se había convertido en un zumbido masivo, enloquecedor. Velasco esperó la segunda puñalada, pensó: ahora todos se echarán sobre mí. Pero nadie le tocó. Como espectadores de primera fila, siguieron su paseo trastabillante por el escenario hasta caer de rodillas ante la puerta del armario.

—Soy papá —susurró a la madera.

Sintió los cuerpos de sus hijos agitarse al otro lado.

Sintió también los cuerpos de los hawaianos moviéndose a su espalda, cegando el pasillo de huida.

El aire comenzaba a faltarle, y tuvo que hacer varios intentos para asir el tirador de la puerta con sus dedos ensangrentados. Al fin, yerto, preguntándose si estaba a punto de cometer el peor error de su vida, abrió el armario.

Los dos niños se encogían sobre un nido de zapatos. En cuanto reconocieron a su padre saltaron a sus brazos, sin advertir que uno de ellos faltaba de su lugar.

—Papá.

Fue al rozar sus mejillas cuando Diana sintió que su padre estaba helado y temblaba.

Álvaro gimió al notar sus manos embadurnadas de algo caliente y se apartó en cuanto descubrió de dónde provenía. La lámpara de la habitación recortaba la silueta de Velasco postrado ante ellos, bloqueando la visión de los asaltantes.

—Os quiero. Sabéis que os quiero con toda mi alma —murmuraba mientras trataba de sacar la pistola de su funda, bien ceñida a la pantorrilla.

Nadie se dio cuenta de lo que tramaba salvo Diana, pero ella lo registró con una consciencia parcial, resquebrajada, huérfana de sentido. Porque de pronto la realidad había cedido en un pliegue profundo y todos se precipitaban hacia lo más oscuro, sin entenderlo.

Diana vio que su padre empuñaba el arma en dirección a la cabeza de su hermano.

—No —dijo, y quiso impedirlo a manotazos.

El dedo torpe, zurdo, de Velasco se cerró entonces sobre el gatillo, y el armario entero se estremeció con el estallido.

Los tímpanos trepidaban.

La niña le miró un instante, desconcertada, y luego se desplomó. Una erupción de color rojo en el centro de su pijama.

Álvaro boqueaba como un pez fuera del agua, incapaz de chillar. Pero ileso. Por encima de ellos se mecían vestidos, pantalones y camisas en sus perchas de plástico.

Velasco contempló a su hija, después a su hijo. Sacudió la cabeza: no era esto, no era esto. Como si existiera una versión buena de sus intenciones. Pero al menos había querido ahorrarles sufrimiento, eso sí, y ahora Diana se estremecía horriblemente despierta en el fondo del armario y Álvaro miraba a su padre con los ojos desorbitados y Velasco sintió que todos sus miembros se le dormían y la pistola cayó de su mano y de pronto alguien lo arrastró por detrás y lo apartó para siempre de sus hijos. Lo último que vio: Álvaro inclinándose sobre su hermana, poniendo la punta de sus dedos sobre una herida que tendría que haber estado en su propia cabeza.

Abrieron la ventana, levantaron a Velasco y lo proyectaron al vacío como un fardo.

Mientras caía, cosa extraña, el roce del aire le dolió como mil cuchillas contra su piel, pero a cambio no acusó el impacto contra el suelo. Abrió los ojos, boca arriba entre las plantas tropicales del jardín, y descubrió con espanto que seguía vivo. No podía moverse, pero estaba condenado a divisar el rectángulo de la ventana por la que había sido arrojado.

Las sombras se agitaban dentro del dormitorio de sus hijos.

Oía los gritos de Álvaro. El canturreo de los asesinos.

Y todo lo que podía hacer era rezar para que el final llegara rápido.

En el cielo nocturno, un manto lechoso se extendía de norte a sur sobre una franja de millones de estrellas.

Las gaviotas lo sabían.

Sabían el momento en que la carnicería había terminado, porque era entonces cuando llegaba su turno.

—No vayas —dijo Sole.

Habían recibido una llamada de Nando a las seis y media. Se veía una columna de humo saliendo de la casa de Velasco. Y los pájaros, haciendo círculos sobre el tejado.

—Es mi amigo. —Ciro mantenía la mano dentro del bolsillo de su cazadora porque no quería que Sole viese la navaja—. Podrían estar heridos.

—Sabes que no dejan heridos.

Pero Ciro ya estaba atravesando el jardín y Sole dio media vuelta para regresar al interior de la casa. No era su marido quien la enfurecía, sino la imagen que tenía de sí misma cuando se enfrentaban. Arrugada, cortante, como el plano de una persona que no había llegado a construirse. Fue a la cocina y buscó las píldoras azules en el doble fondo de una caja de galletas. Se tragó dos. Bebió agua directamente del grifo. Entonces descubrió a Pau en la puerta, mirándola.

—Me has asustado. —El niño permaneció quieto. Sole tuvo la impresión de que era la primera vez que lo veía de pie, como un repentino adulto—. ¿Qué pasa contigo? A veces pienso que no hablas porque no te da la puta gana.

Con un hormigueo de desolación, se dio cuenta de que el niño en realidad no tenía interés en ella, sino en la caja de galletas. El pobre apenas había dormido y se preguntaba si era la hora del desayuno. Así que Sole sacó una rosquilla chocolateada del plástico crepitante y se la tendió.

—Toma. Esta será nuestra caja secreta, ¿vale?

El niño la cogió. Sus labios musitaron algo antes de comenzar a morderla, pero ella no tuvo modo de saber qué.

Ciro no necesitaba completar los metros que separaban su casa de la de Velasco para saber lo que encontraría allí; y para saber que había llegado la hora de tomar decisiones.

Una ambulancia asomaba la chepa por el horizonte de la avenida justo cuando Nando y Ciro se encontraron frente al portal.

—¿Les esperamos? —dijo Nando.

—No.

En el interior se encontraron todo un muestrario de indicios sombríos. Un sofá con los cojines desgarrados. Rayas hechas con objetos punzantes en las paredes. Y cierta clase de olor humano.

Germán apareció de súbito ante ellos, dándoles un buen susto. Venía del jardín interior.

—Está muerto —balbuceó. Y apretó la boca para no perder el control de sus vísceras. En otras circunstancias, su aspecto habría desatado unas buenas risas: el albornoz por encima de su ropa interior, un bate de críquet profesional en la mano.

Les pidió un segundo para recobrar la compostura y luego los condujo hasta el lugar donde yacía Velasco, entre ramas y hojas rotas. Lo peor no era el brazo cortado ni el giro imposible de su cadera, sino los ojos abiertos con la mirada seca en el infinito. Nando se cubrió el rostro y retrocedió hasta tropezar con una manguera y caerse de culo. Ciro se descubrió inesperadamente sereno; se agachó sobre el cadáver de su amigo y le cerró los ojos con la palma de la mano.

—¿Y arriba? —preguntó a Germán, pero este sacudió la cabeza; no había tenido valor para subir.

Ciro se creyó abocado a emprender la penosa expedición a solas, pero resultó que Nando había encontrado una reserva de fuerzas en algún cajón de su alma.

—Vamos. —Se adelantó hacia las escaleras.

Ninguno de los dos estaba preparado para lo que les aguardaba en el piso de Velasco. El brazo tirado en mitad del salón. El reguero pardo que salía de allí, como el renglón de una condena, y les conducía por el pasillo hasta el dormitorio de los niños.

El armario de pared, abierto.

Y dentro.

—Dios mío.

La piel de Diana era tan blanca que resplandecía como la figura de un ángel en el Nacimiento. En mitad de su pecho se abría un rosetón de sangre con el pequeño agujero de la bala en su centro. Y entre sus pies descalzos, el arma que Ciro había atisbado en el cinturón de su amigo unos días antes, igual que un presagio. La naturaleza del acto perpetrado por Velasco apretaba una interrogación en los cuellos de Nando y Ciro; les decía: ¿crees que tú nunca llegarías a hacer algo así?

No se atrevieron a tocar a la niña.

—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —se escucharon los gritos de Germán en el jardín.

Ciro y Nando corrieron a la ventana, temiendo ver a su amigo en plena refriega con los enfermeros. Pero no se trataba de ellos. Eran las gaviotas.

El significado de aquella visión se escondía entre lo mítico y lo grotesco, inaprensible, pero Ciro tuvo la certeza de que nunca podría borrar la imagen de su memoria: el coloso Germán, medio desnudo, dando mandobles con su palo de críquet y gritando a todo pulmón, fuera de sí. Las gaviotas eran torpes, tenían hambre, se arriesgaban más de la cuenta y entonces recibían el impacto brutal. Ciro y Nando vieron hasta cuatro aves salir rebotadas en mitad del vuelo, destrozadas, explosiones de plumas y sangre.

Y contra los graznidos de dolor, los alaridos de Germán, más parecidos al llanto de un gigante.